La estación

Jacopo De Michelis

Fragmento

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1

Centenares de ojos examinaban las vías más allá de las inmensas marquesinas de hierro y vidrio ennegrecido por la contaminación, donde en ese momento, en el aire tembloroso, solo se distinguían las viejas cabinas de control abandonadas.

Entre los hombres debidamente alineados acababa de difundirse la noticia pasando de boca en boca. El que un noticiario radiofónico había rebautizado ya como el «tren del terror» se hallaba a las puertas de Milán. En pocos minutos, con casi cuatro horas de retraso sobre el horario previsto, iba a entrar en la estación.

Hacía por lo menos media hora que lo estaban esperando. Un cordón de agentes de las Brigadas Móviles vestidos con trajes antidisturbios rodeaba los andenes en torno a la vía 4, la primera de las vías de larga distancia, que estaba situada en un lateral y, por lo tanto, se consideraba más fácil de controlar. Todo el recinto ferroviario había sido cerrado al público. Hasta nueva orden, estaba prohibido que los trenes entraran o salieran de la estación. Era domingo, mucha gente regresaba a casa después del fin de semana, y las molestias para los viajeros, que ya protestaban enfurecidos al otro lado de las vallas, habían empezado a hacerse notar; aun así, el prefecto en persona había decidido que eso era lo más prudente, a instancias del comité de crisis reunido en las oficinas de la Policía Ferroviaria. El comité en cuestión estaba formado por funcionarios de las Brigadas Móviles y de la Digos, la División de Investigaciones Generales y Operaciones Especiales, un representante de los Ferrocarriles Estatales y otro de los bomberos, así como el oficial al mando de la Unidad Polfer, el comisario Dalmasso, en contacto directo con la Jefatura Provincial de la Policía, la Prefectura y el Departamento de la Policía Ferroviaria responsable de Lombardía.

El inspector Riccardo Mezzanotte estaba sudando y la gorra le rascaba el cuero cabelludo. La guerrera era demasiado pesada y tenía la impresión de que entorpecía sus movimientos. No estaba acostumbrado al uniforme, en Homicidios no se lo ponía prácticamente nunca.

Tenía poca experiencia en los servicios de orden público, pero percibía la tensión en los antidisturbios que había a su alrededor. Hasta hacía unos instantes, charlaban, bromeaban, alguno que otro fumaba un cigarrillo. Desde que se había propagado la noticia de la llegada inminente del tren, permanecían inmóviles y mudos, con las mandíbulas contraídas y los ojos reducidos a una rendija, las manos enguantadas apretando nerviosamente las porras y los mangos de los escudos de plexiglás, como si buscaran un agarre mejor, más sólido.

Hacía pocos días que Mezzanotte había sido trasladado a la Policía Ferroviaria, sector operativo de Milán Central, y de repente había terminado en medio de semejante fregado. Ni siquiera había tenido tiempo de aclimatarse, cosa que, por lo demás, no le estaba resultando fácil. Y no era que eso lo sorprendiera, teniendo en cuenta la situación. Las cosas iban solo ligeramente mejor que en la Jefatura Provincial de la Policía, cuando todavía estaba en la Tercera Sección, la de Homicidios. En realidad, tampoco allí, en la Policía Ferroviaria, habían sido muchos los que le habían manifestado una hostilidad declarada; la mayor parte de sus compañeros se limitaba a mantenerse a distancia, con una mezcla de temor y desconfianza, como si fuera el portador sano de a saber qué enfermedad sumamente infecciosa. En cualquier caso, le resultaba muy duro acostumbrarse a ciertas cosas. Corrillos que se deshacían en cuanto él se acercaba, conversaciones que se interrumpían cuando entraba en una habitación, frases susurradas al oído mientras lo miraban a hurtadillas. En definitiva, había sido trasladado. Sería más exacto decir «desterrado». Porque de eso se trataba, ni más ni menos: de un destierro. Había tenido que aceptarlo, dando incluso las gracias por haber evitado consecuencias peores.

—Cardo, ¿y ahora qué pasa, eh? ¿Qué tenemos que hacer nosotros exactamente?

A su lado estaba Filippo Colella, con su cara gorda chorreando sudor de pura ansiedad. Se quitó la gorra, se pasó una mano por sus ricitos rubios y volvió a ponérsela. Colella tenía unos años menos que él y muchos kilos de más. Habían coincidido en el curso para agentes hacía cuatro años y se habían vuelto a encontrar ahí, en la Ferroviaria. Era uno de los pocos que no se mantenía a distancia de él. Es más, cabría decir que era el único amigo que tenía en el despacho.

—No te preocupes, Filippo. El trabajo gordo les tocará a los compañeros de las Brigadas, nosotros solo estamos aquí para prestar apoyo. Tú quédate cerca de mí, ya verás como todo sale bien.

Mezzanotte intentó que sus palabras resultaran tranquilizadoras, pero él tampoco sabía qué iba a pasar. Y, respecto a que todo saliera bien, no habría puesto la mano en el fuego. Ni la punta de un dedo.

Por lo demás, las noticias que habían empezado a llegar del tren desde por la mañana parecían boletines de guerra. El Intercity 586 debía salir de la estación Roma Termini a las 9.40 de ese domingo 6 de abril de 2003. Todo estaba tranquilo y las autoridades no esperaban que hubiera problemas. Otro convoy cargado de hinchas con destino a Milán para asistir aquella noche al encuentro Inter-Roma había salido ya sin incidentes. Se esperaba que en el Intercity viajaran cerca de doscientos seguidores de la Roma, pero en el andén se había presentado por lo menos el doble, muchos de ellos sin billete. Al parecer, numerosos ultras se habían quedado en tierra debido al embrollo causado por una empresa de alquiler de autocares. La multitud ruidosa e impaciente parecía firmemente decidida a tomar el tren por asalto, tanto si tenía derecho a montarse en él como si no, de modo que un cordón policial había tenido que poner orden para permitir que el personal de los Ferrocarriles del Estado pudiera controlar los billetes. Sin embargo, la lentitud de las operaciones había caldeado en exceso los ánimos. Las fuerzas del orden primero habían sido blanco de cánticos e insultos y luego del lanzamiento de botellas de plástico, latas, monedas y objetos diversos. Se habían producido disturbios y los hinchas habían aprovechado para subirse al tren, ocupando incluso los asientos de los viajeros con billete. Algunos de ellos, ya sentados, habían sido insultados y amenazados para que se levantaran. Cuando la policía logró volver a formar el cordón, la tensión estaba por las nubes. Mientras los de la Roma que se habían quedado en tierra presionaban con cólera, habían dado comienzo las negociaciones con los que habían conseguido subir a los vagones sin billete. Para desbloquear la situación había llegado una disposición urgente de la Prefectura que, por razones de orden público, autorizaba la salida del Intercity con los hinchas a bordo. Se habían añadido unos cuantos vagones y los viajeros normales habían sido invitados a ceder su sitio a los ultras. Aunque indignados y furiosos, la mayor parte de ellos había aceptado soluciones de viaje alternativas, pero, a pesar de todo, algunos se habían quedado en el tren. Por fin, el convoy lleno hasta los topes de hinchas eufóricos había salido de la estación Termini con más de una hora de retraso. Debido a la carencia crónica de personal, a bordo solo iban cuatro agentes de la Polfer, la Policía Ferroviaria, de escolta.

Se esperaba que, una vez en marcha, los ánimos de los rojiamarillos se calmaran. Pero no fue así. Algunos grupos de exaltados se habían entregado a la destrucción de los compartimentos —cortinillas y moquetas arrancadas, paredes pintarrajeadas con escritos y grafitis, asientos rajados e incluso arrancados— y algunos viajeros habían sido atracados y golpeados. Entre estos últimos, el revisor, que solo intentaba hacer su trabajo. El freno de emergencia fue accionado varias veces, interrumpiendo la marcha. Durante aquellas paradas algunos hinchas habían bajado a aprovisionarse de piedras que arrancaron del balasto de las vías.

Los agentes de la Ferroviaria decidieron cambiar de sitio a los viajeros y concentrarlos en los vagones de cabeza, con la intención de aislarlos de los gamberros, cada vez más exaltados, entre otras razones porque, al parecer, el alcohol y las drogas circulaban en abundancia por los distintos compartimentos. A partir de ese momento, tres cuartas partes del tren quedaron completamente en manos de los ultras.

Cuando llegó a Florencia, el Intercity había acumulado ya un retraso de dos horas. Muchos viajeros salieron huyendo en cuanto se abrieron las puertas y no se dejó subir a nadie. A bordo, aparte de los hinchas, quedaron solo unos pocos valientes o inconscientes. Casualidad especialmente desgraciada fue que el tren se parara justo en la vía situada al lado de otro convoy del que estaban bajando los seguidores del Perugia, que se dirigían a Bolonia. Los romanistas se encargaron de destrozar algunas ventanillas y desencadenaron una densa granizada de tornillos y piedras contra los perusinos, al tiempo que estallaban petardos y bengalas. Se dejó que el Intercity reemprendiera la marcha a toda prisa para evitar que la cosa degenerara todavía más.

En realidad la situación estaba ya totalmente fuera de control. Cargados de adrenalina, alcohol y estupefacientes, los ultras eran presa en aquellos momentos de una furia ciega y desenfrenada. Entre Florencia y Bolonia el vandalismo continuó en los vagones, y los agentes de escolta comunicaban por radio que cada vez les costaba más trabajo impedir las incursiones de los gamberros en los vagones en los que se encontraban los pocos pasajeros pacíficos que no se habían bajado. Luego, de repente, las comunicaciones se interrumpieron.

El Intercity fue bloqueado en la estación de Bolonia. Cincuenta hombres de las Brigadas Móviles —no había sido posible movilizar a más con tan poca antelación— estaban esperándolo. Los últimos pasajeros que quedaban se precipitaron, aterrorizados y desquiciados, fuera del convoy. Inmediatamente después, tres hombres de la escolta de la Polfer, magullados y ensangrentados, fueron arrojados del tren. Habían intervenido —según el testimonio que prestaron luego en el hospital— en defensa de una muchacha que había sido acosada por un grupo de ultras que la habían acorralado en un compartimento vacío. Habían conseguido que la chica escapara, pero la llegada de más hinchas impidió que también ellos pudieran batirse en retirada y los habían molido a palos. No tenían ni la menor idea de lo que le había podido pasar al cuarto compañero.

A las invitaciones de las fuerzas del orden a bajar y entregarse sin oponer resistencia, los hinchas respondieron con pedradas y lanzando petardos. Los guardias que intentaron irrumpir en el tren fueron rechazados a patadas y golpes. El estallido fragoroso del primer cartucho explosivo desanimó definitivamente a la policía, que desistió de su intento de expugnar el convoy por la fuerza.

En aquellos momentos se plantearon dos alternativas: esperar la llegada de refuerzos, que no se sabía cuándo estarían disponibles, o dejar marchar el tren y prepararle un recibimiento digno en Milán. Se escogió la segunda opción.

