Los ahogados (Quirke & Strafford 2)

Benjamin Black

Fragmento

Capítulo 1

1

Llevaba tanto tiempo viviendo solo, tan alejado del mundo y sus infinitos enjambres de gente, que al ver el objeto extraño que se alzaba un tanto ladeado en medio del campo de debajo de la casa, por un segundo no supo qué era. En el ocaso, las dos luces rojas lo miraban por encima de la alta hierba como los ojos de un animal salvaje agazapado y presto a saltar. El corazón le dio tres fuertes latidos sordos y pausados; los sintió en los oídos como el redoble de un tambor distante.

Pero no era un animal. Era un coche bajo y elegante, caro a juzgar por su aspecto, pintado en un tono bruñido de dorado oscuro. Entre las sombras crecientes irradiaba un tenue resplandor siniestro. El motor estaba en marcha y del tubo de escape salía lentamente un hilo de espeso humo gris blancuzco que se dispersaba en volutas fantasmagóricas.

La portezuela de la derecha, la del conductor, estaba abierta de par en par. Pensó de nuevo en un animal, esta vez con las fauces desencajadas y bramando de furia y dolor. Pero no se oía nada más que el susurro de la suave brisa entre las hierbas inclinadas y las zarzas combadas, todavía repletas de moras ya pochas.

Un vehículo parado en un campo que se extendía bajo una casa. ¿Y qué? No era de su incumbencia. Lo más prudente sería seguir adelante, pasar de largo ante el portillo como si no hubiera visto nada, regresar a casa y ocuparse de sus asuntos. Sin embargo, algo lo retenía. Más tarde, naturalmente, se arrepentiría de haberse detenido siquiera un instante, pero para entonces sería demasiado tarde y se vería atrapado, de nuevo, entre la gente.

La gente, el azote de su vida.

Había de ocurrir tarde o temprano. El mundo nunca te dejaría tranquilo, en paz, solo. Siempre tenía que envolverte y empeñarse en que participaras en los juegos y diversiones como todos los demás. Niños: el mundo estaba a reventar de niños. No niños de verdad, esos seres mágicos y dolorosamente preciosos, sino homúnculos raquíticos, mal desarrollados, que desfilaban arriba y abajo pisoteando con fuerza y gesticulando. Les había tenido miedo cuando era pequeño y ellos todavía eran niños o fingían serlo, y les tenía aún más miedo ahora que fingían ser adultos.

Sí, la mal llamada vida era una fiesta de cumpleaños que se había desmadrado, con gritos y peleas y juegos cuyas reglas él desconocía, y con un grupo atacando a otro y todos tirando al suelo a los demás y bailando en corro como salvajes, y con todo aquel desenfreno velado por una neblina de polvo y ruido y horribles tufos ardientes.

Eso era el mundo para ti, sí señor. El mundo de los otros.

Dejó las cosas en el suelo, detrás del poste del portillo: la caña de pescar, su vieja bolsa bandolera flexible —con sus escasas capturas de la tarde: tres róbalos medianos y un abadejo que freiría para el perro— y la vieja caja de caudales de hojalata donde guardaba los sándwiches. Dudó un momento, pero luego, pese a que el corazón seguía sonándole como un tamtam, cruzó el portillo. «Idiota —se dijo incluso mientras avanzaba—, ¿por qué te metes donde no te llaman?».

Caminó por el montículo herboso que discurría entre las dos roderas del sendero. Sus piernas se movían como por voluntad propia para llevarlo hacia… ¿qué?

De la vivienda, que se hallaba a cierta distancia, en lo alto de la cuesta, solo distinguía el tejado y parte del hastial.

Al llegar al punto donde el automóvil había virado bruscamente a la izquierda hasta adentrarse en el campo, giró y siguió la doble huella zigzagueante que el vehículo había dejado en la alta hierba.

Era un deportivo, un Mercedes SL, eso decían las letras en relieve de la tapa del maletero, con capota retráctil de lona negra rígida. Él no entendía mucho de coches, pero sí lo suficiente para saber que no era un modelo corriente y moliente. ¿Quién habría dejado un coche tan caro en medio de un campo cubierto de maleza, con las luces encendidas y el motor en marcha? Percibía un olor a gases de tubo de escape, metal caliente y tapicería de cuero, todo mezclado. Y un rastro de perfume femenino, almizcleño, un tanto apestoso…, ¿o eran imaginaciones suyas? Se agachó y revisó el interior.

Del contacto colgaba un llavero plateado con una correa de cuero que llevaba una chapita redonda con el logotipo de tres puntas de Mercedes. El pequeño objeto se destacaba como la única nota íntima entre tanto acero, cromo y cristal. Aquel aro y su llave tenían dueño, alguien que se la guardaba en el bolsillo o en un bolso, alguien que la hacía dar vueltas en un dedo y se sentaba detrás del volante y se inclinaba con ella entre el pulgar y el índice para insertarla en la ranura y la giraba hasta que el motor cobraba vida con un rugido. Alguien.

