delantal o con uno de los Kleenex que siempre tenía apretujados bajo la almohada, le daba uno o dos besos y le decía:
—Bueno, querida, ya se han ido. He acuchillado a esos molestos cables de uno en uno. Míralo tú misma.
Ella miraba (aunque en la época de la que os hablo ya no veía nada), seguía llorando un poco y luego me abrazaba y me decía:
—Gracias, Dolores. Creo que esta vez sí pretendían atraparme en serio.
O a veces me llamaba Brenda al darme las gracias. Brenda era el ama de llaves que los Donovan tenían en Baltimore. Otras veces me llamaba Clarice, que era su hermana y murió en 1958.
Algunos días subía a la habitación y la encontraba medio caída de la cama, gritando que había una serpiente en la almohada. Otras veces estaba sentada con las sábanas sobre la cabeza, chillando que las ventanas ampliaban la luz del sol como una lupa y que se iba a quemar. A veces juraba que ya sentía cómo se le achicharraba el pelo. Daba lo mismo que estuviera lloviendo o que hubiera más niebla que en la mente de un borracho; se empeñaba en que el sol la freiría viva, de modo que yo cerraba las persianas y luego la abrazaba hasta que dejaba de llorar. A veces seguía abrazándola, porque incluso cuando ya estaba callada notaba que temblaba como un cachorro maltratado por niños consentidos. Me pedía una y otra vez que le examinara la piel y le dijera si el sol le había producido ampollas en algún sitio. Yo le contestaba una y otra vez que no le había salido ninguna, y al cabo de un rato se dormía. Otras veces, en lugar de dormir, caía en un estupor y susurraba cosas a gente que no estaba ahí. En ocasiones hablaba francés, y no me refiero al parley-voo de la isla. A ella y a su marido les encantaba París y viajaban allá siempre que podían, en algunos casos con los hijos y en otros solos. A veces, cuando estaba animada, se ponía a contarlo —los cafés, los clubes nocturnos, las galerías y los botes del Sena— y a mí me encantaba escucharla. Se le daban bien las palabras y cuando se ponía a contarte algo de verdad, casi podías verlo.
Pero lo peor, lo que le provocaba un terror mayor, eran las pelusas. Ya sabéis a qué me refiero: esas pelotillas de polvo que se forman bajo las camas, detrás de las puertas y en los rincones. Parecen como vainas de algodoncillo, eso es. Sabía que era eso incluso cuando ella no era capaz de decirlo y por lo general lograba calmarla, pero no he conseguido averiguar la razón de su miedo por un puñado de zurullos fantasma —o lo que ella creyera que fueran realmente—, aunque me lo imagino. No os riais, pero se me ocurrió en un sueño.
Por suerte, la alucinación de las pelusas de polvo no aparecía con tanta frecuencia como la de las quemaduras en la piel o la de los cables del rincón. Pero cuando aparecía, yo sabía que me esperaba un mal rato. Sabía que se trataba de la pelusa incluso si estábamos en plena noche y yo me encontraba en mi habitación, dormida y con la puerta cerrada, en cuanto ella empezaba a gritar. Cuando se le metía en la cabeza cualquiera de las otras cosas…
¿Cómo, querida?
¿Ah, no?
No, no hace falta que acerques esa grabadora tan mona; si quieres que hable más alto lo haré. Por lo general soy la tipeja más gritona que puedas conocer. Joe solía decir que deseaba tener a mano los tapones de algodón cada vez que yo entraba en casa.
Lo que pasa es que su comportamiento con lo de la pelusa me daba escalofríos y supongo que el hecho de que haya bajado la voz demuestra que todavía me los da. Incluso ahora que está muerta. A veces trataba de regañarla: «¿Qué pretendes con esa tontería, Vera?», le decía. Pero no era ninguna tontería, al menos, no para Vera. Más de una vez creí saber cómo acabaría su vida: se moriría de miedo a las jodidas pelusas. Y no andaba tan equivocada, ahora que lo pienso.
Había empezado a decir que cuando se le metía en la cabeza cualquiera de las otras cosas —la serpiente de la almohada, el sol, los cables— se ponía a gritar. Cuando era la pelusa, aullaba. Muchas veces ni siquiera articulaba palabra alguna. Se limitaba a proferir aullidos, tan largos y tan fuertes que te helaban el corazón.
Yo acudía corriendo y me la encontraba tirándose de los pelos o arañándose la cara con las uñas y con pinta de bruja. Se le ponían los ojos tan grandes que casi parecían huevos duros, y siempre miraban fijamente a uno u otro rincón.
A veces conseguía decir: «¡Pelusas, Dolores! ¡Ah, por Dios, pelusas!». Otras veces solo podía llorar y balbucear. Se tapaba los ojos durante uno o dos segundos con las manos, pero luego las retiraba. Era como si no soportara lo que veía, pero tampoco fuera capaz de no mirar. Y de nuevo empezaba a arañarse la cara. Yo le cortaba las uñas tanto como podía, pero aun así con frecuencia llegaba a derramar sangre y cada vez que eso ocurría me preguntaba cómo podía ser que su corazón aguantara aquel terror tan puro, con lo vieja y gorda que estaba.