Una vez más, se permitió que el Intercity reemprendiera la marcha. Los ultras, que eran ya los dueños absolutos del tren, recibieron lo que consideraban una victoria con gritos y cánticos salvajes. Durante un rato, las autoridades que monitorizaban el trayecto se quedaron sordas y ciegas. Luego, el último agente de la Polfer que quedaba a bordo pudo ponerse en contacto con su unidad de Nápoles a través del móvil; contó que había logrado escapar de la paliza y encerrarse en el retrete del vagón 7. Había salido bastante mal parado, y durante al menos media hora había permanecido semiinconsciente en el servicio. Apenas le quedaba batería al móvil y solo le dio tiempo a avisar de un posible conato de incendio —veía el humo por la ventanilla— antes de que la comunicación se cortara. A partir de ese momento, silencio.

Empezaba a anochecer, y poco a poco la luz iba debilitándose. Mezzanotte miró el reloj. Habían pasado más de diez minutos desde el anuncio de su llegada y el tren no aparecía ni por asomo. No puede decirse que estuviera ansioso por verlo entrar en la estación. Las órdenes eran muy sencillas: había que detener a los hinchas, identificarlos y conducirlos a la Jefatura Provincial de la Policía en autobuses requisados a la empresa municipal de transportes de la ciudad, que estaban esperando fuera de la Estación Central, junto con algunas ambulancias. Órdenes sencillas de dar, pero difíciles de poner en práctica. Dos núcleos de las Brigadas Móviles, cada uno compuesto por diez equipos de diez hombres, más una veintena de agentes de la Polfer, contra más de cuatrocientos ultras desenfrenados. Aquello no iba a ser un paseo.

Mezzanotte había leído la nota informativa de la Brigada Hinchas de la Digos, que había llegado por fax a primera hora de la tarde. Comunicaba la presencia a bordo del Intercity de algunas peñas extremistas de la hinchada rojiamarilla particularmente peligrosas y violentas, cuadrillas enloquecidas de irreductibles sin relación alguna con los grupos más grandes y organizados. Hablaba en especial de una de esas peñas, los Lords of Chaos, un nombre altisonante tras el cual se escondía una banda de una treintena de auténticos matones, todos ellos ligados a ambientes neofascistas. Una pandilla de vándalos y delincuentes, siempre en primera línea si de lo que se trataba era de llegar a las manos y de destrozarlo todo, a muchos de los cuales ya les habían prohibido la entrada en los estadios. Además, hacía ya tiempo que se sospechaba que dirigían el tráfico de estupefacientes y una red de prostitución en el fondo del estadio que controlaban. Los cabecillas eran Fabrizio «Ninja» Jannone, veintiocho años, instructor de artes marciales, en cuyo gimnasio se reunía el grupo y tenía antecedentes penales por altercados, daños, lesiones y resistencia a la autoridad; Juri De Vivo, veintitrés años, apodado «el Cirujano» por la precisión milimétrica con la que rajaba a sus adversarios en las nalgas con su navaja, con antecedentes por diversos delitos contra la propiedad y por violencia; Carlo Butteroni, llamado «la Montaña», veintiséis años, metro ochenta y nueve, ciento catorce kilos, con una ficha policial igual de voluminosa, y, por último, Massimiliano «Max» Ovidi, treinta y un años, líder indiscutible de la banda, procesado por intento de homicidio, tenencia ilícita de armas, atraco y tráfico de drogas, sospechoso de vínculos con la camorra. El viaje de los Lords of Chaos había sido organizado precisamente para festejar la salida de la cárcel de este último hacía pocos días, y ahora se sabía cuál era su idea de festejo. No, decididamente no iba a ser un paseo.

En la burbuja de silencio e inmovilidad que rodeaba al recinto, una paloma surcó el aire con las alas desplegadas, ligera y a su manera grácil, para acabar aterrizando precisamente en el andén de la vía 4, a pocos pasos de la larga fila de botas tácticas de los antidisturbios. Mezzanotte observó cómo la paloma picoteaba con tranquilidad el suelo, sin preocuparse de los centenares de hombres inmóviles como estatuas que la rodeaban, hasta que la ráfaga de chasquidos de las viseras protectoras de los cascos bajando al unísono le hizo dar un respingo. Riccardo levantó la vista y ¡ahí estaba! El Intercity 586 avanzaba despacio, recortándose contra el cielo incendiado por los destellos de color rojo oscuro del ocaso. Tras de sí iba dejando una columna de humo negro. Mezzanotte pensó que parecía un buque fantasma a la deriva.

Con una lentitud enervante, el tren entró en la estación y se detuvo en la vía 4. De inmediato se abrió la portezuela de la locomotora, los dos maquinistas saltaron al suelo y se alejaron corriendo, con el rostro descompuesto de quien ha vivido una larga pesadilla.

El oficial al frente del contingente de la Unidad de Intervención Rápida Antidisturbios dio un paso adelante con un megáfono. Lo encendió, trajinó un poco con las clavijas para hacer que desapareciera un molesto silbido y, a continuación, lo sostuvo en alto ante sí con una mano, mientras con la otra se llevaba a la boca el micrófono externo.

—Vale, chicos. Os habéis divertido, pero ahora se acabó el juego. No empeoréis la situación, bajad del tren con calma y orden. No opongáis resistencia y nadie se hará daño.

Por un instante, la única respuesta proveniente del tren fue el silencio.

¡PUUUM!

A aquel primer golpe seco le siguió otro, y otro, y otro, hasta que una de las ventanillas del primer vagón estalló y un váter evidentemente arrancado de un retrete voló por los aires y cayó en el andén, a pocos centímetros del cordón policial. Los agentes más cercanos levantaron los escudos para protegerse de las esquirlas que saltaban en todas direcciones. Mezzanotte murmuró:

—¡Me cago en la puta!...

Inmediatamente después, del interior del convoy salió un cántico entonado por centenares de voces con burlona suavidad.

Me contento solo si

veo morir a un madero.

¡Maderos, maderos de mierda!

¡Acabaréis bajo tierra!

Me contento solo si

veo a un madero por tierra.

¡Patadas y golpes en toda la jeta!

¡No nos dais ninguna pena!

La respuesta había llegado y no podía ser más elocuente. El meollo era: nosotros de aquí no nos movemos. Si queréis, venid a cogernos, no os tenemos miedo.

En Bolonia, las fuerzas del orden no habían conseguido tomar el tren, pero esta vez, recordando la humillación sufrida, adoptaron una táctica distinta. Mientras desde los vagones arreciaba el lanzamiento de piedras, tornillos, botellas y cualquier otra cosa que los hinchas tuvieran a mano, el frente compacto de los escudos se abrió lo suficiente para dejar pasar desde la segunda fila a algunos agentes armados de lanzagranadas, que dispararon cartuchos de gases lacrimógenos al interior del convoy a través de las ventanillas rotas.

Durante unos minutos no pasó nada, solo se distinguían las volutas de humo que salían por las ventanillas, mientras en el aire se propagaba el olor acre y picante del gas. Luego, las puertas de los vagones se abrieron una tras otra y los ultras se lanzaron al exterior gritando. Se tapaban la cara con bufandas rojiamarillas, pañuelos y pasamontañas, en parte para no ser reconocidos y en parte para protegerse de los gases lacrimógenos, e iban armados con barras de hierro, largos palos para las banderas, cadenas y cinturones con gruesas hebillas de metal. Daban miedo.

La marea de hinchas arremetió contra el cordón policial con la furia del embate del agua en una inundación. Al principio, la barrera resistió, y los dos bandos se intercambiaron golpes furibundos por encima de la delgada línea de escudos que los separaba. Pero los romanistas eran muchísimos, muchos más que los agentes, y, a medida que bajaban del tren, aumentaba la presión que ejercían contra la policía. La formación de los cascos azules retrocedió, poco a poco fue perdiendo densidad, y se rompió. La batalla se transformó en una pelea confusa y furibunda, en la que ninguna de las partes ahorraba esfuerzos.

Del interior del Intercity salieron petardos y bengalas, cuyas volutas de colores envolvieron a los combatientes y se mezclaron con el humo negro del vagón incendiado. De vez en cuando, el ruido ensordecedor de un cartucho explosivo resonaba por encima del clamor de los enfrentamientos. Con los ojos enrojecidos y la garganta escociéndole por el humo y el gas, Mezzanotte pensó que, si alguna vez se había preguntado qué aspecto tenía la guerra, aquella era una buena aproximación.

Él era uno de los dos suboficiales de la Polfer presentes en el lugar y el responsable de una decena de agentes. Siguiendo las órdenes que habían recibido, permanecieron en la retaguardia, sin participación directa en la batalla, aunque se veían obligados a propinar algún que otro golpe y también a recibirlo. Su tarea se limitaba a hacerse cargo de los hinchas que ya eran inofensivos o, a lo sumo, a placar a los que intentaban huir, a esposarlos con bridas de plástico de las cuales estaban bien provistos, a identificarlos y a escoltarlos hasta que, una vez fuera de la estación, se montaran en los autocares o, en su caso, en las ambulancias. A algunos tenían que arrancarlos literalmente de las garras de los antidisturbios, que continuaban dándoles patadas y golpeándolos con las porras aunque estuvieran ya en el suelo. Mezzanotte no los justificaba, pero lo cierto era que, en parte al menos, comprendía a los agentes del orden. No debía de resultar fácil en situaciones como aquella mantener la lucidez y la sangre fría.

Quien lo sacaba de quicio, en cambio, era el subinspector Manuel Carbone, el otro suboficial de la Policía Ferroviaria. Alto, ancho de hombros, músculos marcados por el gimnasio y —sospechaba Riccardo— por los esteroides, nariz aplastada de jugador de rugby y cabello a cepillo sobre la frente, Carbone era, dentro de la Unidad, el que más se metía con él. No perdía la menor ocasión para provocarlo y demostrarle a la cara su desprecio. Por eso Mezzanotte intentaba mantenerlo lejos, y hasta ese momento había fingido no darse cuenta de cómo, tanto él como un par de agentes que llevaba siempre a su espalda, se ensañaban a bofetadas con los hinchas inermes mientras se los llevaban. Eran golpes en frío, infligidos por mero gusto, para los que no había excusa.

Luego lo pilló poniendo la zancadilla a un ultra joven atemorizado que llevaba la camiseta con el número 10 de Totti y por cuya frente corrían regueros de sangre, mientras lo acompañaba hasta uno de los arcos que había que cruzar para salir del recinto de acceso a los andenes. Al no poder el muchacho amortiguar la caída con los brazos, esposados a su espalda, fue a dar de bruces contra el suelo. Carbone lo levantó de mala manera burlándose de él, y unos pasos más adelante volvió a ponerle la zancadilla. En esa ocasión, Mezzanotte no pudo contenerse y se dirigió hacia él a grandes zancadas.

—Carbone, ¿qué cojones estás haciendo?

El subinspector se dio la vuelta, y, en cuanto se percató de que era él, apretó su cuadrada mandíbula. Luego abrió los brazos con una sonrisa falsamente inocente.

—Tranquilo. El tipo solo ha tropezado. Son cosas que pasan —dijo con cierta dosis de burla en su tono, dando un fuerte empujón al hincha, al que sujetaba de un brazo como si fuera un monigote—. Vuelve a ocuparte de tu trabajo, Mezzanotte, que el mío lo sé hacer a la perfección yo solito.

Riccardo no cedió.

