Catorce colmillos

Martín Solares

Fragmento

Catorce Colmillos

Alrededor de las cuatro y media de la madrugada de una noche sin luna, el agente de guardia, Karim Khayam, golpeó la puerta de mi habitación:

—Pierre, el jefe llamó a la Brigada Nocturna. Es muy urgente.

Que me llamaran a investigar me tomó por sorpresa, porque durante las últimas semanas me habían obligado a organizar los archivos de la comandancia durante el turno de día, como si el jefe desconfiara de mí o no quisiera que me encontrara en la calle. Además, los colegas más viejos veían con disgusto que la Brigada invitara a personas de mi edad y procedencia, acostumbrados a policías veteranos, que apenas pasaron por la escuela, y a sobrevivientes de la última guerra, con amplios contactos en el bajo mundo. Por eso salté dentro de mis ropas en un instante y sólo hasta que estuvimos en camino traté de sacarle algo a Karim:

—¿A dónde vamos?

—Al bar La Perla, en Le Marais.

—¿Ya regresó el Pelirrojo?

—No, aún no sabemos nada de él.

—¿Y el Fotógrafo?

—Ya debe estar por ahí.

—¿Qué pasó? ¿Los anarquistas otra vez?

Casi sin aliento, Karim gritó:

—El detective Le Blanc hacía su ronda en Le Marais, puf, y vio a un hombre tirado en el callejón, uf, uf, malditas calles en subida, uf. Pensó que estaba borracho, lo agitó, uf, y el cuerpo cayó de lado.

—¿Balazos?

—No, uf, uf... Uf... Tiene una herida en el cuello...

Cuando llegamos al lugar de los hechos la multitud aún rodeaba el cadáver. Karim se dobló de rodillas:

—Ve a, uf, reportarte, mientras yo, uf, recobro el, uf, aliento. Uf.

Estábamos sobre la calle Vieille-du-Temple, hogar de todos los antros del barrio. A juzgar por la multitud, lo habían tirado casi a las puertas del bar La Perla, en el primer callejón.

Uno de los colegas me empujó al pasar:

—Niño idiota.

Muy pocos toleran nuestra presencia ahí. Karim, el Fotógrafo y yo somos los más jóvenes de la brigada. No es fácil ser joven entre los policías de París.

—¡A ver señores, los culpables se quedan, los demás se van a sus casas!

Quien gritó eso era el comisario McGrau, el director de la Brigada de Homicidios. Siempre es el primero en llegar a la escena del crimen. Aun sin salir por completo del sueño, tuve la impresión de que al jefe lo rodeaba esa niebla que se ve sobre el Sena en la madrugada y me dije que debía ir a que me revisaran la vista cuanto antes.

En cuanto el jefe me vio, me indicó a señas que me acercara:

—Llegas tarde, Le Noir.

—Lo siento, patrón. ¿En qué puedo ayudar?

El comisario dio una profunda aspirada a su puro antes de responder:

—Como era de esperarse, nadie vio nada ni nadie conoce al difunto...

Miró a los malandrines que se amontonaban en los bares cercanos. En ese barrio, a esas horas, era muy fácil encontrar personas que habían pasado por la cárcel, o que deberían estar ahí. Delincuentes que se encubren entre ellos.

—¿Los interrogo?

—No, ya tus colegas se encargan.

Y en efecto, reconocí al agente Le Blanc, a Le Bleue, a Le Jeune y a Karim, más repuesto, pero que aún no recuperaba el aliento, y a otros tres detectives de la comandancia que ya zarandeaban a lo más selecto de los parroquianos.

—Tú te encargarás de otra cosa. Observa la herida con atención.

El comisario levantó con la punta de su bastón el mantel a cuadros rojos, proveniente de algún restaurante próximo, que estaban usando para cubrir al cadáver. El muerto era un hombre de unos treinta años de edad, con bigotes rubios muy largos y una sonrisa socarrona, como si poco antes de morir se hubiera burlado de su asesino. Pero eso no fue lo que más me impresionó: el rostro de la víctima estaba tan verde como una aceituna. Y por si eso fuera poco, en el lado izquierdo de su cuello había dos filas de puntos rojos, del ancho de un clavo. Como si alguien o algo hubiese intentado desgarrar el cuello de la víctima, incluso morderlo. Nunca había visto algo igual.

—Catorce orificios, dispuestos en fila —señaló el comisario.

—¿Qué tipo de arma puede provocar eso? —balbuceé.

El comisario lanzó una larga nube de humo al cielo:

—Observa mejor, detective. Hay algo aún más extraño, Le Noir, y es que a pesar de que la herida fue hecha en el cuello, justo sobre la yugular, el cadáver no tiene una sola mancha de sangre en las ropas.

Y tenía razón. Dije lo primero que me vino a la mente:

—¿Lo mataron en otra parte y vinieron a arrojarlo aquí? ¿Cree que lo trajeron en un vehículo?

El comisario examinó su puro, que se había consumido casi por completo, y arrojó los restos al fondo del callejón:

—Sigues razonando como un humano, Le Noir. Piensa en las otras posibilidades: las que distinguen a la Nocturna. Te llamé porque tú tienes muchos conocidos en el barrio: corre a preguntar si han visto algo.

Me retiré con el rabo entre las piernas y puse manos a la obra.

Es una lástima, pero no hay un manual de procedimientos para quienes trabajamos en esta brigada. Todo sería más fácil así, pero hay que dejarse guiar por la intuición. O los escalofríos.

Sentí que algo me molestaba en uno de los bolsillos delanteros de mi pantalón: era el talismán que me regaló mi abuela, que no debía estar allí. Se supone que debe protegerme, o eso fue lo que dijo ella, aunque de un tiempo a la fecha más bien parece estorbarme.

Bueno, pensé mientras me lo colocaba en el bolsillo interior del saco, si vas a ayudarme te necesito ahora mismo. Casi me arrepentí de pensarlo, pues una oleada de calor subió por mi pecho y noté que mi corazón golpeaba con una fuerza inusual.

Conté hasta diez. Luego, como acostumbro en estos casos, examiné rápidamente a los presentes, en su mayoría meseros y parroquianos de los bares vecinos, algunos borrachos perdidos, las presencias habituales de cada bar, o bien colegas de la comandancia, y pude comprobar que todos eran seres vivos, salvo una notable excepción.

Allí, en la banqueta del bar La Perla, en la última mesita disponible, alguien fuera de lo común bebía un café con leche. Cualquiera que se encontrara medianamente sobrio y lo observara con atención podría notar que de vez en cuando las manos de este individuo atravesaban algunos de los objetos a su alcance (el azucarero, la botellita con leche, las cucharas), e incluso la mesa de madera. Pero todos en los alrededores estaban demasiado ebrios o atareados y no miraban hacia él, sino en dirección del cadáver o de los sospechosos. Así que me acerqué a este sujeto con toda la cautela de que fui capaz. Cuando estaba a dos pasos, el parroquiano percibió mi presencia y alzó el rostro hacia mí. Parecía muy ofendido: a ningún fantasma le gusta que lo sorprendan.

Lo primero que me llamó la atención fue su manera de vestir. Era más elegante que los aparecidos que pueden encontrarse en Le Marais a esas horas, en su mayoría presencias que llevan varios siglos deambulando por ahí, sin preocuparse de renovar sus ropas negras

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