La primera mentira gana

Ashley Elston

Fragmento

Capítulo 1

1

Todo empieza por pequeñas cosas: un cepillo de dientes en el vaso del lavabo, unas prendas en el cajón más pequeño, cargadores de teléfono en ambos lados de la cama. Luego esas pequeñas cosas dan paso a otras algo más importantes: las cuchillas de afeitar, el enjuague bucal y las píldoras anticonceptivas comienzan a disputarse el espacio en el botiquín y la pregunta cotidiana pasa de «¿Vas a venir?» a «¿Qué hacemos para cenar?».

Y por más que lo haya estado temiendo, este paso de ahora era inevitable.

Aun cuando sea la primera vez que veo a la gente que está sentada alrededor de la mesa, gente que Ryan conoce desde la infancia, a nadie se le ha escapado que yo ya me he incorporado a su vida por completo. Son esos pequeños toques que una mujer aporta al hogar de un hombre (como los cojines a juego con el sofá o el leve aroma a jazmín del difusor de la estantería) y que todas las demás mujeres advierten en cuanto cruzan la puerta.

Una voz flota a través de la mesa iluminada con velas, sortea el centro de mesa que me aseguraron que era «delicado, pero con carácter» y se cierne en el aire frente a mí.

—Evie… Qué nombre tan insólito.

Me vuelvo hacia Beth con la duda de si debo responder a esa pregunta que en realidad no es una pregunta.

—Es la abreviatura de Evelyn. Me pusieron el nombre de mi abuela.

Las mujeres intercambian miradas furtivas, comunicándose en silencio a través de la mesa. Cada respuesta que doy es sopesada y catalogada para un análisis ulterior.

—¡Ay, me encanta! —dice Allison con un gritito—. A mí también me pusieron el nombre de mi abuela. ¿De dónde has dicho que eras?

No lo he dicho, y ellas lo saben. Como aves de presa, picotearán una y otra vez durante toda la noche hasta obtener las respuestas que desean.

—De una pequeña ciudad de Alabama —respondo.

Antes de que puedan preguntar de cuál, Ryan cambia de tema.

—Allison, la semana pasada vi a tu abuela en el supermercado. ¿Cómo lo lleva?

Así me ha proporcionado unos preciosos momentos de alivio mientras Allison explica cómo sobrelleva su abuela la muerte del abuelo. Pero no tardaré mucho en volver a ser el centro de atención.

No me hacía falta conocer a esta gente para saberlo todo de ellos. Son los que empezaron el parvulario juntos, formando un reducido círculo hasta que terminaron la secundaria. Luego abandonaron la ciudad en grupos de dos o tres para estudiar en las universidades que quedan a una distancia razonable en coche. Allí se unieron a hermandades masculinas y femeninas con otros grupos de dos o tres con antecedentes similares, para acabar regresando a esta pequeña ciudad de Luisiana y volver a cerrar el círculo. Los caracteres griegos de las hermandades han dado paso a los carnets de asociaciones femeninas de voluntariado, cenas en grupo y golf los sábados por la tarde, siempre que no interfieran con un partido de fútbol americano.

No les culpo por ser como son; los envidio. Envidio lo cómodos que se sienten en estas situaciones, el hecho de saber exactamente qué pueden esperar y qué se espera de ellos. Envidio la desenvoltura que brinda la conciencia de que todo el mundo aquí conoce lo peor de ellos y aun así los acepta.

—¿Cómo os conocisteis vosotros dos? —pregunta Sara, de manera que toda la atención vuelve centrarse en mí.

Es una pregunta inocente, pero igualmente me pone nerviosa.

La sonrisa de Ryan me dice que sabe cómo me siento por ser interrogada al respecto y que él va a responder por mí, pero yo prescindo de su ayuda.

Limpiándome la boca con delicadeza usando una de las servilletas blancas que he comprado expresamente para la ocasión, digo:

—Me ayudó a cambiar una rueda desinflada.

Ryan les habría dado más datos de los que merecen, y por eso he impedido que respondiera él. No menciono que fue en la parada de camiones de las afueras de la ciudad en cuyo pequeño restaurante trabajaba yo, ocupándome de que los clientes no dejaran de consumir. Ni tampoco que mientras que ellos están familiarizados con todo tipo de acrónimos, desde MBA hasta MRS, yo solo conozco el GED[*].

Esta gente, sus amigos, aun sin quererlo, utilizarían esos datos básicos contra mí. Y tal vez ni siquiera se darían cuenta de que lo estaban haciendo.

