1
Un arranque
Todo lo que va a suceder —los muertos, la riada de titulares en los periódicos, el cambio que dará un vuelco al país— comienza de la forma más prosaica.
No es nada extraño. Las mejores historias tienen inicios humildes. Una manzana prohibida, otra que cae en la cabeza de un físico, otra sobreimpresa en la carcasa de un ordenador. Cuando quieres darte cuenta, te han echado del paraíso, has descubierto la gravitación universal o fundado una empresa billonaria.
Esta historia no arranca con una manzana.
Esta historia arranca con un bote de champú del Mercadona. Y nada volverá a ser lo mismo.
Quien sostiene el bote de champú —dos botes, de hecho— es Aura Reyes.
Cuarenta y cinco años, viuda, madre de dos niñas (ma-ra-vi-llo-sas, dicho así, separando mucho las sílabas y abriendo mucho la boca). A punto de tener una revelación trascendental.
Violenta, incluso.
De esas que sólo un individuo entre un millón experimenta una vez en la vida.
A Aura le llega en la ducha, con el agua resbalándole por el pelo empapado. Tan caliente que la espalda ya ha comenzado a enrojecerse. Aura mira los dos botes y comprende que ya no podrá ver la vida de la misma forma, nunca más.
Lo que, tan sólo tres horas después, provoca un desastre de proporciones épicas.
2
Un capó
Cuando el rostro de Aura golpea contra el capó del coche patrulla, la rabia se transforma en miedo.
No es la fuerza del impacto. Es el conjunto.
El peso del policía sobre la espalda, apretándola contra la carrocería.
Su olor, mezcla de colonia deportiva, café de máquina y algo más (dentro de unos días Aura descubrirá que es lubricante para armas, pero no nos adelantemos).
El frío de las esposas en torno a las muñecas. El ruido que hace el mecanismo al cerrarse, un crujido doble. La presión del acero contra el hueso, dolorosa e ineludible.
El calor del motor del coche, aún en marcha, que le inunda las mejillas. La resistencia del capó, que ha cedido unos centímetros, pero que aguarda impaciente regresar a su posición.
Las luces del coche, reflejándose en el cristal del escaparate. Los flases de los teléfonos móviles de los transeúntes ociosos de Serrano, que relumbran en el crepúsculo, iluminando los ojos abiertos y asustados de Aura.
La voz rasposa del segundo policía, al que Aura logra escuchar, con esfuerzo, a través del caos.
—Identificación, señora —repite.
Con poco aire en los pulmones, el pavor en la garganta y la boca seca como el corcho, Aura lucha por formar palabras. Finalmente se oye decir, muy bajito y con voz de otra persona:
—En mi bolso.
Que aún sigue unido a su hombro, y el agente tiene que soltar brevemente las esposas para poder cogerlo. Aura aprieta los puños por puro instinto de huida. El agente que la sujeta aumenta la presión sobre ella. Un breve recordatorio de su indefensión.
El cuero del bolso —un Prada tote original, colección otoño invierno de 2019— hace un ruido esponjoso al aterrizar sobre el capó cubierto de lluvia. El policía no quiere saltarse el procedimiento, y se ha cuidado mucho de que la detenida vea cómo hurga en sus pertenencias.
Democracia uno, dignidad cero, piensa Aura.
Un brillo de labios rueda fuera del bolso, pasa frente a su nariz —con el logo de Dior girando a toda velocidad— y cae al suelo.
Aura va a protestar —es el último que le queda—, pero la voz del segundo policía se lo impide.
—Señora, hemos comprobado su DNI y nos consta que tiene usted pendiente un ingreso en prisión.
El policía que la sujeta relaja la presión sobre ella, ayudándola a incorporarse. Como si el descubrimiento de que es una criminal convicta y condenada hubiese reducido su peligrosidad física inmediata. Igual que entrar a la tienda de Nespresso y ver que la expresión de la encargada cambia cuando le alargas la tarjeta de fidelización. No quiere un café gratis, es clienta habitual.
Con el policía, lo mismo. Incluso le coloca un poco la chaqueta, que había hecho un burruño a media espalda con tanto forcejeo. Y tiene el detalle de recogerle el pintalabios.
Aura se vuelve hacia ellos, tratando de serenarse. De dialogar. Lo suyo es convencer a la gente, al fin y al cabo.
—El ingreso es dentro de tres semanas —dice apoyándose en el coche.
Endereza la espalda y trata —inútilmente— de componer una imagen de ciudadana ejemplar.
El primer policía, el que la sujetaba, es un joven alto, de rostro aniñado. Se da la vuelta y se mete en la tienda intentando no pisar los cristales rotos. El otro, más bajo y corpulento, observa a Aura mientras se da golpecitos en la mano con el borde de su DNI.
—¿Puede explicarme qué es lo que ha pasado ahí dentro, señora?
Aura mira hacia el escaparate destrozado, como si fuera la primera vez que lo viera.
Uno de los neones del escaparate parpadea, moribundo, y elige ese momento para descolgarse del último cable que lo sostenía y hacerse añicos sobre la acera.
—Un malentendido, agente.
El policía asiente con la cabeza y se sacude restos de cristales de la bota. Podría pasarle a cualquiera, dice su rostro. Si no amable, al menos comprensivo. Un encogerse de hombros, un en Madrid está lloviendo y todo sigue como siempre.
—Ya veo. Pues va a tener que explicárselo al juez, para que él lo entienda.
El sol se ha puesto ya, las farolas se han encendido, no son horas para que un juez vea a nadie. Eso Aura lo sabe, el policía también. Y eso es lo que provocaba el miedo de Aura. Certificado por la realidad de las esposas, del arma en la cintura del policía. De las luces estroboscópicas que le rebotan en los ojos y con cada vuelta anclan su pensamiento en una única idea.
Pase lo que pase, esa noche no puede dormir en el calabozo.