En una ocasión se cayó de la cama y se quedó tendida con una pierna retorcida bajo el cuerpo. Me dio un miedo del copón, sí. Entré corriendo y me la encontré en el suelo, dando puñetazos a la madera como un niño en plena pataleta y soltando unos gritos que se alzaban hasta el techo. En todos los años que trabajé para ella, fue la única vez que llamé al doctor Freneau en plena noche. Vino desde Jonesport con la lancha de Collie Violette. Lo llamé porque creía que se había roto la pierna —era la única explicación por la manera en que le quedaba doblada— y que casi seguramente se moriría de un infarto. No estaba rota —no lo entiendo, pero Freneau dijo que solo estaba distendida—, y al día siguiente ella entró de nuevo en un período lúcido y no recordaba nada. Le pregunté un par de veces por la pelusa cuando volvió a tener el mundo más o menos enfocado y me miró como si me hubiera vuelto loca. No tenía ni la menor idea de lo que le estaba hablando.
Después de que ocurriera unas cuantas veces, supe qué hacer. En cuanto la oía aullar de aquella manera, saltaba de la cama y salía de la habitación, que estaba bastante cerca de la suya, con el cuarto de la plancha de por medio. Guardaba una escoba en el distribuidor, con el recogedor encajado en el mango, desde que tuvo su primer ataque con la pelusa. Entraba a la carga en su dormitorio blandiendo la escoba como si fuera una bandera con la que detener un maldito tren de correo y gritando (era la única manera de que me oyera): «¡Yo las cogeré, Vera! ¡Yo me encargo! ¡Tú aguanta el jodido teléfono!».
Y pasaba la escoba por el rincón hacia el que ella estuviera mirando y luego repasaba el otro por si acaso. Después, a veces se calmaba, pero lo más normal era que empezara a chillar que había más debajo de la cama. Entonces me arrodillaba y hacía ver que también barría allí. En una ocasión, la estúpida, asustada y penosa vieja estuvo a punto de caer de la cama sobre mí al tratar de asomarse para mirar. Probablemente me habría aplastado como a una mosca. ¡Menuda comedia!
Después de barrer todos los rincones que la asustaban, le enseñaba el recogedor vacío y le decía: «Mira, querida, ¿lo ves? He atrapado a todas y cada una de esas molestas cosas».
Ella miraba primero el recogedor, y luego a mí, con todo el cuerpo tembloroso y los ojos tan anegados de lágrimas que brillaban como las rocas cuando las ves surgir entre el vapor, y suspiraba: «Oh, Dolores, son tan grises… ¡Tan repugnantes! Llévatelas. Por favor, llévatelas».
Yo dejaba la escoba y el recogedor vacío junto a la puerta de mi habitación, listos para la acción, y volvía para tranquilizarla en la medida de lo posible. Y para calmarme también yo. Si os creéis que yo no necesitaba calmarme, probad lo que supone despertarse en plena noche en un viejo museo como ese, con el viento aullando fuera y la vieja loca chillando dentro. El corazón se me ponía como una locomotora y casi no podía respirar… Pero no podía permitir que ella se diera cuenta, o de lo contrario habría empezado a dudar de mí. ¿Y hacia dónde nos habría conducido eso, entonces?
Muchas veces, después de estas escenas, le cepillaba el pelo: era lo que más rápido parecía calmarla. Al principio gemía y lloraba y a veces abría los brazos y me abrazaba, apretando la cara contra mi vientre. Recuerdo que después de sus jolgorios con las pelusas siempre tenía la frente y las mejillas calientes, e incluso alguna vez me mojó el camisón con sus lágrimas. ¡Pobre anciana! Supongo que ninguno de nosotros sabe lo que significa ser tan viejo y que te persigan unos diablos que no consigues explicar ni siquiera a ti mismo.
El truco del cepillo no siempre funcionaba, ni aunque me pasara media hora peinándole el pelo. Ella seguía mirando más allá de mi hombro, hacia el rincón, y de vez en cuando tomaba aire y gritaba. O manoteaba en la oscuridad bajo la cama y luego sacaba la mano de golpe, como si creyera que iban a mordérsela. Una o dos veces incluso yo creí ver algo que se movía por ahí debajo y tuve que cerrar bien fuerte la boca para no gritar. En realidad solo era la sombra de su mano al moverse, claro, ya lo sé, pero eso demuestra en qué estado me tenía, ¿no? Ajá, incluso yo, y eso que soy tan tozuda como mal hablada.
En esas ocasiones en las que nada servía, me metía con ella en la cama. Me rodeaba con los brazos y recostaba la cabeza de lado sobre lo que me queda de pecho y yo la abrazaba hasta que se quedaba dormida. Entonces salía cuidadosamente de la cama, despacio y con calma para no despertarla, y volvía a mi habitación. En alguna ocasión ni siquiera llegué a marcharme. En esos casos —cuando ella me despertaba en mitad de la noche con sus gritos— me quedaba dormida junto a ella.
