Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Uno
1. Daniel
2. Emilia
3. Daniel
4. Emilia
5. Daniel
6. Emilia
7. Daniel
8. Emilia
9. Daniel
10. Emilia
11. Daniel
Dos
12. Horacio
13. Emilia
14. Daniel
15. Horacio
16. Emilia
17. Daniel
18. Emilia
19. Horacio
20. Daniel
21. Emilia
22. Horacio
23. Daniel
24. Emilia
25. Horacio
26. Daniel
27. Emilia
28. Horacio
29. Daniel
30. Emilia
31. Horacio
32. Daniel
33. Emilia
34. Horacio
35. Daniel
36. Emilia
37. Horacio
38. Daniel
39. Emilia
40. Daniel
41. Emilia
42. Daniel
43. Horacio
Tres
44. Emilia
45. Horacio
46. Emilia
47. Horacio
48. Emilia
49. Daniel
50. Horacio
51. Emilia
52. Daniel
53. Emilia
Agradecimientos
XVIII Premio Alfaguara de novela
Premio Alfaguara de novela
Premios Alfaguara
Sobre la autora
Créditos
Para Eliana Dobry, Micaela y Sebastián Altamirano, mis compañeros de viaje
Uno
1. Daniel
En algún lugar del planeta alguien cargaba con tu muerte. Esta certeza creció con los días, las semanas, los meses, golpeó mi conciencia hasta volverse insoportable. Pero ¿quién?, ¿por qué? Nunca imaginé que la respuesta pudiera estar tan cerca que, al dar la vuelta, me encontraría conmigo mismo.
Recuerdo el momento, cuando después de comprar el pan para nuestro desayuno, me crucé con el vagabundo del barrio. Sus ojos heridos y a la vez amenazantes se detuvieron en mí. Apresuré el paso, mientras a mi alrededor las personas caminaban arrebujándose en sus abrigos hasta desaparecer en la bruma matinal. Un grupo de chicos cruzó la avenida. Las niñas iban envueltas en bufandas de colores y compartían sus secretos a media voz, en tanto los chicos corrían y gritaban, empujándose unos a otros con la torpeza de los cachorros. Su inocencia exacerbó la inquietud que me había producido el encuentro con el vagabundo. No podía saber lo que sucedería minutos después, lo que te había ocurrido durante la noche o tal vez al alba.
Cada mañana, antes de encontrarme contigo, me preguntaba cuál sería tu estado de ánimo. Era imposible predecirlo. Estaba regido por tus sueños, por la intensidad de la luz y de la temperatura, por infinitas capas circunstanciales que nunca lograría aprehender. En ocasiones me hablabas sin cesar, pero en otras parecías absorta escuchando el rumor de un mundo que transcurría dentro de ti.
Cuando llegué ante tu puerta, Arthur se sentó con su dignidad papal junto a mí, mientras Charly se movía a uno y otro lado con su cola febril. Pensaba proponerte que después del desayuno saliéramos a dar uno de nuestros paseos.
A pesar de tu edad, caminabas con paso rápido y firme. Si alguien nos hubiera visto desde cierta distancia, le habría resultado difícil imaginar que tú me llevabas más de cincuenta años.
Recuerdo cuando, a los pocos días de convertirme en tu vecino, te vi frente a la puerta de tu casa luchando contra esa enredadera que dificultaba la pasada. Me dijiste que había crecido durante la noche y que su presencia obstinada era un atropello a tu libertad. Hablabas de la planta como de un ser de carne y hueso, mientras con un cuchillo de cocina intentabas deshacerte de ella. Traje mis tijeras de podar, despejé el paso, y al cabo de un rato, conversábamos animados. Había visto una fotografía tuya en el periódico hacía algunas semanas. Un importante crítico del New York Times había elogiado tu obra y los diarios de nuestro país habían reproducido la reseña. Sin embargo, al verte en tu jardín, me sorprendió tu altura y tu pelo cano, que llevabas cogido bajo la nuca. El tiempo no había logrado abatir tu belleza. Donde antes debieron haber redondeces, ahora emergían ángulos, el de tu nariz prominente, el de tu barbilla y tus pómulos, el de tu frente surcada de líneas. Tus largas manos como pájaros que hubieran olvidado el arte de volar. Con cuánta vehemencia me contarías más tarde que detestabas las labores prácticas y que te hubiera gustado tener una esposa como las de los grandes creadores, aquellas que resolvían sus asuntos mundanos, resguardándolos de las banalidades de la vida. Desde entonces, aunque de forma torpe e incompleta, intenté protegerte. El mundo que tú habitabas era insondable para mí. Pero al mismo tiempo, el resplandor que emergía de las puertas que dejabas entreabiertas me llenaba de agitación, de curiosidad por lo que no podía ver.