—No he hecho nada.
El agente vuelve a asentir con la cabeza. Otro encogerse de hombros, un amiga mía, no sé qué decir ni qué hacer para verte feliz.
—Es la primera vez que lo oigo, señora.
Adelanta una mano y la coge del brazo. El mero contacto disipa su elocuencia y hace estallar su miedo.
No habla.
No razona. No dialoga.
Aura se revuelve, forcejea, grita.
—¡Mis hijas! ¡Mis hijas!
Hay más flases de curiosos, más risas. Por fin tienen su espectáculo, su foto para el grupo de WhatsApp de la oficina, su story en Instagram. Hashtag#Serrano; hashtag#pijatarada.
El momento más celebrado es cuando la agarran del cuello para meterla en el coche intentando que no se golpee con la cabeza al entrar.
Sin éxito.
Aura se desploma en el asiento de atrás, con la visión borrosa, sin fuerzas. El portazo que sella su destino es lo último que escucha antes de desmayarse.
3
Un traslado
Vuelve en sí apenas un par de minutos más tarde. A través de la ventanilla trasera, la mole de la Puerta de Alcalá se cierne sobre ella durante un par de segundos, antes de que el coche se ponga de nuevo en marcha y tan sólo quede el tapiz negruzco del cielo de Madrid. Interrumpido por alguna farola, a medida que bajan por Alcalá hacia Recoletos.
—¿Está usted bien?
El policía se ha vuelto hacia ella con genuino interés en los ojos. Quizás se siente mal por haberle estampado la cabeza contra el coche. Por mucho que haya sido culpa de Aura, que se estaba revolviendo como si estuviera poseída.
—¿Dónde me llevan?
—Ya lo sabe.
—No, no lo sé.
Y es la verdad. Por mucho que los agentes hayan asumido que es una miembro de pleno derecho de la hermandad del delito, éste es el primer arresto de Aura. No tiene experiencia alguna sobre qué hacer, cómo comportarse o, lo que es más necesario, mantener la calma.
No cometas un error como el de antes, piensa. No pueden descubrir lo de las niñas.
Respirar hondo. Encontrar el equilibrio interior. Las palabras vuelven a ella, derechitas de un vídeo de mindfulness que vio en YouTube, en perfecto venezolano.
El problema se produce cuando el mindfulness se solapa con la voz del policía alto que contesta a la radio.
—Recibido, central. Vamos camino de Plaza Castilla. No importa una parada más.
—Gracias, zeta cincuenta. Cambio y cierro —se despide una voz femenina.
En el asiento de atrás, Aura termina de asimilar la información en su cerebro como quien recibe a un visitante no deseado. Una prima que llega en plena noche lluviosa, empapada hasta las orejas y a la que no queda más remedio que acoger en el sofá nuevo.
—No puedo ir al juzgado —susurra.
Los agentes no parecen escucharla. Así que Aura lo repite, más fuerte. Cuando quiere darse cuenta, tiene el rostro sudoroso pegado a la barrera de protección que la separa del asiento delantero.
El agente alto se da la vuelta y da con los nudillos en el metacrilato llamando la atención de Aura sobre una pegatina en letras rojas y negras.
Este coche tiene unos asientos
especiales a prueba de vómitos,
sangre, orina y otros fluidos. Gracias.
—No nos la juegue, ¿eh, señora? Que luego somos nosotros los que tenemos que limpiar.
Aura no puede evitar pensar en el manual del microondas. Cuando lo compró, sus ojos toparon por casualidad con una línea en la que se aconsejaba fervientemente no meter gatos vivos en el interior del electrodoméstico.
Al leer aquello tuvo que hacer el mismo ejercicio que se fuerza a hacer ahora. Vuelve a leer las dieciséis palabras y se toma unos instantes para evaluar en qué clase de universo es necesario un cartel como éste. Qué clase de personas suelen viajar en el asiento de atrás. Con quién están acostumbrados a tratar los del asiento de delante.
La conclusión es descorazonadora.
Nada de lo que diga a los agentes va a hacerles cambiar de opinión. Nada va a hacerles frenar el coche patrulla y dejarla bajar. Nada va a impedirles llevarla a la comisaría a tomarle declaración (el equivalente del Estado de derecho de no hacer nada en absoluto).
No, nada va a impedir que la lleven a los juzgados, donde sabe Dios cuántas horas la tendrán encerrada.
—¿Señora? ¿Está usted bien?
De nuevo la genuina mirada de preocupación en su captor. Aura se siente estafada. Sería más sencillo que el policía fuera un hombre desagradable y malicioso, que la tratase con desprecio y crueldad. Ayudaría a dividir el mundo en cómodas parcelas y la dejaría a ella en el lado correcto de una línea bien pintada en el suelo.
—Pregúntale si tiene que avisar a alguien —dice el compañero. El más bajo y más veterano, que la observa en el retrovisor.
—Ha dicho algo de sus hijas, antes. ¿Están bien sus hijas, señora Reyes?
En el retrovisor, los ojos del policía veterano se estrechan un poco. Aura es dolorosamente consciente del silencio que se ha formado en el interior del coche, subrayado por el ruido del motor al ralentí. Están atascados en mitad del tráfico de sábado noche en la Castellana y los conductores curiosos miran al interior del coche patrulla. Aura siente un centenar de ojos convergiendo sobre ella, pendientes de su respuesta.
—Sí, por supuesto. Están con mi madre.
La mentira fluye de su boca, natural, espontánea. Un leve reflejo de quién era, antes de lo que pasó. Una voz templada, llena de convencimiento, capaz de hacerte firmar en la línea de puntos por todo lo que tenías y la sangre de tu primogénito.
Ni por asomo tan buena como la Antigua Aura. Pero, por lo visto, suficiente.
—¿No quiere llamarla? —dice el agente más joven—. Puedo prestarle mi teléfono.
