Muertos en la estepa (Yeruldelgger 1)

Ian Manook

Fragmento

9788415631491-3

1

Una especie de felicidad...

Yeruldelgger observaba el objeto sin entender. Al principio, había mirado, incrédulo, la inmensidad de las estepas de Delgerkhaan. Unas estepas que lo rodeaban como océanos de hierbajos que el viento agitaba con un oleaje irisado. Durante un buen rato, en silencio, había procurado convencerse a sí mismo de que estaba de verdad en aquel lugar, y sí, de verdad estaba allí. En medio de extensiones infinitas, al sur de la provincia de Hentiy y a cientos de kilómetros de cuanto hubiera podido justificar de algún modo la presencia incongruente de semejante objeto.

El policía de distrito se mantenía respetuosamente a un metro de distancia detrás de él. Los miembros de la familia nómada que lo habían alertado estaban enfrente, a varios metros. Todos lo miraban, esperando que diera alguna explicación satisfactoria a la presencia del objeto que sobresalía, inclinado, de la tierra. Yeruldelgger respiró hondo, frotándose el rostro fatigado con las anchas palmas de sus manos, y luego se agachó delante del objeto para observarlo mejor.

Se sentía vacío, agotado, consumido por aquella vida de poli cuyo control sin duda había perdido. Esa mañana, a las seis, lo habían enviado a investigar la aparición de tres cadáveres hechos picadillo en las oficinas de administración de una empresa china situada en los suburbios de Ulán Bator, y cinco horas más tarde se encontraba en la estepa sin comprender siquiera por qué lo habían enviado hasta allí. Hubiera preferido con mucho quedarse en la ciudad para investigar con su equipo el asunto de los cadáveres chinos. Sabía por experiencia, y por afición a la adrenalina, que la primera hora en el escenario de un crimen es crucial. No acababa de gustarle no estar allí, a pesar de que confiaba plenamente en la inspectora Oyun, a quien había dejado a cargo del asunto. Ella sabía qué hacer y lo pondría al corriente si fuera necesario.

El policía de distrito no se había atrevido a agacharse a su lado. Seguía de pie, medio inclinado, con las rodillas flexionadas y la espalda encorvada. Pero, a diferencia de Yeruldelgger, él no intentaba comprender. Sólo esperaba a que el comisario de la ciudad lo hiciera. Los nómadas, por su parte, se habían agachado al mismo tiempo que él. El padre quizá fuera en realidad un abuelo, con el rostro arrugado por la luz del sol bajo un sombrero tradicional puntiagudo. Llevaba un deel raído de tela verde satinada con bordados amarillos y unas botas de montar de piel. La mujer vestía un abrigo azul claro de aspecto sedoso, ceñido con un cinturón largo de satén rosa. Y era mucho más joven que él. Los tres niños formaban una hilera roja, amarilla y verde: dos muchachos y una niñita al final. El comisario calculó que apenas había un año de diferencia entre cada uno de ellos. La familia mostraba un aire alegre, en sus caras de piel rugosa y enrojecida por los vientos de la estepa, la arena del desierto y las quemaduras de la nieve se dibujaban grandes sonrisas. Yeruldelgger también había sido un chiquillo de la estepa, como ellos, en una de sus vidas anteriores.

—¿Entonces, comisario? —se atrevió a decir el policía de distrito.

—Entonces, esto es un pedal. Un pedal de talla infantil. Supongo que tú ya habías visto un pedal, agente.

—Sí, comisario. Mi hijo tiene una bici.

—Qué bien... —dijo Yeruldelgger, suspirando—. ¡Así que sabes lo que es un pedal!

—Sí, comisario.

Enfrente de ellos, la familia de nómadas escuchaba su conversación, sonriente y agachada, formando una hilera. Detrás se veía su yurta blanca, y alrededor la estepa verdeante ondulaba bajo el viento hasta perderse de vista en el horizonte azul de las primeras colinas. Ni siquiera se distinguía la pista estrecha por la que el todoterreno ruso los había llevado traqueteando hasta la yurta.

Yeruldelgger apoyó con firmeza sus fuertes manos en los muslos, a la manera de los sumos japoneses, y hundió la cabeza entre los hombros para retener la ira que lo invadía.

—¿Y por esto me has hecho venir?

—Sí, comisario...

—¿Me has obligado a hacer tres horas de pista desde Ulán Bator por un pedal que sale de la tierra?

—No, comisario, ¡por la mano!

—¿La mano? ¿Qué mano?

—La mano que hay debajo del pedal, comisario.

—¿Cómo? ¿Hay una mano debajo de este pedal?

—Sí, comisario, ahí, debajo del pedal, ¡hay una mano!

Sin levantarse, Yeruldelgger torció el cuello para mirar al policía de distrito a la cara. ¿Aquel tipo se estaba burlando de él?

Pero el rostro del policía no reflejaba ninguna emoción. Ningún gesto que indicara que estaba bromeando. Ningún atisbo de inteligencia. Era tan sólo un rostro que mostraba respeto ante la jerarquía y satisfacción de su propia incompetencia. Para evitar una explosión de ira, Yeruldelgger se concentró en el objeto, cuya presencia cobraba ahora un significado mucho más dramático. Era el extremo de un pedal pequeño que sobresalía del suelo, despuntando apenas sobre el horizonte, pero ¡ahora tenía una mano debajo!

—¿Y cómo sabes que hay una mano ahí debajo?

—Porque los nómadas lo han desenterrado, comisario —respondió el policía.

—¿¡Desenterrado!? ¿Cómo que desenterrado? —dijo con furia contenida Yeruldelgger.

—Los nómadas lo han desenterrado, comisario. Han excavado alrededor y han retirado la tierra. Los niños vieron el pedal mientras jugaban, excavaron para liberarlo y al hacerlo descubrieron la mano.

—¿Una mano? ¿Están seguros? ¿Una mano de verdad?

—Una mano de niño, sí, comisario.

—¿De niño?

—Sí, comisario, una manita. Pequeña, como la de un niño.

—¿Y dónde está ahora esa mano de niño?

—Debajo, comisario.

—¿Debajo? ¿Debajo de qué?

—Debajo del pedal, comisario.

—¿Quieres decir que han vuelto a enterrarla? ¿Han vuelto a enterrar la mano?

—Sí, comisario. Y el pedal también, comisario...

Yeruldelgger alzó la vista hacia la familia de nómadas, con sus deel coloridos, que seguía agachada en grupo y se recortaba contra el azul saturado del cielo. Ellos lo miraban y asentían con la cabeza mostrando grandes sonrisas para confirmar el informe del policía de distrito. El comisario torció de nuevo el cuello para observar desde abajo al poli local.

—¡Lo han enterrado todo! ¡Espero que les hayas preguntado por qué lo han hecho!

—Por supuesto, comisario: para no contaminar el escenario del crimen...

Yeruldelgger no hizo el menor movimiento; quería asegurarse de que había entendido bien lo que acababa de oír.

—¿¡Para qué!?

—Para no contaminar el escenario del crimen —repitió el policía de distrito, con un eco de orgullo en la voz.

—¡Para no contaminar el escenario del crimen! Pero ¿de dónde han sacado esa idea?

—De «CSI: Miami». Me han dicho que nunca se pierden «CSI: Miami» y que Horacio, el jefe de los CSI de Miami, siempre recomienda no contaminar el escenario del crimen.

—¡«CSI: Miami»! —exclamó Yeruldelgger.

Se irguió lentamente, con un movimiento cargado de fatiga y abatimiento, y buscó con la mirada la yurta, situada detrás de los nómadas, que se habían levantado

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