Busqué la llave de tu casa en mi bolsillo y descubrí que la había olvidado. Toqué el timbre, pero no hubo respuesta. Aguardé algunos segundos y luego insistí un par de veces más. Recordé los ojos del vagabundo, brutales y derrotados a la vez, la nota disonante que salta de la pauta. Di la vuelta hacia el costado izquierdo del jardín y Arthur me siguió con su paso cansino. La luz de la mañana sobre el sendero de grava cegaba con su brillo. Al igual que la casa, el jardín estaba en silencio, huérfano de toda presencia humana. Una violeta comenzaba a desplegar sus brotes invernales. Minúsculas vidas que, como todos los años, tú seguirías con atención. Me asomé por una de las ventanas laterales y miré hacia el interior. El sol se filtraba en estrías que exacerbaban la penumbra del vestíbulo.
No fue hasta un par de segundos después que te vi. Habías caído a los pies de la escalera, donde la luz casi no te alcanzaba. Tu cuerpo, como un árbol derribado, yacía inerte junto a la lámpara de pie que yo te había regalado para tu último cumpleaños. Corrí hacia el patio trasero. La puerta de la cocina estaba abierta de par en par. Parecía que alguien hubiera estado allí y, por el apuro, hubiese olvidado cerrarla. «¿Quién?», me pregunté.
Me acuclillé a tu lado. Tus manos estaban crispadas, como si hubieran arañado cuerpos invisibles antes de rendirse. Un charco de sangre rodeaba tu cabeza. Te habías también rasmillado un brazo y una senda rojiza corría desde tu muñeca hasta tu codo. Tu camisa de dormir se había recogido sobre tus caderas, y tu pubis, lampiño y blanco, se asomaba entre tus piernas abiertas y envejecidas. Te cubrí cuanto pude con la camisa de dormir y solo entonces, cogiéndote por los hombros, te remecí.
—¡Vera, Vera! —grité.
Me pareciste tan liviana, tan frágil. Todo adquirió la apariencia de un sueño.
El resto se vuelve nebuloso. El tiempo comenzó a transcurrir de otra forma, expandiéndose amorfo, oscuro. Solo recuerdo que en algún momento llegó la ambulancia, y que, contra toda ortodoxia, yo mismo levanté tu cuerpo, mientras las personas a mi alrededor me rogaban que me calmara, que los dejara hacer su trabajo. Yo no quería que nadie te tocara, que nadie sintiera el calor que desprendía tu cuerpo. Que nadie escuchara tu respiración que se apagaba.
2. Emilia
—No lo olvides nunca, yo soy tú —me dijo Jérôme, cuando nos despedíamos en Charles de Gaulle.
Había sido él quien me había instado a viajar. Yo sola jamás hubiera reunido las fuerzas para salir de mi enclaustramiento. A la vuelta de mi viaje, aunque la idea resultara inimaginable, nos casaríamos.
Frente a nosotros, un ventanal dejaba ver las colas de los aviones que parecían colgar del cielo.
Yo soy tú.
Eran las palabras que nos unían. Que nos habían unido siempre y que nos protegían del infortunio. Como un conjuro. Yo era él y él era yo. Caminamos en silencio hasta la zona de embarque y nos despedimos sin tocarnos. Su expresión era tranquila, segura. Yo no podía traicionar esa confianza que él depositaba en mí. El día anterior me había despedido de mis padres en Grenoble, y el doctor Noiret, mi psiquiatra, me había medicado para evitar que sufriera una crisis de pánico. Aun así, no pude evitar decirle por enésima vez:
—No sé si pueda hacerlo, Jérôme.
—Sí puedes, Emilia. Sí puedes —rozó mis labios con su dedo índice para que no volviera a repetirlo.
* * *
Ya en el avión, hundida en mi asiento, mientras miraba por la ventanilla la cama de nubes, fijé mi imaginación en el rostro de rasgos pequeños de Jérôme. Él había estado siempre allí. Él era la especie humana, y todo lo que habitaba más allá de él no existía para mí. Pensé en esa vida sin alas, pero sin descalabros que habíamos forjado juntos. Es difícil conformarse con una vida así. Ordinaria. Las cosas extraordinarias son excitantes y nos llaman con sus trompetas y sus colores vivaces. Pero son frágiles. Se quiebran.
Siempre lo habíamos entendido de esa forma, Jérôme y yo. Sin embargo, ahora él me soltaba. Me soltaba y a la vez me ataba con su proposición de casarnos. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué me había instado a partir, alentándome con sus buenos augurios? Por bondad. Sí, por bondad. Pero también —y este pensamiento afilado cruzó mi conciencia— porque habíamos llegado a un punto en que debíamos movernos hacia algún sitio. Ambos teníamos veinticuatro años, y el presente, cuando eres joven, necesita abrirse a ese mar de posibilidades futuras que aún no existen.