Le dije a Ryan que me daba miedo cómo me juzgarían cuando descubrieran que mi vida había sido tan distinta a la suya. Él me aseguró que no le importaba lo que pensaran, pero sí le importa. El hecho mismo de que cediera y los invitara a todos, y de que se haya pasado la semana ayudándome a diseñar el menú «adecuado», me dice más que sus susurros en la oscuridad asegurándome que le gusta lo diferente que soy: diferente de las chicas con las que se ha criado.

Allison se vuelve hacia él y dice:

—Vaya, sí que eres mañoso.

Yo miro a Ryan. Acabo de reducir en una frase todo nuestro primer encuentro y, por ahora, él me lo ha permitido.

La sonrisita que aparece en su rostro mientras me devuelve la mirada me dice que quien dirige el cotarro soy yo —por esta vez— y que está dispuesto a seguirme la corriente.

Cole, el marido de Allison, añade:

—No me sorprendería que él te hubiera desinflado la rueda para ayudarte a arreglarla.

Hay una carcajada general alrededor de la mesa, y probablemente un codazo de Allison a su marido por ponerse del lado de Ryan, que menea la cabeza sin dejar de mirarme.

Yo me río, aunque no muy fuerte ni mucho rato, para mostrar que también encuentro divertida la idea de que Ryan hubiera llegado a tal extremo para conocerme.

Sí, es divertido pensar que alguien, una persona cualquiera, pudiera haber observado a otra lo bastante como para saber que siempre repostaba en esa estación de servicio los jueves por la tarde, después de pasar el día en su oficina del este de Texas. Que ese alguien supiera que él prefería los surtidores del lado occidental de la gasolinera y que sus ojos casi siempre se demoraban un poco más de la cuenta en cualquier mujer que se cruzara en su camino, sobre todo en las que llevaban minifalda. Que ese alguien se hubiera fijado en ciertos detalles —como la gorra de béisbol de los LSU Tigers de su asiento trasero, o la camiseta de una hermandad que se traslucía a través de su camisa blanca, o la pegatina del club de campo que llevaba en la esquina inferior izquierda del parabrisas— para que cuando se conocieran tuvieran algo de qué hablar. Y, sobre todo, que ese alguien hubiera apretado delicadamente una válvula con un clavo para que se escapara el aire del neumático.

O sea, es divertido pensar que una persona pudiera llegar a tales extremos simplemente para conocer a otra.

—Me ha salido bordado —digo mientras sumerjo el último plato en el fregadero lleno de agua jabonosa.

Ryan se sitúa detrás de mí, rozándome las caderas con los brazos hasta envolverme por completo la cintura. Apoya el mentón en mi hombro y pega los labios a mi nuca de un modo que sabe que adoro.

—Les has encantado —susurra.

No, no les he encantado. Como mucho, he satisfecho la primera oleada de curiosidad. Y me imagino que ya antes de que el primer coche saliera del sendero, las mujeres, sentadas en el asiento del copiloto, debieron de lanzarse a mandar mensajes al grupo desmenuzando todos y cada uno de los aspectos de la velada a la vez que hacían búsquedas en las redes sociales para intentar averiguar quién soy exactamente y de qué pequeña ciudad de Alabama procedo.

—Ray acaba de enviarme un mensaje. Sara quiere tu número para invitarte a almorzar la semana que viene.

Va más rápido de lo que había previsto. Supongo que la segunda oleada de curiosidad se aproxima hacia mí a toda velocidad, alimentada por la comprobación de que todas sus búsquedas han arrojado un mínimo de información, y por el deseo acuciante de saber más.

—Ya se lo he enviado. Espero que te parezca bien —dice.

Yo me giro en redondo para mirarlo y deslizo las manos por su pecho hasta sujetarle la cara.

—Claro. Son tus amigos. Y espero que también lleguen a ser amigos míos.

Así que ahora habrá un almuerzo en el que las preguntas serán más directas porque Ryan no estará allí para evitarlo.

Poniéndome de puntillas, lo atraigo hacia mí hasta que mi boca queda a unos centímetros de la suya. A ambos nos encanta esta parte, esta expectación, cuando se mezclan nuestros alientos y mis ojos castaños se clavan en sus ojos azules. Estamos cerca, pero no lo bastante. Él mete las manos bajo mi blusa y me hunde los dedos en la piel mullida de la cintura. Yo deslizo las mías hasta su nuca y enrosco mis dedos en su pelo oscuro. Ryan lo lleva ahora más largo que cuando nos conocimos, que cuando yo empecé a observarlo. Yo le dije que me gustaba así, que me gustaba tener algo que agarrar, y él dejó de cortárselo. He notado que sus amigos se sorprendían al verlo, porque, según mi propia búsqueda en las redes sociales, a él nunca le había llegado el pelo hasta el cuello de la camisa. Y he notado que después me miraban a mí como preguntándose: «¿Por qué ha cambiado Ryan? ¿Es a causa de esta chica?».

