1
1
Billy Summers, sentado en el vestíbulo del hotel, espera el coche que viene a recogerlo. Es viernes al mediodía. Aunque está leyendo un cómic titulado Archie y sus amigos y amigas, está pensando en Émile Zola, y en la tercera novela de este, su primer éxito, Thérèse Raquin. Piensa que es en gran medida el libro de un autor joven. Piensa que Zola apenas empezaba a excavar lo que acabaría siendo un profundo y fabuloso filón. Piensa que Zola era —es— la versión angustiosa de Charles Dickens. Piensa que eso sería una buena tesis para un ensayo. Aunque tampoco es que haya escrito alguno.
A las doce y dos minutos se abre la puerta y entran dos hombres en el vestíbulo. Uno es alto, de cabello negro, y luce un tupé de los años cincuenta. El otro es bajo y usa anteojos. Los dos van trajeados. Todos los hombres de Nick visten traje. Billy conoce al alto de sus visitas al oeste. Trabaja para Nick desde hace mucho tiempo. Se llama Frank Macintosh. Por el tupé, algunos de los hombres de Nick lo llaman Frankie Elvis, o —ahora que tiene una pequeña calva en la coronilla— Elvis Calvo. Pero no delante de él. Billy no conoce al otro. Debe de ser de la ciudad.
Macintosh le ofrece una mano. Billy se pone en pie y se la estrecha.
—Ey, Billy, cuánto tiempo. Me alegro de verte.
—Lo mismo digo, Frank.
—Te presento a Paulie Logan.
—Hola, Paulie. —Billy da un apretón de manos al más bajo.
—Encantado de conocerte, Billy.
Macintosh toma de sus manos el cómic de Archie.
—Ya veo que sigues leyendo cómics.
—Sí —contesta Billy—. Sí. Me gustan bastante. Los divertidos. A veces leo los de superhéroes, pero no me gustan tanto.
Macintosh hojea el cómic y enseña algo a Paulie Logan.
—Fíjate qué chicas. Amigo, con estas hasta podría tocarme.
—Betty y Veronica —informa Billy al tiempo que recupera el cómic—. Veronica es la novia de Archie, y Betty quiere serlo.
—¿También lees libros? —pregunta Logan.
—Alguno que otro, en los viajes largos. Y revistas. Pero sobre todo cómics.
—Bien, bien —dice Logan, y guiña un ojo a Macintosh. No es muy sutil, y Macintosh frunce el ceño, pero a Billy no le molesta.
—¿Listo para acompañarnos? —pregunta Macintosh.
—Claro. —Billy se guarda el cómic en el bolsillo trasero. Archie y sus exuberantes amigas. También eso podría ser tema de un ensayo por escribir. El solaz que el lector encuentra en unos cortes de cabello y unas actitudes inmutables. Riverdale, y el hecho de que ahí el tiempo se haya detenido.
—Vamos, pues —dice Macintosh—. Nick nos espera.
2
Conduce Macintosh. Logan anuncia que él viajará detrás porque es bajo. Billy prevé que se dirijan hacia el oeste, porque es donde se encuentra la parte elegante de esta ciudad, y a Nick Majarian le gusta vivir a lo grande tanto en casa como fuera. Y no se aloja en hoteles. Sin embargo, ponen rumbo al noreste.
A unos tres kilómetros del centro, acceden a una zona que, por lo que Billy ve, es de clase media baja. Tres o cuatro peldaños por encima del parque de remolques donde él se crio, pero no elegante ni de cerca. Sin grandes casas con cerca, de eso aquí no hay. Es un vecindario de cabañas con franjas de hierba regadas por aspersores giratorios. La mayoría son de un piso. La mayoría están bien cuidadas, aunque unas cuantas necesitan una mano de pintura y la maleza invade el césped de algunos jardines. En una casa ve una ventana rota cubierta con un cartón. Delante de otra, un gordo en bermudas y camiseta de tirantes, instalado en una silla reclinable de Costco o Sam’s Club, bebe cerveza y los observa pasar. En Estados Unidos corren buenos tiempos desde hace unos años, pero quizá eso cambie pronto. Billy conoce esta clase de vecindarios. Son un barómetro, y este ha empezado a decaer. La gente que vive aquí trabaja en sitios en los que hay que registrar entrada y salida.
Macintosh se detiene en el camino de acceso a una casa de dos pisos con agujeros en el césped. Es de un amarillo apagado. No está mal, pero nadie diría que es la clase de residencia que Nick Majarian elegiría para vivir, ni siquiera durante unos días. Parece más la vivienda de un empleado de aeropuerto de bajo nivel, casado con una mujer aficionada a recortar cupones y padre de dos hijos, que paga la hipoteca cada mes y va a los bolos los jueves por la noche para jugar en la liga patrocinada por el bar del vecindario.
Logan baja del vehículo y abre la puerta a Billy. Este deja su Archie en el tablero y sale.
Precedidos por Macintosh, suben al porche. Fuera hace calor, pero dentro hay aire acondicionado. Nick Majarian está de pie en el corto pasillo que conduce a la cocina. Viste un traje que probablemente cueste casi tanto como una mensualidad de la hipoteca de esa casa. Lleva el cabello ralo aplanado contra el cráneo, nada de tupés. Tiene la cara redonda y un bronceado de Las Vegas. Es robusto, pero cuando estrecha a Billy entre sus brazos, este se da cuenta de que ese vientre prominente está duro como una piedra.
—¡Billy! —exclama Nick, y le besa las dos mejillas. Besos sonoros y efusivos. Luce la mejor de sus sonrisas—. ¡Billy, Billy, amigo, cuánto me alegro de verte!
—Yo también me alegro, Nick. —Mira alrededor—. Por lo general, te alojas en sitios más elegantes que este. —Guarda silencio por un momento—. Si no te importa que te lo diga.
Nick ríe. Tiene una carcajada encantadora y contagiosa a la altura de su sonrisa. Macintosh se suma a las risas y Logan sonríe.
—Tengo otro sitio en el lado oeste. Por poco tiempo. Podríamos decir que estoy cuidándoles la casa. Hay una fuente en el jardín, con un niño desnudo en el centro, uno de esos… ¿cómo se llaman?
Querubines, piensa Billy, pero se lo calla, limitándose a mantener la sonrisa.
—Da igual, un niño pequeño que orina agua. Ya lo verás, ya lo verás. No, Billy, esta no es mi casa. Es la tuya. Si decides aceptar el trabajo, claro.
3
Nick le enseña la casa.
—Totalmente amueblada —dice, como si la estuviera vendiendo. Quizá en cierto modo así es.
Esta casa en particular tiene dos pisos. Arriba hay tres dormitorios y dos cuartos de baño, el segundo pequeño, probablemente para los niños; abajo, cocina, sala y comedor, este último tan exiguo que en realidad es un rincón para comer. La mayor parte del sótano se ha convertido en una larga sala alfombrada con un televisor grande en una punta y una mesa de ping-pong en la otra. Sistema de iluminación con rieles. Nick la llama «zona de recreo», y es ahí donde se sientan.
Macintosh pregunta si les apetece tomar algo. Añade que hay refresco, cerveza, limonada y té helado.
—Yo quiero un Arnold Palmer —responde Nick—. Mitad y mitad. Con mucho hielo.
Billy dice que eso mismo le parece bien. Charlan de trivialidades hasta que llegan las bebidas. El tiempo, qué calor hace aquí en la frontera sur. Nick se interesa por cómo le ha ido en el viaje a Billy. Billy dice que bien, pero no añade dónde ha tomado el avión, y Nick no lo pregunta. Nick comenta qué me dices del puto Trump, y Billy responde qué me dices. Ahí empiezan a agotárseles los temas de conversación, pero da igual, porque Macintosh regresa ya con dos vasos altos en una bandeja, y en cuanto se marcha, Nick va al grano:
—Cuando llamé a tu hombre, Bucky, me dijo que tenías previsto retirarte.
—Lo estoy pensando. Llevo en esto mucho tiempo.
Demasiado.
—Es verdad. ¿Qué edad tienes, por cierto?