Encontró el mando de las luces y las apagó, al igual que el motor, y dejó la llave donde estaba. Empujó la portezuela con excesiva fuerza, de modo que se cerró con un golpe sordo que le sonó estrepitoso como un trueno. Luego el silencio lo envolvió de nuevo. Dio la sensación de que todo se agolpaba con avidez, como los mirones en el escenario de un accidente o de un crimen.

Sí, tenía que haber habido una pelea, eso era lo que debía de haber sucedido. Una persona, hombre o mujer, tenía que perder los papeles para dejar así un deportivo, un Mercedes SL, con la llave en el contacto, incluso en ese tramo solitario de la costa. Por la zona rondaban tipos brutos, verdaderos palurdos, hijos de campesinos medio salvajes, jornaleros, algún que otro miembro del IRA llegado del Norte para esconderse tras otro atentado con bomba fallido o un asalto desastroso a un puesto de aduanas. Esos garrulos no dudarían en meterse en esa preciosidad dorada y llevársela para dar una vuelta, y más que probablemente acabaría estampada contra el tronco de un árbol de alguna carretera, echando humo y vapor, o hundida en casi dos metros de agua en una cala rocosa oculta.

El campo, o prado, como supuso que debería llamarse, ascendía en una pendiente poco pronunciada hacia la casa. Subió hacia lo alto de la cuesta y miró a su alrededor. La tarde de finales de octubre se desvanecía con rapidez, pero en el cielo del oeste una larga franja de nubes irradiaba un resplandor blanco, tan brillante que tuvo que protegerse los ojos con una mano. De momento disfrutaban de un mes excepcionalmente agradable y parecía que la bonanza aguantaría aún cierto tiempo. Deseaba con todas sus fuerzas que así fuera. No es que le gustaran el verano, la luz del sol, los juegos y todas esas pamplinas, pero solo de pensar en la llegada del invierno se le encogía el corazón. ¿Sería capaz de resistir viviendo así, como un paria —pero ¿acaso no era un paria?—, sin ver un alma y sin saber de nadie?

Tendría que apañárselas de algún modo. No había vuelta atrás. No se podía confiar en él en el mundo, entre gente, entre…

«¡Basta!». Cerró los ojos y se golpeó la frente con un puño.

Respira hondo. Otra vez. Y otra. Ya está.

Abrió los ojos.

A la izquierda, la superficie del mar vespertino estaba picada y era metálica, con un leve fulgor. No se divisaba nada en él, ni un solo barco o vela, nada entre las rocas y la costa galesa, invisible más allá del horizonte. Dirigió la mirada tierra adentro. La vivienda se alzaba al final del sendero herboso que ascendía desde el portillo. Era una casa de labranza de buen tamaño, con dos pisos, construida en granito, con un tejado de pizarra muy inclinado que ahora brillaba con la luz de poniente, dos chimeneas altas y una veleta en forma de gallo cacareando.

¿Por qué seguía allí? ¿Por qué se metía donde no lo llamaban?, se preguntó de nuevo. ¿Qué tenía él que ver con el coche abandonado y con quien quisiera que lo hubiese abandonado? Volvió a decirse que si tuviera dos dedos de frente se iría, giraría sobre los talones en ese mismo instante, desandaría el camino hasta el portillo, recogería la caña, la bolsa y la fiambrera con los sándwiches, y se alejaría a toda prisa, antes de que los dueños del vehículo regresaran de dondequiera que se hubiesen metido y lo arrastraran inexorablemente a un enrevesado embrollo espantoso que ellos mismos hubieran creado.

Justo entonces, como si el pensamiento hubiera hecho aparecer la cosa, oyó a su espalda una voz que lo llamaba a gritos. Dio media vuelta y vio una figura que avanzaba con dificultad hacia él cruzando el prado desde la parte del mar. Era un hombre larguirucho, de piernas inseguras y rodillas de goma. Agitaba un brazo por encima de la cabeza con gesto apremiante, como quien se está ahogando y emerge por segunda vez. La llamada se repitió, pero las palabras se perdieron en las inmensidades de la tierra, el cielo y el mar.

¿Qué hacer? Ay, Dios, ¿qué hacer? ¿Dar media vuelta y correr, como ya debería haber hecho? Podría regresar en busca de la bolsa y los aparejos de pesca en otro momento, nadie consideraría que valiera la pena llevárselos. Podía fingir que, con la luz declinante, no había visto al hombre, y que tampoco lo había oído.

Pero ya era demasiado tarde.

¡Atrapado!

—Oiga, oiga… Tiene que ayudarme —dijo el hombre sin resuello mientras subía a trompicones los últimos metros apretándose el agitado pecho con una larga mano pálida—. Creo que mi mujer se ha tirado al mar.