—Creo que no me has entendido. Deja de hacer el gilipollas y de poner la mano encima a los detenidos. Ya mismo.

La sonrisa de Carbone se esfumó al instante dando lugar a una expresión ceñuda. Se acercó a Mezzanotte irguiéndose amenazador en toda su envergadura; le sacaba media cabeza.

—Ni se te ocurra decirme lo que tengo que hacer —gruñó con la cara perennemente bronceada a pocos centímetros de la suya, señalándole el pecho con el índice—. Yo de ti no admito órdenes. Ni siquiera escucho lo que tenga que decirme un traidor.

Nunca, ni cuando era pequeño, había representado un problema para Mezzanotte liarse a puñetazos. Durante un breve periodo había pensado incluso que el boxeo podía ser su vida. Aunque era más robusto que él, Carbone no le daba miedo, y la nariz de este tan cerca de su frente constituía una tentación casi irresistible en ese momento. Un simple respingo hacia delante con la cabeza y todo habría acabado antes incluso de empezar. Pero habría sido una gilipollez. Bastantes problemas tenía ya, y era precisamente por haber cedido a una provocación de ese estilo por lo que ahora se encontraba en la Polfer.

—Pues a mí me vas a oír. Desde luego que me oirás —dijo haciendo un esfuerzo sobrehumano por controlarse—. Yo soy el de mayor graduación aquí, así que haz lo que te digo y punto.

Aunque el comisario Dalmasso no le había confiado explícitamente el mando de las operaciones, técnicamente Mezzanotte tenía razón. Su rango era superior al de Carbone, quien, sin embargo, no parecía dispuesto a reconocerlo.

—¿Y si no? ¿Me denuncias? —lo desafió.

Riccardo apretó los puños e intentó echar de su mente el sonido irresistible de los cartílagos haciéndose trizas y la imagen igualmente atractiva del rostro de Carbone cubierto de sangre.

Fue en ese instante cuando, abriéndose paso entre los agentes de la Polfer que se habían congregado en torno a ellos, se acercó un hombre de unos cincuenta años, de pelo gris y rostro anguloso. Mezzanotte ya se había fijado en él a lo largo de la tarde y en cómo daba vueltas por la estación; pese a que iba vestido de paisano, a ojos de un experto como él no cabía la menor duda de a qué unidad pertenecía: la Digos. El hombre se interpuso entre Carbone y él y, dirigiéndose al primero, dijo con voz glacial:

—Subinspector, yo le sugeriría que hiciera caso al inspector, de lo contrario me veré obligado a dar cuenta de su comportamiento en mi informe oficial.

Descolocado, Carbone abrió y cerró la boca varias veces, pero, al no encontrar ninguna respuesta, acabó por mascullar una blasfemia, dar media vuelta y alejarse hecho una furia.

El hombre acercó su rostro al oído de Mezzanotte y susurró:

—Dentro del cuerpo hay quienes aprecian lo que ha hecho usted, inspector. Quería que lo supiera.

Le saludó con un gesto de la mano y se alejó con la misma discreción con la que había aparecido.

Mezzanotte quedó tan sorprendido que ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de darle las gracias. Permaneció unos segundos como ensimismado, pero enseguida se recuperó y exclamó dirigiéndose a sus hombres:

—¡Ánimo, chicos! ¡La función se ha acabado, tenemos mucho que hacer!

Al cabo de un rato, todavía tenso y excitado por la pelea —que por un pelo no tuvo lugar— con Carbone, la perspectiva de continuar quién sabía cuánto tiempo recogiendo hinchas pasados por la máquina de picar carne de la Unidad Antidisturbios empezó a parecerle bastante deprimente.

La columna de humo negruzco que seguía saliendo del vagón incendiado era cada vez más espesa y por la ventanilla de un retrete asomaban algunas llamaradas. Las órdenes eran limitarse a desempeñar el papel de apoyo, pero Mezzanotte pensó que no había nada de malo en ir a apagar aquel incendio antes de que resultara peligroso de verdad, en vista de que los bomberos todavía no podían intervenir y nadie se ocupaba de él.

Llamó a cuatro hombres y con un gesto les mandó que lo siguieran. Se había fijado en el que el grueso de los enfrentamientos estaba teniendo lugar en el andén principal de la vía; al otro lado del tren, en cambio, la situación era más tranquila, allí había solo alguna que otra trifulca aislada. Lo que él pretendía era intentar abrirse paso para llegar.

Mientras avanzaba corriendo en esa dirección acompañado por los agentes, notó que Colella hacía ademán de seguirlos. El agente Filippo Colella no era un hombre de acción. En las pruebas físicas del curso preparatorio había sido un desastre y en el polígono de tiro no daba en el blanco ni por casualidad. Fue un milagro que aprobara. Sin embargo, era tan torpe y desmañado en sus movimientos como despierto y ágil de cabeza, y, además, sabía manejar los ordenadores. Habría sido perfecto para la Científica, pero no tenía santos protectores en las altas esferas, así que lo habían destinado a la Polfer. Mezzanotte sabía que no era el valor lo que lo impelía a ir tras él: simplemente, se sentía más seguro si estaba a su lado.

—¡Tú no, Filippo! Quédate aquí, es mejor.

Rodearon la locomotora y empezaron a recorrer el andén, a lo largo del cual había una fila de pilares metálicos que sostenían las arcadas de las marquesinas. Corrían con la cabeza gacha para evitar que los ocasionales lanzamientos de objetos por parte de los pocos ultras que aún quedaban dentro del tren los alcanzaran. En un momento dado, Mezzanotte vio salir por una ventanilla una especie de paquete de cartón esférico del tamaño de una naranja. Como a cámara lenta, observó con curiosidad las piruetas que iba haciendo mientras se dirigía hacia ellos, sin llegar a comprender de qué se trataba. Solo cuando se fijó en que del paquetito sobresalía una mecha corta encendida lo intuyó, pero ya era demasiado tarde.

Únicamente tuvo tiempo de gritar: «¡Cuidado! ¡Cuidado!», y luego la deflagración del explosivo lo borró todo.

Mezzanotte se encontró de pronto tendido boca abajo, con la cara sobre el adoquinado. Los oídos le silbaban como una olla a presión enloquecida, el esternón le aplastaba los pulmones y le cortaba la respiración, tenía la garganta taponada y sentía náuseas. Le costó trabajo levantarse, todavía aturdido; las piernas le flaqueaban y la cabeza le daba vueltas. Un reguero de sudor frío le recorría la espalda.

«¡Santo cielo! —pensó—. ¡Qué poco ha faltado!».

Miró a su alrededor. Sus agentes también estaban en el suelo, medio atontados, pero parecía que todos estaban bien. Les gritó algo que ni ellos ni él oyeron, debido al silbido persistente de sus oídos. Entonces les hizo señas para que se levantaran.

Continuaron flanqueando el convoy, con más cautela esta vez, avanzando encorvados y pegados a los vagones. De vez en cuando, Mezzanotte estiraba el cuello para echar una ojeada al interior de las ventanillas. Cuando llegaron al séptimo vagón, el anterior al incendiado, Riccardo se paró en seco, como si de repente se le hubiera ocurrido algo. Se asomó a la portezuela abierta de par en par. No había nadie a la vista y la puerta del retrete, forzada y arrancada de las bisagras, colgaba atravesada en medio del rellano. Mezzanotte hizo una seña a sus hombres y reanudó la marcha, pero ahora más despacio, lanzando ojeadas al interior de cada ventanilla. Al llegar más o menos a mitad del vagón se detuvo. Se acordaba muy bien. En el compartimento situado al otro lado del pasillo había visto al agente de la Polfer, el que se había atrincherado en el baño del coche 7 y del que no habían tenido más noticias desde que su móvil se había quedado sin batería. Estaba desplomado en un asiento, rodeado por tres ultras. Uno de ellos lo apuntaba con una navaja.

Mezzanotte se apoyó en el costado del vagón para reflexionar. Intervenir en aquella situación excedía, sin duda, las órdenes que había recibido. Lo más correcto habría sido que se ocuparan del asunto las Brigadas Móviles, pero los pocos antidisturbios que había por allí cerca estaban demasiado ocupados pegándose, sin que les faltara razón, con los hinchas, y si pedía refuerzos por radio tardarían demasiado en llegar, visto el grave peligro en el que se encontraba su compañero, amenazado con una navaja en el cuello. Debía contactar con la Unidad, pero sabía de sobra que el comisario Dalmasso no le habría autorizado nunca a intervenir, así que decidió no consultar a nadie, a pesar de que una vocecita le decía que estaba a punto de meterse en un lío del que no tenía necesidad alguna. Por lo demás, hacía siglos que aquella vocecita se desgañitaba dentro de su cabeza sin que él le hiciera caso.

El silbido en los oídos se había reducido a un molesto zumbido y sus piernas habían dejado de temblar. Podía hacerlo, pensó. Indicó a tres de sus hombres que volvieran a la puerta que acababan de dejar atrás, mientras él y el cuarto agente se dirigían al extremo opuesto del vagón. Los cinco subieron al tren y fueron a dar a una y otra punta del pasillo. El vagón parecía desierto; por el estado en el que había quedado, daba la impresión de que hubiera albergado a una horda de vándalos. Mezzanotte ordenó a sus hombres por gestos que avanzaran sin hacer ruido. En cuanto vio que uno de ellos estaba desabrochando la funda para sacar la pistola, le indicó enérgicamente por señas que no lo hiciera. Solo faltaba que se cargaran a alguien, como había ocurrido un par de años antes en la reunión del G8 en Génova. No habían dado más que unos cuantos pasos cuando del compartimento de mitad del vagón salieron dos personas. Llevaban la cara descubierta. El más joven iba vestido con unos vaqueros de marca y una camisa azul, y tenía pinta de buen chico de la alta burguesía. El otro, con pantalones militares y sudadera, era más alto, y tenía un rostro demacrado y pálido. Riccardo los reconoció por las fotos de advertencia que llevaba adjuntas la nota informativa de la Digos. Eran Juri De Vivo y Fabrizio Jannone, más conocidos entre los Lords of Chaos como el Cirujano y el Ninja.

Al encontrarse ante los maderos, ambos tuvieron un instante de incertidumbre, luego intercambiaron un gesto de entendimiento y empezaron a avanzar, Jannone por el lado de los tres agentes, y De Vivo hacia Mezzanotte y el otro policía.

El Cirujano extrajo la navaja automática del bolsillo trasero de los pantalones y la abrió. Tenía las pupilas dilatadas como si se hubiera metido más de una raya. «La hemos liado», pensó Mezzanotte. Enfrentarse con las manos desnudas a un hombre armado con una navaja no es nunca una broma, sobre todo si sabe lo que se hace y la estrechez del sitio dificulta las posibilidades de esquivar la acometida. Iba a tener que ser jodidamente rápido y preciso. Hizo señas al agente que iba con él para que se mantuviera detrás, se colocó de lado con el fin de ofrecer un blanco menos fácil y levantó los brazos con las palmas de las manos vueltas hacia fuera, los ojos fijos en los del adversario para intentar adelantarse al momento en el que se lanzara al ataque.