Oportunidades que hay que salir a buscar.
Había llegado hasta ahí cogida de su mano. Pero ahora él y nuestro mundo protegido, de bordes gastados por el uso y el tiempo, desaparecían bajo las nubes. Me costaba respirar. Pedí un vaso de agua. Antes de marcharse, el sol comenzó a crecer. Su luz dura rebotaba en algún lugar para estrellarse con tal intensidad en mi ventanilla, que tuve que ponerme las gafas de sol. Abajo me pareció ver el mar. Fragmentos que semejaban espejos de agua. Desde la distancia, si aquel era el mar, no poseía la violencia que de niña me había atemorizado.
Recordé el mar de La Serena, la ciudad donde mi madre había nacido. De niña yo había estado ahí un par de veces. Vi las olas levantándose con su textura escamosa. Vi a mi madre que corría a sumergirse en el corazón de la muralla de agua, para luego hundirse bajo el estampido de mil partículas brillando a contraluz. Vi a mi padre junto a mí, los dos quietos sobre la arena, sosteniendo la respiración, imaginando que la ballena gigante se la había tragado para siempre. Al ver por fin su cabeza oscura emerger al otro lado del estallido, agitando los brazos para nosotros a la distancia, reconocíamos una vez más su energía indomable. Esa que la había llevado tantas veces lejos de nosotros. Lejos de la mirada vigilante y a la vez derrotada de mi padre. Había sido en una de esas incursiones fuera del dominio del matrimonio, que me había concebido. Me lo dijeron apenas tuve uso de razón. Mi padre no era mi padre.
Llevaban cinco años casados y ambos trabajaban en el observatorio de Niza. Habían intentado tener hijos, pero el semen de mi padre no tenía la densidad necesaria para procrear. Por esa y otras razones que con los años se me hicieron evidentes, cuando mi madre le dijo que estaba embarazada de uno de sus alumnos en práctica, mi padre aceptó a ese ser que ya flotaba en su vientre.
Estas eran las imágenes que primaban de ese país lejano donde había nacido mi madre y adonde ahora me dirigía. Ella esfumándose y luego apareciendo. La mano de mi padre junto a la mía sin tocarme. Nuestras sonrisas unidas en silencio, corroborando el hecho de que sin importar nuestra composición genética, él y yo estábamos varados en la misma orilla.
Ahora esos pedazos de mar aparecían tranquilos, en su propio silencio.
Pensé que todas las cosas tenían otra realidad, una que yo hasta entonces no había visto.
3. Daniel
La habitación había quedado sumida en la penumbra. Me acerqué a ti y posé mis dedos sobre tu cabeza cana. El aire caldeado y el silencio llenaban el espacio. Era tan profunda la quietud, que tras ella parecía asomarse la muerte. En tu muñeca traías un brazalete plástico con tu nombre. Te habían enyesado una pierna y una mano. Tenías ambos brazos inmovilizados a lado y lado por un sinnúmero de tubos que, a su vez, conectaban con las máquinas que registraban tus signos vitales. Bajo tus párpados cerrados, tus ojos latían. Un ventilador mecánico te aseguraba el oxígeno.
El médico me había explicado que producto de los golpes al caer, además de las contusiones, tenías un traumatismo encefalocraneano cerrado grave, con hemorragias en el cerebro. Necesitaban ganar tiempo mientras este se deshinchaba, por eso te habían «puesto a dormir». Un término eufemístico que te habría molestado. El coma inducido era la única forma de reducir los estímulos al cerebro al mínimo y mantener controlada la presión intracraneana. Sus explicaciones fueron exhaustivas. Sin embargo, su respuesta resultó ambigua cuando le pregunté si podías oírme o percibir la presencia de otro ser a tu lado. «No es algo que se pueda saber con certeza», señaló, «pero todos los estudios indican que un paciente en coma carece de percepción».
—Vera —te dije, y no pude seguir.
Sentí una opresión en el pecho al imaginar la posibilidad de que estuvieras ahí, tras ese cuerpo que yacía bajo las sábanas; que desde ese otro lado de la vida, intentaras hablarme. Tomé tu mano y la estreché con fuerza.
Había llovido y en la ventana de la clínica las primeras luces de la calle arrojaban su brillo sobre el pavimento mojado.
Una enfermera golpeó a la puerta y sin esperar respuesta entró en tu cuarto. Era una mujer en su treintena, de baja estatura y caderas anchas. Su rostro parecía tener la firmeza transitoria de un fruto maduro.