Se llamaba Armitage, dijo. Era alto y muy delgado, con hombros huesudos, el pecho hundido, la cabeza angosta y larga y unos ojillos oscuros demasiado juntos. Llevaba el pelo engominado y peinado liso hacia atrás: a Wymes le recordó el ceñido gorro de goma negra de los nadadores del Canal. Bajo una gabardina vestía un blazer azul marino con botones de latón y pantalones anchos de color crema que ondeaban alrededor de los flacos tobillos. Llevaba abierto el cuello de la camisa, de tipo inglés, con puntas alargadas. Sus estrechos zapatos de charol, delicados como los de baile, húmedos por el rocío y con arena adherida, eran tan negros y brillantes como su cabello. Sus calcetines blancos estaban salpicados de manchas de hierba.

Se detuvo sin aliento, con el torso inclinado hacia delante, las manos apoyadas en las rodillas y la cabeza caída, y emitió una suerte de gimoteo. ¿Estaba llorando? Enseguida se enderezó. Ni rastro de lágrimas. Curiosamente, parecía más entusiasmado que angustiado.

—¿Y usted es…? —preguntó.

Su acento engolado parecía impostado.

—Wymes. Denton Wymes. Yo…

—¿Wims?

—Sí. Se escribe W-y-m-e-s y se pronuncia «Wims».

Le molestaba sentirse obligado siempre a ofrecer esa banal aclaración, incluso a desconocidos. Armitage se lo quedó mirando en silencio un instante, tras lo cual avanzó un paso y lo agarró de los brazos.

—Entonces no es un paddy —dijo con una especie de carcajada—. Gracias a Dios.

—En realidad, soy irlandés, si se refiere a eso —replicó Wymes con frialdad—, pero no…

—No un paleto irlandés de pura cepa. Eso es lo importante. ¡Un buen hombre!

Wymes parpadeó. Todo aquello le parecía irreal. ¿De verdad había dicho el hombre eso de que su mujer se había tirado al mar? Quizá pretendía ser algún tipo de broma absurda.

De repente el individuo torció la cara hacia un lado y soltó algo semejante a un aullido estrangulado, como si por un segundo hubiese olvidado lo de su esposa y acabara de recordarlo. Todavía sujetaba a Wymes por los brazos, pero de pronto lo soltó y se pasó el dorso de una mano por la boca.

—¡Ha muerto! —se lamentó—. Ha muerto en el mar, estoy seguro.

Parecía una mala actuación, aunque, pensó Wymes, la mayoría se comportaba de ese modo en momentos críticos y de angustia.

—Mire, cálmese —dijo con un sentimiento creciente de desesperación—. Seguro que ha habido un…

—¡¡¡Ha muerto!!! —Era casi un alarido—. Le estoy diciendo que se ha tirado al mar desde las rocas.

—¿La ha visto? Es decir, ¿la ha visto arrojarse al agua?

En ese punto Armitage dudó y retrocedió medio paso al tiempo que entornaba sus ojillos arteros.

—Tiene razón —admitió, ahora pensativo—. Ahora que lo dice, no la he visto tirarse.

—Entonces ¿se cayó? ¿Fue un accidente?

—¡No, no, no, no! —respondió Armitage negando violentamente con la cabeza—. Salió del coche y echó a correr —señaló hacia atrás agitando con gesto impreciso una mano— y bajó corriendo hacia el mar y… —Se interrumpió y ladeó la cabeza como si escuchase una vocecilla que le hablara al oído—. Supongo —añadió despacio—… supongo que es posible que se haya escondido detrás de las rocas para hacerme creer que se ha tirado. —Esbozó una sonrisa casi melancólica—. No sería de extrañar, ¿sabe usted?

Pareció meditar esa posibilidad un instante y luego, para consternación de Wymes, lo cogió de la mano, en realidad le apretó la palma contra la suya, dio media vuelta y echó a andar hacia el mar tirando de él.

Un día, cuando Wymes era pequeño, sus padres lo habían llevado al circo. Le pareció un espectáculo aterrador —los chirridos y las pedorretas del trío de músicos, los gritos exaltados de los acróbatas, los focos deslumbrantes en medio de la oscuridad cargada de talco—, pero lo peor llegó cuando un payaso lo sacó al escenario. Era alto y desgarbado, de hecho se parecía un poco a Armitage, con la cara pintada de un blanco implacable, una peluca de color zanahoria y encima, torcido, un sombrero de copa baja de un rojo intenso. Subió trastabillando con sus largas piernas por las cuatro primeras filas de bancos, apartando a los espectadores a empellones e incluso pisando a un par, agarró al joven Wymes de la mano y lo bajó a rastras a la pista.

Wymes no había olvidado la experiencia, el calor de los dedos que le atenazaban los suyos, el olor a maquillaje y sudor, la risa de loco.

Armitage sería un buen payaso, pensó: esquelético, burlón y demente.