Durante unos minutos se enfrentaron en silencio. De Vivo hizo alguna que otra finta, pero Mezzanotte no mordió el anzuelo; luego intentó asestarle un navajazo fulminante en el vientre echándose hacia delante, pero Riccardo estaba preparado. Había notado la contracción casi imperceptible de las pupilas de su adversario en el mismo instante en que este había decidido lanzarse contra él. Se apartó a un lado y con el brazo izquierdo extendido interceptó el antebrazo del otro desviando la dirección de la navaja, al tiempo que le propinaba un violento guantazo en la mandíbula con la mano abierta. Apretando como si fuera una tenaza el brazo con el que había parado la embestida, aprisionó en el hueco del codo el brazo armado del Cirujano y le propinó una descarga de rodillazos en el pecho, hasta que al muchacho se le escapó la navaja de entre los dedos. En ese instante, un codazo en la nuca hizo que De Vivo cayera al suelo sin sentido.

Jadeando, Mezzanotte se apoyó contra la pared y se pasó el dorso de la mano por la frente empapada de sudor, mientras el agente que lo acompañaba se arrodillaba para esposar al ultra. Al otro extremo del pasillo, los otros tres policías habían conseguido neutralizar a Jannone. No sin dificultad, a juzgar por el ojo morado de uno de ellos y el labio ensangrentado de otro.

—Juri, Fabrizio, ¿qué pasa? ¿Qué es ese follón? ¡Venga, responded! ¿Dónde cojones habéis ido?

La voz procedía del compartimento del que habían salido Jannone y De Vivo. Mezzanotte no se arredró y se acercó a él para echar una rápida ojeada a su interior. El agente estaba en el centro del compartimento, en malísimas condiciones, al parecer, prácticamente exánime. Se mantenía en pie porque un hombre lo sujetaba por detrás con un brazo alrededor del cuello mientras que con la otra mano lo apuntaba con una pistola en la sien. No era muy alto, cabello y bigote oscuros, piel cetrina y pinta de duro. Se trataba de Max Ovidi, el cabecilla de los Lords of Chaos.

Mezzanotte intentó infundir a su voz la mayor calma y autoridad posibles.

—Ovidi, soy inspector de policía. A tus amigos ya los hemos detenido. Estás solo, no tienes escapatoria. Las cosas pintan mal para ti. Te conviene rendirte de inmediato. No querrás ser acusado también de secuestro, ¿verdad?

—¡Yo al talego no vuelvo! No intentéis acercaros o a este lo dejo tieso aquí mismo. ¿Me habéis oído, maderos de mierda? ¡Le abro un agujero en la cabeza y punto!

—Tranquilo, Ovidi, tranquilo. Aquí nadie va a hacer nada, ¿vale? Escucha, ¿por qué no hablamos e intentamos encontrar una solución? Entraré desarmado, nos sentamos tranquilamente y hablamos. ¿Qué te parece?

—¡No hay nada de qué hablar, cojones! No lo habéis entendido. Yo lo mato. Os mato a todos. Hago una carnicería. ¡Vosotros manteneos lejos y largaos a tomar por culo!

A juzgar por el tono sofocado de su voz, Max Ovidi debía de estar de coca hasta las cejas y por completo fuera de sí. Un hombre desesperado y dispuesto a todo. En verdad era capaz de matar a cualquiera. Por otra parte, teniendo en cuenta su currículum delictivo, era harto probable que lo hubiera hecho ya.

Mezzanotte empezaba a preocuparse en serio. Corría el riesgo de que la situación se le escapara de las manos, ya no podía manejarla solo. Negociar con un delincuente armado que ha tomado un rehén es un asunto grave y él no sabía por dónde tirar. Intentó contactar por radio con el oficial de las Brigadas Móviles, pero no obtuvo respuesta. Entonces ordenó a sus hombres dar marcha atrás e ir a avisarlo y, ya puestos, llevarse a aquellos dos Señores del jodido Caos que estaban tumbados en el pasillo, mientras él se quedaba allí vigilando la situación, a la espera de refuerzos y pautas que seguir. Los cuatro agentes agarraron a los ultras por los sobacos, los pusieron en pie y los bajaron del tren a rastras.

Al cabo de unos minutos, Ovidi volvió a dejarse oír.

—¡Eh, maderos! ¿Estáis ahí todavía? ¿Estáis o no?

—Aquí estoy —respondió Riccardo—. ¿Qué quieres?

—Yo salgo. Me largo, joder. ¡Echaos atrás y no intentéis detenerme!

Mezzanotte empezó a inquietarse. ¿Qué diablos se suponía que debía hacer? Intentó pensar, sin conseguirlo, cuál era la peor alternativa: dejar que el cabecilla de los ultras se pirara delante de sus narices o intentar cortarle el paso poniendo en peligro la vida de su compañero. Quiso entablar conversación con el ultra.

—Ovidi, no me parece una buena idea, mira, ¿por qué no...?

—¡Estoy saliendo! —lo interrumpió el otro a gritos—. ¡Abrid paso si no queréis que esto se convierta en una carnicería!

El ultra se asomó por el umbral del compartimento resguardándose detrás del rehén, al que seguía sujetando por el cuello. Miró a su alrededor con ojos desorbitados y expresión descompuesta en el rostro, sorprendido de encontrarse a un solo policía. Empezó a retroceder por el pasillo, apuntando con la pistola unas veces a Mezzanotte y otras a la cabeza del agente. Sin la más mínima idea de cómo reaccionar, Riccardo fue avanzando despacio, sin hacer ningún movimiento brusco, intentando mantener siempre una distancia constante entre los dos.

—¡Estate quieto! ¡No te acerques, joder! Que me lío a tiros, ¿te enteras o no, que me lío a tiros?

Luego todo sucedió en un santiamén. A Ovidi se le torció el pie y a punto estuvo de perder el equilibrio. Durante una fracción de segundo miró al suelo y bajó el arma. Mezzanotte actuó sin pensar, por puro instinto. Dio un salto hacia delante, a la desesperada, con los brazos extendidos hacia la mano que sujetaba la pistola. Acabó encima del ultra y del rehén y los tres se precipitaron al suelo del estrecho pasillo del vagón, uno encima de otro. Ovidi pateaba y se removía como un poseso intentando liberarse de aquel amasijo de cuerpos que tenía encima, mientras Mezzanotte, haciendo caso omiso de los golpes que recibía, le sujetaba la muñeca con la mano izquierda para mantener el arma a distancia y con la derecha intentaba frenéticamente quitarse de encima el cuerpo inerte del agente de la Polfer que le impedía moverse. El sonido de un tiro procedente de la pistola lo estremeció y le destrozó los tímpanos, pero siguió aplastando contra el suelo el brazo armado del ultra. Sin parar de gritar debido al esfuerzo, logró dar un empujón al agente desmayado y levantarse lo necesario para ponerse encima de Ovidi. Lo molió a puñetazos en la cara con una furia cada vez mayor, hasta que el otro dejó de moverse por completo, convertido en una máscara irreconocible de sangre.

Mezzanotte se irguió y se sentó de golpe. Y a pesar del dolor que sentía en las manos, por sus nudillos desollados, se puso a dar puñetazos y patadas contra la pared del vagón repitiendo:

—¡Joder, joder, joder, joder!

Cuando se hubo desahogado lo suficiente y se sintió un poco más tranquilo, escondió el rostro entre las manos y dio un profundo suspiro. «Se acabó. Si Dios quiere, se acabó».

Exhausto y dolorido, se levantó para comprobar las condiciones en las que se encontraba su compañero. Le latía el corazón y su respiración era regular, pero necesitaba con urgencia un médico. Se lo cargó a la espalda y lo tumbó en los asientos de un compartimento. El agente emitía débiles gemidos con los ojos cerrados. Mientras esperaba ayuda, a Mezzanotte se le ocurrió que limpiarle la cara y humedecerle los labios agrietados le proporcionaría alivio. Salió del compartimento y se dirigió al retrete. En el rellano vio que el humo se colaba por la puerta corredera que comunicaba el vagón con el siguiente y notó un olor muy fuerte de plástico quemado. Con todo lo sucedido, se había olvidado por completo del vagón incendiado. Una sonrisa afloró en sus labios al pensar que entre las numerosas ideas descabelladas que había tenido a lo largo de su vida, que lo habían llevado a meterse en líos de todo tipo, la de ir a apagar aquel puto incendio no se contaría entre las primeras.

Justo en ese instante la puerta corredera se abrió dejando salir una densa nube de humo que lo envolvió. Cuando se disipó, en el umbral de la puerta apareció una silueta. Una silueta gigantesca que lo llenaba casi por completo, y de la que se despegó un brazo también enorme que removió el aire como si quisiera espantar una mosca. El brazo lo golpeó y él salió volando como una hoja seca, rebasó la portezuela del vagón y cayó al suelo, peldaños abajo.

Sin entender muy bien lo sucedido, Mezzanotte se encontró de pronto tumbado de espaldas sobre el andén. Lo habían pillado por sorpresa, se había descuidado y había bajado las defensas. Mientras el coloso de cabeza afeitada, grotescamente pequeña, y orejas de soplillo, vestido con una camiseta calada que le ceñía la tripa, bajaba los peldaños del vagón, sintió que el pánico ascendía por su garganta. Su corazón latía como loco y empezó a respirar con dificultad.

El gigante se dirigió hacia él con una mueca feroz en su obtuso rostro, que le arrugaba la nariz de cerdo y reducía sus ojillos a un par de rendijas abiertas hundidas entre la carne. En la mano derecha empuñaba el extremo de un cinturón de cuero que se había enrollado alrededor de la palma; del otro extremo colgaba una gruesa hebilla de acero con forma de calavera.

Arrastrándose hacia atrás con el fin de mantener a distancia a Carlo Butteroni, apodado la Montaña, que avanzaba haciendo girar el cinturón, Mezzanotte tragó saliva y miró febrilmente a su alrededor en busca de auxilio, pero los escasos policías que tenía a la vista estaban lejos y seguían muy atareados. Aunque se encontraba atenazado por el terror, el impulso de salir por piernas era fortísimo; sin embargo, un obstinado residuo de orgullo se lo impidió. Más de una vez había pensado que ese orgullo era a un tiempo su peor defecto y su mejor cualidad. En ese caso en concreto, sospechaba que no sería una cualidad. Butteroni era en verdad enorme; Riccardo nunca se había enfrentado a nadie tan grande, ni remotamente. Estaba gordo, eso sí, pero a Mezzanotte no le cabía duda de que debajo de aquella grasa había poderosos músculos. No tenía la menor esperanza, la Montaña iba a hacerlo trizas, lo aplastaría como a una cucaracha.

Debía calmarse, de eso estaba seguro, debía volver a tomar el control. El miedo es peligroso: ofusca el pensamiento, agarrota los músculos y entorpece los reflejos. El miedo es el verdadero enemigo. Recordó lo que le decía su entrenador en la esquina del cuadrilátero, cuando en mitad de un combate difícil se dejaba dominar por la ansiedad y el desánimo, y los guantes empezaban a parecerle pesados como piedras: respira con la tripa y piensa en positivo.

Mezzanotte se puso en pie y, sin dejar de retroceder, se esforzó por inspirar a fondo, como si quisiera empujar el estómago hacia abajo, retener el aire en los pulmones unos segundos y luego espirar con la mayor lentitud posible. Mientras tanto, movía los hombros y el cuello para desentumecer los músculos y se daba ánimos mentalmente diciéndose que, por fuerte que fuera la Montaña, con toda seguridad era lento y, mirándolo bien, no parecía un tipo muy despierto.