Fue en una de esas noches cuando soñé con la pelusa. Pero en el sueño yo no era yo. Yo era ella, metida en su cama de hospital, tan gorda que apenas podía darme la vuelta sin ayuda y con la entrepierna ardiendo profundamente por la infección de orina que nunca se llegaba a curar por la humedad que mantenía a todas horas, y sin capacidad para resistir nada. Digamos que el felpudo estaba listo para cualquier bicho o germen que apareciese, y que siempre estaba orientado en la dirección correcta.
Miré hacia el rincón y vi algo que parecía una cabeza de polvo. Los ojos estaban en blanco y la boca abierta y llena de dientes polvorientos como garfios. Empezó a acercarse a la cama, despacio, rodando sobre sí mismo; y cuando de nuevo volvió a aparecer la cara, los ojos me estaban mirando y vi que se trataba de Michael Donovan, el marido de Vera. En cambio, cuando completó la segunda vuelta, la cara era la de mi marido. Era Joe St. George con una sonrisa maliciosa y un montón de dientes polvorientos que rechinaban. La tercera vez que giró, no era nadie conocido, pero estaba vivo y hambriento y dispuesto a recorrer rodando todo el camino que nos separaba para poder comerme.
Me desperté con un movimiento tan brusco que estuve a punto de caerme de la cama. Era de madrugada y los primeros rayos del sol trazaban líneas sobre el suelo. Vera seguía durmiendo. Se había quedado apoyada en mi brazo, pero al principio no tuve fuerzas para retirarlo. Me quedé temblando, cubierta de sudor, tratando de obligarme a creer que estaba despierta y que todo estaba bien, ya sabéis, como suele hacerse después de una pesadilla de las malas. Y durante un instante vi todavía aquella cabeza de polvo con sus cuencas vacías y sus largos dientes polvorientos en el suelo, junto a la cama. Así de malo había sido el sueño. Luego desapareció; el suelo y los rincones de la habitación estaban limpios y vacíos, como siempre. Pero desde entonces siempre me he preguntado si a lo mejor ese sueño me lo envió ella, si no vi algo de lo que ella veía cuando se ponía a chillar. Tal vez tomé algo de su miedo y lo hice mío. ¿Creéis que estas cosas pasan en la vida real, o solo en esas novelas baratas que se venden en los quioscos? Yo no lo sé… pero sí sé que ese sueño me dio un miedo del copón.
Bueno, no importa. Basta con decir que gritar como una jodida loca los domingos por la tarde y en plena noche era su tercera manera de ser cabrona; pero así y todo, era triste, muy triste. En el fondo, todas sus putadas eran tristes, aunque eso no impedía que a veces me entraran ganas de darle vueltas a la cabeza como un carrete en el huso y creo que cualquiera menos santa Juana del Jodido Arco habría sentido lo mismo. Supongo que cuando Susy y Shawna me oyeron gritar que deseaba matarla… o cuando me oyeron otros… o cuando nos oían gritando malicias mutuamente… Bueno, pensarían que cuando ella muriese yo me levantaría las faldas y bailaría un zapateado sobre su tumba. Supongo que habrás oído algo de eso ayer y hoy, ¿verdad, Andy? No hace falta que contestes; la única respuesta que necesito está en tu cara. Es como una valla publicitaria. Además, yo sé que a la gente le encanta hablar. Hablaban de mí y de Vera y también hubo un montón de cotilleos sobre Joe y yo: algunos antes de su muerte y todavía más después. Aquí, en el quinto pino, lo más interesante que alguien puede hacer es morirse de repente. ¿Os habíais fijado en eso alguna vez?
Bueno, pues ya hemos llegado a Joe.
A esta parte le tengo pavor, y supongo que es porque no sirve de nada mentir. Ya os he dicho que lo maté, eso ya está, pero lo más duro aún tiene que llegar: cómo… y por qué… y cuándo tuvo que ser.
Hoy he pensado mucho en Joe, Andy; mucho más que en Vera, a decir verdad. En primer lugar trataba de recordar por qué me casé con él, y al principio no lo conseguía. Al cabo de un rato me ha entrado una especie de pánico, como a Vera cuando se le metía en la cabeza que tenía una serpiente en la almohada. Luego me he dado cuenta de cuál era el problema: estaba buscando la parte amorosa como si fuera una de esas tontitas a las que Vera contrataba en junio y luego despedía antes de que transcurriera medio verano porque no podían cumplir las normas. Estaba buscando la parte romántica y de eso hubo bien poco incluso en 1945, cuando yo tenía dieciocho años y él diecinueve y el mundo era nuevo.
¿Sabéis lo único que se me ha ocurrido hoy mientras estaba en la escalera, con el culo helado y tratando de recordar el amor? Tenía una frente bonita. Yo me sentaba cerca de él en la sala de estudios, cuando íbamos juntos al instituto —es decir, durante la Segunda Guerra Mundial—, y recuerdo su frente, lo suave que parecía, sin un solo grano. Tenía algunos en las mejillas y en el mentón y solían salirle espinillas en las aletas de la nariz, pero su frente era suave como la crema. Recuerdo que deseaba tocarla… que soñaba tocarla, a decir verdad; quería ver si era tan suave como parecía. Y cuando me invitó al baile de graduación, dije que sí y tuve la ocasión de tocársela y comprobé que era tan suave como parecía, con el pelo echado hacia atrás en leves ondas. Yo le acariciaba el cabello y la frente suave en la oscuridad mientras el conjunto de la sala de baile del Samoset Inn tocaba Moonlight Cocktail… Después de unas cuantas horas sentada en la escalera desvencijada y temblando, recordé al menos eso, no sé, por lo menos hubo algo al fin y al cabo. Por supuesto, no habían pasado demasiadas semanas cuando me encontré tocándole algo más que la frente, y ese fue mi error.