—Usted no ha comido en horas. ¿Por qué no va a la cafetería? Nada va a sucederle a la señora —me dijo, mientras hacía anotaciones en una tablilla con sujetapapeles.
Como yo no le respondía, dejó su labor por un momento y me miró. Dio un paso atrás y se acomodó el moño. Sus mejillas se enrojecieron. Yo sabía que se sentía intimidada por mí.
—Es bueno que le hable y que la acompañe. Estoy segura de que ella puede oírle.
Hubiera querido preguntarle más, pero el rubor en su rostro me hizo desistir.
—Me llamo Lucy, si necesita algo no tiene más que apretar ese botoncito.
Cuando se fue, sentado en el sillón junto a tu cama, me quedé dormido.
Cada cierto rato entraba alguna enfermera a controlar tus signos vitales, y yo despertaba de golpe. Fue en una de esas súbitas vueltas a la conciencia, en medio de esa noche quebrada, que me pesó saber tan poco de ti. De tus orígenes, de tu familia, de tu vida. Habías tenido un esposo y un hijo, Manuel Pérez y Julián, pero nunca hablabas de ellos. De tu hijo tan solo sabía que había muerto a los treinta años de una enfermedad al pulmón. El misterio con el cual te habías rodeado para enfrentar el mundo, a pesar de nuestra cercanía, también me había alcanzado a mí.
Luego de que la noticia de tu accidente se hiciera pública, me llamó la atención que no se presentara nadie que dijera ser de tu familia. Aun cuando el dolor de quienes llegaron era evidente —escritores, poetas, gente de letras—, todos parecían conocerte poco. La única persona con quien me puse en contacto fue tu amigo el poeta Horacio Infante. Yo no tenía sus señas, pero Gracia logró conseguirlas. En nuestras conversaciones había deducido, sin que tú lo expresaras de forma directa, que Infante significaba mucho para ti. Su voz al teléfono sonó conmocionada. Me llamó la atención, sin embargo, que no se apareciera por la clínica. Intenté hablar con él otra vez, pero no pude ubicarlo. Le dejé mi número de celular en su buzón de voz para que me llamara cuando quisiera saber de ti. Por la prensa me enteré de que algunos días después de tu accidente, había retornado a París, su lugar de residencia.
Mientras la oscuridad comenzaba a teñirse de los primeros resplandores azules de la madrugada, pensé que bajo la envoltura de tu cuerpo, tu corazón palpitaba, y que tú eras ese corazón. Aun cuando no pudieras escucharme, era ahí donde ahora habitabas. Recogida entre sus paredes, continuabas la vida de otra forma.
Aturdido por la noche en vela, dejé el auto en la clínica y volví caminando por el borde del río hasta mi casa. Una luz despiadada crecía en algún lugar de la cordillera y se asomaba esquinada sobre los picos nevados, para luego precipitarse sobre los cristales de las ventanas.
Cuando llegué a nuestra calle, vi al vagabundo que dormía sobre unos sacos informes, cubierto por una manta contra el muro de una casa vecina. Hacía al menos un año que merodeaba por nuestro barrio, y ya nos habíamos acostumbrado a su presencia, a su olor, al ruido de las latas vacías que llevaba colgadas al hombro y que se golpeaban unas contra otras al caminar. Era un individuo alto, con la cabeza pequeña de un pájaro, y tras su apariencia devastada, podía vislumbrarse al hombre garboso que debió haber sido. Nunca nos había pedido alimentos ni dinero, y era difícil dilucidar si no lo hacía porque vivía en otro mundo o por dignidad.
Al llegar a casa, me desvestí y me arrimé a Gracia. El calor de su piel avivó mis sentidos, pero ella dormía y no reaccionó a mis intentos por hacer el amor.
Desperté un par de horas más tarde con el cuerpo adolorido. Gracia salió del baño con una toalla amarrada a la altura del pecho, se dirigió hacia la ventana y abrió las cortinas de par en par. Divisé tu casa, su techumbre de tejuela y la vegetación que la cubría. Pensé que Arthur y Charly debían estar hambrientos. Apenas me levantara, iría a alimentarlos.
—Buenos días —me dijo con su inflexión ronca.
Tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera dormido poco o hubiera estado llorando, y un leve temblor en la barbilla que me conmovió.