—Vamos —dijo Armitage tirándole con más fuerza de la mano—. Si está escondida, enseguida encontraremos a la pequeña desvergonzada. Al final acabará dejándose ver… Siempre le ha dado miedo estar sola en la oscuridad.

Sí, el hombre estaba chiflado, concluyó Wymes, chiflado, borracho o ambas cosas. Tras apartar la mano, retrocedió y se detuvo con los pies muy separados, decidido a mantenerse firme.

—Lo siento, pero me temo que no puedo ayudarle. Tengo que… —Buscó una excusa creíble—. Tengo que sacar a pasear al perro.

Armitage se frenó también, se dio la vuelta y lo miró con el ceño fruncido.

—¿Al perro?

—Sí. Está encerrado en la caravana y pensará que lo he abandonado. Es un border collie. Verá, los border collies son muy nerviosos. El problema es que ladra sin parar y asusta a los peces.

—¿Que hace qué?

—Espanta a los peces con sus ladridos. Por eso no lo llevo.

—Porque asusta a los peces. —Armitage asintió despacio con la cabeza—. Entiendo. Conque es usted pescador.

—No. Es para comer. El pescado. Es decir, pesco para comer, no por deporte. —Deja de barbotear, por el amor de Dios—. Vivo solo, lejos de… lejos de las tiendas y demás.

Armitage frunció los labios y miró al cielo con los ojos entornados.

—Mi esposa —dijo con una calma estudiada y asintiendo de nuevo con la cabeza, más despacio todavía—, mi esposa se ha tirado al mar o se ha largado corriendo y ha sufrido una desgracia, seguramente fatal, pero el perro de usted tiene que salir a hacer pipí. Entiendo.

—Lo siento, yo…

—No, no, no se disculpe. Lo comprendo. Menudo brete. Lassie la de la Vejiga a Reventar estará inquieta mientras usted pierde su precioso tiempo escuchando mis conjeturas sobre el triste sino de mi señora esposa. Es muy lógico, muy lógico. Vaya usted, vaya. No se preocupe por mí…, no se preocupe por nosotros.

Tocado del ala, no cabe duda, pensó Wymes. Estoy atrapado con un desequilibrado en esta costa desolada.

—Mire, señor… señor Armitage —dijo con tono amable—, ¿por qué no va a la casa…, mire, esa casa de allá arriba, para que pidan ayuda por teléfono?

—Podría hacerlo, sí —respondió Armitage acariciándose la barbilla y mirando al suelo con el ceño fruncido—. Es algo que podría hacer.

Wymes iba a añadir algo, pero de pronto Armitage dio media vuelta y empezó a subir por la cuesta levantando y bajando las rodillas y balanceando los brazos. Más que nada parecía un muñeco mecánico.

—¡Espere! —lo llamó Wymes, aunque no en voz tan alta ni con tanta energía como habría debido. Al fin y al cabo, era su oportunidad de escapar.

Aun así…

¿Y si de verdad la mujer del individuo se había caído al mar, o se había arrojado, o bien había echado a correr para perderse en la noche, furiosa o borracha o lo que fuera? Tal vez hubiera resbalado en las rocas limosas y se hubiera roto algo, un brazo, una pierna. Y Armitage, por muy desagradable que resultara —tenía algo de marrullero pese a sus vocales propias del habla británica culta y los elegantes zapatos—, era un ser humano al fin y al cabo, un hombre, igual que el propio Wymes, un hombre que necesitaba desesperadamente ayuda. Uno no podía marcharse sin más y dejarlo solo ahí, en la creciente oscuridad. ¿O sí?

Armitage se había detenido y miraba frenético a su alrededor. La hierba le llegaba casi hasta las rodillas.

Había empezado a soplar el viento y oyeron el estruendo de las olas al romper contra las rocas de la costa. Si de verdad la mujer se había caído al mar, se dijo Wymes con tristeza, ya se habría más que ahogado, tendría el cuerpo destrozado, la cara aplastada, la ropa desgarrada y medio arrancada. Había visto personas ahogadas. Una imagen imposible de olvidar.

Detrás de ellos se encendió una luz, lo que provocó que el aire a su alrededor pareciera de golpe más oscuro. Una ventana del hastial de la casa se iluminó con un brillo amarillo. Así pues, había alguien dentro, probablemente un campesino y su familia. Sin duda no negarían el auxilio a un hombre que buscaba a su esposa desaparecida. Les pediría que llamaran a la policía, o a la lancha de salvamento, y mientras se ocupaban de eso él se escabulliría sin que se dieran cuenta. Scamp se alegraría de verlo. Saldrían a dar un paseo juntos, hombre y perro. Bajarían por la trocha entre las dunas y caminarían por la playa.

No, la playa no. Era posible que las olas ya hubieran arrastrado hasta allí el cuerpo de la mujer. Imagínate lo que sería toparte con él, la carne fosforescente y blanda como pulpa, la cara hinchada y cubierta de cortes, el pelo retorcido cual algas, los ojos con la mirada fija y ciega.