—Rodríguez —le advierte el veterano.
—Venga, hombre. Sólo es una llamada.
—Que la haga al llegar, que para eso hay un protocolo.
—Tengo tarifa plana.
El veterano deja claro con un resoplido lo que opina de la tarifa plana —en general— y del ofrecimiento de Rodríguez —en particular.
Aura aprovecha la distracción para echarse atrás en el asiento y exhalar el aire que había estado conteniendo. Muy, muy despacio. A medida que sus pulmones se vacían, Aura grita por dentro lo que debe mantener oculto a toda costa. A saber:
Que las niñas están solas en casa. Que su madre, incluso aunque las acompañase, representaría más un peligro que una ayuda. Que tienen tan sólo nueve años, que la esperan hace rato para que las bañe y les haga la cena. Que les dijo que salía un momento para despejarse. Que a esta hora ya deben estar muertas de miedo. Que ha sido una irresponsable, dejando que su ansiedad y su orgullo la metieran en esta situación. Que necesita huir del coche patrulla, regresar a ellas, lo que sea con tal de mantenerlas a salvo. Que no tiene nadie a quien avisar, nadie en quien pueda confiar realmente. Que todo su cuerpo tira de ella en dirección a sus hijas, le pide que deje de gritar por dentro y comience a gritar por fuera, cualquier cosa, con tal de convencerlos, con tal de escapar.
Partirse en dos, en silencio, es su única opción.
Porque en el momento en el que diga la verdad, en el momento en que alguno de estos —desafortunadamente— amables agentes de la ley sospechen que dos niñas de nueve años están solas y aterrorizadas en casa, no dudarán un instante en echar la puerta abajo.
Y en cuanto los Servicios de Tutela del Menor sepan de su situación, de lo que va a suceder en menos de tres semanas...
Adiós, mami.
Aura no tiene tiempo de dejarse llevar por la oscuridad y el miedo, porque el coche gira en Alberto Alcocer y se detiene a tan sólo una manzana de la Castellana. El policía joven se vuelve hacia ella con una tensa sonrisa de disculpa.
—Espero que no le importe tener compañía, señora.
Cuando Aura mira a través de la ventanilla, apenas puede creer lo que se le viene encima.
4
Un bajo pulsante
Frente a los Jardines de San Fernando se ha formado una diminuta conmoción. Dos zetas atravesados en mitad de la calle han cortado el tráfico en sentido oeste. El que lleva a Aura hace un giro prohibido en Doctor Fleming y se para entre los otros dos. Es entonces cuando Aura vuelve la cabeza y ve a través de la ventanilla un cuerpo que se estampa contra la carrocería.
—¡Taxi!
Incluso a través de los cristales se puede intuir la melopea en la voz de la mujer. La confirmación llega cuando otro agente abre el coche y embute, no sin esfuerzo, a la recién detenida en el asiento de atrás. Una vaharada de vino barato y sudor llena el escaso aire disponible que deja el físico descomunal de la borracha, que se deja caer en el centro del asiento, desplazando a Aura contra el lado del conductor.
Aura casi se cae cuando otra agente abre la puerta y se inclina dentro del vehículo, saca unas esposas y une las muñecas de Aura a las de la mujer que se ha desplomado sobre ella.
—Eso no es necesario —dice el policía veterano observando la operación.
—A ver, Bustos. ¿No sabes ya la guerra que da ésta?
—No digo que no. Digo que no es necesario.
—¿Y si le da por correr?
—No llegará muy lejos.
—Bueno, por si acaso. Tiramos para comisaría, ¿vale? Que ya no son horas.
El tal Bustos asiente y pone de nuevo el coche en marcha antes de que su compañera acabe de cerrar la puerta.
Aura, aplastada contra la puerta, intenta girarse para ver qué demonios le han atado a la muñeca.
Resulta que es un paquete de unos ochenta kilos de peso —aunque, por la manera en la que se apoya sobre ella, a Aura le parecen ochocientos.
Va vestida con una cazadora de sarga ancha y marrón, camiseta que en algún momento fue blanca, pantalones negros y botas gastadas. Las botas tienen los cordones desparejados —rojos y redondos a la izquierda, verdes y planos a la derecha—, y Aura puede distinguirlos muy bien porque la mujer ha alzado los pies y los ha apoyado en el ángulo entre la ventanilla y el cristal.
Del rostro de la desconocida puede ver poco porque su cabeza está apoyada contra el pecho de Aura, como si ésta no fuera un ser humano, sino una almohada dispuesta para hacer el trayecto lo más confortable posible.
—Conductor —llama la mujer. Aunque, con su acento gallego cerrado, suena más bien condutor.
—Dígame —responde el policía, siguiéndole el juego.
—Suba por Padre Damián, que se tarda menos —pide ella, ahogando un hipido entrecortado.
Aura arruga la nariz con disgusto. La coronilla de la mujer está a la altura de su mentón, y el pelo le huele a grasa y a suciedad. Intenta revolverse para quitársela de encima, pero tanto daría que intentase quitarse de encima un contenedor lleno de cascotes.
—Perdona. ¡Perdona!
—Mari Paz, haz el favor de comportarte —dice el policía más joven, sin volverse.
La aludida no se da por tal, sino que se acomoda aún más sobre Aura. Unos instantes más tarde, está roncando como un dragón en invierno.
Aura trata de hacerse oír por encima del estruendo, pero los agentes no la oyen o no la escuchan. Por suerte el resto del trayecto es corto. Al cabo de unos pocos minutos el coche entra en el parking de un gigantesco edificio gris y ajado.
Lo que sigue, Aura lo vive como un mal sueño o una pesadilla lúcida, iluminada por fluorescentes baratos y con extras de todo a cien.