Su piel siempre bronceada se veía aún más oscura en contraste con la toalla blanca. Se sentó en el centro de la cama con las piernas cruzadas y recogió su largo pelo mojado sobre la nuca. Gracia poseía una confianza en sí misma incontestable. A pesar de que nunca te lo pregunté, sabía que para ti aquella no era una virtud. Solías decirme que el único bien que tenía un creador eran sus fracturas, sus incertidumbres, sus preguntas y devaneos, la constante duda de la razón última de las cosas. Era a través de estas grietas que podía surgir algo que no había estado allí nunca antes. Pero Gracia no tenía afanes creativos, y la seguridad que desplegaba en sí misma en todos los ámbitos de su vida la colmaba de beneficios y recompensas. Había estudiado ingeniería, pero a los veintidós ingresó a la televisión. Ahora, después de catorce años, era una de las presentadoras de noticias del canal más popular, y su temperamento enérgico entraba en el hogar de millones de chilenos cada día.
—No te oí llegar. Cuéntame de Vera —me pidió con una expresión que denotaba su angustia.
—Le indujeron un coma. Dada su edad, las posibilidades de que no despierte más son altas.
Gracia cerró los ojos con fuerza, como si una imagen hubiera cruzado sus pupilas, hiriéndola. Luego sacudió la cabeza a lado y lado, y las partículas de agua que desprendieron sus cabellos brillaron contra la ventana. Volvió a cogerlos en un nudo y miró hacia la pared donde ella misma había enmarcado el dibujo de la fachada de mi proyecto del museo. Era un dibujo que todas las mañanas me recordaba que algún día, no tan lejano, había ganado un importante premio, y que quizás aún había esperanzas de que se construyera.
—Lo que me dices es muy fuerte —se abrazó a sí misma.
Siempre me había sido difícil saber lo que Gracia sentía o pensaba.
Cuando la conocí, anhelaba ahogar en nuestro amor la sensación de distancia que me había embargado desde niño. Fuiste tú, Vera, quien me hizo ver cuán pueril resultaba aquel afán. Fuiste tú quien me mostró que bajo nuestra piel hay un mundo privado, con sus construcciones y sus paisajes propios, donde nadie, jamás, podrá llegar. Gracia nunca te había apreciado. Y eso lo sabías. Te culpaba en parte de mis «días vagos», como ella llamaba a esa larga espera para empezar a construir el museo. Había pasado más de un año y las autoridades no se ponían de acuerdo. Siempre había alguien que lo impulsaba, pero también alguien más poderoso que lo entrampaba. Rencillas de poder, estudios diversos, otras prioridades. Las razones para posponerlo mes tras mes no faltaban. En tanto, yo me había quedado suspendido. Cada día me levantaba pensando en algún aspecto que podía ser mejorado, un nuevo material, una pendiente más pronunciada, un pasillo más ancho, y no había día en que no abriera los archivos en mi computador y agregara o eliminara algún detalle. Durante ese tiempo, tú habías estado ahí, Vera. A tu lado no me angustiaba el ocioso pasar de los días. Había otras cosas: nuestras conversaciones, nuestras caminatas y el descubrimiento de ese universo que te rodeaba.
—Es horrible. Yo... —dijo, y luego se detuvo.
—¿Qué?
—Nada, nada. Es solo que la vida cambia de forma tan abrupta y feroz.
Imaginé que tal vez Gracia se refería a algo más, algo que guardaba relación con ella misma o con nosotros. Quise preguntarle, pero ya se había levantado de la cama y desaparecido en las profundidades de su clóset. Pensé que las cosas que importan son demasiado crudas e inquietantes para ser enunciadas. Demasiado avasalladoras. Me metí bajo las sábanas y volví a quedarme dormido.
A las diez de la mañana bajé a la cocina y me preparé un café. A los pocos minutos cruzaba la puertecita del fondo de mi jardín, la que había construido para unirlo con el tuyo. El invierno nos había regalado un día de luz que tú no podías ver. Un polvillo luminoso y rasante se colaba entre la vegetación. Arthur y Charly aparecieron entre los arbustos. Arthur, con su acostumbrada actitud reposada, me miró sin curiosidad y se sentó en el sendero de piedra, mientras que Charly se apegó a mis piernas, barriendo el aire con su cola.
Desde el inicio de nuestra amistad, habías insistido en que yo entrara y saliera de tu casa a mi antojo. Para eso me habías dado una copia de la llave de la entrada principal y dejabas, además, la puerta de la cocina sin cerrojo. Fue una confianza instantánea la que nos unió. Me habías incluso revelado la clave de tu caja fuerte.
—Si algún día tienes que abrirla, Daniel, saca todo lo que encuentres allí y lo arrojas a la basura. No hay nada de valor, son puras chucherías de vieja. Y los papeles, los quemas. No quiero que después de muerta los perros husmeen en mi vida. ¿De acuerdo?