Subió con determinación por la pendiente hacia la ventana iluminada. Debía buscar ayuda. Oyó detrás al hombre, que lo llamaba.

—¡Eh! ¡Wimess! ¡Espere!

Siempre lo mismo. Por más que lo deletreara con claridad y lo explicara, todo el mundo se equivocaba siempre con su apellido.

—¡Vamos! —respondió haciendo señas con el brazo—. ¡No hay tiempo que perder!

Qué cosa tan banal es la vida, incluso en sus momentos más dramáticos, más melodramáticos, pensó. Ahora era él quien parecía el actor que hacía gestos exagerados y soltaba malas frases.

2

Había pensado que las cosas no podían ser más raras, y de pronto lo fueron. Mientras subía la cuesta abriéndose paso con cautela en la penumbra por el terreno irregular, oyó a Armitage sollozar calladamente detrás, o eso le pareció. Enseguida se dio cuenta de que no sollozaba, sino que se reía por lo bajini, para sí. Sería histeria, ¿no? El sonido cesó al cabo de un instante. Wymes echó un vistazo hacia atrás y observó que Armitage se esforzaba por recuperar la compostura, enderezaba los hombros, se aclaraba la garganta y se pasaba una mano por la cara.

—Lo siento. Es que se me acaba de ocurrir una cosa.

Y, a su pesar, soltó otra risilla aflautada.

Al llegar a la casa vieron por una ventana delantera de la planta baja a un hombre sentado a una mesa de la cocina. Tenía en la mano un vaso con algo, whisky a juzgar por su aspecto. Reclinado en una silla de madera, con una rodilla cruzada sobre la otra, fumaba un cigarrillo. Tenía los hombros anchos, una hermosa gran cabeza de aspecto un tanto brutal y una mata de pelo oscuro y rizado que le caía sobre la frente. Vestía un jersey verde oscuro de aire militar, camisa de cuadros y pantalones de pana marrón claro. Incluso desde esa distancia transmitía una sensación de seguridad en sí mismo y tranquilidad: el hombre de la casa.

Al otro lado de la estancia, ante una enorme cocina negra, una mujer removía algo en una cacerola honda de cobre. Llevaba recogida en la nuca con un pañuelo rojo su larga melena oscura y lisa. Vestía una camisa blanca muy grande, suelta como un blusón de pintor, y pantalones anchos.

De repente se dio la vuelta, con una cuchara de madera en alto, para decirle algo al hombre, pero se interrumpió y miró hacia la ventana frunciendo el ceño.

Sin duda los había visto junto a la verja a pesar de la oscuridad, pensó Wymes, o había percibido de algún modo que se acercaban. Aunque su experiencia con las mujeres era limitada, creía que en general se mostraban más alertas que los hombres, mucho más receptivas a las señales menudas que el mundo envía en torrentes incesantes. Tenía su lógica, ya que eran más vulnerables y, por tanto, debían estar siempre en guardia. Lo mismo ocurría con los niños, con la diferencia de que los niños eran más confiados. Ah, sí.

Levantó el pestillo de la verja. Una terrier pequeñita y lanuda saltó de las sombras olfateando hospitalariamente. Un perro guardián, pensó Wymes, casi tan útil a ese respecto como su Scamp. Armitage propinó una patada al animal, que aun así no se desanimó. Wymes se agachó y le acarició el pelaje enmarañado de detrás de las orejas.

Se abrió la puerta principal y apareció el hombre al que habían atisbado en la cocina. Se quedó un poco de lado, recortado contra la luz del recibidor. Era corpulento y musculoso, más de lo que había aparentado visto a través de la ventana. Llevaba parches de cuero beis cosidos en los codos y los hombros del jersey.

Un urbanita, dedujo Wymes, un dominguero en el papel de terrateniente o bien —esos parches en los hombros— en el de soldado de permiso. Ignoraba lo que estaba a punto de venírseles encima a él y a su bucólico asueto, pensó Wymes no sin una pizca de maldad, y de inmediato se avergonzó.

El hombre tiró la colilla en el escalón de piedra y la aplastó con la punta del zapato. La perrita dio tres vueltas corriendo alrededor de sus tobillos y de golpe se sentó temblando de agitación.

—Hola… —dijo el hombre mirando a la oscuridad.

La voz era grave y el tono neutro, no desafiante. No se mostraba alarmado. Estaba en su casa, plantado en su propio umbral con gesto de propietario. Wymes experimentó otra vez la punzada de un mal presentimiento. Sospechaba que algo iba a trastocar por completo el mundo de ese hombre, algo, para ser preciso, con un blazer azul, zapatos brillantes y calcetines blancos con manchas verdes de hierba.

El hombre volvió a hablar.

—¿En qué puedo ayudarles?