Puede verse a sí misma extraída del coche, separada de la borracha, llevada con mano cuidadosa pero firme hasta una habitación minúscula que parece un estudio de fotografía. No muy distinto del que visitó con su marido, que en paz descanse, para las fotos de la boda. Hace casi dos décadas. Modesto, húmedo, decorado con muebles que ya eran viejos en los noventa. Con un fotógrafo con bigote que no sonríe nada, nada.
Las diferencias son tan sólo dos. El fotógrafo lleva una bata blanca, y de fondo no hay un par de ficus de plástico y unos cortinajes rojos, sino una pared en la que hay pintadas unas rayas horizontales con medidas. Un funcionario, también con bata, le levanta a Aura la barbilla, para asegurarse de que mire a la cámara de frente. También le hurga por debajo del pelo, le pregunta si tiene tatuajes de cuello para arriba, le lleva hasta una mesa cercana donde le pasa las huellas por un escáner. Que decide no funcionar, así que le embadurna los dedos con tinta de color azul marino.
—La negra se nos ha acabado, lo siento —se disculpa, con un encogimiento de hombros.
Aura va a contestar que se hace cargo, que no se preocupe, que otra vez será. Pero ya se la llevan de la sala, al tiempo que entran los dos policías (Bustos y Rodríguez, ya no se le olvida) cargando a la borracha, que se ha despertado lo justo para renquear, arrastrando los pies, colgada de los hombros de los agentes. Al más bajo le saca más de una cabeza, lo que no facilita la operación.
—¡Coño, cómo pesa!
Aura se pregunta cómo van a fotografiarla —quizás tumbada—, como el cuadro de la Joven decadente de Ramón Casas. Antes de que pueda resolver la incógnita, la pierde de vista. De pronto está en una de esas películas en las que la protagonista no mueve los pies —pues la arrastran en una plataforma con ruedas que no acaba de verse en plano— y la cámara se centra en su cara.
Todo pasa a su alrededor muy deprisa, con el bajo pulsante de Jump into the Fire de fondo, pues alguien le ha quitado fotogramas para que la experiencia sea aún más alucinada, más demencial.
La sala donde la hacinan durante un par de horas junto a otras veinte personas; la funcionaria que les manda alinearse por sexos en el pasillo; la visita, por turnos, a un pequeño habitáculo donde una funcionaria de manos enguantadas en látex la obliga a desnudarse por completo, le hurga entre los muslos, se detiene a mirarla un momento antes de desestimar lo que, a Aura no le cabe duda, sería un examen mucho más exhaustivo en otra persona; el regreso, sin sujetador, sin cinturón, sin bolso, sin abrigo, con la humillación pintada en el rostro encendido, a un pasillo ahora casi vacío; el recorrido descendente por un laberinto de escaleras y barrotes hasta un semisótano recubierto de linóleo, con las paredes pintadas en verde vómito y gris cieno; y la última parada delante de una mesa de plástico con el logo de Coca-Cola, donde una funcionaria novata consulta sus papeles antes de asignarla a la celda 11B.
Y finalmente, la música que se detiene, la puerta metálica que se cierra a su espalda.
Con eco y todo.
5
Una celda
Días más tarde, delante del cañón de una pistola y con la cara salpicada de sangre, Aura Reyes recordará este momento, en esta celda 11B de los juzgados de Plaza Castilla de Madrid, como el día en el que cometió el peor error de su vida.
Ahora no sabe, claro, que está a punto de cometerlo. Ni puede pensar, en realidad, en nada.
Todo pensamiento racional se ha subyugado al frío, al hambre y al miedo.
Está helada porque la blusa que lleva no es gran cosa. Y su abrigo ahora lo tiene la funcionaria, junto con todo lo que pueda servir para suicidarse.
—La semana pasada se ahorcó uno con su camiseta. La mojó primero, para que no se rompiera.
Está muerta de hambre, porque no ha comido nada desde hace más de doce horas. La funcionaria le ha deslizado un paquete de galletas María en el bolsillo, con cara de es nuestro secreto.
—Hasta las ocho no llegan los bocadillos. Los domingos siempre hay chistorra.
Está muerta de miedo. Es su primera noche entre rejas.
La primera de muchas, se dice, meneando la cabeza.
La celda no medirá ni doce metros cuadrados. Está pintada a dos colores, igual que el pasillo. Pero aquí se nota que ha entrado en juego la creatividad y el tiempo libre de los presos, y la decoración se completa con pintadas de lo más enriquecedor. Penes, esvásticas de varios tamaños y colores, calaveras. Lo mejor de cada casa. Las hay grabadas con las uñas en el yeso, las hay quemadas con un mechero, las hay trazadas a boli Bic con injustificada paciencia.
El aire es denso, con el olor a sudor y algo más que Aura no puede nombrar. El mobiliario va acorde con la clientela. Un banco corrido de hormigón pegado a las paredes de la celda. En una esquina, un inodoro de acero inoxidable. Sin lujos innecesarios como puertas o papel higiénico.
Al verlo, Aura se da cuenta de que necesita usarlo. Con cierta urgencia. Pero la situación es poco favorable. Tres mujeres forman corro frente a una cuarta que hace despreocupado uso de las instalaciones con las bragas por los tobillos. Las cuatro se ríen e intercambian chascarrillos.
Aura desiste, por ahora. Busca un sitio en el que sentarse para comerse las galletas con tranquilidad.
No es fácil.
Las cuatro latinas ocupan la pared de la izquierda. El fondo de la celda tampoco es una opción. Subidas al banco, otras dos mujeres gritan a un rectángulo de metal perforado que hay junto al techo. Aura no reconoce el idioma. Del otro lado del rectángulo de metal se oyen voces y el ruido amortiguado del tráfico, así que Aura deduce que es un ventanuco que da a la calle.
—Eh, tú. Vente aquí con nosotras, linda —la llama la mujer sentada en el váter.
—La Yoni está constipada. Necesita mucha compañía —dice otra, con una carcajada.
