PRÓLOGO
Si salgo de esta casa, será esposada.
Debería haber puesto tierra de por medio mientras aún estaba a tiempo. Se me ha pasado la oportunidad. Ahora que los agentes de policía se encuentran en la casa y han descubierto lo que les aguardaba en la planta de arriba, no hay vuelta atrás.
Dentro de unos cinco segundos, me leerán mis derechos. No sé muy bien por qué no lo han hecho aún. A lo mejor intentan engañarme para que les cuente algo que no debería.
Ya pueden esperar sentados.
El poli de cabello negro entreverado de gris se ha acomodado junto a mí, en el sofá. Remueve su baja y robusta figura sobre la piel italiana de color caramelo quemado. Me pregunto qué tipo de sofá tendrá en casa. Seguro que no costó una suma de cinco cifras, como este. Apostaría a que es de algún color hortera como el naranja, está cubierto de pelos de mascota y tiene más de un descosido. Me pregunto si estará pensando en el sofá de su casa y lamentándose de no tener uno como este.
O, lo que es más probable, estará pensando en el cuerpo sin vida del desván.
—A ver, repasemos los hechos una vez más —dice el poli, arrastrando las palabras con su acento neoyorquino. Antes me ha dicho cómo se llama, pero se me ha ido de la cabeza. Los agentes de policía deberían llevar chapas identificativas de color rojo chillón. ¿Cómo si no se supone que vas a acordarte de su nombre en una situación de alto estrés? Este es inspector, creo—. ¿Cuándo ha encontrado usted el cadáver?
Me quedo pensando un instante, no muy segura de si es el momento indicado para pedir un abogado. ¿No deberían ofrecerme uno? Ya casi no me acuerdo del protocolo.
—Hace como una hora —respondo.
—¿Con qué motivo ha subido ahí?
Aprieto los labios.
—Ya se lo he dicho. He oído algo.
—¿Y…?
El agente se inclina hacia delante, con los ojos muy abiertos. Tiene una áspera sombra de barba, como si se hubiera olvidado de afeitarse esta mañana. La lengua le asoma entre los labios. No soy idiota; sé exactamente lo que quiere que diga:
«He sido yo. Soy culpable. Llévenme presa».
En vez de eso, me reclino en el respaldo del sofá.
—Ya está. Es todo lo que sé.
La decepción se refleja en el rostro del inspector. Mueve la mandíbula adelante y atrás mientras rumia sobre los indicios encontrados en esta casa. Se pregunta si son suficientes para ceñirme las muñecas con esas esposas. No está seguro. De lo contrario, ya lo habría hecho.
—¡Eh, Connors!
Otro agente lo llama. Interrumpimos el contacto visual y dirijo la mirada hacia lo alto de las escaleras. El otro poli, mucho más joven, está ahí, de pie, con los largos dedos aferrados a la parte superior de la barandilla. Su rostro exento de arrugas está muy pálido.
—Connors —repite el policía más joven—. Deberías subir… enseguida. Tienes que ver esto. —Incluso desde la planta inferior, alcanzo a apreciar cómo le sube y le baja la nuez de la garganta—. No te lo vas a creer.
PRIMERA PARTE
TRES MESES ANTES
1
MILLIE
Háblame de ti, Millie.
Nina Winchester se inclina hacia delante en su sofá de piel color caramelo, con las piernas cruzadas para revelar lo justo las rodillas, que asoman bajo la sedosa falda blanca. No sé mucho de marcas, pero salta a la vista que toda la ropa que lleva Nina Winchester es brutalmente cara. Me dan ganas de alargar el brazo para sentir el tacto de la tela de su blusa color crema, aunque eso reduciría a cero mis posibilidades de ser contratada. En honor a la verdad, no tengo ninguna posibilidad, de todos modos.
—Bueno… —empiezo, eligiendo las palabras con cautela. A pesar de todas las veces que me han rechazado, lo sigo intentando—. Me crie en Brooklyn. He trabajado para muchas personas ocupándome de tareas domésticas, como puede ver en mi currículum. —Mi currículum cuidadosamente retocado—. Me encantan los niños. Y también… —Paseo la vista por el salón, en busca de algún juguete para perros o un arenero para gatos—. ¿Y también los animales?