Poco a poco, también esa vez se produjo el milagro. Si bien el pánico aumentaba la frecuencia cardiaca, obligando a los pulmones a acelerar a su vez para satisfacer la mayor necesidad de oxígeno, aquella respiración profunda ralentizaba las pulsaciones, lo que contribuía a disipar el pánico. Y aunque, a decir verdad, no se lo acabara de creer, el mero hecho de seguir repitiéndose que todo saldría bien, que podía conseguirlo, le infundió una pizca de confianza.

Mezzanotte dejó de retroceder, abrió las piernas, las flexionó en busca de mayor equilibrio y alzó los puños a la altura del rostro para ponerse en guardia. La Montaña levantó el brazo e intentó golpearlo con el cinturón, que vibró con una fuerza espantosa. Él lo esquivó dando un brinco hacia un lado. La hebilla con forma de calavera chascó al chocar con el adoquinado soltando chispas a pocos centímetros de él. Antes de que el coloso consiguiera enderezarse, Riccardo se metió por debajo de él y le propinó un gancho de derecha en el costado, para luego colocarse de nuevo a una distancia de seguridad.

Cobrando nuevos ánimos después de que aquel primer golpe diera en el blanco, empezó a creer que tenía una mínima posibilidad de batir a su adversario.

Siguió moviéndose con rapidez, dando saltitos de puntillas a un lado y a otro, con continuos cambios de ritmo y de dirección. Intentaba quedarse siempre a un lado, no de frente, de modo que su propio cuerpo estorbara al gigante en sus ataques, y sobre todo tenía cuidado de permanecer siempre fuera del alcance de aquellas manos grandes como palas.

Y, en efecto, al ultra le costaba trabajo seguirlo. Tanto saltito a derecha y a izquierda lo desorientaba, lo ponía nervioso y le arrancaba gruñidos de furia. Era demasiado lento de reflejos. Sus cintarazos, aunque fortísimos, siempre llevaban un poco de retraso, los zarpazos con los que intentaba atraparlo no agarraban más que aire, y, cada vez que al lanzar un golpe se ponía al descubierto, tenía encima a Mezzanotte, que, con un ataque fulminante, atinaba con sus puños en los riñones o le propinaba patadas en las pantorrillas o en las canillas, para luego retirarse con agilidad y quedar fuera de su alcance.

Eso sí, parecía que a Butteroni sus golpes no le daban ni frío ni calor, los puños de Riccardo se hundían en la grasa de su adversario, que parecía absorberlos por completo, y las patadas no eran para él más que molestos picotazos de mosquito. Aun así, Mezzanotte esperaba que tarde o temprano empezara a acusarlos.

A pesar del cansancio, a medida que se desarrollaba el combate, Mezzanotte iba adquiriendo seguridad y soltura, y cobraba nuevos ánimos. Se sentía en estado de gracia, como a veces le había sucedido en el ring. Todo le resultaba fácil, natural. Lo suyo era ahora una danza fluida, armoniosa, precisa. Butteroni, en cambio, parecía tener dificultades. Sus movimientos eran cada vez más pesados, arrastraba los pies y a menudo se llevaba una mano al costado haciendo una mueca.

Su táctica estaba dando resultado, el adversario mostraba los primeros signos de empezar a ceder, había llegado el momento de acosarlo sin darle ni un minuto de tregua. Mezzanotte se volvió más audaz, redujo la distancia entre Butteroni y él, las incursiones en la guardia de su contrincante se volvieron más frecuentes y profundas. Ya le había tomado la medida, había logrado leerle los movimientos a la perfección.

Sin embargo, al acercarse tanto a él, el riesgo que corría era mayor. Mientras saltaba hacia atrás después de atizarle un uno-dos en los costados, sintió cómo un manotazo lo rozaba, pero el ultra no consiguió atraparlo. Una vez más sus dedos se cerraron en el vacío. De todos modos, el golpetazo que recibió en el hombro bastó para desnivelar a Mezzanotte, que titubeó y tuvo que dar unos cuantos pasos antes de recuperar el equilibrio. Vio que la calavera de acero se precipitaba sobre él cuando el cintarazo ya había salido disparado, intentó apartarse de su trayectoria con una pirueta, pero esta vez la hebilla le dio en la espalda de refilón. Por un instante se sintió como si le hubieran puesto una barra de metal incandescente en el lomo.

Mezzanotte se agachó lanzando un alarido, y fue en ese momento cuando los brazos de la Montaña, gruesos como troncos de árbol, lo rodearon y lo levantaron del suelo. Tuvo tiempo de darse la vuelta para ponerse de frente antes de que le atenazaran el pecho como un tornillo de banco. Tenía los brazos aprisionados y sus forcejeos eran vanos. Butteroni seguía apretando con la evidente intención de asfixiarlo.

—¡Estás muerto, madero! —rugió con una alegría feroz echándole en la cara su fétido aliento. Eran las primeras y las únicas palabras que le había oído pronunciar.

Mezzanotte empezaba a respirar con dificultad y la vista se le estaba empañando cuando con el rabillo del ojo vislumbró tres figuras vestidas de azul grisáceo que avanzaban por el andén. Eran Carbone y sus dos secuaces. Riccardo intentó llamarlos y pedir ayuda, pero de sus labios no salió más que un estertor ahogado. Con un gesto burlón en la cara, Carbone le dijo adiós con la mano antes de desaparecer en el coche 7 junto con los dos agentes.

«Cabrón», pensó Mezzanotte, pero, muy a su pesar, le daban ganas de reír. Se sentía agarrotado y cada vez más débil, la cabeza ligera y las percepciones como amortiguadas. Se abría paso en su interior la tentación de cerrar los ojos y abandonarse al abrazo mortal del coloso, que lo zarandeaba de un lado a otro en una especie de extraño vals.

«¡No!».

En un último atisbo de lucidez, intentó dar una sacudida y trató una vez más de liberarse, pero no había nada que hacer. La opresión del gigante seguía atenazándolo, y Mezzanotte sintió cómo crujían sus costillas. Entonces, con la fuerza de la desesperación, echó la cabeza atrás y le largó un violento cabezazo en el plexo solar. La Montaña soltó un gruñido de dolor y Riccardo tuvo la sensación de que el gigante aflojaba ligeramente. Era como dar de cabeza contra un muro; aun así, apretó los dientes y volvió a golpear una vez y otra y otra, hasta que Butteroni abrió los brazos y él consiguió soltarse y sentir de nuevo los pies en el suelo. El ultra se curvó hacia delante llevándose una mano al pecho y Mezzanotte aprovechó el momento para escabullirse por detrás de él. Disponía de un escaso instante antes de que su adversario se recuperara.

La sangre le corría por la frente y se sentía aturdido. Tal vez por eso no descartó de inmediato por absurda la idea que, a saber cómo, se le acababa de ocurrir. Dando un salto, logró pasar el brazo derecho alrededor del cuello de Butteroni y apretó todo lo que pudo, hasta agarrar con la mano el bíceps de su brazo izquierdo. A continuación, apoyó fuertemente la palma de la mano izquierda en la nuca del gigante. Mientras el ultra se enderezaba, lo levantaba una vez más del suelo y se meneaba para quitárselo de encima, Mezzanotte empezó a hacer presión en su cuello, acercando los codos.

Aquel movimiento de pinza se lo había enseñado hacía años un tipo que solía pasar por el gimnasio que frecuentaba. Decía que lo había aprendido en un curso de krav magá reservado a los miembros de los cuerpos especiales israelíes. Probablemente fuera una trola, pero la jugada funcionaba, desde luego. El mata leão es una llave de control del jiu-jitsu brasileño, una técnica mortífera de estrangulación que interrumpe la afluencia de sangre al cerebro. Aplicada correctamente, provoca una rápida pérdida del conocimiento, con independencia de la talla, la fuerza o la tenacidad del adversario. Si se ejerce una presión excesiva o demasiado prolongada, puede incluso resultar letal. El problema, aparte de que el cuello de Butteroni era tan grande que Mezzanotte a duras penas podía rodearlo con su brazo, estribaba en que se trata de una llave que normalmente se efectúa con el adversario en el suelo. Intentar llevarla a cabo con un contrincante que está de pie y, además, de las dimensiones de la Montaña, era algo que solo podía ocurrírsele a un inconsciente o a un desesperado.

Agarrado a los hombros del ultra, que se movía como un elefante encabritado y lanzaba los brazos por encima de la cabeza en un intento de golpearlo, Mezzanotte gritaba para darse ánimos y apretaba con todas sus fuerzas a fin de no soltar la presa. No aflojó ni siquiera cuando, dando boqueadas en busca de aire, aquella bestia se echó hacia atrás y lo aplastó contra el costado del Intercity; la herida que tenía en la espalda le hizo ver las estrellas. Aquello duró varios minutos que le parecieron horas hasta que, por fin, la Montaña cayó al suelo sin sentido y ahí se quedó.

Incapaz todavía de creer que se había salvado, Mezzanotte permaneció unos minutos tumbado sobre la espalda descomunal del ultra para recuperar el aliento. Luego, con mucha cautela, se puso en pie. Estaba hecho polvo y, a medida que iba bajándole la adrenalina, empezó a sentir dolores por todo el cuerpo. La espalda le latía de forma preocupante y tenía la parte trasera de la camisa empapada de sangre.

Con manos temblorosas, se agachó para recoger del suelo la gorra y esposó a Butteroni utilizando no una, sino dos bridas, que apretó alrededor de sus muñecas hasta que las vio desaparecer entre la carne; luego, arrastrándose, subió al vagón, pero no encontró ni a Ovidi ni al agente de la Polfer. Carbone y los suyos debían de habérselos llevado. Tambaleándose, con las piernas que apenas se sostenían en el suelo, recorrió el andén para volver atrás.

En cuanto lo vio reaparecer por el andén, Colella se apresuró a su encuentro. Le preguntó cómo estaba y qué había pasado, pero Riccardo hizo caso omiso.

—¿Por qué cojones ha venido Carbone? —le gritó a la cara agarrándolo por las solapas de la guerrera—. Te dije claramente que avisaras al responsable de las Brigadas.

Colella le explicó que había sido una decisión del propio Carbone, quien había interceptado a los cuatro agentes que llegaban con los dos ultras detenidos y había ordenado que le contaran lo que había sucedido. Luego dijo que ya se ocuparía él de todo y ordenó a los muchachos que retomaran de inmediato el trabajo.

—¿Y ahora dónde está? —preguntó Mezzanotte mirando a su alrededor. La situación estaba mucho más tranquila y parecía que los enfrentamientos con los hinchas estaban tocando a su fin.

—Cuando volvió con el colega herido haciendo el signo de la victoria, los hombres prorrumpieron enseguida en aplausos. Alguien llamó a Dalmasso, que se tomó la molestia de venir personalmente a felicitarlo. Ahora me parece que está brindando con los peces gordos en el despacho. Le pregunté qué había sido de ti, Cardo, y me contestó que no te había visto.