Él desliza las manos más abajo, estrujando mis muslos bajo la minifalda y alzándome de manera que pueda envolverlo con las piernas.

—¿Te quedas? —susurra pese a que somos las únicas personas que hay en la casa.

Me hace esta pregunta cada noche.

—Sí —susurro yo.

Mi respuesta es siempre la misma.

La boca de Ryan planea sobre la mía, pero todavía dejando un espacio mínimo entre ambos. Su cara se me desenfoca. Aunque me muero de ganas, aguardo hasta que él cierre la distancia entre los dos.

—No quiero tener que preguntarlo más. Quiero que estés aquí cada noche. Esta es tu casa también. ¿Lo harás? ¿Quieres convertir esto en tu hogar?

Hundo los dedos en su pelo y lo rodeo más estrechamente con las piernas.

—Creía que nunca ibas a pedírmelo.

Siento su sonrisa sobre mis labios. Empieza a besarme y me lleva en brazos por la cocina y a lo largo del pasillo hasta el dormitorio.

Nuestro dormitorio.

2

Desde que Ryan me pidió que me fuese a vivir con él y yo le dije que sí, hace ahora cinco días, él se ha mostrado impaciente por hacerlo realidad. A la mañana siguiente de la cena, lo oí al despertarme hablando por teléfono con una empresa de mudanzas y tratando de concertar sus servicios para ese mismo día, aprovechando una cancelación de última hora.

Lo convencí de que esperase al menos una semana para asegurarnos de que eso era realmente lo que quería, y no algo que había dicho tras una velada con vinos caros y solomillo cocinado a la perfección. Además, le dije que igual se estaba precipitando un poco al llamar a los de la mudanza cuando yo aún no había embalado mis cosas.

—Si realmente no quisieras mudarte conmigo, me lo dirías, ¿no?

Ryan está frente al espejo del baño haciéndose el nudo de una corbata a rayas grises y azul marino, y tratando de actuar como si me hubiera preguntado algo insignificante. Hace un mohín contrariado, algo que he visto en él otras veces cuando no se sale con la suya.

Yo me subo a la superficie de mármol blanco y me deslizo hasta quedar sentada frente a él. Ryan mira por encima de mi hombro, como si todavía pudiera verse la corbata en el espejo que está detrás de mí. Se está comportando un poco como un crío esta mañana.

Me sé su cara de memoria, pero aún la estudio a cada ocasión que se presenta, buscando algún pequeño detalle que se me haya podido escapar. Es atractivo en un estilo clásico. Tiene un pelo oscuro y tupido que tiende a rizarse en las puntas si lo lleva demasiado largo, como ahora. Sus ojos azules son impresionantes y, aunque acaba de afeitarse, sé que cuando vuelva a verlo esta noche, tendrá una sombra de barba en la mandíbula y me pondrá la carne de gallina al rozarme el cuello.

Apartándole las manos, termino de atarle la corbata.

—Claro que quiero mudarme aquí. ¿A qué viene eso?

Ryan baja la vista a la corbata y la alisa aunque ya está alisada, simplemente por hacer algo. No me ha tocado esta mañana y apenas me ha mirado. Sí, totalmente como un crío.

Puesto que no me ha respondido, añado:

—¿Eres tú el que ha cambiado de idea? Ya sé que crees que he estado postergando el momento de empaquetarlo todo, pero me he reservado hoy todo el día para hacerlo, y los de la organización Goodwill vendrán a recoger lo que ya no necesito y he decidido donarles. Aunque puedo llamar y anularlo…

Sus ojos y sus manos están por fin sobre mí.

—Sí, sigo deseando que vivas aquí. No sabía que era eso lo que tenías previsto para hoy. Pero has escogido el único día en el que no puedo echarte una mano. Hoy estoy a tope.

Es jueves, y Ryan pasará el día en su oficina del este de Texas, a ochenta kilómetros de aquí. Como todos los jueves.

—Ya lo sé, no podía haberlo escogido peor. Pero hoy era el único día que podía tomarme libre en el trabajo y en el que Goodwill disponía de un camión. Tampoco tengo tantas cosas, así que no debería llevarme mucho tiempo aunque lo haga yo sola.

Me estrecha la cintura con las manos mientras se inclina para besarme en los labios. Su puchero ya ha desaparecido hace rato, y yo le engancho la parte posterior de los muslos con los pies y lo atraigo hacia mí.