La oferta de empleo en internet no decía nada sobre mascotas, pero más vale ir sobre seguro. ¿A quién no le caen bien los amantes de los animales?
—¡Brooklyn! —A la señora Winchester se le ilumina el rostro—. Yo también me crie ahí. ¡Casi somos vecinas!
—¡Exacto! —confirmo, aunque nada más lejos de la realidad. En Brooklyn hay un montón de zonas muy codiciadas donde la gente paga un riñón por una diminuta casa adosada. No me crie en ninguna de ellas. Nina Winchester y yo no podríamos ser más diferentes, pero si le hace ilusión considerarme su vecina, con gusto le seguiré el juego.
La señora Winchester se recoge detrás de la oreja un reluciente mechón de cabello rubio dorado. La melena, con un estiloso corte bob, le llega a la barbilla y le disimula la papada. Tiene treinta y muchos años y, si llevara un peinado y un atuendo distintos, su aspecto sería de lo más vulgar. Sin embargo, se vale de su considerable fortuna para sacarse todo el partido posible. Eso no deja de tener su mérito.
Yo he adoptado un enfoque totalmente contrario respecto a mi apariencia. Aunque la mujer sentada ante mí debe de llevarme unos diez años, no quiero que se sienta amenazada. Por eso, he elegido para la entrevista una falda larga de lana gruesa que adquirí en una tienda de ropa de segunda mano y una blusa blanca de poliéster con mangas abullonadas. Llevo la cabellera rubia trigueña recogida hacia atrás en un austero moño. Incluso me he comprado unas enormes e innecesarias gafas de concha que en este momento descansan sobre mi nariz. Me confieren un aspecto profesional y en absoluto atractivo.
—En cuanto al trabajo —dice ella—, consistiría sobre todo en limpiar y en preparar comidas sencillas, si te animas. ¿Eres buena cocinera, Millie?
—Sí, lo soy. —Mi soltura en la cocina constituye el único punto de mi currículum que no es mentira—. Una cocinera excelente.
Le brillan los ojos azul celeste.
—¡Eso es estupendo! De verdad, casi nunca comemos buenos platos preparados en casa. —Suelta una risita nerviosa—. ¿Quién tiene tiempo para eso?
Me muerdo la lengua para no soltar algún comentario borde. Nina Winchester no trabaja, tiene una única hija que se pasa todo el día en el cole y quiere contratar a alguien que limpie en vez de ella. Incluso he visto a un hombre que se encargaba de las labores de cuidado de las plantas en su enorme jardín delantero. ¿Cómo es posible que esta mujer no tenga tiempo para cocinarle algo a su pequeña familia?
No debería juzgarla. No sé nada acerca de su vida. Que sea rica no implica que sea una pija malcriada.
Pero si me obligaran a jugarme cien pavos, apostaría a que Nina Winchester es una pija malcriada de cuidado.
—Y también necesitaremos que nos ayudes de vez en cuando con Cecelia —añade la señora Winchester—. Llevarla a sus clases de la tarde, tal vez, o a casa de algún amiguito. Tienes coche, ¿verdad?
La pregunta por poco me arranca una carcajada. Sí, tengo coche; de hecho, es lo único que tengo en estos momentos. Mi Nissan de diez años, aparcado en la calle delante de su casa, es, además, mi residencia actual. He estado durmiendo en el asiento trasero durante el último mes.
Cuando llevas un mes viviendo en tu coche, tomas conciencia de lo importantes que son algunas de las pequeñas comodidades. Un retrete. Un lavabo. Poder estirar las piernas mientras duermes. Esto último es lo que más echo de menos.
—Sí, tengo coche —confirmo.
—¡Excelente! —La señora Winchester junta las manos con una palmada—. Te facilitaré un asiento para Cecelia, claro. Basta con ponerle un alzador. Todavía lo necesita, porque aún es bajita y pesa poco. La Academia de Pediatría recomienda…
Mientras Nina Winchester perora sobre los requisitos exactos de los asientos infantiles en función del peso y la estatura, aprovecho el momento para pasear la vista por el salón. El mobiliario es ultramoderno y el televisor de pantalla plana, sin duda de alta definición y con altavoces de sonido envolvente instalados en todos los recovecos de la estancia para una experiencia acústica óptima, es el más grande que he visto en mi vida. En un rincón de la sala hay una chimenea que parece utilizable, con la repisa cubierta de fotografías de los Winchester en sus viajes por todo el mundo. Alzo la vista hacia el techo, de una altura alucinante, que brilla a la luz de una centelleante araña.