—Cuarenta y cuatro.
—¿Te dedicas a esto desde que colgaste el uniforme?
—Prácticamente. —Está casi seguro de que Nick ya sabe todo eso.
—¿Cuántos han sido en total?
Billy se encoge de hombros.
—No lo recuerdo con exactitud. —Diecisiete. Dieciocho, contando el primero, el hombre del brazo enyesado.
—Según Bucky, puede que aceptes uno más si el precio vale la pena.
Espera a que Billy pregunte. Billy se abstiene, así que Nick continúa:
—El precio de este vale mucho la pena. Si accedes, podrías pasarte el resto de la vida en algún sitio cálido. Tomando piña colada en una hamaca. —Despliega otra vez esa amplia sonrisa—. Dos millones. Quinientos mil por adelantado, el resto después.
El silbido de Billy no forma parte de la pantomima, que él no considera una pantomima sino su lado tonto, el que muestra a tipos como Nick, Frank y Paulie. Viene a ser como un cinturón de seguridad. No te lo pones porque preveas que vas a tener un accidente, pero nunca se sabe quién puede aparecer en sentido contrario por tu carril en un cambio de vía. Esto también se aplica a la carretera de la vida, donde la gente vira en cualquier sitio y conduce por donde no debe en la autopista.
—¿Por qué tanto? —Lo máximo que le han pagado por un encargo es setenta mil—. No será un político, ¿verdad? Porque a eso no me dedico.
—Nada más lejos.
—¿Es una mala persona?
Nick ríe, niega con la cabeza y mira a Billy con genuino afecto.
—Siempre sales con la misma pregunta.
Billy asiente con la cabeza.
Puede que el lado tonto sea solo una fachada, pero esto es cierto: solo se ocupa de gente mala. Es lo que le permite dormir por las noches. De más está decir que se ha ganado la vida trabajando para gente también mala, sí, pero Billy no ve dilema ético en que cierta gente mala le pague por matar a otra gente mala. En esencia, se considera un basurero provisto de arma.
—Es muy mala persona.
—Entiendo…
—Y los dos millones no los pago yo. Esta vez soy solo el intermediario, que cobra lo que podríamos llamar una comisión por representación. No se descuenta de lo tuyo, lo mío va aparte. —Nick se inclina hacia delante y junta las manos entre los muslos. Adopta una expresión seria, sin apartar la mirada de los ojos de Billy—. El objetivo es un francotirador profesional, como tú. Solo que él nunca pregunta si la víctima es buena o mala persona. No hace esas distinciones. Si el precio le convence, acepta el trabajo. Lo llamaremos Joe. Hace seis años, o quizá siete, da igual, ese tal Joe eliminó a un chico de quince años que iba camino a la escuela. ¿Era el chico una mala persona? No. De hecho, era un estudiante ejemplar. Pero alguien quería enviar un mensaje a su padre. El chico era el mensaje. Joe era el mensajero.
Billy se pregunta si la historia será cierta. Podría no serlo, tiene algo de fabulación de cuento de hadas, pero por alguna razón parece real.
—Quieres que asesine a un asesino. —Como si estuviese aclarándose las ideas.
—Tal cual. Joe está ahora encerrado. En la Cárcel Central de Los Ángeles. Acusado de agresión e intento de violación. Lo del intento de violación, para serte sincero, tiene su gracia, a menos que seas una chica #MeToo. Confundió a una escritora que estaba en Los Ángeles por un congreso… una escritora feminista… con una callejera. Le hizo una proposición indecorosa, ella lo roció con gas pimienta, él le soltó un guantazo en los dientes y le dislocó la mandíbula. Seguro que la mujer vendió otros cien mil libros por eso. Debería haberle dado las gracias en lugar de denunciarlo, ¿no crees?
Billy no contesta.
—A ver, Billy, ponte a pensarlo. Ese hombre ha despedido a Dios sabe cuántos sujetos, algunos de cuidado, y va y una feminista lesbiana lo rocía con gas pimienta. Tienes que verle el lado cómico.
Billy esboza una sonrisa de cumplido.
—Los Ángeles está en el otro lado del país.
—Exacto, pero antes de ir allí estuvo aquí. No sé por qué estuvo aquí ni me importa, pero sí sé que ese Joe andaba buscando una partida de cartas y alguien le dijo dónde encontrarla. Porque, para que lo sepas, nuestro amigo Joe se las da de tahúr y apuesta fuerte. Abreviando, perdió mucho dinero. Cuando el gran ganador salió a eso de las cinco de la madrugada, Joe le metió un tiro en la barriga y se quedó no solo con su dinero, sino con todo. Alguien intentó detenerlo, seguramente otro mentecato que había jugado en la misma partida, y Joe también le metió un tiro.
—¿Los mató a los dos?
—El gran ganador murió en el hospital, pero no antes de identificar a Joe. El tipo que intervino se salvó. También identificó a Joe. ¿Y sabes qué más?
Billy niega con la cabeza.
—Imágenes de las cámaras de seguridad. ¿Ves adónde me dirijo?
Billy lo ve con claridad.
—La verdad es que no.
—En California lo detuvieron por agresión. Eso no se lo quita nadie. El intento de violación probablemente se desestime. Tampoco es que se la llevara a rastras a un callejón ni algo por el estilo; de hecho, incluso propuso pagarle, demonios, así que quedará en requerimiento sexual. Por una cosa así el fiscal no se tomará grandes molestias. Teniendo en cuenta el tiempo que ha pasado ya detenido, puede que le impongan noventa días en la cárcel del condado. Deuda saldada. Pero aquí se trata de un asesinato, y a este lado del Misisipi, eso se lo toman muy en serio.
Billy lo sabe. En los estados republicanos mandan al otro mundo a los asesinos sin escrúpulos. A él le trae sin cuidado.
—Y el jurado, después de ver las imágenes de las cámaras de seguridad, sin duda decidiría aplicarle la inyección letal al bueno de Joey. Lo entiendes, ¿no?
—Claro.
—Pidió a su abogado que se oponga a la extradición, como no es de extrañar. Sabes qué es la extradición, ¿no?
—Claro.
—Bien. El abogado de Joe está dejándose la piel para conseguirlo, y el tipo no es un legista de tercera. Ya ha logrado un aplazamiento de treinta días en una vista, y utilizará este tiempo para buscar otras maneras de retrasarlo, pero al final perderá. Y Joe está en una celda de aislamiento, porque alguien intentó apuñalarlo. El bueno de Joey lo desarmó y de paso le rompió la muñeca, pero donde hay un cabrón con un cuchillo, puede haber una docena.
—¿Un asunto de bandas? —pregunta Billy—. ¿Los crips, quizá? ¿Se la tienen jurada?
Nick se encoge de hombros.
—Ve tú a saber. Por ahora, Joe tiene su propia celda, no come con el resto de los internos, dispone del patio para él solo durante media hora. Además, entretanto, el abogado se pone en contacto con cierta gente. El mensaje que transmite es que ese individuo abrirá la boca a menos que se libre del cargo de asesinato.
—¿Existe esa posibilidad? —Billy preferiría pensar que no, incluso si el hombre al que mató el tal Joe después de la partida de cartas era mala persona—. ¿Los fiscales podrían retirar la petición de pena de muerte, o quizá incluso rebajarlo a homicidio o algo así?
—No está mal, Billy. Al menos vas bien encaminado. Pero, por lo que yo he oído, Joe quiere que se retiren todos los cargos. Debe tener algún as bajo la manga.
—Cree que puede negociar para librarse del cargo de asesinato.
—Lo dice el hombre que se ha librado de eso mismo sabe Dios cuántas veces —comenta Nick, y ríe.
Billy no.
—Yo nunca le he disparado a alguien por haber perdido dinero en una partida de cartas. No juego a las cartas. Y no robo.
Nick mueve la cabeza en un vigoroso gesto de asentimiento.
—Ya lo sé, Billy. Lo tuyo es la gente mala. Solo estaba molestándote un poco. Bebe.
Billy bebe. Está pensando: Dos millones. Por un solo trabajo. Y está pensando: ¿Dónde está la trampa?