—Quizá podría llamar y decir que estoy enfermo. Soy el jefe, al fin y al cabo, y ya va siendo hora de que empiece a abusar de mi poder —dice riéndose.

Yo también me río entre beso y beso.

—Guárdate ese día para algo mejor que un traslado. Y, la verdad, no habrá mucho que embalar, porque voy a darlo casi todo. —Miro el dormitorio a través de la puerta—. Mis muebles no son tan bonitos como los tuyos; no tiene sentido conservarlos.

Él me coge la cara con las manos.

—Ya te dije que si quieres traerte cualquier cosa, le haremos sitio. No tienes por qué deshacerte de todo.

Me muerdo el labio inferior y respondo:

—Te aseguro que no te gustaría tener mi horrible sofá de segunda mano en tu sala de estar.

—¿Cómo voy a saberlo si nunca me has dejado verlo? —Intento sortear ese campo minado mirando para otro lado, pero él me empuja el mentón con un dedo hasta que volvemos a quedar frente a frente—. No tienes motivos para avergonzarte.

—Sí, los tengo —digo sosteniéndole la mirada. Luego me inclino y le beso rápidamente para evitar otro puchero—. Ya lo verás el sábado cuando quedemos allí con los de la mudanza. Concerté ayer la cita. Y el domingo nos lo pasaremos buscando espacio aquí para mis cosas. Resérvate lo del día por enfermedad para el lunes. Estaremos exhaustos para entonces y seguro que necesitamos pasarnos un día en pijama. Bueno… El pijama será opcional.

Él apoya la frente sobre la mía; su sonrisa es contagiosa.

—Trato hecho.

Con un último beso rápido, se aparta de mí y sale del baño.

Veinte minutos después de que el Tahoe de Ryan salga de la casa, yo hago otro tanto con mi viejo 4Runner, que tiene diez años. Lake Forbing es una ciudad de tamaño medio del norte de Luisiana conocida por sus fértiles tierras de cultivo y sus profundos pozos de gas natural. Hay mucho dinero en esta zona, pero del tipo discreto. Desde la casa de Ryan se tarda quince minutos en llegar a los apartamentos Lake View, que en realidad no quedan nada cerca del lago que dio nombre a la ciudad.

Aparco en el hueco reservado para el apartamento 203, justo al lado del camión de Goodwill.

—Llegas pronto, Pat —le digo al conductor cuando los dos hemos bajado del vehículo.

Él asiente.

—El primer viaje no ha durado tanto como me imaginaba. ¿Qué apartamento es?

Pat me sigue por las escaleras mientras su ayudante abre la trasera de la enorme caja del camión. Me detengo frente a la puerta y saco la llave del bolso.

—Es aquí.

Él asiente otra vez y vuelve a bajar. Necesito un par de intentos para abrir la cerradura, que se ha vuelto rígida por la falta de uso. Ya estoy girando el pomo cuando oigo el traqueteo metálico de la carretilla en los escalones.

Sostengo la puerta abierta mientras Pat y su ayudante forcejean para hacer pasar la carretilla por el estrecho marco.

—¿Dónde quieres que deje las cajas? —pregunta.

Recorro con la vista el apartamento vacío.

—Déjalas ahí en medio —digo.

Echo un vistazo al primer montón de cajas, que contienen los objetos que me he pasado los últimos cuatro días escogiendo, cosas que Pat me ha guardado en ese camión hasta que yo le dijera que podía traerlas aquí. Cosas que trasladaré a la casa de Ryan el sábado y que diré que son mías desde hace años, no desde hace unos días.

Hacen falta dos viajes para subir todas las cajas. Saco del bolsillo trasero cinco billetes de veinte y se los doy a Pat. Este no es uno de los servicios que ofrece Goodwill, pero por una cantidad como esta en efectivo, estuvo más que dispuesto a prestármelo.

Ya casi están en la puerta cuando pregunto:

—Ah, ¿habéis traído las cajas adicionales?

Pat se encoge de hombros y mira a su ayudante, que dice:

—Sí, están en el fondo del camión. ¿Quiere que las suba?

Si encuentran todo esto extraño, no lo demuestran.

—No. Podéis dejarlas en la acera, delante de mi coche.

Los sigo por la escalera. Mientras ellos bajan el montón de cajas de cartón todavía sin montar, yo voy al maletero de mi coche y saco una pequeña bolsa negra. Cuando suben otra vez a la cabina del camión, vuelvo a darles las gracias. Ya solo me quedan unas pocas cosas que hacer.

La distribución del apartamento es muy sencilla. La puerta principal se abre a una pequeña sala de estar con una cocina montada en la pared del fondo. Un angosto pasillo lleva al baño y al dormitorio. Moqueta beige, linóleo beige, paredes beige.