—¿No crees, Millie? —dice la señora Winchester.
La miro, parpadeando. Intento rebobinar mis recuerdos para inferir qué acaba de preguntarme. Pero lo tengo borrado.
—¿Sí? —respondo.
Se pone muy contenta al ver que estoy de acuerdo con lo que sea que haya dicho.
—No sabes cuánto me alegra que opinemos igual.
—Faltaría más —digo, esta vez con más convicción.
Descruza y vuelve a cruzar sus un tanto fornidas piernas.
—Y, por supuesto, está el asunto de la remuneración —agrega—. Has visto el sueldo que ofrecemos en el anuncio, ¿no? ¿Te parece aceptable?
Trago saliva. La cifra que figura en la oferta de empleo me parece más que aceptable. Si yo fuera un personaje de dibujos animados, me habrían aparecido signos del dólar en los globos oculares cuando leí el anuncio. Pero la suma casi me disuadió de solicitar el trabajo. Nadie que tuviera tanto dinero y viviera en una casa como aquella se plantearía siquiera contratarme.
—Sí —contesto con la voz ahogada—. Está bien.
Ella arquea una ceja.
—Sabes que tendrías que vivir aquí, ¿verdad?
¿Me está preguntando si estoy dispuesta a abandonar el confort del asiento trasero de mi Nissan?
—Sí, lo sé.
—¡Fabuloso! —Se tira del dobladillo de la falda y se pone de pie—. Bueno, ¿qué tal una visita guiada, para que veas dónde te estás metiendo?
Yo también me levanto. Aunque ella lleva tacones y yo zapatos de suela plana, la señora Winchester solo me saca unos centímetros, pero da la impresión de ser mucho más alta.
—¡Me parece genial!
Me enseña hasta el último rincón, tan a conciencia que temo haber interpretado mal el anuncio y que en realidad ella sea una agente inmobiliaria que me quiere vender la finca. La verdad sea dicha, es una casa preciosa. Si yo tuviera cuatro o cinco millones de dólares quemándome en el bolsillo, se la quitaría de las manos. Además de la planta baja, que contiene el gigantesco salón y la cocina recién reformada, está el primer piso, que consta del dormitorio principal, donde duermen los Winchester; la habitación de su hija Cecelia; el despacho del señor Winchester y un cuarto de invitados que parece sacado del mejor hotel de Manhattan. La señora hace una pausa melodramática frente a la puerta siguiente.
—Y he aquí… —La abre de golpe—. ¡Nuestro cine particular!
Se trata de una auténtica sala de proyección dentro de casa, nada menos…, como si no bastara con el descomunal televisor de la planta baja. Contiene varias filas escalonadas de asientos dispuestos frente a una pantalla que ocupa una pared entera. Incluso hay una máquina de palomitas en un rincón.
Al cabo de un momento, me percato de que la señora Winchester me mira como esperando una reacción por mi parte.
—¡Guau! —exclamo con lo que espero que sea un grado apropiado de entusiasmo.
—¿A que es fantástico? —Se estremece de gusto—. Y tenemos una biblioteca entera de películas de donde elegir. Además de todos los canales y servicios de streaming habituales, claro.
—Claro —digo.
Tras salir de la sala, llegamos frente a una última puerta, al fondo del pasillo. Nina se detiene un momento, con la mano en el pomo.
—¿Esta sería mi habitación? —pregunto.
—Algo así… —Hace girar el tirador con un fuerte chirrido. No puedo evitar fijarme en que la madera de esa puerta es mucho más gruesa que la de las demás. Al otro lado del vano, hay una escalera en penumbra—. Tu habitación está arriba. También tenemos un desván habitable.
La escalera estrecha y oscura es algo menos glamurosa que el resto de la casa. ¿Tanto les costaría instalar una lámpara ahí? Pero yo no soy más que la empleada doméstica. Lo raro sería que gastara tanto dinero en mi habitación como en su cine particular.