No entendí por qué me otorgabas esa misión tan personal. Fue la primera vez que pensé en tu familia, en las personas que alguna vez estuvieron a tu lado, y que por alguna razón habían desaparecido. Un día te irías, y tal vez ese día no estaba tan lejos. Tu presencia me había cambiado de una forma que no era visible para los demás —a excepción de Gracia—, y por lo mismo, mucho más profunda y significativa. Habías depositado algo dentro de mí y me habías pedido que lo guardara. Ahí se había quedado, y ahora que tú no estabas, temía que poco a poco desapareciera.
Entré al vestíbulo y vi el charco de sangre seca. Todo estaba detenido en un momento de caos y provisionalidad. Reinaba el silencio, un silencio interrumpido por los imprecisos rumores subterráneos de la calefacción. Me quedé en el recibidor mirando hacia la escalera y luego subí los peldaños, imaginando cómo cada uno de ellos debió golpear tus espaldas, tus hombros, tus rodillas, tu cabeza. Al llegar al último escalón, miré hacia abajo. A través de la ventana del vestíbulo se colaban las sombras de los árboles, que oscilaban en el muro como peces. Seguí caminando hacia tu habitación, pero me quedé ante la puerta abierta sin entrar. La cama estaba deshecha. Debiste caer por la mañana, tal vez poco antes de que yo te hallara. Volví hacia la boca de la escalera. Quería reproducir tus pasos y elucidar las circunstancias de tu accidente. Según el médico, este no fue producto de una súbita pérdida de conciencia; los rasmillones en tus brazos atestiguaban que habías intentado afirmarte de las paredes mientras caías.
Recorrí ese corto trecho de ida y vuelta varias veces, y luego bajé. Aunque desvencijada, era una escalera firme. El pasamanos estaba sólidamente sujeto al muro y tenía una forma a la cual resultaba fácil asirse. Los peldaños estaban bien pensados, los centímetros justos, dieciocho de contrahuella y treinta de huella, para que el paso fuera seguro. Lo que primaba en su modesto diseño había sido sin duda la funcionalidad. Fue entonces cuando pensé por primera vez que quizá no habías caído por accidente. Tú eras una mujer fuerte, en pleno control de ti misma y de tu cuerpo. Tus movimientos se sucedían elegantes y precisos. En nuestras caminatas, tú llevabas el paso. Incluso había veces en que te mofabas de mí: «Vamos, apura esas zancaditas de dandi viejo», me decías adelantándome. Traté de recordar la imagen de tu cuerpo en el suelo, la posición de tus brazos, el ángulo de tus piernas, tu pubis desnudo, pero la visión era demasiado cruda y un filtro interior la rechazaba, sin poder fijarla en la conciencia. Salí al jardín y alimenté a los perros. Volví a entrar y me eché en el suelo, en el exacto lugar donde tú habías caído. ¿Cuáles habían sido tus pensamientos, allí tendida, ese segundo antes de perderte en la inconsciencia?
Unas constelaciones en las cuales nunca había reparado antes estaban dibujadas en el techo. Las figuras, de un trazo fino sobre un azul ligero, me hicieron pensar en aquellas que, desde las alturas, velan por los viajeros en Grand Central Station en Nueva York. Recordé tu obsesión por el universo y las estrellas, y su representación persistente en tus escritos. Ese dibujo en el techo era tal vez la última imagen que habías visto.
Una corriente fría me atravesó la columna, los brazos, las piernas. Recordé la puerta abierta de par en par de la cocina, y de pronto, lo que hacía unos minutos era tan solo una corazonada, se volvió una certeza: tú no habías dado un mal paso, algo o alguien había precipitado tu caída.
Busqué en Internet el número de la Policía de Investigaciones y llamé. Mientras le contaba a la mujer de voz cansada lo que había ocurrido, tuve ganas de cortar. Sabía lo que estaba pensando y lo que pensarían todos a quienes les manifestara mis sospechas: que eras una mujer de edad que en un traspié había caído escaleras abajo. Debía ocurrir todos los días, en todos los confines del mundo, cientos de veces, miles de veces, mujeres y hombres mayores sufriendo accidentes fatales, y a nadie nunca se le pasaba por la mente que tras ellos podría haber otro motivo que la propia vejez. No tenía pruebas. Nadie podría ahora dar fe de tu fortaleza física ni de la precisión de tus movimientos. Cuando terminé de explicarle, la mujer me indicó que primero tenía que conseguir un informe médico que corroborara mis sospechas, y con este en mano debía acercarme a la Fiscalía para que la PDI iniciara una investigación.
4. Emilia
Árboles desnudos y calles grises.
Esa fue mi primera impresión de Santiago.
Llegué a Chile tan solo un par de meses antes de la mañana de agosto en que Vera Sigall cayó por las escaleras. Mi propósito era reunir material para terminar la tesis que escribía sobre su obra. Aunque sabía que resultaría difícil, albergaba también la esperanza de conocerla.