Armitage se adelantó hacia el paralelogramo torcido de luz amarilla que se proyectaba por el hueco de la puerta sobre los adoquines, con la sombra del hombre enmarcada en él.

—Perdone que le importunemos de esta manera. Un problemilla… Por lo visto he perdido a mi señora.

El hombre lo observó con más atención y a Wymes le pareció percibir en su rostro un gesto de reconocimiento y sorpresa.

—¿Su esposa?

—Creo que es posible que se haya tirado al mar y se haya ahogado. De hecho estoy bastante seguro. O, si no, se ha caído.

Armitage parecía llamativamente descentrado, como si el verdadero asunto no fuera la mujer desaparecida, sino otra cosa, otra cuestión colateral.

—Dios mío —dijo el hombre de la puerta, pero también a él se le veía abstraído y desconcertado en cierto modo.

Armitage se presentó —«Armitage, Ronnie Armitage»— y le tendió una mano. El hombre la miró como si no supiera qué era.

—¿Ahogado, dice? ¿Cree que su esposa se ha ahogado?

—Eso parece. O sea, es la impresión que da. La he buscado y rebuscado, y ni rastro. Así que es muy posible que se haya hundido en el agua. Pobrecita. Está muy oscuro allí abajo, en la orilla.

Wymes se adelantó en ese momento y apartó a Armitage.

—¿Tiene teléfono? —preguntó al hombre.

—¿Teléfono?

—Sí, teléfono. Para pedir ayuda. Auxilio.

La mujer había salido al fondo del recibidor y se había quedado allí, todavía con la cuchara de madera en alto, como si fuera un cetro.

—¿Qué pasa, Charles? —preguntó.

Charles. Solo un nombre, un nombre de lo más común, pese a lo cual de algún modo sonó extraño pronunciado así, bruscamente, con acento del sur de Dublín, y ahí, con la noche envolviéndolo todo, el hombre iluminado por detrás y el brillo de los adoquines. Charles, con su jersey verde de canalé con primorosos parches, y la señora de Charles, casi tan alta como él, esbelta, con un atractivo pecho plano, rostro ovalado, una bonita nariz fina y ojos de un intenso verde jade. La pareja perfecta, pensó Wymes imaginando las palabras en letras de imprenta, como en un titular sobre una fotografía que acompañara la noticia de un crimen.

—Parece ser que ha habido un accidente —respondió Charles a su esposa sin volver la cabeza, todavía de cara a Armitage, a quien miraba como hipnotizado—. Alguien se ha ahogado.

—Dios mío —dijo la mujer repitiendo las palabras de su marido y mostrándose, al igual que él, no tanto impresionada como desconcertada.

Wymes tuvo más que nunca la sensación de que se trataba de una escena ensayada y de que todos estaban actuando, incluido él mismo.

—Pasen —indicó el hombre, que se hizo a un lado al tiempo que levantaba una mano con la palma hacia arriba—. ¡Tú, largo! —espetó de pronto con voz endurecida.

La perrita gimió y se escabulló por la puerta.

—No pasa nada, Raggles —dijo la mujer, y el animalillo se internó en la oscuridad tras lanzarle una mirada acusadora.

—Pasen, por favor —repitió el hombre casi con irritación—. Por cierto, soy Ruddock. —Se dirigía a Wymes—. Y ella —agregó señalando a la mujer— es Charlotte, mi esposa. Yo soy Charles y ella es Charlotte. Todo el mundo se ríe. —Arrastraba un poco los pies al caminar, con los andares propios de los hombres corpulentos. En mitad del recibidor se detuvo y se volvió hacia Armitage—. Por cierto…, ¿cómo ha llegado aquí?

—¿Eh? —dijo Armitage parpadeando.

Estaba observándolo todo con sumo interés, la mesa de recibidor de roble fósil, el espejo con marco de madera, cuyo azogado, al desintegrarse en los bordes, había dejado una trama como de encaje amarillento, las baldosas rojas y grises del suelo. Murmuraba para sí con un zumbido bajo. Deslizó los dedos por el papel pintado con puntitos en relieve de la marca Anaglypta que había debajo de la moldura de la pared.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —insistió Ruddock.

—En coche —respondió Armitage. Señaló con un pulgar por encima del hombro—. Está ahí atrás, en medio de su campo, donde Dee lo dejó, y a mí con él… —Se interrumpió—. Encantado, señora mía —dijo a la esposa de Ruddock al tiempo que le tendía una mano y adoptaba una expresión untuosa, más un gesto lascivo que una sonrisa, con las comisuras de sus finos labios blancuzcos estiradas y alzadas casi hasta los lóbulos de las orejas. Sí, igualito que un payaso, pensó Wymes.