En la zona de la cocina, abro la bolsa negra y saco cuatro menús de restaurantes cercanos y tres fotos mías con Ryan que imprimí en la máquina automática de la tienda CVS, junto con siete imanes para sujetar cada una de estas cosas en la nevera. Luego saco un surtido de condimentos, vacío la mitad de cada uno en el fregadero y los coloco alineados en la parte interior de la puerta de la nevera. Pasando al baño con la bolsa negra a remolque, saco el champú y el acondicionador, vierto la mitad de cada uno por el sumidero, tal como he hecho con los condimentos, y dejo los dos botes en el borde de la bañera. Desenvuelvo una barra de jabón Lever 2000, la coloco en el sumidero del lavabo, abro el grifo y la voy girando cada pocos minutos hasta que desaparece el logo y se suavizan los bordes; luego la dejo en el pequeño hueco empotrado en la pared de la ducha. Queda solo el dentífrico. Empezando por el extremo, vacío una buena porción, aunque dejando un grumo o dos en el borde del lavabo, tal como hago en casa de Ryan, pese a saber que él se pondrá quisquilloso. Con el tapón quitado, dejo el tubo junto al grifo.

La última parada es en el dormitorio. Saco un surtido de perchas de plástico y alambre, los últimos objetos de la bolsa, y las cuelgo espaciadamente en la barra metálica vacía. De vuelta en la pequeña sala de estar, esparzo el ordenado montón de cajas hasta que queda cubierto todo el suelo. Separo un par de cajas, una llena de libros y otra con un surtido de viejos frascos de perfume, y las abro. La caja de los libros resulta fácil de vaciar; en cosa de un minuto ya tengo varias pilas junto a la caja, como si aún no hubiera podido guardarlos.

Los frascos de perfume me llevan un poco más de tiempo. Coloco la caja en la reducida encimera de la cocina, desenvuelvo los cuatro primeros y los dejo sobre la superficie de formica. La luz de la ventana les da de lleno, y el fino cristal de colores actúa como un prisma proyectando rayos de tono azul, púrpura, rosa y verde por la sórdida habitación.

De todas las compras que he hecho esta semana, los frascos de perfume han resultado los más difíciles y, sorprendentemente, los más divertidos de encontrar. Si tuve que ponerme a buscarlos fue por pura casualidad; de hecho, porque tropecé con una foto que Ryan había colgado en Facebook, y comprendí que este era el tipo de objeto que yo debía «coleccionar». Él le había comprado uno a su madre el año pasado por su cumpleaños. Era una pieza de art déco, una esfera de vidrio grabado, bañada en plata y decorada con cuadritos de espejo, y parecía justo el tipo de regalo que Jay Gatsby le habría hecho a Daisy. Era un frasco precioso, y por la sonrisa que tenía en la cara su madre, le había encantado.

Así pues, si yo era la clase de chica que coleccionaba algún objeto, tenía que ser este sin la menor duda.

Reviso la sala de estar por última vez. Todo tiene el aspecto que quería que tuviera. O sea, como si lo hubiera embalado todo, salvo unas cuantas cosas que no me ha dado tiempo a terminar, unas pocas pertenencias pendientes de recoger.

—Toc, toc —dice una voz desde el umbral.

Me giro en redondo.

Es la mujer que trabaja en la oficina de este complejo, la que me alquiló este apartamento el lunes por la tarde.

Entra en la sala de estar y echa un vistazo al desbarajuste de cajas que hay en el suelo.

—Me preocupé al no ver a nadie por aquí desde el lunes.

Me meto las manos en los bolsillos de delante y me apoyo en la pared contigua a la encimera de la cocina, cruzando un tobillo sobre el otro. Mis movimientos son lentos pero calculados. Me inquieta que esté aquí, para controlarme, y que pueda sentir la misma necesidad el sábado, cuando Ryan venga a ayudarme a recogerlo todo. Escogí expresamente un sitio donde los vecinos no se molestaran en conocerse unos a otros, y donde el alquiler incluyera los servicios básicos, ya que los apartamentos pueden alquilarse por semanas. Y yo solo necesitaba una semana.

Debió de picarle la curiosidad el hecho de que yo escogiera uno de los pocos apartamentos no amueblados. Normalmente, si alguien se molesta en traerse el mobiliario, es porque planea quedarse más de siete días, pero yo no quería que Ryan creyera que llevaba una vida tan provisional como para no tener siquiera mi propio sofá; así que un apartamento amueblado estaba descartado. Y al cuarto día, aquí estoy sin nada que confirme mi estancia en el apartamento, salvo ocho cajas estratégicamente distribuidas por la habitación.

