Misery

Stephen King

Fragmento

1

umro uunnooo

tu addmmra dooora

umro uunnooo

Aquellos sonidos, aun en la bruma.

2

Pero a ratos los sonidos —como el dolor— se desvanecían y solo quedaba la bruma. Recordaba la oscuridad: una negrura compacta, previa a la bruma. ¿Quería eso decir que estaba haciendo progresos?, ¿hágase la luz (aunque sea tirando a brumosa) y vio que la luz era buena, etcétera, etcétera? ¿Esos sonidos estaban cuando todo era negro? Él no tenía respuesta para ninguna de estas preguntas. ¿Cabía planteárselas siquiera? A eso tampoco sabía qué responder.

El dolor medraba por debajo de los sonidos. El dolor estaba al este del sol y al sur de sus orejas. Eso era lo único que sabía.

Durante un cierto período de tiempo que le pareció muy largo (y que debió de serlo, pues las dos únicas cosas que existían eran el dolor y la bruma tormentosa) esos sonidos fueron la única realidad exterior. Él no tenía ni idea de cómo se llamaba ni de dónde se encontraba, y le daba igual una cosa como la otra. Deseaba estar muerto, pero, en medio de la bruma saturada de dolor que invadía su cerebro como un nubarrón de verano, él no sabía que lo deseaba.

Con el tiempo, empezó a percatarse de que había momentos de no dolor sujetos a una cierta periodicidad. Y por primera vez desde que emergiera de la negrura total que había precedido a la bruma, tuvo un pensamiento completamente al margen de lo que era su situación del momento: pensó en aquel pilote que sobresalía de la arena en Revere Beach. Sus padres lo llevaban a menudo a esa playa cuando era un chaval, y él siempre insistía en que extendieran la manta en un sitio desde el que se pudiera ver el pilote, que a él se le antojaba el colmillo de un monstruo sepultado. Le gustaba sentarse a mirar cómo el agua lo iba cubriendo. Luego, al cabo de unas horas, una vez consumidos los emparedados y la ensalada de patata, cuando en el enorme termo de su padre no quedaba ya una sola gota de Kool-Aid, y justo antes de que su madre dijese que era hora de recoger y volver a casa, la parte superior del pilote volvía a asomar entre las olas que iban llegando, al principio apenas un poquito y luego más y más. Al final, tirados los desperdicios al bidón con el letrero MANTENGA LIMPIA LA PLAYA y recogidos los juguetes de Paulie

(así es como me llamo, Paulie, soy Paulie y esta noche mi madre me pondrá aceite Johnson’s en las quemaduras, pensó en el interior del nubarrón donde ahora vivía)

y doblada la manta otra vez, el pilote había emergido ya casi por completo, sus renegridos costados recubiertos de limo y envueltos en espuma jabonosa. Era la marea, había intentado explicarle su padre, pero él siempre había sabido que era el pilote. La marea iba y venía, mientras que el pilote siempre estaba allí, solo que a veces no podías verlo. Sin pilote, no había marea.

Este recuerdo giraba y giraba en círculos, exasperante, como una mosca perezosa. Intentó atrapar su significado, pero durante un buen rato los sonidos se lo impidieron.

admmra dooora

leid todddddoooo

umro uunnooo

A veces, los sonidos paraban. A veces, era él quien se paraba.

Su primer recuerdo claro de este ahora, del presente exterior a la bruma tormentosa, era que se paraba, que de pronto no podía seguir respirando, y no pasaba nada, era una buena cosa, por no decir el paraíso; podía aguantar cierto grado de dolor, pero todo tenía un límite, y se alegró de que el partido estuviera acabando.

Y luego tenía una boca pegada a la suya, una boca que era indudablemente de mujer a pesar de sus labios duros y secos, y el soplo que expulsaba la boca femenina entraba en su propia boca, garganta abajo, hinchando levemente sus pulmones, y cuando los labios se apartaron pudo oler por primera vez a su carcelera, olerla en el aliento que ella había exhalado por la fuerza dentro de él igual que un hombre podía introducir una parte de su cuerpo a la fuerza en una mujer renuente, aquel repelente tufo a galletas de vainilla y helado de chocolate y salsa de barbacoa y caramelo de mantequilla de cacahuete.

Oyó una voz que gritaba: «¡Respira, maldita sea! ¡Respira, Paul!».

Los labios se le pegaron de nuevo. Sintió cómo el aire bajaba otra vez hasta su garganta. Era como esa húmeda ráfaga de viento que sigue al paso de un convoy en el túnel del metro, levantando papeles de periódico y envolturas de caramelo, y los labios estaban retraídos, y él pensó: Por el amor de Dios, no dejes salir ni una pizca de aire por la nariz, pero no pudo evitarlo y oh, aquella peste, aquel PESTAZO inaguantable.

¡Respira, maldita sea! —chilló la voz invisible, y él pensó: Vale, haré lo que tú digas, pero, por favor, no vuelvas a hacer eso, deja ya de infectarme, y lo intentó, pero antes de ponerse realmente a ello, los labios femeninos estaban otra vez pegados a los suyos, resecos y tiesos como tiras de cuero curado a la sal, y ella lo violó de nuevo con todo su aire.

Esta vez, cuando apartó los labios, él no la dejó expulsar el aire, sino que empujó con todas sus fuerzas y exhaló una gigantesca ración de su propio aire interior. Lo sacó de un tirón, y aguardó a que su pecho —fuera de su campo visual— volviera a subir y a bajar tal como había hecho siempre por sí solo. No hubo suerte, de modo que boqueó otra vez a morir y un segundo después volvía a respirar lo más deprisa posible a fin de expulsar cuanto antes el olor y el sabor de aquella mujer.

El aire normal jamás le había sabido tan bien.

Empezó a sumirse de nuevo en la bruma, pero antes de que el mundo exterior se desvaneciera por completo, oyó que la mujer murmuraba: «¡Uf! ¡De poco ha ido!».

Con poco basta, pensó él, y se quedó dormido.

Soñó con el pilote, un sueño tan real que casi creyó que podía alargar la mano y pasar la palma por la curva de la agrietada y verdinegra madera.

Cuando volvió a su estado anterior de semiconsciencia, fue capaz de establecer la conexión entre el pilote y la situación en que se encontraba, como si flotara en la palma de su mano. El dolor no obedecía a la marea. Esa fue la moraleja del sueño que en realidad era un recuerdo. El dolor iba y venía solo aparentemente. El dolor era como aquel pilote, unas veces quedaba cubierto, otras veces a la intemperie, pero siempre estaba allí. Cuando el dolor no lo obligaba a atravesar la espesa grisura pétrea de su nube, él se sentía vagamente agradecido, pero ya no se dejaba engañar: el dolor estaba agazapado, a la espera. Y no había un pilote, sino dos; el dolor era esos pilotes, y aunque la mayor parte de su cerebro no tuvo conciencia de que lo sabía hasta mucho después, una parte de él ya sabía que los destrozados pilotes no eran sino sus propias piernas, asimismo destrozadas.

Pero aún p

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