La luna de papel 13

Andrea Camilleri

Fragmento

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2

No; por suerte para él y para el comisario, que jamás habría permanecido más de cinco minutos en una de aquellas opresivas habitaciones de dos por tres metros descritas en los folletos publicitarios de Vigàta 2 como «amplias y soleadas», Angelo Pardo vivía más allá del nuevo complejo residencial, en un pequeño y reformado chalet del siglo XIX de planta baja y dos pisos. El portal estaba cerrado, y mientras Michela abría, Montalbano observó que el portero electrónico tenía seis placas con nombres, lo cual significaba que había en total seis apartamentos, dos en la planta baja y cuatro en los pisos.

—Angelo vive en el último, no hay ascensor.

La escalera era cómoda y espaciosa, el edificio parecía deshabitado, no se oía ni una sola voz ni el menor sonido de televisor. Sin embargo, era la hora en que la gente se preparaba para la cena.

En el rellano del último piso había dos puertas. Michela se dirigió a la izquierda, pero, antes de abrir, le señaló al comisario una ventanita protegida con una reja al lado de la puerta, que era blindada. Las hojas de la ventanita no estaban cerradas.

—Lo llamé desde aquí. Me habría oído con toda seguridad.

Abrió primero con una llave y después con otra, cuatro vueltas, pero no entró, se puso a un lado.

—¿Podría entrar usted primero?

Montalbano empujó la puerta, buscó el interruptor, encendió la luz y entró. Olfateó el aire como un perro. Y supo que en el apartamento no había ningún ser humano, ni vivo ni muerto.

—Sígame —le dijo a Michela.

El zaguán se abría a un largo pasillo. A mano izquierda, un dormitorio de matrimonio, un cuarto de baño y otro dormitorio. A mano derecha, un estudio, una cocina, un aseo y un saloncito. Todo en perfecto orden, limpio y reluciente.

—¿Su hermano tiene una mujer de la limpieza?

—Sí.

—¿Cuándo vino por última vez?

—No sabría decírselo.

—Dígame, señorita, ¿usted viene a menudo a ver a su hermano?

—Sí.

—¿Por qué?

La pregunta desconcertó a Michela.

—¿Cómo que por qué? Es... mi hermano.

—De acuerdo, pero usted ha dicho que Angelo va a ver a su madre prácticamente un día sí y otro no. Por consiguiente, es usted la que, los días en que no, viene a verlo aquí. ¿Es así?

—Bueno... pues sí, pero no con esa regularidad.

—Muy bien. Pero ¿por qué necesitan ustedes verse sin la presencia de su madre?

—Por Dios, comisario, dicho de esa manera... Es una costumbre que tenemos desde pequeños... entre Angelo y yo siempre ha habido una especie de...

—¿... complicidad?

—Bueno, podría definirse así. —Y soltó una risita.

Montalbano decidió cambiar de tema.

—¿Quiere ver si falta alguna maleta? ¿Si están todos sus trajes?

La siguió al dormitorio de matrimonio. Michela abrió el armario y examinó uno por uno los trajes. Montalbano observó que se trataba de prendas de sastrería hechas a medida, caras y de excelente calidad.

—Está todo. Hasta el traje gris que llevaba cuando fue a vernos la última vez, hace tres días. Creo que sólo faltan unos vaqueros.

Encima del armario, envueltas en plástico, había dos maletas de piel muy elegantes, una grande y otra más pequeña.

—Las maletas están todas aquí.

—¿Tiene una de fin de semana?

—Sí, por regla general la guarda en el estudio.

Entraron en el estudio. La maletita se encontraba al lado del escritorio. Una pared estaba cubierta con una alacena como de farmacia, cerrada por una puerta corredera de cristal transparente. Y, en efecto, en los estantes interiores había una variada serie de medicamentos, cajas, cajitas y frasquitos.

—Pero ¿usted no me había dicho que su hermano trabajaba como informador?

—Pues sí. Es informador médico-científico.

Y Montalbano lo comprendió. Angelo era lo que antiguamente se llamaba visitador médico. Pero su oficio, como el de los barrenderos llamados ahora agentes ecológicos o las sirvientas elevadas al rango de empleadas del hogar, se había ennoblecido con un nombre distinto, más adecuado a la elegancia de los tiempos. Sin embargo, la esencia seguía siendo la misma.

—Era... es médico, pero ejerció muy poco tiempo —se sintió obligada a explicar Michela.

—Muy bien. Como verá, señorita, su hermano no está aquí. Si quiere, ya podemos irnos.

—Vámonos. —Lo dijo a regañadientes, mirando alrededor como si creyera poder descubrir en el último momento que Angelo se había ocultado en el interior de un frasco de píldoras para el hígado.

Esta vez Montalbano la precedió, esperando a que ella apagara diligentemente las luces y volviera a cerrar la puerta con las dos llaves. Bajaron la escalera en silencio, en medio del gran silencio de la casa. Pero ¿estaba vacía o se habían muerto todos? En cuanto salieron, al ver a Michela tan desconsolada, Montalbano experimentó una punzada de pena.

—Ya verá como su hermano da muy pronto señales de vida —murmuró, tendiéndole la mano.

Ella la tomó y sacudió la cabeza, más desconsolada si cabe.

—Dígame una cosa... su hermano ¿sale con alguien o mantiene alguna relación?

—No, que yo sepa.

Y lo miró. Y mientras lo hacía y Montalbano nadaba desesperadamente para no ahogarse, las aguas del lago se tornaron de un color muy oscuro, casi como si se hubiera hecho de noche.

—¿Qué ocurre?

Ella no contestó, pero abrió desmesuradamente los ojos. Y el lago se transformó en mar abierto.

Sigue nadando, Salvo, sigue nadando.

—¿Qué ocurre? —volvió a preguntar entre una y otra brazada.

Ella tampoco contestó. Dio media vuelta, abrió de nuevo el portal, subió la escalera y llegó al último piso, pero no se detuvo. Entonces el comisario vio que de una concavidad de la pared arrancaba una escalera de caracol que terminaba delante de una cristalera. Michela introdujo la llave, pero no consiguió abrir.

—Déjeme a mí.

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