Bueno, aclaremos una cosa: no pretendo decir que acabé pasando los mejores años de mi vida con ese viejo tonel de ron solo porque me gustaba el aspecto de su frente durante la séptima clase, cuando la luz en el aula de estudio le enfocaba de lleno. Mierda, no. Pero sí pretendo deciros que esa ha sido la única parte romántica que he podido recordar, y eso me molesta. Sentada hoy en la escalera de East Head, pensando en los viejos tiempos… Menudo trabajo. Me he dado cuenta por primera vez de que acaso me vendí demasiado barata y de que tal vez lo hice porque creí que algo barato era lo máximo que podía obtener una como yo. Sé que ha sido la primera vez que me he atrevido a pensar que merecía más amor del que Joe St. George podía darle a nadie (salvo a sí mismo, tal vez). Podéis dudar de que una vieja puta malhablada como yo piense en el amor, pero la verdad es que casi se trata de la única cosa en la que creo.
No tuvo demasiado que ver con mis razones para casarme con él, sin embargo. Eso será mejor que lo aclare desde el principio. Llevaba un crío de seis semanas en el vientre cuando le di el sí quiero, hasta que la muerte nos separe. Y eso fue lo más inteligente… triste pero cierto. Todo lo demás fueron las estúpidas razones habituales, y si algo he aprendido en mi vida es que las razones estúpidas provocan matrimonios estúpidos.
Estaba harta de luchar contra mi madre.
Estaba harta de que mi padre me riñera.
Todas mis amigas se estaban casando, tenían casa propia, y yo quería ser mayor como ellas; estaba harta de ser una niñita tonta.
Él dijo que me quería y le creí.
Dijo que me amaba, y eso también me lo creí… y después de decírmelo me preguntó si yo sentía lo mismo por él y me pareció que lo más educado era contestar que sí.
Me daba miedo lo que me pudiera ocurrir si decía que no: adónde tendría que ir, qué debería hacer, quién cuidaría de mi criatura mientras tanto.
Todo esto parecerá estúpido si alguna vez llegas a escribirlo, Nancy, pero lo más estúpido es que conozco a unas cuantas chicas que fueron al colegio conmigo y se casaron por las mismas razones, y la mayoría siguen casadas y muchas se limitan a aguantar, esperando sobrevivir a sus maridos para enterrarlos y luego sacudir para siempre de las sábanas sus pedos de cerveza.
Hacia 1952 ya me había olvidado de su frente y en 1956 tampoco me servía de mucho el resto de su cuerpo y supongo que empecé a odiarlo cuando Kennedy sustituyó a Ike, pero no se me ocurrió matarlo hasta más adelante. Pensaba que me quedaría con él porque mis hijos necesitaban un padre, aunque solo fuera por eso. ¿No tiene gracia? Pero es verdad. Lo juro. Y también juraré otra cosa: si Dios me diera otra oportunidad, volvería a matarlo, por mucho que eso significara el infierno y la condenación eterna… como probablemente será.
Supongo que cualquiera que no sea un recién llegado en la isla sabrá que lo maté y probablemente muchos creerán saber por qué… Por su manía de ponerme las manos encima. Pero no eran sus manos las que lo condenaron, y la pura verdad es que, a pesar de lo que pensara entonces la gente de la isla, no me dio ni un capón en los tres últimos años de nuestro matrimonio. Le curé esa tontería a finales de 1960 o a principios del sesenta y uno.
Hasta entonces me pegaba bastante, sí. No puedo negarlo. Y yo lo aguantaba; eso tampoco puedo negarlo. La primera vez fue durante nuestra segunda noche de casados. Habíamos bajado a pasar el fin de semana en Boston —esa era nuestra luna de miel— y nos alojábamos en el Parker House. Apenas salimos. Éramos un par de ratoncillos de pueblo y nos daba miedo perdernos. Joe dijo que maldita la gracia que tenía gastarse los veinticinco dólares que nos había dado mi familia para divertirnos en un taxi solo porque no podía encontrar el camino de vuelta al hotel. ¡Diantres, mira que era idiota el hombre! Desde luego, yo también lo era… Pero algo que Joe tenía y yo no (y también me alegro) era esa naturaleza suspicaz. Sospechaba que toda la raza humana quería fastidiarlo y muchas veces he pensado que cuando bebía tal vez fuera porque solo así podía irse a dormir sin mantener un ojo abierto.
Bueno, eso no es nada del otro mundo. Lo que pretendía explicaros es que esa noche bajamos al comedor, tomamos una buena cena y luego subimos de nuevo a la habitación. Recuerdo que Joe se tambaleaba considerablemente al caminar por el vestíbulo: se había tomado cuatro o cinco cervezas con la cena, además de las nueve o diez que llevaba en toda la tarde. Una vez dentro de la habitación, se quedó mirándome tanto rato que le pregunté si tenía monos en la cara.