En lo alto de las escaleras hay un pasillo corto y angosto. A diferencia de lo que ocurre en la planta baja, aquí el techo es peligrosamente bajo. Aunque no soy una mujer alta ni mucho menos, casi siento la necesidad de agacharme.
—Tienes tu propio baño. —Señala con la cabeza una puerta a la izquierda—. Y esta de aquí sería tu habitación.
Abre de un empujón la última puerta. El interior está totalmente a oscuras hasta que tira de un cordón y el cuarto se ilumina.
Es diminuto. Lo mire por donde lo mire. Para colmo, el techo está inclinado, debido a la vertiente del tejado. En el otro extremo, me llega como a la cintura. A diferencia del dormitorio principal de los Winchester, que contiene una cama doble extragrande, amplios guardarropas y un tocador de castaño, en esta habitación no hay más que un catre, una estantería de media altura y una cómoda. La iluminación procede de dos bombillas desnudas que penden del techo.
Es un cuarto modesto, pero me va bien. Si fuera demasiado bonito, sabría con absoluta certeza que este empleo está fuera de mi alcance. El hecho de que sea tan cutre tal vez indique que su nivel de exigencia es lo bastante bajo para que exista una posibilidad minúscula, ínfima, de que lo consiga.
Pero hay algo más en esta habitación, algo que me da mal rollo.
—No es muy grande, lo siento. —La señora Winchester adopta una expresión ceñuda—. Pero aquí disfrutarás de mucha privacidad.
Me acerco a la única ventana. Al igual que la habitación, es pequeña. Apenas más grande que mi mano. Da al jardín trasero. Ahí, un paisajista —el mismo que vi en el jardín delantero— recorta un seto con unas podaderas enormes.
—Bueno, ¿qué me dices, Millie? ¿Te gusta?
Aparto la vista de la ventana y la poso en el sonriente rostro de la señora Winchester. Aún no consigo identificar la causa de mi desazón. Algo en este dormitorio me provoca un nudo de angustia en la boca del estómago.
Tal vez sea el ventanuco. Está orientado hacia la parte posterior de la casa. Si me encontrara en algún apuro y quisiera captar la atención de alguien, aquí detrás no se me vería. Por más que me desgañitara, nadie me oiría.
Pero ¿a quién pretendo engañar? Sería una suerte para mí alojarme en esta habitación, con baño propio y la posibilidad de estirar las piernas al máximo. El minúsculo catre parece tan acogedor en comparación con mi coche que me entran ganas de llorar.
—Es perfecto —digo.
La señora Winchester se muestra extasiada ante mi respuesta. Me guía de nuevo por la oscura escalera hasta el primer piso de la casa y, cuando salgo al pasillo, expulso el aire que no era consciente de estar conteniendo. Había algo aterrador en aquella habitación, pero, si me las apaño para conseguir este empleo, lo soportaré.
Por fin se me relajan los hombros y, cuando mis labios se disponen a formular otra pregunta, oigo una voz a nuestra espalda.
—¿Mami?
Me paro en seco y, al volverme, veo a una niñita de pie en el pasillo, detrás de nosotras. Tiene los ojos azul celeste, como Nina Winchester, pero aún más claros, y el cabello de un rubio casi platino. Lleva un vestido azul muy pálido ribeteado de encaje blanco. Me contempla con fijeza, y siento que su mirada penetra hasta el fondo de mi alma.
Me hace pensar en esas películas sobre sectas aterradoras formadas por niños que leen la mente, adoran al diablo y viven en campos de maíz o sitios por el estilo. Si estuvieran buscando actores para una de ellas, esta cría conseguiría un papel sin necesidad de presentarse a un casting. Con solo echarle un vistazo, dirían: «Sí, tú serás la niña siniestra número tres».
—¡Cece! —exclama la señora Winchester—. ¿Has vuelto ya de tu clase de ballet?
La chiquilla asiente despacio.
—Me ha traído la madre de Bella.
La señora Winchester la abraza por los estrechos hombros, pero la mocosa no cambia la expresión en ningún momento ni despega de mí sus ojos azul pálido. ¿Temer que esta niña de nueve años vaya a asesinarme es un síntoma de algo malo?
—Esta es Millie —le dice la señora Winchester a su hija—. Millie, te presento a mi hija Cecelia.
Los ojos de la pequeña Cecelia son como dos lagunas.