¡Qué grandísimo hijo de puta! No solo lo había dejado en manos de la Montaña sin mover un dedo para ayudarlo, sino que además se había arrogado todo el mérito del salvamento del agente de escolta.

Invadido por la furia, Mezzanotte pensó en encaminarse a la Unidad, pero se le aflojaron las piernas y una punzada desgarradora le atravesó la espalda. Se vio obligado a agarrarse al brazo de Colella para no caer al suelo.

—Filippo, acompáñame fuera. Creo que necesito una ambulancia.

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2

Mezzanotte se impacientaba maldiciendo entre dientes en medio de la multitud que se agolpaba en la embocadura de las escaleras mecánicas. Eran las ocho pasadas y llegaba con retraso a la reunión de los lunes. El comisario Dalmasso no habría pasado por alto su ausencia, daba mucha importancia a aquellas reuniones plenarias en las que se hacía balance de las investigaciones y las operaciones en curso, se planificaba el trabajo de la semana y, según decía, se consolidaba el espíritu de grupo.

De nuevo le habían pinchado las ruedas del coche, a pesar de que desde hacía bastante tiempo, por precaución, tenía la costumbre de aparcar a una o dos manzanas de distancia de su casa, no justo en la puerta. Por eso se había visto obligado a coger el metro. La semana anterior, la fiscalía había cerrado las investigaciones preliminares y había presentado la solicitud de procesamiento, y desde entonces las amenazas y las intimidaciones contra su persona habían ido en aumento: cartas anónimas, llamadas telefónicas amenazantes en plena noche, arañazos en los laterales del coche y pinchazos en las ruedas. Incluso habían prendido fuego al felpudo de la puerta de su casa. Querían sacarlo de quicio y estaban camino de conseguirlo. En unos días se fijaría la fecha de la vista preliminar y, aunque la señora Trebeschi le había asegurado que solo le haría subir al estrado si era absolutamente necesario, Riccardo sabía que, de un modo u otro, al final le tocaría prestar declaración en la sala, delante de todo el mundo. Prefería no pensar en ello, la mera idea de tener que hacerlo hacía que sintiera cómo una ansiedad viscosa y fría como una serpiente le recorría el cuerpo.

—Perdón, perdón.

Con la bolsa que contenía el uniforme al hombro, y sin demasiados cumplidos, fue abriéndose paso entre la gente que se dejaba llevar cansadamente hasta la superficie por los peldaños metálicos. La cicatriz de la espalda le tiraba un poco debajo del esparadrapo, pero ya no le dolía, aunque solo hacía unos días que le habían quitado los puntos.

Salió al exterior a los pies de la mole de la estación, que parecía venírsele encima, de una blancura que el aire envenenado por los tubos de escape había ensuciado y descolorido. Severa y solemne, la fachada del colosal edificio, a medio camino entre una catedral y unas termas romanas, dominaba la piazza Duca d’Aosta. A su derecha sobresalía el rascacielos Pirelli, contra el cual hacía un año había chocado un pequeño avión de turismo, lo que durante unas horas sumió a la ciudad en la pesadilla del 11-S; a la izquierda tenía la embocadura de la via Vitruvio, con sus hoteluchos piojosos de una estrella frecuentados por furcias e individuos turbios, mientras que, al fondo, frente a los soportales de la via Vittor Pisani, se abría la piazza della Repubblica, rodeada de edificios de los años treinta y de rascacielos.

Inaugurada en 1931, en pleno fascismo —aunque la fecha de la presentación del primer proyecto databa de mucho tiempo atrás, del mismísimo 1912—, la Estación Central fue definida por su arquitecto, Ulisse Stacchini, como «una catedral en movimiento». Sobrecargada de ornamentos y decoración, no tenía un lenguaje arquitectónico bien definido, probablemente debido a las largas y turbulentas vicisitudes que se sucedieron durante su construcción. Liberty, art déco, neoclásico, racionalismo, estilo littorio, propio de los tiempos del fascio: todas estas modalidades artísticas se hacinaban una sobre otra en un batiburrillo que rayaba en lo kitsch. En la ciudad, ese estilo ecléctico y pomposamente monumental había sido etiquetado irónicamente como «asirio-milanés». Probablemente no se podía calificar de bonita a la Estación Central, pero, desde luego, era única a su manera. Y, sobre todo, grande. Descarada, desmesuradamente grande.

En el imponente cuerpo central del edificio, sobre cuyos contrafuertes sobresalían dos mastodónticos caballos alados de piedra con sus palafreneros al lado, se abrían tres altísimas puertas cuadradas flanqueadas por columnas que daban a la Galleria delle Carrozze, una especie de grandiosa calzada cubierta en la que el tráfico era ya frenético. Mezzanotte pasó por la puerta del centro y, haciendo una especie de eslalon entre mendigos y vendedores ambulantes africanos y chinos, recorrió la amplia acera peatonal, atestada de gente, que separaba la zona de la galería reservada a los taxis de la que podían utilizar los coches particulares. Con el rabillo del ojo, se fijó en un grupito de personas, medio escondidas detrás de los coches aparcados en la base de uno de los pilares del ala oeste de la galería, ataviadas con ropas sórdidas y harapientas, que discutían animadamente mientras se pasaban un cartón de vino de cuatro perras. No se sabía si estaban bromeando o peleándose, y Mezzanotte era consciente de que, tratándose de los alcoholizados que acampaban habitualmente en la estación, una cosa podía desembocar en la otra con extrema facilidad. Entre ellos estaba Amelia, una vieja vagabunda que vivía en la Central desde hacía muchos años. La pordiosera la conocía como al fondo de sus bolsillos y lo sabía todo de todo el mundo. Arrugada y huesuda, con una enmarañada madeja de cabellos grises en lo alto de la cabeza, arrastraba sus pertenencias en un carrito de la compra escacharrado, del que no se separaba nunca. Aunque a primera vista podía parecer una viejecita frágil, de indefensa no tenía nada, ni mucho menos: era mala como una culebra y terriblemente vengativa, más valía pensárselo dos veces antes de hacer nada que pudiera incomodarla. Sin embargo, tenía un punto flaco: la volvían loca los bombones, y Mezzanotte se había servido de esa debilidad, a fuerza de bombones Baci Perugina y Ferrero Rocher, para conquistar su confianza y alistarla como confidente.

Sin ralentizar el paso, entró en el vestíbulo de las taquillas, y por un instante, como de costumbre, se sintió pequeño e insignificante en aquellos inmensos espacios. La bóveda de cañón del majestuoso salón decorado con frisos y bajorrelieves tenía una altura vertiginosa, de más de cuarenta metros. Sobre ella se elevaba en el exterior una especie de cúpula que era la parte más alta de todo el edificio y que recordaba vagamente a un observatorio astronómico. La luz lívida de la mañana se filtraba a través de las vidrieras historiadas de la cubierta de la bóveda y de los ventanales de las paredes laterales, sumiendo todo el lugar en la claridad líquida de un acuario. Ni los quioscos comerciales ni los paneles publicitarios que durante los últimos años habían surgido como setas venenosas e invadían todos los rincones de la estación lograban eliminar por completo la impresión de encontrarse en un templo.

Entre la gente que hacía cola delante de las taquillas estaba ya trabajando, madrugador como siempre, Chute, que ese día llevaba un chándal de colores chillones, conseguido a saber cómo, cuya sudadera, demasiado grande y floja, le colgaba de los hombros hundidos. Chute era un «postulante», uno de los muchos drogadictos que se pasaban el día en la estación intentando reunir lo necesario para una dosis pidiendo calderilla a los viajeros. A diferencia de la mayor parte de sus colegas, que se esforzaban por inventar historias elaboradas y fantasiosas para convencer a la gente de que soltara la pasta, Chute lo apostaba todo a una sinceridad descarada y una carga natural de simpatía. Su manera de abordar a la gente era inmediata y directa:

—¡Eh, tío! ¿Tienes cien liras, que me hace falta un chute?

No había forma de que se le metiera en la cabeza que hacía más de un año que la moneda oficial de Italia era el euro, y que las viejas liras habían desaparecido de la circulación.

La mirada de Mezzanotte se cruzó por un instante con la del toxicómano, y los dos intercambiaron una seña imperceptible de entendimiento. Chute era el otro confidente que hasta el momento había conseguido reclutar en la estación. Esta era una de las principales enseñanzas que había recibido de su padre, el legendario comisario Alberto Mezzanotte, y la había extraído de una de sus escasas entrevistas. Incluso en los tiempos de las pruebas de ADN y otras diabluras tecnológicas, seguían siendo fundamentales dos cosas para llevar a buen puerto una investigación: un conocimiento meticuloso del terreno y una sólida red de confidentes. Hablar con la gente y gastar las suelas de los zapatos, eso era lo que debía hacer un buen policía. Por desgracia, había aprendido esta lección demasiado tarde para poder darle las gracias. Demasiado tarde, como tantas otras cosas referentes a las relaciones con su padre.

A través de tres aberturas enmarcadas por columnas de mármol rosa, dos escalinatas y una doble escalera mecánica comunicaban el vestíbulo de las taquillas con la llamada «planta de hierro», o sea, el nivel de las vías, que a lo largo de más de un kilómetro discurrían elevadas a cerca de siete metros por encima del nivel de la calzada, sobre un terraplén delimitado por robustos murallones. Mezzanotte optó por las escaleras mecánicas. Cuando llegó a la altura de las terrazas situadas encima de las ventanillas de las taquillas, un pordiosero que estaba leyendo un periódico arrugado, sentado en un banco de mármol, tras el cual había un gran cubo iluminado que giraba sobre sí mismo proyectando imágenes publicitarias, levantó la vista y le sonrió. Era el General, otro habitante histórico de la estación. De edad indefinida, entre los setenta y los ochenta años, constitución enjuta, barba y cabellos blancos, largos y sorprendentemente plateados para un sintecho, arrastraba una pierna y no hablaba: era mudo. Inocuo, amable y siempre alegre, cuando podía echar una mano a alguien o invitar a beber no dudaba en hacerlo, de modo que todos lo querían. El origen de su mote no estaba claro. Puede que hubiera estado realmente en el ejército o puede que no, pero lo cierto era que su actitud ceremoniosa y su manera de moverse, siempre tieso y rígido, tenían ecos ridículamente marciales. Nadie sabía dónde pasaba la noche, lo cual no tenía nada de extraño porque, entre los habitantes de la Central, cualquier buen sitio donde dormir, al calorcito y con seguridad, era un secreto celosamente guardado. A veces desaparecía, incluso varios días seguidos, pero cuando la gente empezaba a preguntarse si le habría pasado algo o a olvidarse de él, ahí estaba de nuevo, cojeando, con su cómico porte marcial. Había quienes aseguraban que en realidad tenía una casa en las cercanías y que poseía sus buenos ahorrillos, pero que, por el motivo que fuera, prefería vivir en la calle. Alguien había intentado seguirlo en vano, y una vez lo habían agredido y maltratado, pero solo le habían encontrado encima unas pocas liras.

Mezzanotte le devolvió la sonrisa y se llevó la mano extendida a la frente haciendo un saludo militar. Lleno de felicidad, el General se puso en pie de un salto como un soldadito de juguete y respondió a su saludo permaneciendo quieto en posición de firmes y observando cómo subía hasta que llegó a lo alto de la rampa.