—No —contesta él—, pero he visto a un hombre en el restaurante que te miraba el vestido, Dolores. Casi se le salían los ojos de las cuencas. Y tú sabías que te estaba mirando, ¿verdad?
Estuve a punto de decirle que ni siquiera me habría enterado si Gary Cooper hubiese estado sentado en un rincón con Rita Hayworth, y luego pensé «¿Para qué molestarse». No servía de nada discutir con Joe cuando había bebido; tampoco es que me casara con los ojos totalmente vendados, y no trataré de engañaros.
—Si había un hombre mirándome el vestido, ¿por qué no has ido a decirle que cerrase los ojos, Joe?
Solo era una broma. Tal vez estuviera tratando de regatearlo, en realidad no me acuerdo, pero él no se lo tomó en broma. Eso sí lo recuerdo: Joe no se tomaba nada en broma. De hecho, he de decir que no tenía prácticamente ningún sentido del humor. Eso es algo que no sabía cuando me junté con él. Entonces me parecía que el sentido del humor era como la nariz o las orejas: a unos les funcionaba mejor que a otros, pero todo el mundo lo tenía.
Me agarró, me tumbó sobre sus rodillas y me atizó con el zapato.
—Durante el resto de tu vida, nadie más que yo sabrá de qué color llevas la ropa interior, Dolores —advirtió—. ¿Lo has oído? Nadie más que yo.
En realidad creí que era una especie de juego de amor, que fingía estar celoso para abrumarme: mira tú si era tonta. Eran celos, de acuerdo, pero el amor no tenía nada que ver. Era más como el perro que pone una zarpa sobre su hueso y gruñe si te acercas demasiado. Entonces no lo sabía, de modo que aguanté. Más adelante aguanté porque pensaba que eso de que el hombre pegara a la mujer de vez en cuando era solo una parte del matrimonio. No era una parte bonita, pero limpiar lavabos tampoco lo es y casi todas las mujeres han tenido que hacerlo desde el momento en que guardaron en el desván el vestido de novia. ¿Verdad, Nancy?
Mi propio padre le ponía las manos encima a mamá de vez en cuando y supongo que de ahí obtuve la noción de que no pasaba nada: solo era algo que debía aguantar. Adoraba ciegamente a papá, y ellos dos también se adoraban el uno al otro, pero él podía ser bastante bruto cuando se le enganchaba un pelo en el culo.
Recuerdo una vez —yo debía de tener… oh, digamos que unos nueve años—, cuando papá vino de segar el campo de George Richard, en el extremo oeste de la isla, y mamá no tenía preparada su cena. Ya no recuerdo por qué no le había dado tiempo, pero sí recuerdo muy bien lo que ocurrió cuando llegó él. Llevaba solo las zapatillas (se había quitado las botas y los calcetines en la veranda de la entrada porque estaban llenos de paja y heno) y tenía la cara y los hombros rojos de tan quemados. El sudor le pegaba el cabello a las sienes y se le había quedado un hierbajo enganchado justo en medio de las arrugas que le surcaban la frente. Parecía acalorado y cansado y listo para el cabreo.
Entró en la cocina y no había nada en la mesa, aparte de un jarrón lleno de flores. Se volvió hacia mamá y dijo:
—¿Y mi cena, cariño?
Ella abrió la boca, pero antes de que pudiera decir nada, él le puso una mano en la cara y la empujó al suelo en un rincón. Yo estaba sentada en la entrada de la cocina y lo vi todo. Él se acercó a mí con la cabeza gacha y el pelo colgándole sobre los ojos —cada vez que veo a un hombre de camino a su casa con ese mismo aspecto, cansado del día de trabajo y con su bolsa de la comida en la mano, me hace pensar en papá— y me entró miedo. Quería apartarme de su camino porque pensaba que también me empujaría a mí, pero me pesaban demasiado las piernas. Sin embargo, no lo hizo. Solo me agarró con sus grandes manos duras y calientes, me apartó y salió. Se sentó en el tronco de cortar la carne con las manos en el regazo y la cabeza gacha como si se las estuviera mirando. Al principio asustó a los pollos, pero luego volvieron y empezaron a picotearle los zapatos. Pensé que los apartaría a patadas, que levantaría las plumas, pero tampoco lo hizo.
Al cabo de un rato busqué con la mirada a mi madre. Seguía sentada en el rincón. Se había cubierto la cara con un trapo de cocina y estaba llorando. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Eso es lo que mejor recuerdo, aunque no sé por qué: sus brazos sobre el pecho de esa manera. Me acerqué y la abracé, y ella me rodeó la cintura y me devolvió el abrazo. Luego se apartó el trapo de la cara y lo usó para secarse los ojos y me dijo que saliera a preguntar a papá si quería un vaso de limonada fría o una botella de cerveza.
—Asegúrate de decirle que solo quedan dos cervezas —me insistió—. Si quiere más, tendrá que bajar al almacén a comprarlas. Y si no, que no empiece.
