Lo que nunca te conté

J.M. Aguilar

Fragmento

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Iniziare da stanotte azione violenta su Barcelona

con martellamento diluito nel tempo. V.

 

Barcelona, 15 de marzo de 1938

 

 

Mi hermana tenía el pelo negro. Negro y largo. Cuando sonreía, sus ojos iluminaban el rostro de los que la rodeaban. Cuando hablaba, dejaba caer el agua clara de su voz por nuestras espaldas. Y siempre sonreía. No recuerdo un solo momento de mi infancia en el cual su figura no estuviera presente. No recuerdo ningún momento de mi infancia sin mi hermana.

Pere era su novio. Era guapo, o al menos a mí y a mi hermana nos lo parecía. Por aquellos días ya llevarían meses casados, si no fuera por los tiempos que nos tocó vivir. Si no fuera por eso, porque no sabíamos si nuestros padres aún vivían, porque nuestros tíos nos habían pedido que nos fuéramos de su casa y por tantas otras cosas.

Mi hermana y yo vivíamos en una calle cercana al mercado de la Boquería. Desde que nos instalamos en Barcelona habíamos entrado a trabajar en el servicio de distintas casas. Mi hermana de cocinera y yo de lavandera. Cuando tuvimos edad, comenzamos a ir a las fábricas. Ella siempre conseguía convencer a los encargados para que le dieran trabajo. Todos la apreciaban y, con el tiempo, yo terminaba ocupando alguna vacante en el mismo lugar. De este modo logramos tener una vida digna, un cuarto seco y comida siempre sobre la mesa.

Un día, mi hermana susurró el nombre de Pere mientras planchaba. Lo había conocido cerca del teatro Novedades, intentando colarse en una función de media tarde y, al contrario de otras veces, casi de inmediato me habló de él. No era el primer chico con el que había iniciado una relación, pero sí fue el primero que había logrado que alargara el silencio cuando decía su nombre. Pere, y se quedaba un segundo callada, con el nombre entre los labios, como sosteniendo una cereza justo antes de reventarla entre los dientes.

Mi hermana tenía veinte años, el pelo negro, negro y largo. Yo apenas había cumplido los quince y nunca había sostenido una cereza entre los labios. Supongo que por eso aquella historia de amor fue tan suya como mía. Más allá de la complicidad de una hermana que otea desde la esquina los balcones, para que ella y su enamorado puedan besarse sin cuidado; más allá de una encubridora necesaria cuando Pere distraía algún dulce exquisito de la casa en donde trabajaba como chófer; más allá de una hermana, de una amiga.

Nada quedó a mi mirada. No podía ser de otro modo. Aún recuerdo sus voces y sus sonrisas, sus palabras de amor y de futuro cuando un octubre lluvioso y feo de Barcelona supimos que pronto tendríamos que buscar una habitación más grande donde cupiera la cuna de Esperanza. En pocas semanas todo se volvió nuevo. Nuevas experiencias, nuevos temas de conversación, nuevos planes. Al finalizar el invierno, Pere encontró una casa de servicio que había quedado vacía en una mansión de Pedralbes. Él trabajaría como chófer para la familia, mi hermana como cocinera y yo como planchadora, con lo que podría ayudarla a criar a la pequeña Esperanza.

Era marzo, y el cielo más azul que de costumbre. Aquel miércoles Pere se presentó en la parada donde los trabajadores de la fábrica Roca esperábamos el autobús. Sonreía como un niño al volante del Mercedes de su nuevo jefe, luciendo su recién estrenado uniforme. Yo miré a mi hermana, adelantándome a la mirada de toda la fila, y les sonreímos. Pere nos hizo un gesto para que subiéramos. Nos llevaría esa mañana en aquel cochazo, nuestra última mañana de trabajo antes de ir a la nueva casa donde todos viviríamos juntos. Yo reía; sería el comienzo de una nueva vida, de todas las esperanzas y mundos desconocidos que iban a nacer. Un viaje en un reluciente coche, poderoso, que olía a madera y cuero, caliente en la fría mañana. Los compañeros insistieron para que subiera, pero, por más que lo intentaron, su natural timidez le impidió aceptar tal aventura. Yo subí, por supuesto, gritando divertida a Pere que marchara a la par del autobús por las calles del Paralelo.

En el viaje fuimos atravesando una Barcelona sin coches, con gentes que cruzaban presurosas y sin mirar a los lados. Con carros que llevaban mercaderías y con ellas olores conocidos. Una Barcelona aislada y amenazada por el cielo, ignorante de un futuro al que el mundo miraría incrédulo. A la entrada de la calle Francesc Layret un anciano compraba La Vanguardia en un quiosco de prensa pintado de verde, cuando todos escuchamos la sirena que ayer nos había despertado de nuestras vidas.

 

***

 

El coronel Rossanigo sostenía el telegrama aún entre las manos. Todos los que se habían acercado a él en los últimos dos días habían podido verlo. Iba firmado con una V, que correspondía al general Valle, subsecretario de la aviación militar, y en él se decía que se debía iniciar desde esa noche acción violenta sobre Barcelona con martilleo espaciado en el tiempo. El oficial no hacía más que dar vueltas a aquella frase. Martilleo espaciado.

El militar volvió a repasar sus cálculos. Su formación le dirigía automáticamente a convertir cada una de las órdenes que recibía en cifras. Ellas equivalían a la muerte que esperaba a su enemigo. De los aviones que el Estado italiano había enviado como apoyo al grupo de sublevados fascistas españoles, más de un centenar eran bombarderos S-81 y S-79. Los S-81 habían formado inicialmente la 251 Escuadrilla de Bombardeo Pesado de la Aviación Legionaria Italiana. A principios de 1937 se había creado el XXV Grupo de Bombardeo Pesado, llamado Pipistrelli delle Baleari, con dos escuadrillas de bombarderos Savoia S-81, que recibieron los números 251 y 252. Durante el 16 de marzo, el día que llegó a sus manos la orden, diez de esos aparatos habían dejado caer veinte mil kilos de bombas sobre Barcelona.

Hoy serían dieciséis S-79 los que llevarían a cabo la misma misión. Para cumplir el objetivo, el coronel había ordenado tres formaciones de seis, cinco y cinco aparatos. Cada una en tiempos diferentes, a intervalos de tres horas. A su mando irían el mayor De Carlo, el capitán Balbo de Vinadio y él mismo. En total lanzarían ocho bombas de doscientos cincuenta kilos, ciento doce de cien kilos y sesenta y ocho de veinte kilos, desde una altura superior a los cinco mil metros. Números para lograr otros números.

Tanto estos Savoia S-79 como aquellos S-81 que habían sido utilizados el día anterior habían demostrado ser de los mejores bombarderos usados en esa guerra, muy superiores a los Potez-54, 540 o 542 de fabricación francesa que el bando republicano comenzaría a usar en octubre de ese mismo año. Ésta sería una de las últimas misiones a cuyos mandos estaría

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