Una ofensa mortal

Louise Penny

Fragmento

Capítulo 1

UNO

Sentado en la pequeña habitación, Armand Gamache cerró el dosier con cautela pero firmemente, dejando que las palabras quedaran atrapadas en su interior.

Era un dosier delgado, de apenas unas pocas páginas. Igual que todos los que tenía desparramados por el viejo suelo de madera de su estudio, y, sin embargo, también distinto a todos ellos.

Observó aquellas vidas apenas esbozadas que se extendían a sus pies, a la espera de que él decidiera su destino.

Llevaba un buen rato enfrascado en eso, en examinar los expedientes, en considerar las etiquetas adhesivas en la esquina superior derecha de las carpetas: de color rojo para los rechazados, verde para los aceptados.

No había sido él quien había puesto ahí esas etiquetas, sino su predecesor.

Armand dejó el dosier en el suelo y se inclinó en la cómoda butaca, apoyando los codos en las rodillas. Juntó sus grandes manos y entrelazó los dedos. Se sentía como si fuera un pasajero de un vuelo intercontinental contemplando los campos que iban pasando por debajo de él: unos fértiles, otros en barbecho y llenos de posibilidades... Y algunos yermos, con la capa superior del terreno ocultando la roca de debajo.

Pero ¿cuál era cuál?

Había leído y sopesado. Había intentado escudriñar más allá de la escasa información disponible. Había reflexionado sobre aquellas vidas y sobre las decisiones tomadas por su predecesor.

Durante años —durante décadas, en realidad—, su trabajo como jefe de Homicidios de la Sûreté du Québec había consistido en escarbar. En reunir pruebas, en examinar hechos y sondear sentimientos. En emprender persecuciones y hacer arrestos, en formarse opiniones. Pero nunca en juzgar.

En ese momento, en cambio, era juez y jurado. Tenía la primera y la última palabra.

Y Armand Gamache se dio cuenta, sin que eso supusiera una gran sorpresa para él, de que era un cometido con el que se sentía cómodo. Que incluso le gustaba. Por el poder que entrañaba, sí —era lo bastante honesto para admitir eso—, pero sobre todo porque apreciaba encontrarse en una posición que no lo obligaba simplemente a reaccionar al presente, sino, de hecho, a dar forma al futuro.

Y ese futuro se hallaba ahora a sus pies.

Se arrellanó en el asiento y cruzó las piernas. Ya eran más de las doce de la noche, pero no estaba cansado. Había una taza de té sobre su escritorio y un par de galletas con pepitas de chocolate que permanecían intactas.

Las cortinas de su estudio aletearon, y una fría corriente de aire entró por la ventana ligeramente abierta. Gamache sabía que, si apartaba las cortinas y encendía la luz del porche, vería arremolinarse los primeros copos de nieve de la temporada. Sabía que los vería caer con suavidad para aterrizar sobre los tejados de las casas del pueblecito de Three Pines.

La nieve cubriría los jardines y dejaría una fina capa sobre coches y porches, sobre el banco en el centro de la plaza del pueblo. Se posaría con suavidad sobre los bosques y las montañas, y sobre el río Bella Bella que fluía ante las casas.

Estaban a principios de noviembre, y aquélla era una nevada temprana incluso para Quebec. Era sólo un coqueteo, un presagio. Al amanecer, la nieve aún sería demasiado escasa para que los niños jugaran con ella.

Pero el invierno de verdad no tardaría en llegar, como Gamache sabía muy bien. Y la nieve haría que el gris noviembre se transformara en un paraíso de destellos donde esquiar y patinar. Un paraíso de batallas de bolas y barricadas, de muñecos y ángeles hechos con los copos caídos.

Por el momento, sin embargo, los niños dormían y sus padres también. Mientras la nieve caía y Gamache consideraba las jóvenes vidas que yacían a sus pies, todos los habitantes de Three Pines estaban ya durmiendo en sus camas.

A través de la puerta abierta de su estudio, Gamache le echó una mirada al salón de la casa que compartía con su mujer, Reine-Marie.

En el suelo de anchos tablones de madera había varias alfombras orientales. Ante la enorme chimenea de piedra, se alineaban frente a frente un gran sofá y dos butacas descoloridas. En las mesitas se amontonaban algunas revistas y libros. Las paredes estaban llenas de estanterías, y las lámparas bañaban la habitación de una luz muy agradable.

Aquel salón le brindaba placidez, así que Gamache se levantó, se desperezó y se dirigió hacia allí, seguido por Henri, su pastor alemán. Avivó el fuego con el atizador y se sentó en una de las butacas. Todavía no había concluido la tarea: necesitaba pensar un poco.

Había tomado una decisión sobre la mayor parte de los expedientes. Sólo le faltaba uno.

Tras leerlo por primera vez, lo había dejado a un lado, en el montón de los rechazados, mostrándose de acuerdo con la etiqueta adhesiva de color rojo que había puesto allí su predecesor.

Pero algo lo inquietaba, y Armand no dejaba de repasarlo, tratando de dilucidar por qué aquel expediente, aquella joven entre todos los demás candidatos, lo perturbaba tanto.

Gamache se había llevado consigo la carpeta, y la abrió una vez más.

El rostro de la chica lo miró fijamente: arrogante, desafiante... Pálida, con su cabello negro azabache afeitado en unos sitios y de punta en otros, y unos piercings inconfundibles en la nariz, las cejas y en una de las mejillas.

Afirmaba haber estudiado griego y latín clásicos, y sin embargo apenas había salido airosa en el instituto. Además, por lo visto se había pasado los últimos años sin hacer nada...

Se había ganado la etiqueta roja.

Pero entonces, ¿por qué no podía dejar atrás aquel expediente? ¿Por qué volvía una y otra vez a aquella chica? No era por su aspecto; Gamache tenía demasiada experiencia como para no ser capaz de ver más allá.

¿Era por su nombre? ¿Amelia?

Sí, se dijo a sí mismo, sin duda era por eso... Aquella joven se llamaba igual que la madre de Gamache, a quien le habían puesto ese nombre por la aviadora que había desaparecido.

Amelia...

Y sin embargo, cuando sostenía aquel expediente ante él, no sentía ni calidez ni cercanía. De hecho, experimentaba cierta repulsión...

Finalmente, Gamache se quitó las gafas de lectura y se frotó los ojos antes de sacar a Henri a dar el último paseo nocturno, bajo la primera nevada de la temporada.

Luego, ambos subieron a la planta superior y se dirigieron al dormitorio.

A la mañana siguiente, Reine-Marie invitó a su marido a desayunar en el bistrot. Henri fue con ellos y se tumbó tranquilamente debajo de la mesa, mientras ella y Gamache bebían de sus tazones de café au lait y esperaban los huevos revueltos con beicon ahumado y queso brie.

En las chimeneas, situadas en ambos extremos de la amplia estancia con vigas de madera, ardían alegres fuegos. Las conversaciones se mezclaban con el humo de la leña, y cuando la puerta se abría uno podía oír el familiar ruido de los clientes al sa

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