La mujer desliza la mano por la parte superior de la caja más cercana y observa los frascos de perfume de la encimera. Conozco a este tipo de mujer. Lleva un exceso de maquillaje y ropa ceñida, y en tiempos debió de considerársele guapa, pero los años no han sido piadosos con ella. Sus ojos se empapan de todo lo que sucede a su alrededor. Este es el tipo de lugar que suele alquilarse con fines ilícitos, y ella dirige todo el cotarro, siempre ojo avizor por si se presenta una situación de la que pueda aprovecharse. Ahora mismo ha cruzado el aparcamiento y ha venido hasta aquí porque sabe que me traigo algo entre manos, aunque no se le ocurre cómo utilizarlo contra mí.

—Solo quería comprobar que se está instalando —dice.

—Así es —respondo. Luego miro la placa de identificación que lleva prendida en su escotada blusa—. Mire, Shawna, su preocupación es innecesaria. E inoportuna.

Se le pone rígida la espalda. La brusquedad de mi tono contrasta con mi postura relajada. Ella ha entrado aquí creyendo que dominaba la situación, que la comprendía en cierto modo, pero yo la he desconcertado.

—¿Sigo dando por supuesto que habrá vaciado el apartamento y devuelto la llave el domingo a las cinco? —pregunta.

—Tal como yo doy por supuesto que no habrá más visitas inesperadas —respondo ladeando la cabeza hacia la puerta y dirigiéndole una sonrisita.

Ella chasquea la lengua contra el paladar y da media vuelta para irse. Tengo que hacer un esfuerzo para no echar el cerrojo en cuanto sale. Pero ya casi he acabado aquí, y aún me quedan cosas que hacer antes de que Ryan cruce esta tarde, a las cinco y media, la frontera del estado de Luisiana.

3

El abuelo de Ryan falleció hace tres años, solo uno después que su esposa, y le dejó a su nieto la casa junto con todo el mobiliario, toda la vajilla del aparador y todos los cuadros colgados en las paredes. Ah, y una abultada suma de dinero.

Tal como Ryan lo explica, un día en que pasó a ver a su abuelo, descubrió que había muerto apaciblemente mientras dormía y, al cabo de una semana, se trasladó aquí. Las únicas pertenencias que se trajo fueron la ropa, los artículos de tocador y un colchón nuevo para el dormitorio. Así que probablemente habría podido hacer sitio para un feo sofá de segunda mano… si yo lo hubiera tenido.

La calle está flanqueada por grandes robles cuyas ramas dejan en sombra hasta el último centímetro de la acera. Los vecinos son todos de más edad y más acomodados, y se complacen en contarme cómo han visto crecer a ese «chaval tan encantador» desde que era un bebé. Este es el tipo de casa en la que vives cuando al fin has alcanzado una posición estable, cuando has tenido un par de hijos y el temor a no poder afrontar las facturas disminuye y ya no tiene el poder de asfixiarte.

Pero es demasiado grande para Ryan. Tiene dos pisos, con un amplio porche y un gran patio trasero, fachada blanca con postigos de color verde oscuro, primorosos parterres de flores y un sendero de ladrillo para acceder a la puerta principal desde la calle. Tardarías varios minutos en recorrerla si tuvieras que ir examinando cada habitación. En fin, es tan grande que alguien podría entrar por la puerta del garaje y tú no lo oirías desde el dormitorio principal.

Entro marcha atrás por el sendero de acceso para reducir la distancia que tendré que recorrer cargada con las cajas. Justo al levantar el capó del maletero reparo en que los vecinos de la izquierda, Ben y Maggie Rogers, están observándome desde su porche. Siempre puntuales. Su paseo matinal coincide con nuestra salida hacia el trabajo, y sus cócteles vespertinos en el porche ya están en marcha cuando nosotros llegamos a casa al final de la jornada. Pero este es el ambiente general en esta calle, pues la mayoría de la gente está jubilada o poco le falta.

La señora Rogers me sigue con la mirada mientras saco la primera caja del maletero del 4Runner. Este claro indicio de que he pasado a ser algo más que una invitada nocturna se difundirá mañana por la mañana por el resto de la calle cuando ella vaya haciendo su ronda durante el paseo. Los Rogers son los reyes de la vigilancia vecinal.

Permanecen como mudos espectadores mientras yo descargo una caja tras otra. Ryan está entrando en el sendero cuando cojo la última. En cuanto se baja del coche, viene corriendo para librarme de su peso.

—Trae, déjamela a mí —dice.

Me pongo de puntillas y le beso. La caja impide que tengamos ningún contacto, salvo con los labios.