Aura no ha visto un drogadicto en su vida, pero tiene claro que estas tres apuntan maneras. Los ojos enrojecidos, la cara desencajada, sudor. Movimientos bruscos. La lengua suelta, la risa más.
Hace un gesto que quiere ser respetuoso en su dirección y se dirige al otro lado de la celda.
—Eh, pija. ¿Dónde vas, eh?
—No quiere ayudarte, Yoni.
La pared de la derecha está más despejada. Tan sólo hay un bulto de buen tamaño recostado sobre el banco de hormigón. El fluorescente que debía iluminar ese lado está fundido, y el del lado contrario, en las últimas. Pero Aura no necesita luz para reconocer a su compañera de traslado.
Incluso con la cabeza tapada con la cazadora de sarga —a ella no se la han quitado, Aura se pregunta por qué—, los ronquidos son inconfundibles.
Aura se sienta junto a ella, en el escaso hueco que queda entre los pies de la mujer y la pared de la celda. Lo más cerca posible de la salida, para tardar lo menos posible cuando la llamen.
Abre el paquete de galletas, pegado al pecho, y comienza a comérselas despacio, con la cabeza gacha, mientras piensa en las niñas. Aura siempre ha tenido una imaginación portentosa, fruto de su afición desmedida a la lectura. Algo que hasta ahora le había parecido una ventaja.
Hasta ahora.
Porque de pronto sólo es capaz de pensar en todas las cosas que podrían estar pasándoles a las niñas. Que son curiosas, inquietas y despistadas. Intenta acordarse de qué comida quedaba en casa. Cosas fáciles de preparar, que no requieran ningún esfuerzo. Sobre todo, que no requieran encender el fuego de la cocina. O, peor aún, el horno. Repasa mentalmente el contenido de la nevera (casi vacía) y de la alacena (con telarañas). Lo único que es capaz de recordar es lo que había para cenar. La pizza esa de espinacas que tanto les gusta. La del doctor nosequé.
Y, por supuesto, las visualiza.
Encendiendo el horno, como tantas veces le han visto hacer a mamá.
Y éste no es como el de nuestra casa
(la casa que ya no es nuestra)
éste no tiene un precioso panel led a color, con instrucciones claras, recetas y apagado automático, no. El de casa de su madre
(la casa que es nuestra casa ahora)
es un Balay blanco del siglo pasado, con los botones borrados por el uso. Es muy fácil encender el grill en lugar del calor superior e inferior. Y, del temporizador, olvídate. Dejó de funcionar antes de que cayeran las Torres Gemelas. Tú giras la rueda, confiando en que te avise a los veinte minutos, escuchas el molesto tic tac, y ya puedes esperar sentado.
Imagina la pizza humeando, el horno ardiendo, las niñas intentando apagar el incendio con las manos desnudas. Imagina quemaduras de tercer grado y ningún medio para llamar a los bomberos. Porque son demasiado pequeñas para tener móvil, y a la línea fija hubo que renunciar hace muchos meses. Junto con las chuches, HBO y otro millón de cosas que hacían la vida soportable y que daba por sentadas.
—Eh, pija. Eh.
Aura sale de la pesadilla y levanta la cabeza. Frente a ella está la mujer del inodoro.
—¿Qué comes, pija?
Aura baja la mano en la que sostiene el paquete de galletas —ahora mediado— y sopesa sus opciones. En una película, la respuesta estaría cantada. Cruzarle la cara a la mujer, dejar claro que con ella no se juega y todo eso. Imponerse.
Pero esto no es una película.
Esto es la vida real.
Le echa una ojeada a la Yoni. Pantalones ajustados de cuero, una camiseta reventona, pechos descomunales. Aunque Aura le saque una cabeza, ella le saca quince kilos. Y tiene detrás a otras tres mujeres, que no le quitan ojo a la escena.
Así que hace lo único que puede hacer.
Le alarga el paquete de galletas.
Sin decir nada.
La Yoni le devuelve una sonrisa lobuna y se abalanza sobre las galletas. Se las mete de tres en tres en la boca, dejando caer más de las que traga.
Aura siente que vuelve a tener siete años y está en medio de un episodio de Barrio Sésamo. Sólo que Triki tiene el pelo negro y cardado en lugar de azul.
Aura sabe que no tiene hambre. Que se las ha comido sólo porque podía hacerlo.
La mujer deja caer el plástico al suelo, eructa con satisfacción y se vuelve junto a sus compañeras, que la reciben entre risas.
Aura cierra los ojos para ahuyentar la humillación e intenta dormirse, pero es imposible. Su mente va demasiado deprisa. Incluso cuando se apaga la única luz, media hora más tarde, tan sólo consigue entrar en un estado agitado de duermevela.
Del que la saca el silencio.
Las mujeres que voceaban en el ventanuco se han callado, por fin. Las otras también.
En la penumbra, la tristeza de su situación se acrecienta, se pone de relieve. La única luz que entra en la celda se cuela a través de una rendija por debajo de la puerta. Sin nada que ver, Aura puede centrarse en el resto de sus sentidos. El frío de la celda. El olor, mezcla de orines, humedad y pies descalzos. La respiración de las presas, el sonido de cuerpos incómodos revolviéndose en la oscuridad.
Si la desesperación fuera física, seguramente estaría hecha del pesado sentimiento que envuelve el corazón de Aura ahora mismo.
No, Aura no duerme. Por eso, cuando hay movimiento en las sombras, al otro lado de la celda, se da cuenta antes que nadie. Lo percibe en las tripas.
Ya tuvo una vez un sentimiento parecido, hace años. Uno que terminó con su marido asesinado y ella desangrándose frente al cuarto de sus hijas. En aquella ocasión reaccionó tarde y mal. Como una señora de barrio rico, que creía que los monstruos vivían al otro lado de una gruesa manta infranqueable, tejida con dinero y democracia.