—Mucho gusto, Millie —saluda cortésmente.
Calculo que hay una probabilidad de al menos un veinticinco por ciento de que me liquide mientras duermo si consigo este trabajo. Aun así, lo quiero.
La señora Winchester le planta un beso en la rubia coronilla, y la cría se va corriendo a su habitación. Seguro que ahí dentro tiene una tétrica casa de muñecas que cobran vida por la noche. A lo mejor es una de ellas quien acaba por matarme.
De acuerdo, mi actitud resulta absurda. Sin duda se trata de una criatura adorable. No es culpa suya que la hayan vestido como a una espeluznante niña fantasma victoriana. Además, en general, me encantan los chiquillos, aunque tampoco es que haya interactuado con ellos en la última década.
En cuanto regresamos a la planta baja, la tensión abandona mi cuerpo. La señora Winchester se comporta de un modo bastante amable y normal —para ser una mujer tan rica—, y parlotea sobre la casa, su hija y cuáles serían mis responsabilidades, aunque apenas la escucho. Solo sé que me encantaría currar aquí. Daría el brazo derecho por conseguir el empleo.
—¿Hay algo que quieras preguntarme, Millie? —inquiere.
Niego con la cabeza.
—No, señora Winchester.
Chasquea la lengua.
—Por favor, llámame Nina. Si vas a trabajar aquí, me sentiré muy ridícula si me llamas «señora Winchester». —Se ríe—. Ni que fuera una señorona adinerada.
—Gracias…, Nina —digo.
Su rostro resplandece, aunque podría ser por las algas, la piel de pepino o lo que sea que los ricos se apliquen en la cara. Nina Winchester es el tipo de mujer que se hace tratamientos en spas con regularidad.
—Esto me da muy buenas vibraciones, Millie. De verdad.
Me cuesta no dejarme arrastrar por su entusiasmo, no albergar un rayo de esperanza cuando me estrecha la mano de palma áspera con la suya, tersa como la de un bebé. Quiero creer que, en los próximos días, Nina Winchester me llamará para ofrecerme la oportunidad de trabajar en su casa y abandonar por fin el Nissan Palace. Me muero de ganas de creerlo.
No obstante, Nina será muchas cosas, pero no es tonta. No va a contratar a una mujer para que se instale en su hogar, se ocupe de las tareas domésticas y cuide de su hija sin antes realizar una sencilla comprobación de antecedentes. Y en cuanto lo haga…
Trago saliva.
Nina Winchester se despide cordialmente de mí frente a la puerta principal.
—Muchas gracias por venir, Millie. —Alarga el brazo para otro apretón de manos—. Te prometo que pronto recibirás noticias mías.
No las recibiré. Es la última vez que pongo un pie en esta magnífica residencia. Ni siquiera debería haber venido. En vez de hacernos perder el tiempo a las dos, habría debido presentarme a una entrevista para un puesto que tuviera alguna posibilidad de obtener. A lo mejor algo en el sector de la comida rápida.
El paisajista que he visto desde la ventana del desván vuelve a estar en el jardín delantero. Aún empuña la podadera gigante, con la que le da forma a uno de los setos plantados justo enfrente de la casa. Es un tipo corpulento, con una camiseta que le resalta la impresionante musculatura y a duras penas oculta los tatuajes que le adornan la parte superior de los brazos. Se recoloca la gorra de béisbol y, por unos instantes, despega de la herramienta los ojos negros, negrísimos, para posarlos en mí, desde el otro extremo del jardín.
Levanta la mano a modo de saludo.
—Buenas —contesto.
El hombre se queda mirándome. No me responde. Tampoco me dice: «No me pises los arriates». Se limita a observarme en silencio.
—Yo también estoy encantada de conocerte —mascullo por lo bajo.
Salgo por la verja metálica electrónica que circunda la finca y me dirijo con paso cansino a mi coche-casa. Vuelvo la mirada por última vez hacia el paisajista, que no me quita los ojos de encima. Algo en su expresión me provoca un escalofrío. De pronto, sacude la cabeza de forma casi imperceptible, casi como si intentara advertirme de algo.
Pero no dice una palabra.
2
Cuando vives en tu coche, debes llevar una existencia lo más sencilla posible.