Antes de entrar en casa, él saluda a los Rogers.

—¡Buenas tardes!

La señora Rogers se levanta y camina hasta el final del porche, acercándose todo lo posible sin caer sobre sus arbustos de azalea.

—¡Os veo muy atareados! —grita.

Con los brazos ocupados, él no puede hacer otra cosa que señalarme con la cabeza.

—Evie se viene a vivir aquí.

Su gran sonrisa me produce una pequeña palpitación, y no puedo evitar que aparezca en mi cara una sonrisa tan amplia como la suya.

La señora Rogers le lanza a su esposo una mirada de «te lo dije» al ver confirmadas sus sospechas.

—Ah. Bueno, supongo que los jóvenes se saltan hoy en día algunos pasos importantes.

Emite una risa ahogada para suavizar la pulla, pero Ryan no se inmuta.

—Nuestros pasos tal vez se den en un orden distinto, pero los daremos todos.

A mí se me escapa de los labios un gritito antes de que pueda evitarlo, y hago un esfuerzo para no sacar demasiadas conclusiones de esa charla entre ambos.

El señor Rogers se une a su mujer en el extremo del porche.

—¡Bueno, entonces tenemos que darle a Evie la bienvenida al barrio como es debido! Venid a tomaros unos cócteles una tarde de estas.

La verdad es que si al señor Rogers le molestan las novedades, lo disimula muy bien.

—Nos encantaría. ¿Quizá la semana que viene? —responde Ryan por los dos.

El señor Rogers sonríe con sinceridad cuando añade:

—Acabo de recibir un nuevo ahumador de whisky que estaba deseando probar.

Ryan se echa a reír.

—Ya ha pasado bastante tiempo desde que me tomé uno de tus old fashioned. Estoy deseando repetir.

Dicho lo cual, me roza con el hombro para que sigamos hacia la casa.

Al fin estamos dentro. Ryan deja la caja junto a las demás en el amplio vestíbulo de la parte de atrás.

—Me he adelantado y he traído la ropa y los zapatos. ¿Qué tal tu día?

Él se encoge de hombros.

—Largo. Habría preferido pasarlo embalando cosas contigo.

Ryan siempre se mantiene muy reservado sobre lo que hace los jueves. Y aunque esta mañana ha bromeado sobre la posibilidad de saltarse hoy el trabajo, los dos sabemos que jamás habría hecho tal cosa.

Lo que hace los jueves es importante.

Echa un vistazo a lo que me he traído. Las cajas sin montar que los chicos de Goodwill me han dejado en la acera esta mañana ahora están llenas con los únicos objetos que poseo realmente y que voy a conservar. Ryan coge un mechón que se ha soltado de mi moño alborotado y lo enrosca alrededor de su dedo.

—¿Has avanzado en tu apartamento?

Sonrío de oreja a oreja.

—¡Sí, mucho! Ya estoy lista para el camión de mudanzas del sábado. Aunque, te soy sincera, probablemente nos las arreglaríamos con nuestros dos coches. Al final, he acabado dando todos los muebles. Solo quedan ocho o diez cajas —digo mientras empujo la más cercana con el pie.

El desconcierto y cierta tristeza cruzan su rostro.

—Evie —dice suavemente—. ¿Lo has dado todo?

Deslizo el pulgar por su frente borrando las arrugas que se le han formado.

—Tú vives en una casa en la que cada mueble tiene un significado o encierra un recuerdo. Te criaste con estas cosas alrededor y ahora forman parte de ti. Con las mías no ocurría lo mismo. Eran objetos de pura necesidad. Un sitio donde sentarse para no hacerlo en el suelo, nada más. Me ha resultado muy fácil darlo todo.

Aunque los muebles de los que hablo no los he regalado hoy, mis sentimientos son auténticos.

Ryan se saca del bolsillo el móvil y hace una llamada. Yo lo observo preguntándome qué se propone.

—Hola, soy Ryan Sumner. Evie Porter contrató sus servicios para el sábado, pero tengo que anular la cita.

Con la mano libre, me atrae hacia sí y me estrecha contra su costado. Escucha un momento lo que le dicen y luego les da las gracias y cuelga.

—Vamos a buscar lo que queda. Ahora mismo. Yo me encargaré de todo, porque estoy seguro de que tú estás hecha polvo. Dame solo cinco minutos para cambiarme.

Abro la boca para protestar, pero él pone sus labios sobre los míos acallando mis palabras. Me besa el tiempo suficiente como para que ambos consideremos la idea de dejarlo para el sábado, pero luego se aparta y se aleja corriendo.

—¡Cinco minutos! —grita desapareciendo en el interior de la casa.