La manta resultó estar llena de agujeros.
Esta vez, Aura reacciona distinto. Se endereza, aguza el oído, mira al suelo. En el levísimo rectángulo de luz frente a la puerta, las sombras se desplazan hacia ella.
6
Un error
Aura se pone en pie, procurando no hacer ruido. Entonces escucha el primer susurro.
—¿Dónde está?
—Delante de ti, jaña.
—Dale, dale pues.
Hay un ruido y un forcejeo. Escucha un sonido como de un saco arrastrándose. El aire se mueve cerca de ella.
—¿Qué es lo que hacéis? —dice.
Su voz le suena extraña. Temblorosa y aniñada. Son las primeras palabras que ha dicho desde que ha entrado en la celda y, en lo que a intimidación se refiere, no son gran cosa.
Pero las sombras se detienen.
El silencio que sigue es denso y caliente como una sopa que lleva demasiado tiempo en el fuego.
—No te importa, pija —dice una voz en la oscuridad.
Aura nota la presencia de las mujeres a su alrededor. Escucha de nuevo el forcejeo, muy cerca, y comprende lo que está pasando. Las sombras eran una amenaza, sí, pero no para ella.
Han ido a por la borracha, piensa.
—Voy a llamar a la funcionaria.
Las sombras vuelven a quedarse inmóviles.
—Dame el chispero —ladra otra voz.
Un chasquido resuena en la celda. Una llama aparece a menos de un metro de la cabeza de Aura, que se echa hacia atrás. En el óvalo de luz que ha creado el mechero, aparece la cara de la Yoni, mirándola directamente. El resplandor indeciso del fuego convierte los ojos —perfectamente maquillados, observa Aura— en dos ranuras brillantes.
—Esto no va contigo, pija. Tenemos cuentas que saldar con esta guarra, ¿entiendes?
Aura hace lo único que puede hacer. Asiente.
—No te oigo. ¿Entiendes que no va contigo?
—Entiendo.
—A no ser que quieras que vaya contigo. ¿Quieres que vaya contigo, pija?
—No —responde Aura con la voz quebrada.
La llama del mechero se desvanece en la negrura, dejando un fantasma rojizo en los ojos de Aura, que parpadea y se encoge sobre sí misma. Vuelve a sentarse, asustada y avergonzada.
¿Qué otra cosa puede hacer?
Ellas son cuatro, y yo sólo una. Ellas son mujeres duras —«criminales», es la palabra que brota, pero la corrección política le pone un tapón— y yo soy sólo una ejecutiva.
Y ahora ni eso.
Ahora soy sólo un ama de casa en quiebra, una madre que ha dejado solas a sus hijas y que sólo quiere volver junto a ellas lo antes posible.
Aura tiene el rostro ardiendo por el bochorno y una bola de hielo en el estómago por el miedo. De pronto, el recuerdo de sus hijas trae consigo una nueva sensación. La misma que sintió hace horas —ahora parecen días— cuando, en la ducha, sostenía los dos botes de champú. La que volvió a ella en la tienda de Serrano, y acabó con ella metida en este lío infernal.
La sensación no tiene explicación posible. Quizás sí, e hicieran falta un millón de palabras. O tan sólo dos letras. Un monosílabo. Curiosamente, el último que acaba de pronunciar.
—No —repite.
Salvo que ahora suena muy distinto. Suena tajante. A raya en el suelo.
El forcejeo se interrumpe.
—Dejadla en paz —añade Aura, sin acabar de creerse lo que está haciendo.
Se incorpora, con las manos delante del cuerpo.
—Te voy a quebrar, puta —dice la Yoni.
Aura intuye una sombra que se acerca a ella y se aparta, dando un salto hacia la puerta. Casualidad, suerte o una mezcla de ambas, su atacante se tropieza con la pierna derecha de Aura, que ha quedado a medio camino, y se derrumba hacia delante. El puñetazo que iba a dar en la cara de Aura acaba pegando en el banco de hormigón.
El aullido de dolor divide la oscuridad en dos y cambia las tornas. Otra de las latinas grita a su vez, llamando a su líder.
—En la puerta. Quiebra a esa puta —acierta a decir la Yoni entre sollozos.
Aura se da cuenta de que estar junto a la única fuente de luz de la celda —por tenue que sea la que entra por debajo de la puerta— no es una posición estratégica aconsejable.
Se aleja en dirección contraria a la pelea, con la espalda raspando la pared para no tropezarse. Lleva los puños apretados, el corazón encogido y la sangre zumbándole en los oídos. La oscuridad se ha vuelto confusión. Sonidos entrecortados, quejidos, golpes.
Alguien suelta un grito, ahogado. Otra voz suelta un taco que Aura no puede comprender.
Otro golpe, y un sonido como de arrastrarse por el suelo. Hay unos interminables segundos de rígida pausa.
Un golpe más.
De pronto, todo se aquieta.
Aura escucha unos pasos que trastabillan en su dirección. Se pega a la pared cuanto puede, y alza los brazos para protegerse del golpe inevitable.
Nota un roce en la ropa, unos dedos que buscan a tientas.
Una mano la agarra de la muñeca. Sin brusquedad. Sin dar opciones, tampoco.
La mano tira de ella, la lleva hacia el otro lado de la celda, la conduce de vuelta a su sitio.
Aura se sienta, aterrorizada.
La mano le da un par de palmadas en la espalda. Y una voz con acento gallego cerrado —y decididamente borracha— dice:
—Duérmete, rubia.
7
Un juicio
Son casi las once de la mañana del domingo cuando Aura pone un pie fuera del juzgado.
El cielo de Madrid está encapotado. Color gris agua de fregar. Se ha levantado un viento desapacible, que arrastra hojas, polvo y folletos arrugados con las ofertas del Lidl. El tráfico bulle, inquieto, en la rotonda de Plaza Castilla. El entorno, a la sombra de las Torres Kio, no puede ser más feo e inhumano.