Para empezar, olvídate de organizar grandes veladas, cenas de picoteo o timbas de póquer. Esto no me afecta mucho, pues de todos modos no tengo a nadie a quien invitar. Mi mayor problema es dónde ducharme. Tres días después de que me desalojaran de mi estudio, cosa que ocurrió tres semanas después de que me despidieran del trabajo, descubrí un área de descanso con duchas. Por poco me eché a llorar de alegría cuando la vi. Sí, en esas duchas uno tiene muy poca privacidad y se respira un ligero olor a residuos humanos, pero en aquel momento estaba desesperada por lavarme.
En estos momentos, disfruto de mi almuerzo en el asiento posterior del vehículo. Aunque dispongo de un hornillo eléctrico que se enchufa al encendedor para las ocasiones especiales, por lo general me alimento a base de sándwiches. Sándwiches a mansalva. Tengo una nevera portátil en la que guardo los fiambres y el queso, así como un paquete de pan blanco que me costó noventa y nueve centavos en el súper. Y luego están los snacks, claro. Bolsas de patatas. Galletas saladas con mantequilla de cacahuete. Pastelitos industriales. Las opciones poco sanas son incontables.
Hoy toca jamón con queso amarillo y un poco de mayonesa. Con cada bocado, me esfuerzo por no pensar en lo harta que estoy de los sándwiches.
Cuando he conseguido deglutir a duras penas la mitad de este, me suena el móvil en el bolsillo. Tengo uno de esos prepago plegables que solo usan las personas que piensan cometer un delito o que han retrocedido quince años en el tiempo. Pero necesito un teléfono, y este es el único que he podido permitirme.
—¿Wilhelmina Calloway? —pregunta una voz femenina entrecortada al otro lado de la línea.
Tuerzo el gesto al oír mi nombre completo. Wilhelmina era mi abuela por parte de padre, fallecida hace muchos años. No sé qué clase de psicópatas son capaces de ponerle Wilhelmina a su hija, pero ya no me hablo con mis padres (ni ellos conmigo, por cierto), así que es un poco tarde para preguntárselo. De cualquier modo, casi todo el mundo me conoce como Millie, y procuro corregir de inmediato a quien me llama de otra manera. Sin embargo, en este caso tengo la sensación de que quien me ha telefoneado no es alguien que vaya a tratarme por mi nombre de pila en un futuro cercano.
—¿Sí…?
—Señorita Calloway —dice la mujer—. Soy Donna Stanton, de Munch Burgers.
Ah, ya. Munch Burgers, el garito de comida rápida grasienta donde me hicieron una entrevista hace unos días. La idea era que empezara preparando hamburguesas o cobrando los pedidos, pero, si me esforzaba, tenía posibilidades de ascender. Y, lo que era aún mejor, podría ganar lo suficiente para dejar de vivir en mi coche.
Para mí lo ideal sería trabajar para la familia Winchester, claro. Pero ya ha pasado una semana entera desde mi entrevista con Nina. Puedo decir sin temor a equivocarme que no he conseguido el empleo de mis sueños.
—Solo quería comunicarle —prosigue la señorita Stanton— que ya hemos cubierto la plaza vacante en Munch Burgers. Pero le deseamos suerte en su búsqueda de empleo.
El jamón y el queso amarillo se me revuelven en el estómago. Había leído en internet que Munch Burgers no tenía una política de contratación muy estricta, por lo que era posible que me dieran el trabajo aunque tuviera antecedentes. Es la última entrevista que he conseguido después de la que mantuve con la señora Winchester, quien no me ha vuelto a llamar…, y estoy desesperada. No puedo comerme un sándwich más en mi coche. Simplemente no puedo.
—Señorita Stanton —balbuceo—, me preguntaba si le sería posible colocarme en cualquier otro puesto. Soy muy trabajadora, de verdad. Y muy responsable. Siempre…
Me interrumpo. La señorita Stanton ha colgado.
Sostengo el sándwich con la mano derecha, y el móvil con la izquierda. No hay nada que hacer. Nadie quiere contratarme. Todos los que me entrevistan me miran con la misma cara. Lo único que pido es poder empezar de cero. Me dejaré el culo si hace falta. Estoy dispuesta a todo.
Pugno por contener las lágrimas, aunque en realidad no sé por qué me molesto. Nadie me verá llorar en el asiento trasero de mi Nissan. Ya no le importo a nadie. Mis padres se desentendieron de mí hace más de diez años.