Aunque mi madre había nacido aquí, mis únicos recuerdos bien definidos de Chile guardaban relación con el mar y su cabeza desapareciendo y volviendo a aparecer tras la masa de agua. Mis abuelos habían muerto en un accidente cuando yo tenía cuatro años, y desde entonces, mi madre había perdido contacto con el resto de su familia, que aún debía vivir en La Serena.
Por fortuna mi papá me había conseguido un lugar donde vivir. Un departamento que pertenecía a un chileno que había estudiado con él en Grenoble, y quien aceptó rentármelo por un precio que mi reducido presupuesto me permitía solventar. Mi departamento, si se le puede llamar de esa forma, estaba construido en el techo de un edificio de nueve pisos frente al Parque Bustamante, a unas pocas cuadras de la calle Jofré. Consistía en un cuarto, una cocina y un baño, sin conexión entre ellos. Para ir de un lado a otro había que salir al aire libre, a una amplia azotea, y luego volver a entrar. El cuarto era pequeño y tenía un empapelado de flores desteñidas por el sol. La cama estaba cubierta por un edredón de colores tejido a mano. Había también un desvencijado sillón azul de terciopelo, repisas vacías donde instalé los libros que llevaba conmigo y un escritorio apoyado contra la ventana, sobre el cual había un espejo con marco de estaño. La cocina era aún más estrecha, pero poseía los utensilios esenciales y un reloj carillón que marcaba el tiempo con su tictac.
Después de deshacer mi maleta, volvió a asaltarme la zozobra. Tenía una misión que cumplir, un trabajo que realizar, pero sabía que el motivo por el cual estaba ahí era uno que con Jérôme no habíamos explicitado. Uno que ni yo misma tenía el coraje de plantearme.
Nos habíamos conocido de niños. Fuimos compañeros de curso, y desde entonces, con excepción del periodo que llamamos el «accidente», habíamos estado siempre juntos. Compartíamos nuestros deberes, nuestros juegos, nuestras lecturas. Su padre trabajaba en Caterpillar, ensamblando piezas de gigantescos bulldozers, un mundo que a Jérôme, por sus intereses, le resultaba ajeno. En nuestro hogar, en cambio, se hallaba a gusto. Cuando su interés por la astronomía se hizo evidente, mis padres lo acogieron de pupilo. A los veinticuatro años ya era la mano derecha de mi padre en el telescopio Schmidt.
Nuestro lazo de niños perduraba ahora que ambos habíamos crecido, constituyéndonos como pareja, aunque de una forma extraña, porque nunca nos habíamos tocado. Unas semanas antes de partir a Chile, Jérôme me había propuesto que a mi vuelta nos casáramos. Cenábamos en un restorán del centro de Grenoble.
—Jérôme, nosotros no podemos...
—No me importa —me interrumpió él.
—A mí sí.
Yo misma no sabía a qué me refería. Si a la convicción de que un ser humano normal como Jérôme es incapaz de vivir sin tocar a otro, sin el abrazo que sella su amor, o a la idea impronunciable de que tal vez, en algún lugar, había alguien que podría descongelarme. Jérôme tampoco estaba interesado en las expresiones físicas, pero no de una forma consciente y fóbica como la mía. Sumido en sus observaciones de cuerpos celestes, no tenía espacio para lo terrenal. Lo cierto es que Jérôme y yo nos habíamos pasado la vida gravitando como dos planetas solitarios.
* * *
Esa primera tarde saqué una silla de la cocina y me senté en un rincón de la amplia azotea a leer. Tocadas por el sol de invierno, las ventanas, a lo lejos, sostenían la luz. Las palomas se paseaban desafiantes por los techos, cortejándose unas a otras. En una azotea vecina, una bandera chilena ondeaba como una llama contra el gris del cielo.
El día comenzó a ceder y se llenó de reflejos fríos. Entré a mi cuarto y le escribí a Jérôme contándole los pormenores de mi viaje, de mi nuevo hogar, de la vista que tenía sobre la ciudad. Recién cuando lo puse en palabras para él, todo lo vivido desde mi partida se asentó en mi conciencia y se hizo real.
Esa noche apenas dormí. Al día siguiente iría a conocer la Biblioteca Bombal, donde estaban los manuscritos, cartas y notas de trabajo que Vera Sigall había donado. Había sido Horacio Infante —un connotado poeta chileno que residía en París— quien me había puesto en contacto y conseguido el permiso para trabajar allí. Ansiaba sumergirme en ese material que nadie aún había tocado. Estaba segura de que este me abriría el camino a nuevas dimensiones de la obra de Vera Sigall. Pero no solo eso.