Amplia y suntuosa, la Galería Principal, a la que daban la sala de espera, la consigna, bares, tiendas y otros servicios para los viajeros, atravesaba el cuerpo principal de la estación. Entre sus pomposas decoraciones, destacaban unos grandes frescos a base de azulejos de colores con vistas de las principales ciudades italianas y lámparas ciclópeas. A uno y otro extremo estaban el Gran Bar y la oficina de información, además de dos escalinatas que bajaban a los vestíbulos de las salidas laterales. En el lado opuesto al de las taquillas, cinco entradas en forma de arco daban acceso a la zona de salidas.

Mezzanotte atravesó a toda prisa la galería pasando bajo el gran cartel de los horarios, cuyas piezas móviles con cifras y letras blancas sobre fondo negro no dejaban de cambiar rechinando ruidosamente. Se dirigió a la derecha y recorrió todo el recinto flanqueando la cabeza de las vías, hacia la sede de la Policía Ferroviaria, cuya entrada se encontraba enfrente de la vía 21, junto a la capilla de la estación. Las primeras páginas de los diarios colgados con pinzas alrededor del puesto de periódicos hacían referencia a los progresos de la invasión de Irak por la coalición multinacional capitaneada por Estados Unidos. Bajo las gigantescas marquesinas sostenidas por poderosas arcadas de acero claveteado, los anuncios de las llegadas y las salidas de los trenes resonaban chillones.

En la recepción, el viejo Fumagalli estaba rociando con un pulverizador una calatea plantada en una maceta sobre el mostrador. Se le daban muy bien las plantas, hasta tal punto que su garita, llena de plantas de todo tipo, parecía más bien un invernadero.

Al verlo entrar jadeante, exclamó:

—Inspector, la reunión ya ha comenzado. ¡Dese prisa o el comisario mandará que lo llamen por los altavoces por toda la estación!

—Ya voy, Pietro, ya voy. Y te he dicho mil veces que me trates de tú.

El suboficial ayudante primero Pietro Fumagalli era el policía más antiguo de la Unidad, y había desarrollado toda su carrera en la Central. A punto de jubilarse, era la memoria histórica del departamento; por ese motivo, además de desempeñar las funciones de guardia y telefonista, era también responsable del archivo. Había conocido y admiraba mucho al padre de Mezzanotte, y quizá también por eso le tenía aprecio.

Riccardo corrió a cambiarse, recogió algunos papeles de su escritorio y se precipitó a la sala de reuniones.

Cuando abrió la puerta, el comisario Dalmasso, de pie al fondo de la sala atestada de agentes, interrumpió lo que estaba diciendo y le dio la bienvenida en tono sarcástico.

—¡Inspector Mezzanotte! ¡Qué amable por su parte honrarnos con su presencia! Espero que con las prisas por unirse a nosotros no se le haya atragantado el cappuccino.

Todos se volvieron hacia él. Mezzanotte adoptó una expresión contrita y esbozó un gesto a modo de disculpa. Como de costumbre, tuvo la desagradable sensación de que sus compañeros o bien apartaban la vista demasiado deprisa o bien se lo quedaban mirando unos segundos más de lo necesario.

Pero el comisario todavía no había acabado con él.

—De cualquier forma, ha llegado usted justo a tiempo, Mezzanotte. Teníamos un problema con los turnos de servicio que aún estaban por cubrir durante el fin de semana del 25 de abril, el aniversario de la liberación de Italia. Pero, ahora que se ha ofrecido usted voluntario, ya está todo resuelto, ¿verdad? ¡Ánimo, chicos! ¡Un aplauso al inspector, que nos ha sacado del apuro!

Al encaminarse en medio de las palmadas y la carcajada generalizada hacia la silla que había quedado vacía en la primera fila, destinada a los oficiales, Mezzanotte pensó en la casa rural ecológica de Liguria cuya reserva tendría que cancelar. No era que él se muriera de ganas de ir, pero Alice, su novia, sí. Haría un drama de aquello, iban a ser las primeras vacaciones de verdad que se tomaban juntos desde hacía casi un año, y, con todo lo que le había pasado en los últimos tiempos, solo Dios sabía la falta que les hacían.

Laura Cordero salió chorreando de la ducha entre los vapores del agua caliente que había dejado correr largo rato sobre su cuerpo con la esperanza de que la ayudara a relajarse al menos un poco. Cogió una toalla y se envolvió en ella sujetándosela por debajo de la axila. Aquella mañana se sentía tensa, nerviosa. La esperaba una jornada tan importante como ardua. Tenía que estar fuera todo el día y relacionarse con la gente no le resultaba nada fácil, le exigía un esfuerzo de concentración continuo y a la larga era agotador. Además, aquel día no solo tenía que ir a clase a la universidad, sino que por la tarde empezaba el servicio de voluntariado en el Centro de Escucha de la Estación Central. Hacía tiempo que sentía la necesidad de ocuparse de algo así, de una actividad de ayuda a los demás. Unas semanas antes había leído en el Corriere una entrevista con el responsable del centro, Leonardo Raimondi, y enseguida pensó que aquel podía ser el sitio adecuado. Había vacilado mucho antes de decidirse, preguntándose si sería capaz de hacerlo, si no sería tal vez un poco osado para una chica como ella. Pero luego se había dicho que precisamente era lo más apropiado para una chica como ella echar una mano a quien se siente desgraciado y sufre, y que valía la pena correr el riesgo que pudiera implicar. Quizá incluso le sentaría bien.

Delante del lavabo, pasó una mano por el espejo cubierto de vaho y empezó a secarse la larga melena negra y lisa con el secador. Que era guapa lo sabía más por leerlo continuamente en las miradas de los chicos y de los hombres que porque fuera íntimamente consciente de ello. Su aspecto era igualito que el de su madre. Los ojos de color verde esmeralda, ligeramente en forma de almendra, los pómulos altos y la nariz un poco respingona eran iguales que los de mamá, aunque esta se obstinaba en teñirse el pelo de rubio y rizárselo en una de las peluquerías más exclusivas de Milán.

Se soltó la toalla, la dejó caer al suelo y extendió crema hidratante por toda la superficie de su cuerpo: las piernas largas y finas, las nalgas redondas, la cintura delgada, el vientre liso y los senos pequeños. No sabía si sentirse agradecida a su madre por haber heredado de ella su cuerpo esbelto y cimbreante. No le gustaba llamar la atención; por el contrario, la mayor parte de las veces le hacía sentirse cohibida y la turbaba. De haber podido elegir, habría preferido con mucho pasar desapercibida. De lo que estaba segura era de que agradecía al cielo no haber heredado su carácter.

En eso Laura se parecía más a su padre, un hombre reservado y reflexivo. Sensible, inteligente en extremo y de una determinación férrea a la hora de perseguir sus objetivos.

Hacía unos meses, Enrico Cordero había salido en la portada de Uomini & Business, en su papel de presidente y administrador delegado de Farmint, la empresa farmacéutica fundada por el abuelo de Laura. El artículo que le dedicó la revista contaba cómo, después de tomar las riendas de la compañía apostándolo todo a la investigación, la innovación y la apertura a los mercados internacionales, la empresa había experimentado un desarrollo imparable y se había convertido en una industria de vanguardia. En ese momento Farmint tenía ciento cincuenta empleados, facturaba al año cerca de cuarenta millones de euros y exportaba sus productos a más de veinte países en el mundo.

Entre Laura y su padre había una relación especial. Él la comprendía —si es que alguien podía comprenderla de verdad— y la adoraba. Ojalá el trabajo no lo tuviera tan ocupado. Siempre se quedaba en el despacho hasta tarde, cuando no estaba de viaje por negocios. Se veían demasiado poco y ella lo echaba en falta.

Con su madre, en cambio...

Su madre y su padre eran tan distintos que a veces Laura llegaba a preguntarse cómo había podido él enamorarse de ella; luego recordaba cómo todos se la comían con los ojos cuando su madre lucía alguno de sus trajes de noche, ajustados y escotados hasta el límite de lo lícito, y sabía que ahí estaba la respuesta. Respecto a lo que pudiera haber atraído a su madre de su padre, no le cabía la menor duda.

Lo conoció a los veintidós años, en un teatrucho off de la banlieue parisina en el que ella, una actriz joven, pobretona y sin talento, interpretaba una escandalosa pièce de vanguardia que no preveía el uso de vestidos en el escenario, y hasta el cual él, brillante empresario de treinta y ocho años, había sido arrastrado en una noche de parranda después de que un negocio que llevaba entre manos hubiera salido bien. Su madre era de una belleza verdaderamente deslumbrante por entonces, y sabía perfectamente cómo beneficiarse de ella. Dos años después, casada y con una hija recién nacida, vivía rodeada de lujos en Milán, servida y tratada como una reina.

Laura se metió en su habitación y se vistió. Vaqueros, blusa blanca y unas Superga. Ni maquillaje ni joyas. El cuarto estaba amueblado con sencillez, solo con lo esencial, casi desnudo. El futón, un pequeño sofá, el escritorio, unas cuantas estanterías llenas de libros. Una puerta de cristal conducía al balcón con vistas a la lozanía y el verdor del jardín particular del edificio, y la ventana daba a la tranquila via dei Cavalieri del Santo Sepolcro, en pleno corazón del exclusivo barrio de Brera. En las paredes solo había colgado el original de un estudio preparatorio para las Bailarinas de Degas. Laura había visto el cuadro en el Museo d’Orsay cuando era pequeña, en un viaje a París en compañía de sus padres, y se había enamorado de él, así que, para su cumpleaños, su padre le había regalado aquel maravilloso dibujo a carboncillo, que a saber cómo habría conseguido, con toda seguridad a cambio de una fortuna. Durante algunos años, cuando era una niña, Laura hizo danza clásica. Le gustaba y era buena, la profesora no paraba de decirle que se le daba muy bien, y su madre, que la veía ya convertida en una estrella de la Scala, no cabía en sí de gozo. Pero a ella no le sentaba bien. Bailar le provocaba unas emociones demasiado intensas, y para ella las emociones eran peligrosas, había que tenerlas bajo control. Al final, se vio obligada a dejarlo.

Se colgó del hombro el bolso con los libros y todo lo demás, salió de su cuarto y bajó por la sinuosa escalera de caracol que conducía a la planta baja, a la zona de día del lujoso apartamento de dos pisos. En el inmenso salón —que su madre había vuelto a amueblar hacía poco por enésima vez con la ayuda de su arquitecta de confianza además de mejor amiga, convirtiéndolo en un compendio de las últimas tendencias en materia de diseño hiperminimalista, todo lo refinado que se quiera, pero de una frialdad digna de una cámara mortuoria— no había nadie. Laura dio un suspiro de alivio y con pasos silenciosos se dirigió a la puerta de la calle.

—¿Laura? ¿Laura? ¿Eres tú?