—Alguien debe de estar muy interesado en impedir que ese tipo saque a la luz lo que esconde.
Nick forma una pistola con los dedos y apunta a Billy como si este hubiera hecho una deducción extraordinaria.
—Eso mismo, tú lo has dicho. El caso es que he recibido un mensaje de cierto tipo de aquí, a quien conocerás si aceptas el trabajo, y el mensaje es que busquemos a un francotirador profesional, el mejor entre los mejores. Para mí, ese es Billy Summers, demonios, y no hay más que hablar.
—Quieres que liquide a ese tipo, pero no en Los Ángeles. Aquí.
—Yo no. Yo solo soy el intermediario, recuérdalo. Es otra persona. Alguien con unos bolsillos muy profundos.
—¿Dónde está la trampa?
Nick activa la sonrisa. Vuelve a señalar a Billy con la mano en forma de pistola.
—Directo al grano, ¿eh? Directo al puto grano. Solo que en realidad no es una trampa. O quizá sí, según como lo veas. Es el tiempo, ¿sabes? Vas a estar aquí…
Abarca con un gesto de la mano la pequeña casa amarilla. Quizá también el vecindario en que se encuentra, que, como Billy descubrirá, se llama Midwood. Quizá toda la ciudad, que se halla al este del Misisipi y justo por debajo de la línea Mason-Dixon.
—… una temporada.
4
Hablan un rato más. Nick le explica que ya han elegido la posición, con lo que se refiere al lugar desde donde Billy disparará. Le dice que no tiene por qué tomar una decisión hasta que vea el sitio y reciba más información. Se la facilitará Ken Hoff. Es el tipo que vive en la ciudad. Nick añade que hoy Ken está fuera.
—¿Sabe qué uso? —No equivale a aceptar el encargo, pero es un gran paso en esa dirección. Dos millones básicamente por quedarse esperando de brazos cruzados y disparar un solo tiro. Cuesta rechazar un trato como ese.
Nick asiente con la cabeza.
—De acuerdo, ¿y cuándo me reuniré con ese Hoff?
—Mañana. Te llamará esta noche a tu hotel, para decirte la hora y el sitio.
—Si acepto, necesitaré alguna historia que justifique mi estancia aquí.
—Está todo pensado, y es genial. Idea de Giorgio. Te pondremos al corriente mañana por la noche, después de la reunión con Hoff.
Nick se pone en pie y le ofrece una mano. Billy se la estrecha. Le ha dado la mano otras veces y nunca le ha gustado, porque Nick es mala persona. Pero cuesta no sentir un poco de simpatía por él. Nick también es un profesional, y esa sonrisa surte efecto.
5
Paulie Logan lo lleva de regreso al hotel. Paulie no habla mucho. Pregunta a Billy si le molesta que ponga la radio. Cuando Billy contesta que no, Paulie sintoniza una emisora de rock suave. En cierto momento dice:
—Loggins and Messina, esos son los mejores.
Salvo por el improperio que lanza a otro conductor que le corta el paso en Cedar Street, a eso se reduce su conversación.
A Billy le da igual. Está pensando en todas las películas de atracos que ha visto en las que los protagonistas planean un último golpe. Si el cine negro es un género, «un último golpe» es un subgénero. En esas películas, el último golpe siempre sale mal. Billy no es atracador, ni trabaja con una banda, ni es supersticioso, pero eso del último golpe lo inquieta de todos modos. Podría ser porque el precio es muy alto. O porque no sabe quién corre con los gastos ni por qué. O incluso por la historia que le ha contado Nick sobre el estudiante ejemplar de quince años a quien liquidó su objetivo.
—¿Vas a quedarte? —pregunta Paulie al detener el coche en la entrada del hotel—. Porque ese tal Hoff te conseguirá la herramienta que necesitas. Podría haberlo hecho yo mismo, pero Nick no quiso.
¿Va a quedarse?
—No lo sé. Puede ser. —Hace una pausa mientras baja del auto—. Es probable.
6
En su habitación, Billy enciende la computadora portátil. Cambia la marca de tiempo y comprueba la VPN, porque a los hackers les encantan los hoteles. Podría buscar en Google los juzgados del condado de Los Ángeles —debe de haber un registro público de las vistas por extradición—, pero hay maneras más sencillas de conseguir lo que quiere. Y lo quiere. Ronald Reagan tenía razón al decir: «Confía pero verifica».
Billy accede a la página web de Los Angeles Times y paga por una suscripción de seis meses. Utiliza una tarjeta de crédito que pertenece a una persona imaginaria llamada Thomas Hardy, pues Hardy es el escritor preferido de Billy. Al menos entre los naturalistas. Una vez dentro, busca: «Escritora feminista» y añade «intento de violación». Encuentra media docena de artículos, cada uno más corto que el anterior. Aparece una foto de la autora feminista, que es muy hermosa y tiene mucho que decir. La presunta agresión se produjo en la terraza del hotel Beverly Hills. El presunto autor, cuando lo detuvieron, tenía en su posesión múltiples documentos de identidad y tarjetas de crédito. Según el Times, su verdadero nombre es Joel Randolph Allen. En 2012 eludió una acusación de violación en Massachusetts.
Así que Joe apenas se libró, piensa Billy.
A continuación visita la página web del periódico de esta ciudad, vuelve a utilizar a Thomas Hardy para salvar el muro de pago y busca: «Víctima asesinato partida cartas».
Encuentra la noticia, y la foto de las cámaras de seguridad que la acompaña es bastante incriminatoria. Una hora antes, la luz no habría sido tan buena para mostrar el rostro del malhechor, pero la marca de tiempo al pie de la foto indica las 5:18. El sol aún no ha salido, pero falta poco, y la cara del individuo del callejón se ve con toda la nitidez que uno desearía si fuera fiscal. Con la mano en el bolsillo, espera frente a una puerta en la que se lee: ZONA DE CARGA, NO OBSTRUIR EL PASO, y si Billy formara parte del jurado, posiblemente votaría a favor de la inyección letal sin más prueba que esa. Porque Billy Summers es un experto en lo que se refiere a premeditación, y eso es lo que está viendo ahí.
La noticia más reciente en el periódico de Red Bluff cuenta que Joel Allen fue detenido en Los Ángeles por cargos sin conexión con ese hecho.
Nick piensa que Billy interpreta las cosas de manera literal, a ese respecto Billy no alberga la menor duda. Como todos los demás para los que ha trabajado durante los años que lleva en el oficio, Nick cree que Billy, al margen de su habilidad inigualable como francotirador, es un poco lento, tal vez incluso autista. Nick acepta el lado tonto porque Billy pone especial empeño en no exagerarlo. No se queda boquiabierto, no mira con los ojos vidriosos, no manifiesta una evidente estupidez. Un cómic de Archie hace maravillas. Tiene la novela de Zola que ha estado leyendo enterrada en el fondo de la bolsa de viaje. ¿Y si alguien registrara su bolsa y la descubriera? Billy diría que la encontró en el bolsillo del respaldo de un avión y se la quedó porque le gustaba la chica de la cubierta.
Se plantea buscar el caso del estudiante ejemplar de quince años, pero no dispone de datos suficientes. Podría pasarse toda la tarde en Google y no encontrarlo. Incluso si lo descubriera, le resultaría imposible tener la certeza de que ese era el chico de quince años en cuestión. Le basta con saber que el resto de la historia de Nick concuerda.
Pide un emparedado y una tetera. Cuando llegan, se sienta junto a la ventana a comer y leer Thérèse Raquin. Piensa que es una mezcla entre James M. Cain y los cómics de terror de los años cincuenta de la editorial EC. Después de su comida tardía, se acuesta con las manos detrás de la cabeza, bajo la almohada, donde percibe el frescor que se oculta ahí. Que, como la juventud y la belleza, no dura demasiado. Verá qué tiene que decir ese Ken Hoff, y si eso también concuerda, cree que aceptará el trabajo. La espera se le hará difícil, eso nunca se le ha dado bien (una vez probó con el zen, no le dio resultado), pero por una paga de dos millones de dólares puede esperar.
