Sherlock Holmes. Relatos 1

Arthur Conan Doyle

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

La era victoriana fue uno de los períodos históricos europeos más fértiles en el alumbramiento de mitos artísticos y literarios, evidente en la universalidad alcanzada por algunos personajes de Dickens, por la Alicia de Lewis Carroll o en la incansable fascinación que siguen ejerciendo los Jekyll y Hyde de Stevenson, el Drácula de Bram Stoker o el joven Dorian Gray, ese Fausto doméstico con el que Oscar Wilde supo dramatizar la enfermedad esteticista de su época. Ninguno de ellos, de todos modos —con la excepción del vagabundo de Chaplin, tal vez el último icono victoriano, surgido de la bruma del siglo XIX para proyectarse en el mundo entero merced a la misma eclosión técnica que terminaría por matarle, imponiéndole la maldición de la voz—, acertó a levantar el fervor popular de Sherlock Holmes, un personaje cuyo principal misterio, como dijo T. S. Eliot, asiduo lector de las aventuras del detective, reside en que cada vez que hablamos de él caemos en la fantasía de su existencia. Hace ya mucho tiempo que Holmes y Watson dejaron de habitar el mundo imaginativo de la literatura y, casi desde su mismo nacimiento, empezaron a operar en un proteico imaginario común que aún les permite presentarse en cualquier momento histórico y a instancias incluso del más ridículo de los profesionales del espectáculo, a pesar de lo cual nadie consigue nunca destruir o banalizar su intempestivo encanto.

Sir Arthur Conan Doyle (1859-1930) pertenece a esa familia de escritores —la que va de Daniel Defoe a Ian Fleming— que tuvieron que resignarse a la fortuita emancipación de sus personajes, condenados a servirles y a ser eclipsados por su sombra, reducidos casi al anonimato. Durante toda su vida se esforzó por reivindicar otras obras suyas, como las novelas históricas, sin que nadie le hiciera el menor caso. Ni siquiera le fue aceptada —tampoco tuvo el coraje de permitírselo— su última potestad como autor, la de matar a su detective, y se vio obligado en cambio a librarle de la muerte, ya para siempre y por orden de los lectores, preparando así su ingreso en el limbo que todavía habita.

Conan Doyle nació en Edimburgo, aunque descendía de irlandeses católicos. El severo alcoholismo de su padre propició que fuera educado por unos tíos acaudalados que le costearon una buena formación, primero en la escuela de Stonyhurst y luego en la facultad de medicina de su ciudad natal, donde conoció al doctor Joseph Bell, un cirujano experto en psicología criminal que de vez en cuando impartía seminarios a los estudiantes y cuyo método deductivo fue motivo de inspiración para dibujar los principales rasgos intelectuales de Sherlock Holmes. Durante sus años universitarios sufrió una crisis espiritual que culminó en la ruptura con el catolicismo familiar, cambiado de pronto por el espiritismo y las ciencias ocultas, también por la masonería, algo muy habitual en Inglaterra. Parece increíble que el creador de la mente más lógica y empírica del mundo victoriano tuviera esa debilidad por la parapsicología y las séance, por mucho que fueran muy habituales en su época, pero lo cierto es que el esoterismo se convirtió, desde la muerte de su padre, en el único consuelo que supo encontrar para soportar las pérdidas que sufrió a lo largo de su vida. En sus últimos años llegó incluso a dar crédito a la farsa inventada por una niñas que se fotografiaron con unas hadas de papel.

En 1874 tuvo la suerte de ver a Henry Irving en el papel de Hamlet, en Londres, una interpretación que le impactó tanto como el descubrimiento de la capital británica, cuya atmósfera, ya arquetípica, de calles adoquinadas con retumbar de cascos de caballo y luz de farola atenuada por niebla húmeda es prácticamente un invento suyo, consecuencia de ese primer y contagioso deslumbramiento. Entre 1880 y 1881 tuvo la oportunidad de viajar por mar, en calidad ya de médico, primero a bordo de un ballenero que faenaba en Groenlandia y luego en un carguero con el que conoció la Costa de Oro africana. Tras hacer prácticas en Plymouth, decidió cursar la especialidad de oftalmología en Viena, para instalarse luego como oculista en Londres. Pero como nadie acudía a la consulta, se vio obligado a cultivar su vocación literaria e inventar a Holmes para mantener a su familia, que era numerosa puesto que se casó dos veces. Con su primera esposa, Mary Louise, tuvo dos hijos. Y cuando enviudó consiguió contraer matrimonio con un antiguo amor, Jean Elizabeth Leckie, con quien tuvo tres hijos más. Kingsley, el mayor de los varones, murió en 1918, malherido en la batalla del Somme. Como tantos padres victorianos —Kipling, por ejemplo, o el ilustrador Cecil Aldin—, Conan Doyle vio cómo el mundo de ensueño y policromía que su generación había inventado para sus hijos se convertía en un campo de horror durante la guerra que inauguró el siglo XX. Sherlock Holmes es, de alguna manera, uno de los frutos de esa ingenuidad, al que ahora volvemos para hacernos la ilusión de que no ocurrió lo que vino después.

Sherlock Holmes es fruto de unas influencias literarias muy concretas. Para empezar, es hijo, inevitablemente, de Edgar Allan Poe, en particular del Auguste Dupin de Los crímenes de la calle Morgue, por mucho que el propio Holmes se muestre displicente con su colega en Estudio en escarlata. Conan Doyle también leyó muy provechosamente a Wilkie Collins, fijándose sobre todo en su sargento Cuff —modelado a su vez a partir de Jack Whicher, el detective de Scotland Yard que investigó uno de los casos más truculentos de la época, el asesinato de un niño de tres años, el pequeño de la familia Kent, siendo la principal sospechosa su hermana Constance— y por supuesto a Robert Louis Stevenson —buen amigo tanto de Doyle como del doctor Bell—, de quien admiró sus New Arabian Nights, en especial «The Adventure of the Hansom Cab», que le sirvió como patrón para los relatos de Holmes así como para la caracterización de algunos rasgos de Watson. Asimismo, Conan Doyle importó, de una manera muy deliberada, a pesar de su disimulo, muchas de las innovaciones que en el campo de la literatura policíaca había llevado a cabo el escritor francés Émile Gaboriau, principalmente en Monsieur Lecoq. Y además de Dickens, a quien veneraba, leyó con reverencia a Henry James, tratando de emular su contención estilística y su hondura psicológica. A este respecto, tuvo la honestidad de admitir que la admiración no bastaba para transmitir el talento.

En un principio, el detective tenía que llamarse Sherringford Hope, pero, afortunadamente (¿cuál hubiera sido su fortuna con semejante nombre?), Conan Doyle lo fue transformando poco a poco, primero robándole el apellido a Oliver Wendell Holmes, un médico y criminólogo experto en tabacos al que admiraba mucho, y luego dando con el nombre gracias, quizá, al violinista Alfred Sherlock, entonces de cierta fama. Su primera aparición tuvo lugar en la novela Estudio en escarlata, publicada en 1887, pocos meses antes de que los periódicos informaran de los primeros asesinatos de Jack el destripador en Whitechapel, una sincronización casi inverosímil. Ahí se fundaron las bases del mito: el encuentro entre Watson y Holmes y la común decisión de compartir piso en el 221 B de Baker Street, el papel de Watson como particular Boswell de Holmes, las excentricidades del detective, como su extraña y caprichosa cultura —aunque su pretendida ignorancia es muchas veces u

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