La voz de su madre, marcada por un fuerte acento francés, pese a llevar viviendo en Italia más de veinte años, provenía de la cocina. Laura se imaginó qué estaría haciendo allí. Solange Mercier, señora de Cordero, no había cocinado en toda su vida ni un huevo duro; el desayuno se lo llevaba a la cama la sirvienta filipina. Que se encontrara allí pese a que no eran ni las nueve de la mañana solo podía deberse a un único motivo. Aunque no podía verla, a Laura no le costó ningún trabajo visualizarla de pie, apoyada en la superficie de mármol negro africano de la isla, con una copa en la mano y una botella de vino delante. Solange bebía. Cada vez más, en los últimos tiempos. Bebía a escondidas de su marido y estaba convencida de que tampoco su hija sospechaba nada. Sin embargo, Laura estaba perfectamente al corriente de todo, al igual que desde hacía bastante tiempo sabía que aquello no era lo único que Solange ocultaba su marido.

—¿Qué quieres, mamá? Tengo que irme. Voy a llegar tarde a clase —gritó para que la oyera desde la cocina, con la mano ya en el tirador de la puerta.

—¿Vendrás a comer? ¿Tengo que decir que te preparen algo?

—No. Ahora voy a la universidad y por la tarde empiezo el voluntariado. Volveré por la noche, espero no llegar tarde a cenar.

No hubo respuesta. Laura estaba a punto de abrir la puerta cuando Solange apareció en el umbral del salón. Apoyada en la jamba, con los brazos cruzados, tenía la frente arrugada y los labios fruncidos en un gesto de desaprobación.

A sus cuarenta y cuatro años, Solange era todavía una mujer espléndida, pero, por imperceptibles que fueran, Laura podía reconocer ya las primeras grietas que resquebrajaban aquella belleza suya perfectamente tersa. Las finas arrugas alrededor de los ojos que el maquillaje no lograba ocultar del todo, la leve hinchazón que empezaba a alterar los rasgos de su rostro, una pesadez apenas esbozada en las caderas. Pronto empezaría a oír el reclamo del bisturí.

Como su madre seguía mirándola sin decir nada, Laura saltó.

—¿Qué pasa?

—Estoy preocupada, Laura. Cuanto más lo pienso, menos me gusta. No es algo para ti.

—¡Ay, mamá! Pero si ya hemos hablado de ello. Lo siento, ya he tomado una decisión. Quiero vivir esta experiencia, es importante para mí.

—¡Pero tú no te das cuenta! La estación es un sitio horrible. ¿Acaso no lees los periódicos? Acabarás rodeada de drogadictos, prostitutas y delincuentes. Puede ser peligroso. Y, además, ¿qué pensará la gente? Si de verdad lo quieres, están los Voluntarios del Rotary, ya me he informado de sus programas y...

—Con todo el respeto, organizar galas de beneficencia y llenar cajas de comida y de ropa para mandarlas a África no es lo que yo tenía en mente. Lo que quiero es hacer algo concreto, algo real. Y lo que piensen tus amigas, me vas a perdonar, pero es lo último que me importa.

La expresión que se dibujó en el rostro de Solange, ofendida y decepcionada, rayana en la repugnancia, era algo que con el paso de los años Laura había aprendido a reconocer muy bien. Su madre había desaprobado casi todas las decisiones que ella había tomado en lo concerniente a su vida desde que fue capaz de hacerlo: desde la manera de vestir hasta las amistades, desde la idea de abandonar la danza hasta la de no participar en el baile de las debutantes, e incluso la de matricularse en la facultad de Medicina, que, en cambio, había entusiasmado a su padre, quizá porque en el fondo esperaba que fuera el preludio de su futura entrada en la empresa, mientras que Solange la consideraba una carrera poco «femenina».

Sin embargo, Laura nunca había dejado de sentir un doloroso asombro al ver cómo una madre y una hija podían alejarse tanto y que entre las dos se hubiera abierto un abismo de incomprensión tan profundo que las convertía en dos desconocidas. O, peor aún, en dos enemigas.

Solange hizo ademán de irse, pero se detuvo un instante y en tono despreocupado le preguntó:

—¿Y si tuvieras una de tus crisis? ¿Lo has pensado?

Laura agachó la cabeza y agarró el tirador de la puerta con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Era un golpe bajo; su madre no sospechaba ni de lejos con cuánta precisión había dado en el blanco. ¿Que si lo había pensado? Sí, claro que lo había pensado. Se había pasado noches enteras despierta pensándolo.

Hizo un esfuerzo por controlar el temblor de su voz y se limitó a decir:

—No sucederá.

A continuación salió dando un portazo.

El comisario Dalmasso estaba sudando. Más que de costumbre. El sudor le pegaba al cráneo el emparrado cuidadosamente colocado para cubrir su calvicie, le chorreaba por la frente, por las mejillas rubicundas, se insinuaba entre los pliegues de su grueso cuello y formaba grandes rodales húmedos en la camisa.

El hombre se disponía a enumerar las cifras de las últimas estadísticas suministradas por la Jefatura Provincial de la Policía sobre los delitos cometidos en la zona de la Estación Central durante los tres primeros meses del año. Los burócratas de los pisos de arriba eran muy aficionados a las estadísticas, se pasaban el día elaborándolas. En la policía había gente que dedicaba más tiempo a diseñar columnas de números y a intentar ajustarlos a sus exigencias que a detener delincuentes. Las estadísticas eran moneda contante y sonante que gastar en la esfera política. Sobre ellas se habían construido carreras enteras. Otras, en cambio, habían naufragado miserablemente.

Los números, en este caso, eran despiadados: 53 denuncias por trapicheo de drogas, 24 por ejercicio de la prostitución, 42 entre tirones y actos de ratería, 61 atracos, 38 agresiones con lesiones, 5 muertes por sobredosis, 4 violaciones y 2 homicidios. En total, un aumento de los delitos de un 17 % respecto al mismo trimestre del año anterior. Cifras que hablaban por sí solas e indicaban que la situación estaba fuera de control.

—Ya habéis leído los periódicos de estos días pasados —dijo Dalmasso, pasándose por la cara el pañuelo ya empapado—: «Estación Central: emergencia por la criminalidad. La violencia se desborda en la estación», y no cito más. La Junta Municipal de Distrito anda revuelta, los comités de barrio andan revueltos, las asociaciones de comerciantes andan revueltas, los políticos andan revueltos. Todo el mundo reclama legalidad y seguridad. Todo el mundo solicita una intervención más decidida de las fuerzas del orden.

El comisario hizo una pausa y se enjugó la frente.

—¿Y quién está en el ojo del huracán? Nosotros, por supuesto. Nada nuevo bajo el sol, digámoslo claramente. Ya hemos pasado por ello. Se trata de una crisis que se presenta de manera cíclica. Por lo demás, con los hombres y los recursos de los que disponemos, ya es un milagro que la situación actual sea la excepción y no la norma. Pero esta vez es distinto. Alguno de vosotros lo habrá oído ya: hace tiempo que está estudiándose un proyecto faraónico de recalificación de la estación. Se trata de un reajuste radical que cambiará por completo su rostro y la convertirá en una especie de centro comercial lleno de tiendas, bares, restaurantes y a saber qué más, un sitio por el que la gente no pasará solo para subir o bajar de un tren, sino que vendrá aquí a comer, a comprar o a divertirse. Si os fijáis bien, algo así han hecho recientemente en la estación Termini de Roma. Hasta ahora el proyecto ha tenido una trayectoria difícil, entorpecido por polémicas y enfrentamientos sin fin. Pero en marzo el CIPE, el Comité Interprovincial de Programación Económica, lo aprobó definitivamente y ya han sido asignados los primeros fondos. Se prevé que las obras comiencen antes de fin de año. Es posible que su inicio se aplace una vez más, pero tarde o temprano la bendita reestructuración dará comienzo, de eso no cabe duda. Y para entonces hay que tener la situación de la Central bajo control. Está en juego un montón enorme de dinero y de intereses, tanto económicos como políticos. En la reunión del Comité provincial encargado del orden y la seguridad de la semana pasada prácticamente no se habló de otra cosa, e incluso el subsecretario de Interior intervino desde Roma por teléfono. Dio a entender que, si no se ven enseguida resultados concretos, rodarán cabezas. En conclusión, hay que limpiar la estación de toda la escoria, y en esta ocasión hay que hacerlo de verdad, de una vez por todas.

El comisario Dalmasso pasó la siguiente media hora escuchando las protestas de sus agentes. La Unidad sufría una grave carencia de personal, las estructuras y los medios eran inadecuados y obsoletos, a los hombres encargados del servicio no podía exprimírseles más de lo que ya lo estaban, serían necesarias bastantes más que las miserables treinta cámaras de vigilancia activas con las que de momento podían contar, en realidad los problemas más importantes no se producían dentro de la estación, sino en las zonas aledañas, que no eran exactamente competencia de la Polfer. Quejas que en el fondo compartía el comisario, quien, por desgracia, no tenía argumentos válidos para refutarlas, dado que, en lo tocante a la concesión de mayores recursos, no había obtenido de sus superiores inmediatos más que vagas promesas, carentes por completo de concreción.

Al término de la reunión, los policías empezaron a dispersarse refunfuñando. Las caras eran sombrías y el malhumor, generalizado. Se preveía un periodo de vacaciones suspendidas y turnos prolongados. Mezzanotte continuaba sentado, atareado con los papeles que tenía que ordenar. Al pasar a su lado, Carbone golpeó aposta la tabla plegable de su silla haciendo volar un puñado de folios. Siguió adelante sin volverse siquiera, acompañado por Lupo y Tarantino, sus odiosos secuaces, que pisaron las hojas diseminadas por el suelo mientras hacían ostentosos globos de color rosa con el chicle que tenían en la boca. El vicio de masticar a todas horas chicles Big Babol hacía que aquellos dos sujetos parecieran todavía más obtusos de lo que ya eran.

Después del altercado que habían protagonizado los ultras un par de semanas antes, Mezzanotte había evitado cualquier enfrentamiento con Carbone. A la vuelta de los cinco días de baja por enfermedad, el cabreo se le había pasado en parte, y en esos momentos ya no tenía mucho sentido reabrir la cuestión. En cualquier caso, aunque Carbone le había robado el mérito de la liberación del rehén, el modo en que Riccardo se había comportado durante la incursión en el «tren del terror» había impresionado profundamente a los cuatro agentes que lo habían acompañado, que se encargaron de hacer correr la voz. Tenía la sensación de que aquello había contribuido a que su cotización subiera un poco en la Unidad, así que en cualquier caso tenía motivos para alegrarse.

Mientras Carbone y sus matones se alejaban haciendo muecas y chocándose los cinco, Mezzanotte hizo ademán de levantarse de un salto, pero Colella, que estaba detrás de él, lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.

—Olvídalo, Cardo —le susurró al oído—. No vale la pena.

Detrás de ellos pasó la agente especializada Nina Spada, que con todo cuidado evitó pisar los folios caídos al suelo y le dirigió una larga mirada acompañada de una sonrisa entre irónica y maliciosa. De origen pullés, era bajita, pero su cuerpo era todo curvas y ni siquiera el uniforme era capaz de ocultarlas y desactivar su exuberante sensualidad. A la mitad de los hombres de la Unidad se le caía la baba al verla, pero Nina Spada era una tía dura y no tenía problemas a la hora de mantenerlos a raya. Sabía cómo arreglárselas en aquel ambiente mayoritariamente masculino y con un alto nivel de testosterona. No tenía pelos en la lengua, era cintu

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