Aura respira hondo el aire contaminado, y piensa que no ha visto nada más hermoso en toda su vida.
La locura de las dos horas anteriores tiene mucha culpa de ello.
Cuando se despierta en la celda, Aura no sabe dónde está. Atontada y confusa, alza la cabeza de entre las rodillas. Parpadea, intenta acostumbrar sus ojos a la luz, regresar a la áspera realidad. Los fluorescentes están de nuevo encendidos y la celda medio vacía. Tan sólo las mujeres que no hablaban español siguen al fondo, bajo el ventanuco, hechas un ovillo, completamente dormidas.
De la gallega borracha no hay ni rastro. Tampoco de las latinas, con la excepción de un restregón ensangrentado en la pared que —Aura está segura— ha sido la contribución de la Yoni al arte mural carcelario.
Esa sangre podía ser mía, piensa Aura, con un escalofrío.
Esto es. Esto es lo que me espera ahora.
Un ruido en la puerta interrumpe su autocompasión. La celda se abre y una funcionaria grita sus apellidos.
—¡Reyes Martínez!
Obediente, Aura se dirige hacia la voz, arrastrando los pies. La funcionaria la guía por el laberinto de pasillos, hasta la enfermería.
—¿Quieres análisis? —le pregunta la funcionaria.
—¿Perdón?
—De orina.
Al ver la expresión de desconcierto de Aura, la funcionaria le explica.
—Si eres consumidora, es un atenuante. Casi todo el mundo se hace el análisis.
Aura repasa mentalmente las sustancias más fuertes que ha consumido en el último mes —incluyendo ibuprofeno, Fanta light y unas gotas de tabasco caducado que le echó una mañana a los huevos fritos, a lo loco— y niega con la cabeza.
—¿Seguro? Que no te dé vergüenza. Si es un momento...
La mujer lo ofrece con tanta amabilidad que Aura está tentada de aceptar, sólo para no hacerle el feo. Hasta que echa una mirada a través de la puerta de la enfermería y sus ojos se cruzan con los de la Yoni, que está sentada en una camilla, con un brazo vendado y la cara llena de moratones.
—Gracias, pero no es necesario.
—Como quieras —dice la mujer, echando a andar.
Dentro, la Yoni hace ademán de incorporarse, pero una enfermera la sujeta. Un grito amenazante sigue a Aura, que aprieta el paso en pos de la funcionaria.
—¡Te voy a quebrar!
Qué perra que ha cogido esta mujer, piensa Aura, alegrándose de dejar atrás la enfermería.
Al poco llegan hasta otra sala, frente a la que espera un hombre de mediana edad bajito y calvo, con traje arrugado y aspecto de haber dormido con él puesto.
—Soy tu abogado de oficio, vas a comparecer ante el juez. ¿Nombre? —pregunta cuando Aura llega a su altura.
Aura se lo dice. El hombre saca un archivador de la mochila que descansa entre las piernas y localiza el atestado policial de su defendida. Lo lee en diagonal, suelta un par de ujums, la agarra por el hombro y la conduce al interior de la sala.
—Venga, que empieza.
—Oiga, ¿no va a decirme nada de...?
—Estate calladita, no metas la pata y niega todo.
—Pero a mí me gustaría expli...
—Que niegues todo, coño.
Aura retiene al abogado, sujetándole del hombro.
—¿Pueden mantenerme detenida?
El hombre chasquea la lengua y toma aire por la boca, de forma ruidosa.
—Es domingo, el juez va con prisa y tu expediente está complicado. Si se le cruza, te quedas hasta el lunes.
—Necesito salir de aquí —dice Aura, acercándose a él—. Dígame lo que tengo que hacer.
—Ya te lo he dicho —responde el abogado, empujándola dentro sin miramientos.
La habitación es más pequeña aún que la celda y está más llena. Un par de mesas, un puñado de sillas, un juez, un fiscal, varios guardias, el abogado de oficio y la acusada. Las paredes, pintadas de amarillo huevo, no tienen ventanas ni otra decoración que un cuadro de su majestad el rey Felipe VI, cuya escueta sonrisa recuerda que la justicia es igual para todos.
El fiscal se incorpora y lee la acusación contra Aura, que aguarda en pie en mitad de la sala. El juez no levanta la mirada de la mesa hasta el final, enfrascado en una carpeta cerrada que hay frente a él. Aura contesta a todas las preguntas del fiscal —la mayoría de las cuales comienzan con un «Es cierto que...»— con un no rotundo. Hasta siete veces, las siete mentira.
Cuando termina el interrogatorio, el juez carraspea varias veces con aburrimiento. Es un hombre entrado en años —los sesenta ya no los cumple— con una barba puntiaguda y blanquecina y más pinta de optometrista jubilado que de juez de primera instancia.
—Éste es un cargo menor. ¿Me puede explicar el ministerio fiscal por qué se ha traído aquí a la acusada?
—La señora Reyes tiene pendiente un ingreso en prisión a la espera de juicio dentro de tres semanas, señoría. Por eso los agentes la detuvieron, como medida preventiva.
—¿Con qué cargos?
Aquí vamos, piensa Aura, cerrando los ojos.
—Fraude a gran escala, apropiación indebida, falsedad documental, blanqueo de capitales. Todos con agravantes, señoría.
El juez aparta la vista de la carpeta y mira por primera vez a Aura, curioso. La blusa cara, los zapatos bonitos a juego. Descontando las ojeras, el pelo color arena revuelto y los hombros caídos cortesía de una noche en el calabozo.
—¿De qué cuantía estamos hablando?
El fiscal canta las nueve cifras, hasta el último euro. Sin decimales. Ni falta que hace.
El juez enarca una ceja con gesto apreciativo.
—¿Y la fianza?
—Medio millón de euros, señoría.