El timbre del teléfono me arranca de mi orgía de autocompasión. Enjugándome los ojos con el dorso de la mano, pulso el botón verde para contestar.
—¿Sí? —digo con voz ronca.
—¿Hola? ¿Eres Millie?
La voz me suena de algo. Con el corazón brincándome en el pecho, me aprieto el móvil contra la oreja.
—Sí…
—Soy Nina Winchester. ¿Te acuerdas? Tuvimos una entrevista la semana pasada.
—Ah. —Me muerdo con fuerza el labio inferior. ¿Por qué me llama ahora? Ya daba por sentado que había encontrado a otra persona y había decidido no informarme al respecto—. Sí, claro.
—Pues, si estás interesada, nos gustaría ofrecerte el puesto.
Noto que me sube tanta sangre a la cabeza que casi me mareo. «Nos gustaría ofrecerte el puesto». ¿Lo dice en serio? Que me contrataran en Munch Burgers entraba dentro de lo creíble, pero me parecía de todo punto inverosímil que una mujer como Nina Winchester me invitara a su casa. Y a vivir, nada menos.
¿Es posible que no haya comprobado mis referencias? ¿Que no haya realizado una simple verificación de mis antecedentes? A lo mejor está tan ocupada que no ha encontrado el momento. Quizá sea una de esas mujeres que se precian de dejarse llevar por la intuición.
—¿Millie? ¿Sigues ahí?
Caigo en la cuenta de que llevo un rato en silencio. Así de pasmada estoy.
—Sí, sigo aquí.
—Entonces ¿te interesa el trabajo?
—Sí. —Intento no mostrar unas ansias desmedidas—. Pues claro que me interesa. Me encantaría trabajar para ti.
—Trabajar conmigo —me corrige Nina.
Se me escapa una carcajada ahogada.
—Eso. Claro.
—Bueno, ¿cuándo empiezas?
—Hum…, ¿cuándo te gustaría que empezara?
—¡Lo antes posible! —Me da envidia la risa desenfadada de Nina, tan distinta de la mía. Ojalá pudiera intercambiarme por ella con solo chasquear los dedos—. ¡Tenemos un montón de ropa por doblar!
Trago saliva.
—¿Qué tal mañana?
—¡Sería genial! Pero ¿no necesitas tiempo para preparar tu equipaje?
No quiero decirle que ya tengo todas mis pertenencias en el maletero.
—Soy muy rápida.
Se ríe de nuevo.
—Me encanta tu buena disposición, Millie. Estoy deseando que trabajes aquí.
Mientras concreto con Nina los planes para mañana, me pregunto si ella opinaría lo mismo sobre mí si supiera que me he pasado los últimos diez años de mi vida en la cárcel.
3
Llego a la residencia de los Winchester a la mañana siguiente, cuando Nina ya ha llevado a Cecelia a la escuela. Aparco frente a la verja de metal que rodea el terreno. Nunca antes había estado, y mucho menos vivido, en una casa protegida por una cerca como esa, pero, al parecer, en esta urbanización pija de Long Island todas las casas están valladas. Teniendo en cuenta los bajos índices de delincuencia de la zona, me parece una exageración, pero ¿quién soy yo para juzgar? Si me dieran a elegir entre una finca con verja y otra idéntica pero sin verja, también me inclinaría por la primera.
Cuando llegué ayer, la verja estaba abierta, pero hoy me la encuentro cerrada. Con llave, por lo visto. Me quedo ahí parada, con las dos bolsas de lona a mis pies, preguntándome cómo voy a entrar. No parece haber un timbre o un portero automático. Sin embargo, el paisajista vuelve a estar en el jardín, acuclillado sobre la tierra, pala en mano.
—¡Disculpa! —le grito.
El hombre echa un vistazo hacia mí por encima del hombro antes de continuar cavando. Qué majo.
—¡Disculpa! —vuelvo a decir, en voz lo bastante alta para que no pueda seguir pasando de mí.
Esta vez se endereza, despacio, muy despacio. Con toda la pachorra del mundo, atraviesa el extenso jardín delantero hasta la entrada de la verja. Se quita los gruesos guantes de látex y me mira arqueando las cejas.
