Naturaleza salvaje

Jane Harper

Fragmento

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Contenido

Portada

Contenido

Dedicatoria

Prólogo

1

2

Día 4. Domingo por la mañana

3

Día 1. Tarde del jueves

4

Día 1. Tarde del jueves

5

Día 1. Noche del jueves

6

Día 2. Mañana del viernes

7

Día 2. Mañana del viernes

8

Día 2. Mañana del viernes

9

Día 2. Tarde del viernes

10

Día 2. Tarde del viernes

11

Día 2. Tarde del viernes

12

Día 2. Noche del viernes

13

Día 3. Mañana del sábado

14

Día 3. Tarde del sábado

15

Día 3. Tarde del sábado4

16

Día 3. Tarde del sábado

17

Día 3. Noche del sábado

18

Día 3. Noche del sábado

19

Día 3. Noche del sábado

20

Día 3. Noche del sábado

21

Día 3. Noche del sábado

22

Día 3. Noche del sábado

23

Día 4. Mañana del domingo

24

Día 4. Mañana del domingo

25

Día 4. Domingo por la mañana

26

Día 4. Mañana del domingo

27

Día 4. Mañana del domingo

28

Día 4. Mañana del domingo

29

Día 4. Mañana del domingo

30

Día 4. Mañana del domingo

31

Día 4. Mañana del domingo

32

Día 4. Mañana del domingo

33

Día 4. Mañana del domingo

34

35

Agradecimientos

Créditos

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Para Pete y Charlotte, con amor

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PRÓLOGO

Más tarde, las cuatro mujeres que quedaron sólo pudieron coincidir plenamente en dos cosas. Una: ninguna de ellas había visto cómo el bosque se tragaba a Alice Russell. Y dos: Alice tenía un lado cruel tan marcado que podía resultar hiriente.

Las mujeres todavía no habían llegado al punto de encuentro.

Los hombres —que se habían presentado en el lugar señalado con unos prudentes treinta y cinco minutos de antelación respecto a la hora prevista, a mediodía— empezaron a darse palmaditas en la espalda unos a otros en cuanto cruzaron la linde del bosque. Lo habían conseguido. El guía de la actividad estaba esperándolos con semblante afable y cordial, ataviado con el forro polar rojo de la empresa. Los cinco hombres lanzaron los sacos de dormir técnicos en la parte trasera del microbús y subieron al vehículo con un suspiro de alivio. En el microbús había frutos secos y un termo de café, pero, en vez de coger la comida, todos ellos se abalanzaron sobre la bolsa en la que estaban los móviles que habían entregado al principio. Juntos de nuevo.

En el exterior hacía frío. Eso no había cambiado. El pálido sol de invierno apenas había salido del todo una vez en los últimos cuatro días. Aunque al menos en el microbús se libraban de la humedad. Los hombres se recostaron. Uno de ellos soltó un chiste sobre la capacidad de las mujeres para leer mapas, y todos se rieron. Tomaron café y esperaron a que sus compañeras aparecieran. Llevaban tres días sin verlas; podían aguardar unos minutos más.

Al cabo de una hora, la actitud engreída de los hombres se convirtió en irritación. Uno a uno, los cinco se levantaron de los mullidos asientos y empezaron a pasearse por el camino de tierra. Alzaron los móviles hacia el cielo, esperando que con esa altura adicional, equivalente a la longitud de un brazo, pudieran lograr la inaccesible cobertura. Y, aun siendo conscientes de que no iban a poder enviarlos, se pusieron a teclear con impaciencia mensajes de texto a sus medias naranjas, que estaban en la ciudad. «Llegamos tarde. Nos han retrasado.» Aquellos días se habían hecho muy largos, pero ahora les esperaban una ducha caliente y cervezas frías. Y, al día siguiente, de nuevo al trabajo.

El guía de la actividad observaba los árboles. Finalmente, conectó el aparato de radio.

Llegaron varios refuerzos. Los guardas forestales hablaron en voz baja mientras se ponían los chalecos reflectantes. «Las sacaremos de ahí en un abrir y cerrar de ojos.» Sabían dónde solía perderse la gente y todavía quedaban horas de luz. Por lo menos algunas. Suficientes. No tardarían mucho. Se internaron en el sotobosque al ritmo propio de los profesionales. El grupo de hombres volvió a apiñarse en el interior del microbús.

Los frutos secos se habían acabado y los posos del café estaban ya fríos y amargos cuando los miembros de la partida de rescate volvieron a aparecer. Los contornos de los eucaliptos se recortaban contra el ocaso. Los rostros no mostraban ninguna expresión. La cháchara había desaparecido con la luz.

En el microbús, los hombres guardaban silencio. Si aquello hubiera sido una crisis desatada en la sala de juntas, habrían sabido qué hacer. Una bajada del dólar, una cláusula inoportuna en un contrato: no pasaba nada. Pero allí, el monte bajo parecía desdibujar las respuestas. Los hombres sostenían en el regazo los móviles exánimes como si fueran juguetes rotos.

Se farfullaron unas palabras por radio. Los faros de los vehículos atravesaban la densa pared de árboles, y el aliento formaba nubes en el gélido aire de la noche. Pidieron al equipo de búsqueda que volviera para informar. Los hombres del microbús no oyeron los detalles de la conversación, pero no les hacía falta. El tono lo decía todo. De noche, las posibilidades de actuar eran limitadas.

Finalmente, el equipo de búsqueda se disgregó. Un hombre con chaleco reflectante subió a la parte delantera del microbús. Iba a acompañar al grupo a una casa rural, donde tendrían que pasar la noche: a esas alturas, nadie estaba dispuesto a hacer el recorrido de tres horas para llevarlos de vuelta a Melbourne. Los hombres aún estaban tratando de asimilar aquellas palabras cuando oyeron el primer grito.

El sonido, agudo como el chillido de una ave, resultaba insólito en medio de la noche, y todas las cabezas se volvieron cuando cuatro figuras aparecieron en lo alto de la colina. Parecía que dos de ellas sujetaban a una tercera, mientras que una cuarta las seguía de cerca con paso vacilante. Desde lejos, la sangre que le cubría la frente se veía de color negro.

«¡Ayudadnos!», gritaba una de ellas al tiempo que las otras añadían: «¡Estamos aquí! ¡Necesitamos ayuda, tiene que verla un médico! ¡Ayudadnos, por favor! ¡Gracias a Dios, gracias a Dios os hemos encontrado!»

Los miembros del equipo de rescate echaron a correr, y los hombres, tras dejar los móviles en los asientos del microbús, l

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