Billy cierra los ojos y duerme.
A las siete de la noche, disfruta de una cena del servicio de habitaciones y ve Mientras la ciudad duerme en su computadora portátil. Narra un último golpe fallido, cómo no. Suena el teléfono. Es Ken Hoff. Le comunica dónde se reunirán mañana por la tarde. Billy no necesita anotarlo. Las notas pueden ser peligrosas, y tiene buena memoria.
2
1
Como la mayoría de los actores de cine —por no hablar de los hombres con quienes Billy se cruza por la calle que emulan a esos actores—, Ken Hoff tiene un asomo de barba, como si hubiera olvidado afeitarse durante tres o cuatro días. En el caso de Hoff, que es pelirrojo, le confiere un aspecto poco afortunado. No parece recio y duro; en realidad da la impresión de que se haya quemado por efecto del sol.
Están sentados a una mesa bajo una sombrilla en la terraza de un restaurante llamado Sunspot Café. Se encuentra en la esquina de Main con Court. Billy supone que entre semana el establecimiento tiene muchos comensales, pero ese sábado por la tarde, dentro, no hay casi gente, y disponen de las mesas dispersas en el exterior para ellos solos.
Hoff tendrá unos cincuenta años, o cuarenta y cinco mal llevados. Bebe una copa de vino. Billy ha pedido un refresco bajo en calorías. No cree que Hoff trabaje para Nick, porque Nick vive en Las Vegas. Pero Nick mueve muchos hilos, y no todos en el oeste. Puede que Nick Majarian y Ken Hoff estén conectados de algún modo o tal vez Hoff tenga vínculos con el sujeto que va a pagar por el trabajo. Siempre en el supuesto de que el trabajo llegue a realizarse, claro.
—Ese edificio de la banqueta de enfrente es mío —dice Hoff—. Tiene solo veintidós pisos, pero son suficientes para convertirlo en el segundo más alto de Red Bluff. Será el tercero más alto cuando construyan el Higgins Center. Ese tendrá treinta. Y un centro comercial. En ese también tengo participación, pero este… este es totalmente mío. Se reían de Trump cuando decía que iba a arreglar la economía, pero las cosas van sobre ruedas. Sobre ruedas.
A Billy le traen sin cuidado Trump y su economía, pero examina el edificio con interés profesional. Está casi seguro de que es el sitio desde donde se supone que tiene que disparar. Se llama Torre Gerard. Billy considera que llamar «torre» a un edificio de solo veintidós pisos es un poco presuntuoso, pero imagina que en esta ciudad de pequeños edificios de ladrillo, en su mayoría venidos a menos, probablemente parece una torre. En el césped de la parte delantera, bien cuidado y regado, se alza un letrero en el que se lee: OFICINAS Y DEPARTAMENTOS DE LUJO DISPONIBLES. Incluye un número de teléfono. Da la impresión de que el letrero lleva ahí bastante tiempo.
—No se ha llenado tanto como preveía —dice Hoff—. La economía va viento en popa, sí, a la gente le sale el dinero por el trasero, y 2020 será aún mejor, pero te sorprendería saber hasta qué punto todo eso lo mueve internet, Billy. ¿Te importa que te llame Billy?
—En absoluto.
—Conclusión: este año estoy un poco justo de dinero. Tengo problemas de liquidez desde que compré acciones de WWE, pero, con tres filiales, ¿cómo iba a negarme?
Billy no tiene ni idea de qué está hablando. ¿De algo relacionado con la lucha profesional, quizá? ¿O con el espectáculo de Monster Jam que anuncian a todas horas por televisión? Como es evidente que Hoff piensa que debería saberlo, Billy asiente como si así fuera.
—Aquí en la ciudad, los ricachos de toda la vida opinan que estiro más el brazo que la manga, pero hay que apostar por la economía, ¿o no? Hay que tirar los dados cuando se está en racha. Para ganar dinero hace falta dinero, ¿verdad que sí?
—Sin duda.
—Así que hago lo que tengo que hacer. Y oye, reconozco algo bueno en cuanto lo veo, y este trato me beneficia. Es un poco arriesgado, pero necesito un apoyo. Y Nick me ha asegurado que si te atrapan… sé que no será así, pero si te atrapan, mantendrías la boca cerrada.
—Sí. Así sería. —A Billy nunca lo han atrapado, y no tiene intención de que esta vez sea la primera.
—El código de la carretera, ¿no es así?
—Sin duda. —Billy tiene la impresión de que Ken Hoff ha visto demasiadas películas. Algunas del subgénero «último golpe», seguramente. Comienza a impacientarse y espera que el tipo vaya al grano de una vez. Aquí fuera hace calor, incluso bajo la sombrilla. Y bochorno. Este clima es para los pájaros, piensa Billy, y posiblemente ni a ellos les gusta.
—Te conseguí una oficina agradable en el cuarto piso, hace chaflán —informa Hoff—. Tres espacios. Despacho, recepción, una cocina pequeña. Una cocina, ¿qué te parece eso? Estarás bien por mucho que se alargue esto. Más a gusto que un arbusto. No voy a señalarla con el dedo, pero seguro que sabes contar hasta cuatro, ¿verdad?
Claro, piensa Billy, tampoco es que me chupe el dedo.
El edificio es cuadrangular, la típica caja de galletas con ventanas, así que de hecho en el cuarto piso hay dos suites que hacen esquina, pero Billy sabe a cuál se refiere Hoff: la de la izquierda. Traza una diagonal desde la ventana a lo largo de Court Street, que tiene solo dos manzanas. La diagonal, la trayectoria de la bala que saldrá de su arma si acepta el trabajo, termina en la escalinata del juzgado del condado. Es un edificio desparramado de granito gris. Los escalones, veinte por lo menos, suben hasta una plaza en cuyo centro se alza la Dama de la Justicia con los ojos vendados, sosteniendo su balanza. Entre las muchas cosas que nunca dirá a Ken Hoff: la Dama de la Justicia se basa en Iustitia, una diosa romana más o menos inventada por el emperador Augusto.
Billy vuelve a posar la mirada en la suite de la esquina del cuarto piso y traza de nuevo la diagonal con los ojos. Calcula que la distancia entre la ventana y la escalinata es de unos quinientos metros. Se trata de un disparo que es capaz de ejecutar incluso con vientos fuertes. Siempre y cuando disponga de la herramienta idónea, claro está.
—¿Qué tiene para mí, señor Hoff?
—¿Eh?
Por un momento el lado tonto de Hoff queda a plena vista. Billy contrae el dedo índice de la mano derecha. El gesto podría interpretarse como «ven», pero no en este caso.
—¡Ah! ¡Ya! Lo que pediste, ¿no? —Mira alrededor, a nadie ve, pero baja la voz de todos modos—. Un Remington 700.
—El M24. —Esa es la designación del ejército.
—¿M…? —Hoff se lleva la mano al bolsillo trasero, saca la cartera y recorre el contenido de los compartimentos con el pulgar. Extrae un papel y lo consulta—. M24, exacto.
Hace ademán de guardar de nuevo el papel en la cartera, pero Billy ofrece una mano.
Hoff se lo entrega. Billy se lo guarda en el bolsillo.
Más tarde, antes de ir a ver a Nick, lo arrojará al retrete en la habitación del hotel. Uno no deja cosas anotadas. Espera que el tal Hoff no acabe siendo un problema.
—¿Óptica?
—¿Eh?
—El visor. La mira. Hoff parece azorado.
—Es la que has pedido.
—¿Eso también lo tiene anotado?
—En el papel que acabo de darte.
—De acuerdo.
—Tengo el… esto, la herramienta en…
—No necesito saber dónde. Ni siquiera he decidido si voy a aceptar el trabajo. —Pero sí lo ha decidido—. ¿Hay servicio de seguridad en el edificio? —Otra pregunta de su lado tonto.
—Sí. Claro.
—Si acepto el trabajo, seré yo quien suba la herramienta al cuarto piso. ¿Estamos conformes, señor Hoff?