—¡Hola! —saludo, intentando disimular mi irritación—. Me llamo Millie Calloway, y es mi primer día de trabajo aquí. Estoy buscando el modo de entrar, porque la señora Winchester me espera.
Se queda callado. Desde el otro extremo del jardín, solo me había fijado en su corpulencia —me saca al menos una cabeza, y tiene los bíceps tan gruesos como mis muslos—, pero de cerca me percato de que está bastante bueno, en realidad. De unos treinta y pico años, tiene el cabello color azabache empapado de sudor, la tez olivácea y unas facciones duras pero atractivas. No obstante, su rasgo más llamativo son sus ojos, de un negro tan oscuro que no distingo la pupila del iris. Algo en su mirada me hace retroceder un paso.
—Bueno, eh…, ¿me ayudas? —pregunto.
El hombre abre la boca por fin. Temo que me pida que me largue o que le muestre una identificación, pero, en vez de ello, me suelta una parrafada en italiano. Al menos creo que es italiano. No sé una palabra de ese idioma, pero una vez vi una película italiana con subtítulos y sonaba más o menos así.
—Ah —digo cuando concluye su monólogo—. Así que… ¿no hablas mi idioma?
—¿Tu idioma? —contesta con un acento tan marcado que me queda claro lo que va a responder—. No, no hablo.
Genial. Me aclaro la garganta, buscando las palabras más indicadas para expresar lo que tengo que decirle.
—El caso es que yo… —Me señalo el pecho—. Trabajo para la señora Winchester. —Señalo la casa—. Y necesito… entrar. —Por último, señalo la cerradura de la puerta—. Entrar.
Se limita a contemplarme con el ceño fruncido. Estupendo.
Me dispongo a sacar el móvil para llamar a Nina cuando él se dirige hacia un lado, pulsa algún tipo de interruptor y las puertas empiezan a girar sobre sus bisagras, casi a cámara lenta.
Una vez que están abiertas, alzo la vista un momento hacia la casa que será mi hogar, al menos en el futuro inmediato. Consta de dos plantas además del desván y parece tan extensa como una manzana de casas de Brooklyn. Es de un blanco casi cegador —tal vez está recién pintada—, y diría que el estilo arquitectónico es contemporáneo, pero qué sabré yo. Solo sé que, al parecer, la gente que vive aquí no tiene idea de qué hacer con tanto dinero.
Me agacho para recoger una de mis bolsas, pero el tío se me adelanta, levanta las dos sin soltar ni un gruñido y las lleva hasta la puerta principal. Pesan mucho —contienen literalmente todo lo que poseo aparte de mi coche—, así que le estoy agradecida por ahorrarme el esfuerzo.
—Merci —digo.
Me mira con cara rara. Ahora que lo pienso, a lo mejor eso no era italiano. Bueno, mala suerte.
Me apunto otra vez al esternón con el dedo.
—Millie —digo.
—Millie. —Asintiendo en señal de comprensión, se señala el pecho a su vez—. Yo soy Enzo.
—Encantada de conocerte —añado, algo cohibida, aunque sé que no me entenderá. Pero, por Dios, si vive y trabaja aquí, algo de inglés tiene que haber aprendido.
—Piacere di conoscerti —contesta.
Por toda respuesta, muevo la cabeza afirmativamente. Hasta aquí llega mi intento de confraternizar con el paisajista.
—Millie —repite con su fuerte acento italiano. Parece querer decirme algo, pero tiene dificultades con el idioma—. Tú…
Enzo susurra una palabra en italiano, pero, en cuanto oímos que se descorre el pestillo de la puerta principal, regresa a toda prisa al lugar del jardín delantero donde estaba acuclillado y se pone a trabajar a destajo. A duras penas he pillado la palabra que ha dicho. Pericolo. Vete tú a saber qué significa. A lo mejor me estaba pidiendo un refresco. «Peri Cola…, ¡ahora con un toque de lima!».
—¡Millie! —Nina parece entusiasmada de verme. Tanto que se me echa encima y me estruja en un abrazo—. No sabes cuánto me alegro de que hayas decidido aceptar el empleo. Es que me dio la sensación de que tú y yo habíamos conectado, no sé si me explico.
Eso me imaginaba. Tuvo una «corazonad