La señora Ruddock hizo malabarismos con la cuchara de madera para estrecharle la mano, que soltó enseguida, como si la hubiera encontrado caliente, pegajosa o ambas cosas. Wymes se fijó en que iba descalza. A sus ojos, ya perplejos, los pies de la mujer eran extraños. No parecían pies. Bien podían ser dos seres marinos con tentáculos, de una blancura anormal, pero bonitos pese a su aspecto inquietante y sobrenatural.

Se detuvo junto a la mesa del recibidor, donde había un teléfono, pero los demás siguieron adelante y entraron en la cocina, de modo que no le quedó más remedio que ir tras ellos; no iba a asumir la responsabilidad de pedir ayuda. «Recuerda que no se te ha perdido nada aquí —se dijo—, nada de nada». La desaparecida no era su mujer.

Y no podía serlo, pues no existía ninguna señora Wymes. Nunca la había habido y nunca la habría. La señora de Denton Wymes, ¡menuda idea! Casi se echa a reír solo de pensarlo. Por un segundo surgió ante él la imagen de una giganta con brazos cubiertos de manchas rojizas, piernas musculadas, pechos prominentes y caderas del tamaño de un tocador, un ser maquillado, con rizos y corsé que exudaba una calidez húmeda y un olor muy fuerte y se abalanzaba inexorable sobre él con gesto inexpresivo, como el mascarón de proa de un barco. ¡Puaj!

La cocina, pequeña, cuadrada y de techo bajo, le recordó las ilustraciones de un libro que su madre le leía cuando era pequeño. ¿Era Winnie the Pooh o aquel otro sobre conejos escrito por aquella mujer? El aspecto limpio y acogedor que ofrecía todo —la ancha y achaparrada cocina negra, las cortinas de cuadros, el jarrón con crisantemos sobre la mesa de madera fregada y refregada— parecía en cierto modo falso, parecía postizo. Era como si alguien lo hubiese colocado todo y luego se hubiera retirado discretamente para dejar el lugar a esa pareja alta y piernilarga con su acento arrastrado, su ropa informal pero cara y su aire indolente e indisimulado de privilegio y lánguido desdén. O no, no un libro ilustrado. Una vez más tuvo la sensación de algo teatral. La cocina era un escenario y esas personas eran los intérpretes que actuaban en él.

Pero de pronto le asaltó el pensamiento, acompañado de un leve estupor, de que él y los Ruddock, ese tal Charles y su Charlotte, pertenecían a la misma clase —¿acaso su acento no era tan engolado como el de la pareja, no lo envolvía, pese a todo, el mismo aura de privilegio?—, en tanto que Armitage era indiscutiblemente el intruso. Solo había que ver los calcetines blancos.

Y sin embargo, Armitage era el que parecía más a sus anchas mientras observaba la cocina del mismo modo que había observado el recibidor, como si estuviera tasando el lugar con vistas a un posible comprador cuando llegara el momento oportuno.

—¿Una copa? —propuso Ruddock.

Dirigió la pregunta a Armitage, sin mirar siquiera a Wymes, como si no hubiera que tenerlo en cuenta en lo referente al alcohol ni en nada más. Wymes estaba acostumbrado a que lo ignoraran así. Como a un clérigo anciano, pongamos por caso, o a una tía solterona de visita por Navidad.

—Con mucho gusto —respondió Armitage echando un vistazo a la botella de Bushmills, llena en tres cuartas partes, que había en la mesa.

Ruddock sacó un vaso de un estante del aparador que había junto al fregadero, se dio la vuelta y dudó. Miró a Armitage con la cabeza ladeada y un ojo medio cerrado.

—¿Seguro que no ha estado ya empinando el codo para ahuyentar las penas? —le preguntó intentando adoptar un tono despreocupado y cómico, sin éxito.

—Ah, sí, claro —respondió Armitage con la afabilidad de un hombre con derecho a sentirse ofendido pero que declina hacerlo debido a su innata magnanimidad. Rio entre dientes—. Tomé jerez seco el día de Año Nuevo, como todos los años.

Charlotte Ruddock soltó una breve risotada. Luego apretó los labios y dirigió una rápida mirada a su esposo. Por fin había dejado la cuchara de madera, pero permanecía junto al escurreplatos donde la había depositado, como si intuyera que en cualquier instante tendría que volver a empuñarla y blandirla en su defensa, en defensa de su marido o de ambos. Tenía la expresión de una mujer que poco a poco empezaba a percatarse de algo. Miraba ora a su marido, ora a Armitage, con los ojos entornados.

El aire olía a estofado. La cacerola de cobre del fogón emitía un suave ruido retumbante.

Wymes cayó en la cuenta de a quién le recordaba Ruddock: a un tipo al que había conocido en Oxford —¿cómo se llamaba?—, campechano, por supuesto, y acosador de los debiluchos de los cursos inferiores. Ruddock tenía esa misma expresión de arrogancia e imbecilidad serena, además de fruncir fugazmente el ceño de vez en cuando como si le hubiera pasado por la cabeza que, por improbable que fuera, una de las muchas cosas de las que nada sabía y que nada le importaban surgiría como por ensalmo esa noche para acabar con él mientras se abría paso por el mundo con sus anchos hombros, despreocupado.