—Sí, claro —responde Hoff con visible alivio.
—Entonces creo que ya hemos terminado. —Billy se pone en pie y le ofrece una mano—. Encantado de conocerlo. —No es así. Billy no sabe hasta qué punto confía en ese hombre, y ese ridículo asomo de barba le repugna. ¿Qué mujer querría besar una boca rodeada de púas rojas?
Hoff le da un apretón.
—Lo mismo digo, Billy. Esto es solo un apuro momentáneo por el que estoy pasando. ¿Has leído un libro que se titula El viaje del héroe?
Billy lo ha leído, pero niega con la cabeza.
—Deberías, deberías. Me salté todo el rollo literario para llegar a la parte importante. Directo al meollo, así soy yo. Fuera tonterías. No recuerdo el nombre del tipo que lo escribió, pero dice que todo hombre ha de pasar por una etapa de prueba antes de llegar a héroe. Para mí, esta es esa etapa.
Por proporcionar un rifle de largo alcance y un puesto de observación a un asesino a sueldo, piensa Billy. No está muy seguro de que Joseph Campbell incluyera eso en la categoría del héroe.
—Bueno, espero que la supere.
2
Billy supone que, si se queda, al final se buscará un coche, pero por ahora no conoce la ciudad y gustosamente deja que Paul Logan lo lleve del hotel a la casa que está «cuidando» Nick. Es la supermansión que Billy esperaba ayer, una monstruosidad construida de cualquier manera en lo que parece un jardín de una hectárea. La reja del camino de acceso, largo y curvo, se abre cuando Paulie toca el dispositivo que tiene en la visera con el pulgar. En efecto, hay un querubín orinando de forma incesante en un estanque, y otro par de estatuas (soldado romano, doncella de pecho desnudo) alumbradas por focos ocultos ahora que ha anochecido. La casa también cuenta con su propia iluminación exterior, para exhibir mejor sus deplorables excesos. A Billy se le antoja el hijo bastardo de un supermercado y una megaiglesia. Eso no es una casa, es el equivalente arquitectónico de un pantalón de golf rojo.
Frank Macintosh, alias Frankie Elvis, está esperando en el interminable porche para recibirlo. Traje oscuro, sobria corbata azul. Viéndolo, nadie adivinaría que comenzó su carrera partiendo piernas para un prestamista. Naturalmente, eso fue hace mucho, antes de ascender a primera división. Baja hasta la mitad de la escalera con la mano extendida, como el señor de la casa. O el mayordomo del señor de la casa.
Nick está otra vez esperando en el pasillo, mucho más suntuoso que el de la modesta casa amarilla de Midwood. Si bien Nick tiene una complexión robusta, el hombre que lo acompaña es descomunal, supera con creces los ciento treinta kilos. Se trata de Giorgio Piglielli, conocido entre los mandos intermedios de Nick en Las Vegas como Georgie Pigs (tampoco delante de él). Si Nick es el consejero delegado, Giorgio es su director ejecutivo. El hecho de que estén los dos aquí, tan lejos de su base de operaciones, induce a pensar que la comisión por representación, como lo llamó Nick, debe de ser muy alta. A Billy le han prometido dos millones. ¿Cuánto habrán prometido a esta gente, o cuánto se habrán embolsado ya? Alguien está muy preocupado por Joel Allen. Alguien que probablemente tiene una casa como esta, o incluso más fea. Cuesta creer que sea posible, pero seguramente lo es.
Nick da una palmada en el hombro a Billy.
—¿A que piensas que este gordo es Giorgio Piglielli?
—Desde luego que lo parece —responde Billy con cautela, y Giorgio suelta una carcajada tan oronda como él.
Nick asiente. Vuelve a lucir su mejor sonrisa.
—Lo sé, pero en realidad es George Russo, tu agente.
—¿Agente? ¿Como en una inmobiliaria?
—No, no de esos. —Nick ríe—. Ven a la sala. Tomaremos algo, y Giorgio te lo explicará. Como te dije ayer, el sitio es fabuloso.
3
La sala es tan larga como un coche cama. Cuenta con tres candelabros, dos pequeños y uno grande. Los muebles son bajos y de formas aerodinámicas. Otros dos querubines sostienen un espejo de cuerpo entero. Hay un reloj de pie que parece avergonzado de estar ahí.
Frank Macintosh, el rompepiernas convertido en sirviente, les lleva unas bebidas en una bandeja: cerveza para Billy y Nick y lo que parece una malteada de chocolate para Giorgio, quien por lo visto tiene la firme determinación de ingerir todas las calorías posibles antes de morir a los cincuenta. Elige el único sillón en el que cabe. Billy se pregunta si será capaz de levantarse sin ayuda.
Nick alza el vaso de cerveza.
—Por nosotros. Por que esta colaboración nos haga felices y nos deje satisfechos.
Brindan por eso, y a continuación Giorgio añade:
—Me comenta Nick que el asunto te interesa, pero aún no te has comprometido. Todavía estás en lo que podríamos llamar «fase exploratoria».
—Así es —dice Billy.
—Bueno, a efectos de esta conversación, imaginemos que formas parte del equipo. —Giorgio sorbe su malteada de chocolate con un popote—. Amigo, qué buena. No hay algo mejor para una noche calurosa.
Se lleva la mano al bolsillo del saco —Tela suficiente para vestir a un orfanato, piensa Billy— y saca una cartera, que ofrece a Billy.
Billy la toma. Es de la marca Lord Buxton. Bonita pero no de lujo. Tiene alguna que otra rozadura en la piel y se ve un poco ajada.
—Echa un vistazo dentro. Ese serás tú en este lugar de mala muerte.
Billy eso hace. Cerca de setenta dólares en el compartimento correspondiente. Unas cuantas fotos, en su mayoría de hombres que podrían ser amigos y mujeres que podrían ser novias. Nada que indique que tiene esposa e hijos.
—Quería añadirte en una con Photoshop —dice Giorgio—. En el Gran Cañón o algo así, pero, según parece, nadie tiene una foto tuya, Billy.
—Las fotos pueden traer problemas.
—De todos modos —interviene Nick—, la mayoría de la gente no lleva fotos suyas en la cartera. Ya se lo dije a Giorgio.
Billy sigue examinando el contenido de la cartera, leyéndolo como si fuese un libro. Como si fuese Thérèse Raquin, que ha terminado mientras cenaba en su habitación. Si se queda aquí, su nombre será David Lockridge. Tiene una Visa y una Mastercard, las dos emitidas por el Seacoast Bank de Portsmouth.
—¿Cuáles son los límites del dinero de plástico? —pregunta a Giorgio.
—Quinientos en la Master, mil en la Visa. Tienes un presupuesto ajustado. Claro que, si tu libro se vende tan bien como esperamos, eso podría cambiar.
Billy fija la mirada primero en Giorgio y después en Nick. Se pregunta si se trata de una trampa, si habrán descubierto que su lado tonto es pura apariencia.
—¡Es tu agente literario! —exclama Nick casi a gritos—. ¿Verdad que es genial?
—¿Esa es mi coartada, una identidad de escritor? Vamos, pero si ni siquiera acabé la secundaria. Por Dios, me saqué el certificado escolar en el desierto, y fue un regalo del Tío Sam por esquivar artefactos explosivos y muyíes en Faluya y Ramadi. No funcionará. Es un disparate.
—No, es genial —asegura Nick—. Tú escúchalo, Billy. ¿O debería empezar a llamarte Dave?
—Nunca vas a llamarme Dave si esta es mi coartada.
Eso le toca de muy cerca, demasiado cerca. Es aficionado a la lectura, sin duda. Y a veces sueña con escribir, aunque nunca lo ha probado en serio salvo por algún que otro retazo de prosa, que después siempre ha destruido.
—No funcionará, Nick. Sé que ya has puesto esto en marcha… —Sostiene la cartera en alto—. Y lo siento, pero no funcionará. ¿Qué voy a decir si alguien me pregunta de qué trata el libro?
—Dame cinco minutos —dice Giorgio—. Diez, máximo. Y si sigue sin gustarte, cada uno por su lado y tan amigos.