Salí, se lo dije y me contestó que no quería cerveza y que le iría bien una limonada. Corrí a buscarla. Mamá estaba preparando la cena. Todavía tenía la cara hinchada de llorar, pero estaba tarareando y esa noche hicieron sonar los muelles de la cama como casi cada noche. Nunca surgió ningún comentario más sobre ese asunto. En aquellos días, eso se llamaba corrección en el hogar y era parte del trabajo de un hombre, y yo misma, cuando recordaba esa escena pensaba que mamá debía de necesitarlo, porque si no papá nunca lo habría hecho.
Le vi corregirla otras veces, pero esa es la que recuerdo mejor. Nunca le vi pegarle con el puño, como me daba a veces Joe a mí, pero una vez le atizó en las piernas con un pedazo de vela de barco y eso debió de doler como un hijoputa. Sé que le dejó marcas rojas que no desaparecieron en toda la tarde.
Ya nadie lo llama corrección en el hogar: ese término ha desaparecido de las conversaciones, hasta donde llega mi conocimiento, pero yo crecí con la noción de que cuando las mujeres y los niños se pasan de la raya, la tarea del hombre es volver a ponerlos en su sitio. Sin embargo, no pretendo deciros que porque creciera con esa noción lo encontrara justo; no me escaparé tan fácilmente. Sabía que el hecho de que un hombre pusiera las manos encima a la mujer no tenía mucho que ver con la corrección… pero de todas formas dejé que Joe me lo hiciera durante mucho tiempo. Supongo que estaba simplemente demasiado cansada de trabajar en casa, de limpiar para los veraneantes, de cuidar de mi familia y de tratar de arreglar los follones que Joe montaba con los vecinos para pensar demasiado en eso.
Estar casada con Joe… Ah, mierda. ¿Cómo es un matrimonio cualquiera? Supongo que los hay de todas las clases, pero ninguno es lo que parece desde fuera, lo que yo te diga. Lo que la gente ve de un matrimonio y lo que realmente ocurre en él no son más que primos lejanos. A veces es horrible y a veces es divertido, pero normalmente es como todo lo demás en la vida: las dos cosas a la vez.
La gente creía que Joe era un alcohólico que solía pegarme —y probablemente también a los chicos— cuando estaba borracho. Creen que al final se pasó demasiado y que yo le hice pagar por todo. Es verdad que Joe bebía y que a veces asistía a las reuniones de Alcohólicos Anónimos de Jonesport, pero tenía tanto de alcohólico como yo. Se agarraba una borrachera cada cuatro o cinco meses, normalmente con basuras como Rick Thibodeau o Stevie Brooks —esos sí eran alcohólicos—, pero luego lo dejaba, salvo por un trago o dos cuando llegaba a casa por la noche. Nada más, porque cuando tenía una botella le gustaba que le durase. A los auténticos alcohólicos que he conocido no les interesaba que ninguna botella de lo que fuera durase: ni de Jim Bean, ni de Old Duke, ni siquiera de «descarrilador», que es un anticongelante que filtran con algodón. A un verdadero alcohólico solo le interesan dos cosas: poder pagar la copa que tiene en la mano, y pescar algo para la siguiente.
No, no era alcohólico, pero no le importaba que la gente creyera que lo había sido. Le ayudaba a encontrar trabajo, sobre todo en verano. Creo que el modo en que la gente piensa en Alcohólicos Anónimos ha cambiado con los años —sé que ahora se habla de eso mucho más que antes—, pero lo que no ha cambiado es el modo en que tratan de ayudar a alguien que afirma haber intentado ayudarse a sí mismo. Joe se pasaba un año entero sin beber —o al menos sin contarlo cuando lo hacía— y en Jonesport le montaban una fiesta. Le daban un pastel y una medalla, en serio. Así que, cuando iba a pedir trabajo a los veraneantes, antes que nada les decía que era alcohólico y se estaba recuperando: «Si no quiere contratarme por eso lo entenderé, pero tengo que desahogarme. Llevo un año asistiendo a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y nos dicen que no podremos permanecer sobrios si no somos sinceros».
Luego sacaba su medalla de oro por un año de sobriedad y se la enseñaba, siempre con esa pinta de no haber tenido bizcocho para comer los domingos en todo un mes. Supongo que uno o dos lloraron cuando Joe les contó que iba superándose día a día y que se lo tomaba con calma y dejaba que Dios le ayudara cuando le entraban ganas de beber…, cosa que según él ocurría cada quince minutos. Normalmente, cedían y lo contrataban e incluso llegaban a pagar cincuenta centavos o un dólar por hora más de lo que tenían previsto. Parecería que el truco tenía que fallar a partir del día del Trabajo, pero daba unos resultados sorprendentes, incluso aquí en la isla, donde la gente lo veía cada día y deberían haberlo conocido mejor.