Medio millón contra más de cien millones no parece gran cosa. Una cifra simbólica, para asegurarse de que la detenida no escape, etcétera. Para Aura, tanto hubiera dado que pidiesen la luna envuelta en un lazo fucsia.
—Ya comprendo —dice el juez, con cara de lo contrario—. Señora Reyes, me pone usted en un compromiso. Una acusación con un componente de violencia, como la que le trae a usted frente a este tribunal, es un problema. Incluso siendo menores las circunstancias del delito.
—Presunto delito, señoría —interviene el abogado—. Mi defendida ha negado de plano los hechos que se le imputan.
—Y es toda una sorpresa para este tribunal que uno de sus defendidos niegue hasta el aire que respira, letrado —responde el juez, con sorna.
Vuelve a mirar la carpeta frente a él, y tamborilea con parsimonia encima de la mesa, meditando sus palabras.
—Esta situación suya es habitual —dice, al cabo de un rato—. Una persona con un ingreso en prisión pendiente, a medida que se acerca la fecha, puede llegar a tener la sensación de que no le queda nada que perder. Su sentido de la moralidad se atenúa, y tiende a cometer errores que no cometería en otro contexto. ¿Entiende lo que le estoy diciendo, señora Reyes?
—Entiendo.
—Ante esta situación, lo mejor es adelantar el ingreso en prisión lo antes posible, por el bien de la sociedad y del propio acusado. Creo que ése es su caso, señora.
El miedo que se le metió en el cuerpo a Aura cuando su cara impactó —hace menos de quince horas— contra el capó del coche patrulla ha seguido dentro de ella. Con picos ocasionales de intensidad fuerte a moderada, y una ansiedad difícil de controlar.
En ese momento, sin embargo, el miedo se atenúa hasta casi desaparecer. Porque Aura ha escuchado en la última frase del juez la pregunta escondida, en lugar de la amenaza obvia.
Y de nuevo, un reflejo de su antiguo yo.
—Así sería si fuese responsable de lo que pone en el atestado, pero ya le he dicho que es todo falso, señoría —miente Aura, con aplomo—. Y debo decirle, para ser sincera, que no tengo ninguna intención de entrar en prisión preventiva, sino que pienso reunir el dinero de la fianza y afrontar el juicio en libertad, tal y como es mi derecho.
El juez estudia a Aura con detenimiento.
—Ya veo. Y supongo que la experiencia de esta noche ha tenido algo que ver en su decisión.
Aura se encoge de hombros, diplomáticamente.
—Señora Reyes, si la dejase hoy en libertad, estaría corriendo un riesgo. ¿Puedo confiar en usted?
—Sí, señoría. Totalmente, señoría. He escarmentado. Puedo sinceramente decir que soy una mujer nueva, no un peligro para la sociedad. Es la pura verdad —dice Aura, en su mejor imitación de Morgan Freeman.
Por un momento cree que ha ido demasiado lejos, pero el juez parece complacido, incluso divertido con la explicación de la acusada.
—No haga que me arrepienta, señora Reyes —añade, haciendo un gesto hacia la puerta.
Aura sube al primer piso, recoge sus pertenencias en una bolsa de plástico (incluyendo el bolso, el monedero, el abrigo y el sujetador) y está en la calle menos de quince minutos después. Observando el cielo nublado, y las Torres Kio, y los folletos del Lidl arrastrados por el viento, decíamos. Tomando una bocanada de libertad y dióxido de carbono, y pensando que no había contemplado nada más hermoso en su vida...
Hasta que ve algo que le hace cambiar de opinión por completo.
8
Una barra
Una figura le hace señas desde un banco a pocos metros. Aura traga saliva, porque ha reconocido a la persona y tiene muy pocas ganas de responder a las señas. Respira hondo, agacha la cabeza y camina en dirección contraria.
Logra recorrer unos veinte metros antes de escuchar la voz.
—Eh, rubia.
Y otros cinco antes de que ella la alcance.
La mujer se le planta delante, cerrándole el paso.
—Te has ido sin tu desayuno. Para una cosa buena que tienen en ese sitio...
Alza una bolsa de plástico translúcida, a través de la cual se ve un bocadillo de buen tamaño envuelto en papel Albal. Y un par de mandarinas.
—También venía un yogur, pero me lo he comido. Tenía fame de carallo, nena. No te me vayas a enfadar, ¿eh?
El estómago de Aura ruge ante la perspectiva del bocadillo, pero la ansiedad y la premura han vuelto. Por no mencionar que no quiere ningún trato con la persona que tiene enfrente.
—Perdona, pero no tengo tiempo para comer. He de llegar a casa cuanto antes.
Hace una pausa valorativa, decide que no hay peligro y, por fin, añade:
—Mis hijas están solas.
—Mujer, ¿y cómo no lo has dicho antes? Anda, vente conmigo, que te llevo. Suelo dejar el coche cerca del juzgado cuando me mamo, porque al final pasa lo que pasa.
Aura arruga la nariz, sin poder evitarlo. El aspecto de la mujer no ha mejorado en las últimas horas. La cazadora de sarga cuelga ahora de su hombro derecho. La camiseta es un concurso de lamparones. El pelo lo lleva muy corto y rapado alrededor de las orejas, así que no hay peligro de que se despeine. Pero sigue oliendo a sudor y a vino, incluso al aire libre y metro y medio de distancia.
—No te lo tomes a mal...
Se interrumpe, al darse cuenta de que no sabe cómo se llama la mujer. Cree recordar que uno de los policías lo dijo cuando la subieron al coche patrulla, pero estaba como para acordarse...
—Mari Paz Celeiro Buján —dice ella, adelantando la mano—. Y tú eres Aura.
—¿Cómo lo sabes?
—Ah, la funcionaria te llamó la primera. Pero le dije que te dejara dormir. Parecías tan cansada...
Aura respira hondo y pone los ojos en blanco.