Billy duda que eso sea verdad, pero le pide que continúe. Giorgio deja el vaso vacío de malteada de chocolate en la mesa que tiene junto a su sillón (probablemente una Chippendale) y eructa. Pero cuando centra toda la atención en Billy, este ve lo que Georgie Pigs es en realidad: una mente esbelta y atlética enterrada en el mar de grasa que lo matará en unos pocos años.
—Ya sé que de inicio suena extraño, por la clase de sujeto que eres, pero funcionará.
Billy se relaja un poco. Todavía creen lo que ven. Al menos en ese sentido está a salvo.
—Te quedarás aquí cuando menos seis semanas y máximo, quizá, seis meses —dice Giorgio—. Depende de cuánto tarde el abogado del mentecato en quedarse sin cuerda en su lucha contra la extradición. O hasta que crea que el cargo de asesinato es negociable. Se te paga por el trabajo, pero también se te paga por el tiempo. Eso lo entiendes, ¿no?
Billy asiente con la cabeza.
—Lo que significa que necesitas una razón para estar aquí en Red Bluff, y no es una ciudad turística precisamente.
—Cierto —afirma Nick, y hace una mueca semejante a la de un niño ante un plato de brócoli.
—También necesitas una razón para estar en ese edificio en la calle del juzgado. Estás escribiendo un libro, esa es la razón.
—Pero…
Giorgio alza una gruesa mano.
—Tú crees que no funcionará, pero yo te digo que sí. Y voy a explicarte cómo.
Billy se muestra escéptico, pero ahora que ha superado el miedo a que hayan visto que su lado tonto es mero camuflaje, le parece adivinar adónde quiere ir Giorgio. El plan podría tener posibilidades.
—He hecho mis indagaciones. He leído un montón de revistas literarias, más una tonelada de material por internet. He aquí tu coartada. David Lockridge se crio en Portsmouth, Nueva Hampshire. Siempre quisiste ser escritor, pero a duras penas terminaste la secundaria. Trabajaste en la construcción. Seguiste escribiendo, pero te gustaba divertirte. Bebías mucho. Pensé en añadirte un divorcio, pero lo descarté porque me pareció que complicaría mucho la historia.
Para un tipo que sabe de armas pero poco más, piensa Billy.
—Por fin empiezas a trabajar en algo bueno, ¿de acuerdo? En los blogs que he leído hablan mucho de escritores a los que de pronto se les enciende la chispa, y eso es lo que te pasa a ti. Escribes un montón de páginas, unas setenta, quizá cien…
—¿Sobre qué? —En realidad Billy comienza a divertirse, pero procura no exteriorizarlo.
Giorgio intercambia una mirada con Nick, que se encoge de hombros.
—Eso aún no lo he decidido, pero ya se me ocurrirá al…
—¿Mi propia vida, tal vez? La vida de Dave, quiero decir. Existe una palabra para eso…
—Autobiografía —prorrumpe Nick, como si fuera un concursante de Jeopardy.
—Eso podría funcionar —dice Giorgio. Su rostro dice: «Vas bien encaminado, Nick, pero deja esto a los expertos»—. O tal vez sea una novela. Lo que importa es que nunca hablas de ello por orden de tu agente. Un asunto confidencial. Estás escribiendo, eso no lo mantienes en secreto, todo el mundo con el que te cruces en el edificio sabrá que el vecino del cuarto piso está escribiendo un libro, pero nadie sabe de qué trata. Así no tendrás problemas.
Como si fuera a pasarme, piensa Billy.
—¿Cómo llegó David Lockridge aquí desde Portsmouth? ¿Y cómo acabó en la Torre Gerard?
—Esa es mi parte preferida —comenta Nick. Habla como un niño que escucha una de sus historias predilectas antes de dormirse, y Billy no cree que esté simulando o exagerando. Nick respalda incondicionalmente el plan.
—Buscaste agentes por internet —prosigue Giorgio, aunque de pronto titubea—. Sueles conectarte a internet, ¿no?
—Claro —contesta Billy. Está casi seguro de que sabe más de computadoras que cualquiera de esos dos gordos, pero tampoco comparte esa información—. Uso el correo. A veces juego en el teléfono. Además, hay una aplicación para cómics. Te deja descargarlos. Eso lo hago con la computadora portátil.
—De acuerdo, bien. Buscas agente. Envías cartas para anunciar que estás trabajando en ese libro. La mayoría de los agentes dicen que no, porque se quedan con los superventas como James Patterson y la señora de Harry Potter. Leí en un blog que es la pescadilla que se muerde la cola: necesitas un agente para publicar, pero hasta que no has publicado no hay manera de que encuentres un agente.
—Pasa como en el cine —interviene Nick—. Vemos a los actores famosos, pero en realidad todo está en manos de los agentes. Son ellos los que tienen el verdadero poder. Dicen a los actores qué hacer, y vaya si lo hacen.
Giorgio espera pacientemente a que Nick termine y luego continúa:
—Por fin un agente dice que sí, bien, qué carajo, le echaré un vistazo, envíame los dos o tres primeros capítulos.
—Tú —dice Billy.
—Yo. George Russo. Leo las páginas. Me encantan. Se las enseño a unas cuantas editoriales que conozco…
Y un demonio, piensa Billy; se las enseñas a unos cuantos editores que conoces. Pero eso puede arreglarse si hace falta.
—… y también les encanta, pero no pagarán una gran suma, quizá incluso una cantidad de siete cifras, hasta que el libro esté acabado. Porque eres una incógnita. ¿Sabes qué significa eso?
Billy está peligrosamente a punto de responder que sí, claro, porque empieza a sentir un vivo interés ante la perspectiva. En realidad, podría ser una excelente coartada, sobre todo por el compromiso de confidencialidad en cuanto al proyecto. Y podría resultarle divertido hacerse pasar por lo que en cierto modo siempre ha querido ser.
—Significa que soy puro humo.
Nick exhibe su sonrisa más radiante. Giorgio asiente con la cabeza.
—Casi. Pasa un tiempo. Yo espero más páginas, pero Dave no entrega. Espero un poco más. Sigue sin llegar una sola página. Subo a verte a la tierra de la langosta, ¿y qué me encuentro? El amigo anda de juerga en juerga como el maldito Ernest Hemingway. Cuando no está trabajando, está por ahí con sus amigotes o crudísimo. El consumo de sustancias y el talento van de la mano, ya se sabe.
—¿En serio?
—Hecho demostrado. Pero George Russo está decidido a salvar a ese amigo, al menos hasta que termine el libro. Habla con una editorial para que lo contrate y pague un anticipo de, digamos, treinta o quizá cincuenta mil dólares. No es un dineral, pero tampoco mero cambio; además, la editorial puede exigir la devolución si el libro no llega antes de cumplirse determinado plazo, lo que llaman fecha de entrega. Pero verás, Billy, he aquí la cuestión: el cheque estará a mi nombre, no al tuyo.
Ahora Billy lo ve todo claro, pero deja que Giorgio se extienda:
—Pongo ciertas condiciones. Por tu propio bien. Tienes que abandonar la tierra de la langosta y a todos esos amigos tuyos que empinan el codo y se entregan a la coca. Tienes que irte a algún sitio lejos de ellos, algún pueblucho o ciudad de mala muerte donde nada haya que hacer o, si lo hubiera, no hay con quien hacerlo. Te digo que voy a alquilarte una casa.
—La que vi, ¿no?
—Exacto. Más importante aún, voy a alquilarte también una oficina, e irás allí todos los días laborales a sentarte en un despachito y golpear el teclado hasta que acabes ese libro tan confidencial. Tú aceptas las condiciones, si no, tu puerta al éxito se cerrará.
Giorgio se recuesta. El sillón, aunque robusto, emite un leve gemido.
—Ahora, si me dices que es mala idea o incluso si me dices que es buena idea pero te ves incapaz de llevarla a cabo de una manera convincente, damos el asunto por zanjado.
Nick alza una mano.