Armitage aceptó el vaso de whisky y tomó un sorbo apreciativo.

—Por supuesto, como ha dicho mi amigo Whymass aquí presente, es posible que se haya largado…, la señora, me refiero. —Dio otro sorbo—. Mmm —chasqueó los labios—, me encanta tomar un chupito de —adoptó lo que imaginaba que era un acento irlandés— espirituosos. —Se interrumpió y arqueó una ceja mirando a Ruddock, que seguía junto a la mesa con la botella de whisky todavía en la mano—. ¿No vendría aquí, por casualidad?

Ruddock lo miró de hito en hito.

—¿Su esposa? ¿Por qué iba a venir aquí?

—Ah, ya sabe.

—¿Qué?

—Ya sabe cómo se ponen. Esos días del mes. Como chotas. Ya sabe.

Charlotte Ruddock apretó más los labios. Se volvió hacia Wymes.

—¿Iba usted en el coche? —le preguntó.

—No, no —respondió Armitage en su lugar—. Él solo pasaba por ahí. Es pescador. Tiene al perro en casa. —Se giró en la silla y miró a Wymes—. Por cierto, el desgraciado se habrá meado por toda la choza. Tal vez debería usted…

—Hay un teléfono en el recibidor —indicó Charlotte Ruddock con tono cortante y frío—. Puede llamar a la policía para informarles de la desaparición de su esposa. En la radio dicen que hará mucho viento esta noche.

Armitage le sonrió, con la punta rosada y afilada de la lengua sobre el labio inferior. De los cuatro, era el único que estaba sentado. Parecía totalmente a sus anchas, con el vaso de whisky en la mano, una huesuda rodilla cruzada sobre la otra y balanceando un poco el pie calzado con el estrecho zapato.

—Verán, tuvimos una pequeña pelea —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. Cuando empieza, a veces se pone como una fiera nuestra Deirdre. Recuerdo que un día…

Charlotte Ruddock salió de la cocina acompañada por el sonido de la planta de sus pies desnudos sobre las baldosas. Armitage miró al marido de la mujer, luego volvió la vista hacia Wymes y arqueó las cejas.

—¿He dicho algo malo? —preguntó fingiendo inocencia.

Oyeron que la mujer descolgaba el teléfono del recibidor. Habló al cabo de unos segundos, pero no lograron entender sus palabras. Ruddock aún no había soltado la botella. Parecía que en cualquier momento iba a arrojarla contra la pared, si no a la cabeza de alguien.

Wymes miraba ora a un hombre, ora al otro. ¿Qué estaba pasando? Tenía la clara impresión de que esos dos se conocían y de que, además, había algo entre ambos, una rencilla o discordia ocultas. Intuía que la mujer también estaba implicada. Era como si se hubiera metido sin querer en una disputa callada pero peligrosa entre familiares lejanos, a propósito, pongamos por caso, del contenido de un testamento que acabaran de leerles y que había sorprendido y consternado a todos. Pero también persistía el aire de teatralidad.

Charlotte Ruddock volvió. Se paró en el umbral de la cocina.

—Ya viene la policía —anunció con una voz a la vez tensa e inexpresiva—. Van a avisar a la lancha de salvamento.

Miró a su marido, que seguía con la botella en la mano, todavía frunciendo el ceño en un gesto de desconcierto y mal humor. Ella conocía esa expresión, observó Wymes, la conocía demasiado bien.

Se oyó un chasquido suave y en el otro extremo de la cocina empezó a abrirse despacio, con un chirrido y en pequeñas etapas indecisas, una puerta en la que Wymes no había reparado hasta entonces. Supuso que habría una corriente de aire, pues al parecer nadie empujaba el picaporte, pero al mirar hacia abajo vio una criaturita de cuatro o cinco años que entraba lentamente.

¿Era un niño o una niña? Wymes no logró distinguirlo al principio. El angelito vestía una camisa blanca holgada —una versión en miniatura del blusón de la mujer—, pantalones bombachos de terciopelo negro hasta la rodilla, calcetines cortos de color blanco y unos primorosos zapatitos de ante rosa oscuro con hebilla de latón.

—He oído hablar.

La voz era de niño.

Era un ser de una belleza etérea, anormal. El cabello rubio, como oro bruñido, enmarcaba una carita en forma de corazón. Tenía el labio superior con el arco de Cupido marcado y unos inmensos ojos azulísimos y brillantes. De la frente impoluta descendía en línea recta una perfecta nariz griega. Esa diminuta criatura inmaculada se detuvo y observó a los adultos de uno en uno como si todos le fueran desconocidos pero no le resultaran amenazadores ni de especial interés.

Ninguna de las cuatro personas que ten

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