El archipiélago del perro

Philippe Claudel

Fragmento

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Contenido

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Dígame a qué hora me transportarán a bordo.

Últimas palabras escritas por

ARTHUR RIMBAUD

Dichoso tú si un dolor te deja respirar y bienaventurado si de todo dolor la muerte te cura.

GIACOMO LEOPARDI

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Codiciáis oro y sembráis ceniza.

Ensuciáis la belleza, destruís la inocencia.

Hacéis correr por doquier grandes torrentes de lodo. El odio es vuestro alimento, la indiferencia vuestra brújula. Sois criaturas del sueño, siempre dormidas, hasta cuando creéis que estáis despiertas. Sois el fruto de unos tiempos soñolientos. Vuestras emociones son efímeras, como mariposas calcinadas por la luz del día cuando apenas han salido del capullo. Vuestras manos moldean vuestra vida con una arcilla seca e inconsistente. La soledad os devora. El egoísmo os engorda. Dais la espalda a vuestros hermanos y perdéis el alma. Vuestra naturaleza está hecha de olvido.

¿Cómo juzgarán vuestra época los siglos futuros?

La historia que sigue es tan real como podáis serlo vosotros. Sucedió aquí como podría haber sucedido en cualquier otro sitio. Sería demasiado fácil pensar que ocurrió lejos. Los nombres de los individuos que la pueblan no tienen la menor importancia. Podrían cambiarse. Podrían sustituirse por los vuestros. Sois tan parecidos, surgidos todos del mismo molde inalterable...

Estoy seguro de que tarde o temprano os haréis una pregunta lógica: ¿Fue testigo de lo que nos cuenta? Os respondo: Sí, lo fui. Como vosotros, que sin embargo no quisisteis verlo. Vosotros nunca queréis ver. Yo soy quien os lo recuerda. Soy el que molesta. El que no se pierde detalle. Lo veo todo. Lo sé todo. Pero no soy nada, y eso es lo que pienso seguir siendo. No soy ni hombre ni mujer. Soy la voz, nada más. Os contaré la historia desde la sombra.

Los hechos que voy a relatar ocurrieron ayer. Hace unos días. Hace uno o dos años. No más. Digo «ayer», pero creo que debería decir «hoy». A las personas no les gusta el ayer. Viven en el presente y sueñan con los días del mañana.

La historia transcurre en una isla. Una isla cualquiera. Ni grande ni bonita. No muy alejada del país del que depende, pero que la olvida, y próxima a un continente distinto de aquel al que pertenece, pero al que ella ignora.

Una isla del Archipiélago del Perro.

Cuando observas el archipiélago en el mapa, al principio el Perro no se ve. Se esconde. Los niños intentan descubrirlo. A la maestra, a la que ya entonces apodaban la Vieja, la divertían sus esfuerzos y después, cuando dibujaba el contorno de la cabeza con el puntero, su sorpresa. De pronto, surgía el Perro. Los niños se asustaban. Con él ocurre como con ciertos seres cuya verdadera naturaleza no sospechas cuando empiezas a tratarlos, hasta que un día te saltan al cuello.

El Perro está ahí, dibujado en el fino papel. Con las fauces abiertas y mostrando los colmillos. Dispuesto a despedazar una larga y pálida inmensidad de color cobalto, salpicada en el mapa de números que indican las profundidades y flechas que representan las corrientes. Sus mandíbulas son dos islas curvadas, su lengua también es una isla y sus dientes, puntiagudos unos, macizos y cuadrados otros y afilados como dagas unos terceros, son lo mismo: islas. Aquella en la que sucede la historia, la única habitada, está al final de la mandíbula inferior. Al borde de la inmensa presa azul, que no se sabe codiciada.

La vida de la isla viene del volcán que la domina y lleva milenios vomitando sobre ella lava y escorias fértiles. Lo llaman el «Brau». El nombre suena bárbaro. Antaño asustaba a los niños, cuando los gritos y las risas de éstos llenaban la isla. Ahora el Brau digiere, tras su último ataque de cólera. Por lo general, el cráter permanece oculto bajo un edredón de brumas. Duerme una larga siesta. Suelta algún eructo de vez en cuando. Unos cuantos ruidos sordos. Los gruñidos de un durmiente que se estremece y se revuelve en sueños.

El resto del esqueleto del Perro es una multitud de islotes, la mayoría de ellos tan diminutos como las migas de pan que quedan en el mantel después de comer. Desiertos. La que vamos a descubrir, en cambio, conoce el martilleo de la sangre de los hombres. Es como un pedazo de mundo olvidado en el azul del mar. Seguramente, al principio, en tiempos de los fenicios, habría allí un asentamiento de pescadores, descendientes de piratas y ladrones que arribaron a la isla haciendo cabotaje o huyendo con su botín.

Hay viñas, olivares y campos de alcaparras. Cada palmo de tierra cultivada da fe de la tenacidad de los antepasados que se la arrancaron con paciencia al volcán. Allí o eres agricultor o pescador. No hay más opciones. Muchas veces, los jóvenes no quieren ni lo uno ni lo otro. Y se van. Partidas a las que nunca les sigue un regreso. Así es y así ha sido siempre.

El Perro escupe estaciones inhumanas. El verano achicharra y aplasta a los hombres. El invierno los congela. Viento áspero y lluvia fría. Meses de letargo aterido. Sus casas han dado la vuelta al mundo. En fotografías. En las revistas. Arquitectos, etnólogos e historiadores decidieron, sin pedirles opinión, que pertenecían al patrimonio de la humanidad. A ellos eso los hizo reír, antes de contrariarlos. No pueden destruirlas ni transformarlas.

Quienes no viven en ellas las envidian. Idiotas... Construidas con piedras volcánicas mal encajadas, parecen unas chozas grandes levantadas por un pueblo de enanos. Son duras con ellos. Incómodas. Oscuras y ásperas. Dentro, o te achicharras o te congelas. Encierran y oprimen. Sus moradores han acabado por parecerse a ellas.

El vino de la isla es un tinto espeso y dulce producido por una vid que sólo crece allí, la murula. Sus uvas se parecen a los ojos de la urraca: pequeñas, negras, brillantes y desprovistas de pruina. Los racimos, que se vendimian hacia mediados de septiembre, se colocan sobre los muros bajos que rodean las viñas y los campos de alcaparras, protegidos de los pájaros por unas redes finas, y se dejan secar durante dos semanas antes de prensarlos. Luego, el jugo fermenta en la penumbra de las cuevas estrechas y profundas que hay excavadas en las laderas del Brau.

Cuando más tarde se embotella, ha adquirido el color de la sangre

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