—Billy, antes de que digas algo, quiero plantear otra cosa por la que este es un buen plan. Tendrás trato con los vecinos de tu piso, y también con otras muchas personas del edificio. Te conozco, y tienes otro don, aparte de esa habilidad tuya para darle a una moneda a quinientos metros.
Como si fuera capaz de eso, piensa Billy. Eso no lo habría hecho ni Chris Kyle.
—Te llevas bien con la gente sin necesidad de hacerte amigo de nadie. Te sonríen cuando te ven acercarte. —Y a continuación, como si Billy lo hubiera negado, exclama—: ¡Lo he visto! Hoff me ha dicho que hay un par de puestos de comida ambulantes que paran delante del edificio a diario, y cuando el tiempo lo permite, la gente hace cola y se sienta al aire libre en las bancas a comer. Tú podrías ser una de esas personas. La espera no tiene por qué ser tiempo perdido. Puedes utilizarlo para ganarte la aceptación del personal. En cuanto se pase la novedad de que estás escribiendo un libro, serás solo un trabajador más que empieza a las nueve y regresa a su casita de Midwood a las cinco.
Billy concibe esa posibilidad.
—Así que, cuando llega por fin el día, ¿eres un desconocido? ¿El intruso que debe de haberlo hecho? Ajá, llevas ahí varios meses, has charlado con la gente en el elevador, juegas a las cartas con unos empleados de la agencia de cobro a morosos del primer piso para ver quién paga la cena.
—Sabrán de dónde salió la bala —aduce Billy.
—Claro, pero no inmediatamente. Porque al principio todo el mundo solo buscará a un intruso. Y porque habrá una táctica de distracción. También porque siempre has sido como el desgraciado Houdini a la hora de desaparecer tras el disparo. Para cuando las cosas empiecen a calmarse, tú ya estarás muy lejos.
—¿Cuál es la táctica de distracción?
—Ya hablaremos de eso más tarde —dice Nick, lo que induce a Billy a pensar que tal vez aún no haya tomado una decisión al respecto. Aunque con Nick nunca se sabe—. Hay tiempo de sobra. De momento… —Voltea hacia Giorgio, alias Georgie Pigs, alias George Russo. «Todo tuyo», dice con la mirada.
Giorgio se lleva otra vez la mano al bolsillo del descomunal saco del traje y saca el teléfono.
—Únicamente tienes que decirlo, Billy…, me refiero a la clave de acceso de tu banco en el extranjero preferido…, y te enviaré quinientos de los grandes. Nos llevará cuarenta segundos. Un minuto y medio si la conexión es lenta. También dinero suficiente en un banco de aquí para sobrevivir.
Billy advierte que tratan de inducirlo a tomar una decisión apresurada y visualiza fugazmente a una vaca camino al matadero, pero tal vez no sea más que una reacción paranoica fruto de la sustanciosa paga. Tal vez el último trabajo de una persona no debería ser el más lucrativo; tal vez debería ser el más interesante. Pero le gustaría conocer un último detalle.
—¿Por qué está metido en esto Hoff?
—Es su edificio —responde al instante Nick.
—Sí, pero… —Billy arruga el entrecejo, adoptando una expresión de profunda concentración—. Me ha dicho que hay muchas oficinas vacías en el edificio.
—Aun así, la oficina de la esquina es excelente —asegura Nick—. Tu agente, Georgie, aquí presente, le ha pedido que la alquile, lo cual nos deja fuera del asunto.
—También es quien consigue el arma —añade Giorgio—. Puede que ya la tenga. En todo caso, no podrán vincularla a nosotros.
Eso Billy ya lo sabe, por la forma en que Nick ha evitado que lo vieran con él —ni siquiera en el porche de esa finca cercada—, pero no está del todo satisfecho. Porque Hoff le parece un charlatán, y un charlatán no es la clase de persona que quieres cerca cuando estás planeando un asesinato.
4
Más tarde esa misma noche. Cerca de las doce. Billy está recostado en la cama de la habitación del hotel, con las manos bajo la almohada, deleitándose con ese frescor tan efímero. Ha dicho que sí, por supuesto, y cuando uno le dice que sí a Nick Majarian, no hay vuelta atrás. Ahora es el protagonista de la historia de su propio último trabajo.
Pidió a Giorgio que le mande los quinientos mil dólares a un banco del Caribe. Ahora mismo hay una buena cantidad de dinero en esa cuenta y, cuando Joel Allen muera en la escalinata de ese juzgado, habrá mucho más. Suficiente para vivir de eso durante mucho mucho tiempo si se comporta con prudencia. Y lo hará. No tiene gustos caros. El champán y los servicios de acompañantes nunca han sido lo suyo. En otros dos bancos —locales— David Lockridge contará con dieciocho mil dólares. Es más que suficiente para sobrevivir, pero no tanto para activar las alarmas de las autoridades federales.
Sí había hecho otro par de preguntas. La más importante era: cuando llegara el momento, ¿de qué plazo dispondría entre el aviso y la ejecución?
—No mucho —contestó Nick—, pero tampoco será algo como «Estará ahí dentro de quince minutos». Lo sabremos justo después de que se ordene la extradición, y recibirás una llamada. Serán veinticuatro horas cuando menos, quizá tres días o incluso una semana. ¿De acuerdo?
—Sí —acató Billy—. Siempre y cuando comprendan que no puedo garantizar un resultado si solo cuento con quince minutos. O incluso una hora.
—Eso no pasará.
—¿Y si no lo conducen por la escalinata del juzgado? ¿Y si utilizan otra puerta?
—Hay otra puerta —explicó Giorgio—. Es por donde acceden los empleados del juzgado. Pero desde el cuarto piso también tendrás línea de visión, y solo hay unos sesenta metros más de distancia. Puedes hacerlo, ¿no?
Podía, y así lo ha dicho. Nick ha levantado una mano como para espantar una mosca molesta.
—Será en la escalinata, cuenta con ello. ¿Alguna otra cosa?
Respondió que no tenía más dudas, y ahora está aquí tendido, dándole vueltas, mientras espera a que lo venza el sueño. El lunes se instalará en la casita amarilla, que le rentó su agente. Su agente literario. El martes verá la oficina que Georgie Pigs también le alquiló. Cuando Giorgio le preguntó qué haría allí, Billy le dijo que empezaría por descargar ComiXology en su computadora portátil. Y quizá unos cuantos juegos.
—Procura escribir algo entre historieta e historieta —le dijo Giorgio, medio en broma, medio en serio—. Ya me entiendes, para ponerte en la piel del personaje. Interpretar el papel.
Puede que lo haga. Tal vez lo haga. Aunque lo que escriba no sea muy bueno, le servirá para matar el tiempo. Él sugirió la idea de la autobiografía. Giorgio propuso que fuera una novela, no porque crea a Billy capaz de escribirla, sino para que Billy pueda contestar eso cuando alguien le pregunte, ya que alguien le preguntará. Probablemente muchos álguienes, a medida que vaya conociendo gente en la Torre Gerard.
Empieza a entrarle el sueño cuando de pronto lo despierta una buena idea: ¿por qué no combinar ambas cosas? ¿Por qué no una novela que en realidad sea una autobiografía, escrita no por el Billy Summers que lee a Zola y a Hardy e incluso se ha abierto paso a través de La broma infinita, sino por el otro Billy Summers? ¿El alter ego a quien llama su lado tonto? ¿Sería posible? Cree que sí, porque conoce a ese Billy tanto como se conoce a sí mismo.
Podría intentarlo, piensa. Con tanto tiempo y sin otra cosa que hacer, ¿por qué no? Está planteándose cómo empezar cuando por fin se duerme.
3
1
Billy Summers, sentado de nuevo en el vestíbulo del hotel, espera el coche que viene a recogerlo.
Es lunes a mediodía. Tiene la bolsa de viaje y el maletín de su computadora portátil junto a la silla y lee otro cómic, esta titulada Archie Especial: Amigos para siempre. Hoy no piensa en Thérèse Raquin, sino en lo que podría escribir en esa oficina del cuarto piso que nunca ha visto. No se ha formado una clara idea, pero le ronda la cabeza una primera frase y se aferra a ella. Esa frase podría enlazarse a otras. O no. Está preparado para el éxito, pero también para la decepción. Así hace él las cosas, y hasta la fecha le ha dado un resultado más que aceptable. Al menos en el sentido de que no está en la cárcel.