En ese confín del mundo, separada de Jérôme, había muchas cosas que ignoraba; la vida aparecía ante mí extensa y a la vez difusa, sin comienzo ni fin.
5. Daniel
Una vez que el médico me dio a regañadientes un informe donde aceptaba la posibilidad de que tu caída no fuera un accidente, presenté el caso en la Fiscalía y unos días después recibí una llamada de la PDI. Esa tarde estarían en tu casa.
Mientras aguardaba salí a tu jardín, desde donde divisé tu estudio. Su diseño nos había costado nuestra primera y única discusión. Yo pensaba que debía tener grandes ventanas que dejaran el verdor y la luz entrar en él, pero tú querías ventanucos que resguardaran tu intimidad, que te aislaran, que crearan en su interior un lugar sin tiempo. Recuerdo los dibujos que te hice y tus palabras alabanciosas cuando describiste las proporciones de la estancia de cristal que yo había diseñado para ti. Sin embargo, tu decisión era terminante, querías una caja negra desde donde tus personajes no pudieran huir. Cuánta fascinación te produjo la capilla de Zumthor cuando te la mostré, con sus maderas quemadas y su único orificio superior por donde la luz se deja caer.
—¡Eso quiero! —dijiste. Y juntos diseñamos un estudio que estaba a medio camino entre tu caja negra y la mía de cristal.
Crucé el jardín y entré. Una vida había quedado allí suspendida. Los narcisos amarillos del jarrón se habían marchitado, y sobre tu chaise longue yacía abierto boca abajo el libro que leías, el diario de Katherine Mansfield con un prólogo de Virginia Woolf. En uno de los estantes volví a mirar la única fotografía tuya que guardabas en la casa, además de aquella en que apareces con tu padre. Nunca dejó de sorprenderme que eligieras esa precisamente. Estás de pie, las rodillas flexionadas, los brazos extendidos hacia abajo y las manos abiertas, en una postura que revela la gran bailarina de twist que debes de haber sido. Miras hacia la cámara con una sonrisa misteriosa, como si tras ella guardaras un secreto y desafiaras al fotógrafo a descubrirlo. Tu acompañante te observa serio, en una tensa inutilidad, con la fijeza de quien está frente a alguien que sobrepasa no solo sus expectativas, sino también sus posibilidades. Me detuve también en la imagen que tenías siempre sobre tu mesa. La fotografía en blanco y negro de un hombre de barba oscura que se inclina sobre el trabajo de caligrafía de una niña de no más de cinco años. Corría el año 1923 y esa niña eras tú. Me lo contaste un día:
—Mi padre estaba empecinado en que aprendiera a leer y a escribir. Según él, el conocimiento era lo único que no nos podían arrebatar.
Unos días después de que el fotógrafo Alter Kacyzne les tomara esa fotografía, irrumpieron en el pueblo de Chechelnik.
—Mi padre apagó las bujías, cerró las cortinas y permanecimos inmóviles mirando entre los visillos las decenas de hombres que corrían por las calles gritando, golpeando con sus palos y culatas las puertas, quebrando vidrios, sacando a los vecinos a las calles, desvalijando sus casas.
Recuerdo cuando me contaste de Dania, tu vecina. Sus ojos abiertos y vacíos. Cuatro hombres armados ya le arrancaban la ropa a pedazos frente a la puerta de su casa cuando tu madre te tapó los ojos y te abrazó. Nunca antes me habías hablado del horror.
«Escríbelo», te dije. Y tú me miraste por primera vez con desprecio, como diciéndome «tú no tienes idea». Ese era tu espacio de silencio, y nunca más intenté profanarlo.
La fotografía era excepcional, y me interesé por el hombre que la había tomado. Descubrí que se trataba de un gran fotógrafo. Al terminar la Primera Guerra Mundial, Kacyzne se dedicó a retratar las costumbres y la vida de los judíos, e iba de pueblo en pueblo intentando capturar su cultura. Muchos años después que él les hiciera esa fotografía a tu padre y a ti, Kacyzne dejó Polonia escapando de los nazis, pero cuando llegó a Ternópil, en 1941, los nazis ya habían ocupado la ciudad y fue golpeado hasta la muerte por ucranianos colaboracionistas. Su esposa, Khana, una mujer bellísima que lo acompañó en sus periplos fotográficos, murió en los campos de concentración. Su hija sobrevivió ocultándose en Polonia como una ciudadana no judía.
Salí de tu estudio con una sensación de pesadumbre aún más intensa y con la determinación de no detenerme hasta descubrir qué te había ocurrido la mañana de tu caída. Me preparé un café y me senté a la mesa de la cocina a esperar. Pensé en Gracia, en su boca grande y su sonrisa de medio lado, que pro