Me apoyo en la pared y miro el reloj. Son las seis y media. La oficina de los apartamentos Lake View está cerrada a esta hora y la mujer que trabaja allí ya se ha ido.

Ryan me sigue con su Tahoe hasta el apartamento. Me alegro de no estar en el coche con él cuando descubre a dónde nos dirigimos, aunque así al menos suena verídico el hecho de que yo me sintiera avergonzada.

Aparca a mi lado y se baja en un abrir y cerrar de ojos. Antes de que yo abra la puerta, ya está junto a mi coche.

—Deberías haberme explicado que era aquí donde vivías.

Escruta el aparcamiento como tratando de localizar el peligro que le consta que existe en esta zona.

Sujetándolo de las presillas del cinturón, lo atraigo hacia mí.

—Por eso precisamente no te lo expliqué.

Busco su mano izquierda con la derecha y él me la sujeta con fuerza mientras lo llevo hacia la escalera. Noto que repara en cada luz estropeada del trayecto.

La cerradura cede algo más fácilmente esta vez y, en cuanto se abre la puerta, Ryan me arrastra dentro y la vuelve a cerrar. Luego recorre el apartamento con las manos en jarras. Detesto reconocerlo, pero me encanta la actitud agresiva con la que inspecciona la habitación. El instinto protector que desprende me resulta tan insólito como reconfortante.

Me agacho junto al montón de libros y empiezo a meterlos en una caja vacía que he dejado cerca.

—Había olvidado que quedaban algunas cosas por guardar.

Ryan se acerca a la encimera y coge uno de los frascos de perfume. Sujetándolo en alto, lo inspecciona de arriba abajo; luego hace lo mismo con los otros tres alineados a su lado.

—¿Los coleccionas?

Yo le sonrío.

—¡Sí!

Y luego me dispongo a contarle que los colecciono porque me hacen pensar en mi abuela; pero esa mentira se me queda atragantada. En su lugar digo:

—Vi una foto de uno y me sorprendió lo preciosos… lo diferentes que pueden llegar a ser. Me impresionó. Y desde entonces los colecciono. El morado es mi preferido.

Siempre es preferible mantener la mentira lo más cerca que se pueda de la verdad y decir lo menos posible, pero esto ya es más que de sobra. No quiero mentirle si no es necesario.

Él no menciona que su madre también colecciona frascos de perfume ni comenta que tengo algo en común con ella, y yo no me entretengo en analizar cómo me hace sentir que no diga que es algo que compartimos las dos. Después de dejar el frasco sobre la encimera, Ryan empieza a abrir los cajones de la cocina y luego mira la puerta de la nevera. Coge una de las fotos de ambos y la examina. Es un selfie que nos sacamos al poco de conocernos. Hacía frío fuera y estábamos acurrucados frente al pequeño brasero de su patio de atrás. Yo había llevado ingredientes para tostar malvavisco con chocolate y teníamos trocitos de las dos cosas por la cara. En la foto aparezco sentada en su regazo y ambos, mejilla contra mejilla, sonreímos de oreja a oreja.

—Qué noche tan buena —dice.

—Sí —respondo.

Fue la primera noche que pasé en su casa. La primera vez que dormí en su cama. Él sigue mirando la fotografía y yo no puedo evitar preguntarme qué se le pasará por la cabeza al recordar aquello.

Por fin, quita todas las fotos y los menús pegados a la nevera los amontona sobre la encimera, y abre la puerta.

—Todavía tienes algunas cosas aquí dentro —dice.

—¡Ay, vaya! Creía que lo había limpiado todo. ¿Puedes tirarlo a la basura?

Oigo que recoge los envases y abre el armario de debajo del fregadero donde está guardado el cubo de basura. Los tira todos sobre varias cajas de comida para llevar y otros desperdicios que encontré en uno de los contenedores de fuera. Ray saca el cubo de basura y pregunta:

—¿Queda algo más que tirar antes de que lo baje al contenedor?

Frunzo el ceño mientras lo pienso.

—Sí, quizá haya algunas cosas en el baño que habría que tirar también.

Me sigue por el pasillo hasta el baño. Saco la gastada barra de jabón de la ducha y la tiro al cubo. Luego cojo el champú y el acondicionador, los sopeso como decidiendo si queda lo suficiente para conservarlos y acabo tirándolos también.

Ryan está hurgando en los cajones y los armarios, revisando cada hueco. Es más concienzudo de lo que había imaginado.

De vuelta en la sala de estar, mira en algunas de las cajas que he llenado unas horas antes. Pero es más que un vistazo; es como si estuviera buscando algo.

Después de que haya hurgado en tres cajas, pregunto:

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