La verdad es que casi siempre que Joe me pegaba estaba sobrio. Cuando se tomaba unas copas no se preocupaba demasiado por mí, ni para bien ni para mal. Luego, en el sesenta o en el sesenta y uno, llegó una noche, después de ayudar a Charlie Dispenzieri a sacar su barco del agua, y cuando se agachó para coger una coca de la nevera vi que llevaba una raja en los pantalones. Me eché a reír. No pude evitarlo. Él no dijo nada, pero cuando me acerqué a la cocina para vigilar la col —esa noche había verdura hervida, lo recuerdo como si fuera ayer—, cogió un tronco de arce de la caja de leña y me atizó en plena espalda. Ah, cómo duele eso. Si alguien te ha dado alguna vez en los riñones, ya sabes cómo es. Te los notas pequeños, calientes y tan pesados que parece que se vayan a soltar de lo que los aguanta en su sitio y se vayan a hundir como si fueran plomo en un cubo de agua.
Me arrastré hasta la mesa y me senté en una silla. Me habría caído al suelo si aquella silla hubiera estado un poco más lejos. Me quedé sentada, esperando a que pasara el dolor. No lloré, exactamente, porque no quería asustar a los críos, pero aun así me rodaron lágrimas por la cara. No pude evitarlo. Eran lágrimas de dolor, de esas que no se contienen por nada ni por nadie.
—No te rías nunca de mí, puta —dice Joe. Dejó de nuevo en la caja el leño con que me había golpeado y se sentó a leer el American—. Hace diez años que deberías saberlo.
Pasaron veinte minutos hasta que pude levantarme de aquella silla. Tuve que llamar a Selena para que bajara el fuego de la verdura y de la carne, a pesar de que el hornillo no estaba ni a cuatro pasos de donde estaba sentada.
—¿Por qué no lo has hecho tú, mamá? Yo estaba viendo los dibujos animados con Joey.
—Estoy descansando —le contesté.
—Claro —dice Joe desde detrás del periódico—. Está agotada de tanto darle a la boca. —Y se carcajeó.
Eso fue suficiente; bastó con esa risa. En ese mismo momento decidí que no volvería a pegarme, salvo que estuviera dispuesto a pagar por ello un precio mortal.
Luego cenamos como siempre y vimos la tele como siempre: los mayores y yo en el sofá y el Pequeño Pete en el regazo de su padre en la mecedora. Pete se quedó dormido hacia las siete y media, como casi siempre, y Joe lo llevó a la cama. Yo envié a Joe Junior a dormir una hora después, y Selena se fue a las nueve. Yo solía acostarme hacia las diez y Joe se quedaba hasta medianoche sentado, cabeceando y viendo la tele, leyendo trozos del periódico que antes se había saltado y hurgándose la nariz. Ya ves, Frank, no eres tan malo; hay gente que no pierde el hábito ni siquiera al hacerse mayor.
Esa noche no me fui a la cama a la hora de costumbre. Me quedé sentada con Joe. La espalda me dolía un poco menos. Lo suficiente para lo que tenía que hacer, en cualquier caso. A lo mejor estaba nerviosa, pero no lo recuerdo. Solo esperaba que se quedara dormido, y así ocurrió finalmente.
Me levanté, entré en la cocina y cogí la jarra de la leche. No había entrado a buscar concretamente eso; estaba allí porque esa noche había tocado a Joe Junior recoger la mesa y se había olvidado de meterla en la nevera. A Joe Junior siempre se le olvidaba algo: meter la leche en la nevera, poner la tapa a la mantequera, envolver el pan para que la primera rebanada no se quedara seca por la noche… Y ahora, cuando lo veo salir por la tele en las noticias, soltando un discurso o respondiendo en una entrevista, lo más fácil es que recuerde eso y me pregunte qué pensarían los demócratas si supieran que su líder en el Senado del estado de Maine nunca era capaz de recoger del todo la mesa a los once años.
Sin embargo, me siento orgullosa de él; ni se os ocurra pensar lo contrario. Me siento orgullosa de él por mucho que sea un maldito demócrata.
Bueno, el caso es que esa noche se las arregló para olvidarse de lo más adecuado; era pequeña pero pesada, y sentía como si estuviera hecha a medida para mi mano. Me acerqué a la caja de la leña y saqué el hacha de mango corto que guardábamos en el estante superior. Luego entré en la sala, donde él seguía durmiendo. Llevaba la jarra en la mano derecha y la solté de golpe sobre su cara. Se partió en mil pedazos.
Entonces se sentó muy rígido, Andy. Y ojalá lo hubieras oído. ¿Que si gritó? La hostia bendita, parecía un toro con la minga enganchada en la puerta del redil. Se le pusieron los ojos en blanco y se llevó una mano a la oreja, que ya estaba sangrando. Tenía algunas manchas de leche en la mejilla y en aquellos pelandrajos esmirriados en el lado de la cara que él llamaba patilla.
—¿Sabes una cosa, Joe? —le pregunté—. Ya no estoy cansada.
Oí que Selena saltaba de la cama pero no me atreví a mirar. Lo habría pasado mal en ese caso, porque él, cuando quería, podía llegar a ser rápido como una serpiente. Sostenía el hacha en la mano izquierda, pegada al cuerpo y casi escondida por el delantal. Y cuando Joe empezó a levantarse la alcé y se la mostré.
—Si no quieres que te la clave en la cabeza, Joe, será mejor que vuelvas a sentarte —amenacé.