A las doce y cuatro minutos, Frank Macintosh y Paulie Logan entran en el vestíbulo con sus trajes. Intercambian apretones de mano. Parece que al tupé de Frank le han cambiado el aceite.
—¿Tengo que pasar por recepción?
—Ya nos hemos ocupado.
—Pues vamos.
Billy guarda el cómic de Archie en el bolsillo lateral de su bolsa y la toma.
—No, no —dice Frankie—. Déjasela a Paulie. Le conviene hacer ejercicio.
Paulie mantiene el dedo medio contra la corbata como si fuera un alfiler, pero levanta la bolsa. Salen y van hasta el coche. Frank se sienta al volante; Paulie, detrás. Lo llevan a Midwood, a la casita amarilla. Billy contempla los agujeros en el césped y piensa que lo regará. Si no hay manguera, comprará una. Hay un coche en el camino de acceso, un utilitario Toyota que parece tener ya unos años, pero con los Toyota nunca se sabe.
—¿Mío?
—Tuyo —dice Frank—. No es gran cosa, pero tu agente te asigna un presupuesto ajustado, supongo.
Paulie deja la bolsa de Billy, se saca un sobre del bolsillo del saco, extrae un llavero y abre la puerta. Vuelve a dejar las llaves en el sobre y se lo entrega a Billy. Escrito en el anverso, se lee: «Evergreen Street 24». Billy, que ayer no se fijó en el letrero de la calle, ni se ha fijado hoy, piensa: Ya sé dónde vivo.
—Las llaves del coche están en la mesa de la cocina —dice Frank. Vuelve a estrecharle la mano, así que eso es un adiós. Para Billy, tanto mejor.
—Trátala bien —dice Paulie.
Menos de sesenta segundos más tarde, ya se han ido, cabe suponer que de regreso a la supermansión con el querubín que orina incesantemente en el descomunal jardín delantero.
2
Billy sube al dormitorio principal y abre la bolsa de viaje encima de una cama de matrimonio que parece recién tendida. Cuando se dispone a guardar sus cosas en el armario, ve que ya está aprovisionado de camisas, un par de suéteres, una sudadera y dos pantalones de vestir. En el suelo hay un par de tenis nuevos. Todo parece de su talla. En la cómoda encuentra calcetines, calzoncillos, camisetas, pantalones Wrangler. Llena el único cajón que queda vacío con sus propias cosas. No son muchas. Pensaba comprar más ropa en Walmart que había visto de camino allí, pero, por lo que ve, no será necesario.
Baja a la cocina. Las llaves del Toyota están en la mesa junto a una tarjeta en relieve donde se lee: KENNETH HOFF y EMPRENDEDOR. Emprendedor, piensa Billy. He ahí una palabra que te describe. Voltea la tarjeta y al dorso ve una breve nota con la misma letra del sobre que contenía las llaves de la casa: Si necesitas algo, solo tienes que llamar. Constan dos números, el del trabajo y uno móvil.
Abre el refrigerador y ve que está abastecido de productos básicos: jugo, leche, huevos, tocino, unos cuantos paquetes de carne curada y quesos, un envase de plástico con ensalada de papa. Hay un estante con agua mineral Poland Spring, un estante con Coca-Cola y un paquete de seis Bud Light. Abre el congelador y no puede evitar sonreír, porque el contenido dice mucho sobre Ken Hoff. Es soltero y, hasta el divorcio (Billy está seguro de que ha habido al menos uno), lo alimentaron y le dieron de beber mujeres, empezando por una madre que es probable que lo llamara Kenny y se asegurara de que se cortaba el cabello cada dos semanas. El congelador está a rebosar de platos preparados Stouffers y pizza, más dos cajas de minihelados, de esos que vienen ensartados en un palo. No hay verduras, ni frescas ni congeladas.
—No me gusta ese tipo —dice Billy en voz alta. Ya no sonríe.
No. Ni le gusta el papel de Hoff en este asunto. Aparte del hecho de que Hoff quedará demasiado expuesto una vez realizado el trabajo, hay algo que Nick no le ha contado. Puede que no tenga importancia. Puede que sí. Como Trump dice al menos una vez al día: «¿Quién sabe?».
3
Hay una manguera en el sótano, enrollada y polvorienta. Esa tarde, cuando el calor del día empieza a aflojar un poco, Billy la arrastra afuera y la conecta a la toma instalada en la fachada lateral de la casa. Mientras está regando la hierba en el jardín delantero, en pantalones y camiseta, se acerca un hombre desde la casa de al lado. Es alto, su camiseta, de un blanco cegador, contrasta con su piel, muy negra. Lleva dos latas de cerveza.
—Hola, vecino —dice—. Le traigo una fresca para darle la bienvenida al vecindario. Jamal Ackerman. —Sostiene las dos cervezas en una de sus grandes manos y le tiende la otra.
Billy se la estrecha.
—David Lockridge. Dave. Y gracias. —Corta el agua de la manguera—. Vamos adentro. O podemos sentarnos en los peldaños. La verdad es que aún no he puesto en orden la casa. —Aquí no necesita el lado tonto; en Midwood puede ser más él mismo.
—Los peldaños del porche ya sirven —dice Jamal.
Se sientan. Abren las latas: pssst. Billy ladea la suya hacia la de Jamal y dice:
—Gracias.
Beben. Observan el césped.
—Hará falta algo más que agua para revivir ese desastre —comenta Jamal—. Tengo fertilizante MiracleGro, por si quiere echar un poco. El mes pasado había una oferta de dos por uno en la sección de jardinería de Walmart, y me sobra.
—Puede que le tome la palabra. Yo mismo tengo prevista una visita al Walmart. A lo mejor compro un par de sillas para el porche. Pero seguramente no antes de la semana que viene. Ya sabe, con casa nueva y tal.
Jamal ríe.
—Vaya que si lo sé. Esta es la tercera en la que vivo desde que me casé en 2011. La primera era la de la madre de mi mujer. —Finge un estremecimiento. Billy sonríe—. Tengo dos hijos, de diez y de ocho años. Un niño y una niña. Cuando le den lata, porque se la darán, suélteles un grito y mándelos a casa.
—Si no rompen los cristales de las ventanas o le prenden fuego a la casa, no me molestarán.
—¿Compró o la renta?
—Renta. Me quedaré una temporada, no sé cuánto. Estoy… me da un poco de pena soltarlo así sin más, pero estoy escribiendo un libro. O al menos intentándolo. Parece que existe la posibilidad de que me lo publiquen, incluso podría reportarme buen dinero, pero tengo que ponerme las pilas. Dispongo de una oficina en el centro. En la Torre Gerard, ¿sabe? O eso creo. Iré a verla mañana.
Jamal lo mira con los ojos muy abiertos.
—¡Un escritor! ¡Aquí en Evergreen Street! ¡Caray!
Billy comienza a reír y niega con la cabeza.
—Calma, amigo. De momento soy solo un aspirante.
—¡Aun así, amigo! Uau. Ya verá cuando se lo diga a Corinne. Una noche de estas tiene que venir a cenar. Así podremos contar a la gente que lo conocimos cuando…
Alza una mano. Billy se la choca. «Te llevas bien con la gente sin necesidad de hacerte amigo de nadie», había dicho Nick. Es verdad, no apariencia. A Billy le gusta la gente y le gusta mantenerla a cierta distancia. Parece una contradicción, pero no lo es.
—¿De qué trata el libro?
—No puedo decirlo. —Aquí es donde empieza el trabajo de revisión. Quizá Giorgio crea que lo sabe todo porque ha leído unas cuantas revistas literarias y algún que otro texto publicado en internet, pero se equivoca—. No porque sea un gran secreto ni algo por el estilo, sino porque debo guardármelo. Si empiezo a hablar de ello… —Se encoge de hombros.
—Ya, lo entiendo. —Jamal so