Por un instante creí que de todas formas se levantaría. Si lo hubiera hecho, habría sido su fin, porque yo no estaba bromeando. Se dio cuenta y se quedó paralizado con el culo a diez centímetros del asiento.
—¿Mami? —llamó Selena desde el umbral de su habitación.
—Vuelve a la cama, cariño —contesto yo, sin apartar la mirada de Joe ni un solo segundo—. Tu padre y yo estamos discutiendo algo.
—¿Pasa algo malo?
—No —digo yo—. ¿Verdad que no, Joe?
—Ajá —dice él—. Todo perfecto.
Oí que daba unos pasos hacia atrás pero no oí cerrarse la puerta de la habitación durante un rato —diez, tal vez quince segundos— y supe que estaba allí plantada, mirándonos. Joe se quedó quieto, con una mano en el brazo de la mecedora y el culo alzado del asiento. Luego oímos que la puerta se cerraba y entonces Joe debió de darse cuenta de lo ridículo que parecía, medio sentado y medio de pie, con la otra mano pegada a la oreja y con gotas de leche chorreándole por toda la cara.
Se sentó del todo y apartó la mano. Tanto la mano como la oreja estaban llenas de sangre, con la diferencia de que la mano no se estaba hinchando y la oreja sí.
—Ah, cabrona, esta me la pagarás —me amenaza él. —¿Ah, sí? Bueno, entonces será mejor que recuerdes una cosa, Joe St. George: cobrarás siempre el doble de lo que me pagues.
Me sonrió como si no pudiera creer lo que estaba oyendo. —Bueno, supongo que entonces tendré que matarte, ¿no? Le pasé el hacha casi antes de que acabara de hablar. No era mi intención, pero en cuanto vi que la cogía me di cuenta de que era la única cosa que podía hacer.
—Adelante —le digo yo—. Procura que el primer tajo sea bueno para que no sufra.
Su mirada vagó entre el hacha y yo. Su cara de sorpresa habría resultado cómica si el asunto no hubiera sido tan serio.
—Luego, cuando lo hayas hecho, será mejor que te calientes las sobras y comas algo —proseguí—. Come hasta que estalles, porque van a meterte en la cárcel y no me consta que allí se cocinen platos caseros. Supongo que primero te enviarán a Belfast. Me parece que esos trajes naranja te quedarán bien.
—Cállate, coño —dice él.
Pero yo no estaba dispuesta a callarme.
—Después, probablemente te trasladarán a Shawshank, y
ahí sé que no te llevan la comida caliente a la mesa. Y tampoco te dejan salir los viernes por la noche para jugar al póquer
con tus amiguetes de copas. Solo te pido que lo hagas rápido y
luego no dejes que los niños vean la porquería.
Entonces cerré los ojos. Estaba bastante segura de que no lo haría, pero estar bastante segura no significa demasiado cuando tu propia vida está en juego. Eso lo descubrí aquella noche. Me quedé con los ojos cerrados, viendo solo la oscuridad y preguntándome qué sentiría cuando descargara el hacha, cortándome la nariz, los labios y los dientes. Recuerdo que pensé que antes de morir saborearía las astillas de madera enganchadas al filo del hacha y recuerdo que me alegré de haberla llevado a afilar dos o tres días antes. Si iba a matarme, mejor que no fuera con un hacha mellada.
Me pareció que llevaba ahí plantada unos diez años. Entonces, medio bronco y frustrado, preguntó:
—¿Vas a prepararte para acostarte, o piensas quedarte ahí plantada como Hellen Keller en sus sueños húmedos?
Abrí los ojos y vi que había dejado el hacha bajo la silla; alcancé a ver el mango que asomaba tras las patas. El periódico había quedado sobre sus pies, como si fuera una tienda de campaña. Se agachó, lo recogió y lo agitó. Trataba de comportarse como si no hubiera ocurrido nada en absoluto, pero ahí estaba la sangre, que le recorría las mejillas desde la oreja, y sus manos temblaban lo suficiente para que el periódico crujiera un poco. Dejó sus puñeteras huellas ensangrentadas en la primera página y en la última, y yo me decidí a quemarlo antes de que se acostara para que los niños no lo vieran y se preguntaran qué había ocurrido.
—Voy a ponerme el camisón bien pronto, pero será mejor que antes lleguemos a un acuerdo sobre esto, Joe.
Alzó la mirada y, con los labios apretados, dice:
—No te conviene pasarte de lista, Dolores. Eso sería un
error grave, muy grave. Será mejor que no me fastidies.
—No me estoy pasando —le digo yo—. Se te han acabado los días de pegarme, solo quiero decir eso. Si vuelves a hacerlo una sola vez, uno de los dos acabará en el hospital. O en la morgue.
Me miró durante un rato largo, muy largo, Andy, y yo le aguanté la mirada. El hacha ya no estaba en su mano sino bajo la silla, pero eso no importaba; sabía que si apartaba la mirada antes que él, los golpes en el cuello y las palizas en la espalda no acabarían jamás. Pero al cabo de un buen rato volvió a concentrar la mirada en el periódico y murmuró:
—Haz algo útil, mujer. Tráeme una toalla para la cabeza