El silencio de los malditos

Carlos Pinto

Fragmento

Capítulo 1. El comienzo de la verdad

Capítulo 1

EL COMIENZO DE LA VERDAD

El recuerdo de esa tarde calurosa de febrero se aferró a mi memoria con garras y dientes y permaneció indemne por mucho tiempo. En ese entonces cubría la sección policial, y el rango de escenarios posibles que abarcaba mi labor periodística variaba entre una simple colisión vehicular hasta la posibilidad de ser testigo ocular de un fusilamiento. Por fortuna, la abolición de la pena de muerte me dejó fuera de esta última alternativa. Creo que no hubiese sido capaz de resistirlo.

El crimen cometido por quien sería nuestro próximo entrevistado se mantenía tenaz en los titulares de la prensa escrita y abría a diario los noticieros de la televisión. En mi nombre, la producción había conseguido que este hombre, quien mantuvo su hermetismo a toda prueba, accediera a conversar y a darnos su testimonio exclusivo. Teníamos un golpe periodístico entre manos. La cita estaba estipulada para las catorce con treinta horas en la Penitenciaría de Santiago, lugar donde él se encontraba mientras durara el proceso en su contra. Se estimaba que sería un juicio breve, ya que estaba confeso.

Llegamos media hora antes junto al camarógrafo, el sonidista, el productor y la periodista asistente. Luego de mostrar nuestras debidas credenciales, accedimos al pasillo previo donde se encuentra la puerta de acceso a la oficina del director del establecimiento y que es también el paso obligado de todos los que acceden al recinto penal.

Observaba, desde la banqueta donde me senté a esperar mi turno, la vorágine que se producía a esa hora. Ya habían ingresado las visitas que esperan horas fuera del recinto para ver a sus familiares. Tras soportar colas interminables, deben además someterse a una grotesca, por no decir humillante revisión. A esa hora también desfila una serie de reos esposados que llegan después de pasar por tribunales, seguramente con la esperanza mancillada al comprobar que sus peticiones no han sido escuchadas.

Es que, claro, este lugar solo cobija a inocentes. Es la primera palabra que escucho cada vez que entrevisto a uno de ellos: «¡Soy inocente!...». Las bestialidades que cometen a veces son tan grandes, que solo la mentira vestida de inocencia o, mejor dicho, un pequeño atisbo de ella basta para poner un grado de justificación a sus crímenes. Diría que la imagen de la basura debajo de la alfombra calza con debida justeza cuando se trata de soportar el terror de verse privado de libertad. ¿De qué otra forma se puede convivir con la soledad y esperar los años que faltan de condena, sino escondiendo aquello que molesta o las imágenes traumáticas del crimen que cometieron? La inocencia es para los reos como la morfina para los enfermos terminales, calma el dolor pero no aleja la sensación de que la muerte te está mirando. Si no la invocan, muchos de ellos acabarían con su vida.

Mi inminente entrevistado, a pesar de estar confeso, en algún momento también dirá que tiene su cuota de inocencia. Qué lugar increíble me pareció la cárcel esta vez. Entreverado en el pasillo con un tropel de reos llegando de tribunales, me preguntaba si alguno de ellos estaría allí purgando sus culpas siendo de verdad inocente. De más que hay alguno, pensaba, pero ¿cómo saberlo? Y si así fuera, ¿cómo ayudarlo? Mis elucubraciones se diluyeron abruptamente cuando la secretaria del director de la Penitenciaría me avisó que su jefe deseaba hablar conmigo.

—Lo llamé porque tenemos novedades —dijo, intuyendo que yo ya sabía de lo que hablaba.

—¿Puedo pasar con mi gente?

—De eso se trata, el interno cambió de parecer —mencionó con frialdad.

—¿No me diga que no quiere dar la entrevista?

—No exactamente.

— ¿Y entonces? —pregunté más tranquilo.

—No quiere cámaras, ni de televisión ni de otro tipo —argumentó en ánimo de mostrar el nuevo escenario.

—¿Pero se da cuenta, director, que no me sirve de nada una entrevista para televisión sin cámaras?

—Lo sé, pero las dificultades no las pongo yo, y usted comprenderá que no lo puedo obligar —esgrimió con certeza.

—¿Ni siquiera con la autorización firmada por él con su puño y letra? —dije a sabiendas de que la respuesta sería negativa.

—Ni siquiera así. Pero sí accedió a juntarse con usted en privado. Le reitero: sin cámaras ni grabadora... solo con usted. Quizás en esa conversación lo pueda convencer para otra oportunidad —concluyó sin mostrar ningún atisbo de compromiso con mis afanes.

Ciertamente, esta alternativa no estaba en mis planes, pero no podía desechar la posibilidad de, al menos, conocerlo e intentar revertir su posición. Despaché al resto del equipo tras explicarles la situación y quedé a la espera de que me llevaran al sitio elegido para nuestro atípico encuentro. Un gendarme, cuyo rango no recuerdo pero con la autoridad suficiente como para decidir según su propio criterio, me dijo que el reo era peligroso, violento y que los periodistas no gozaban de su simpatía. Me pregunté si el funcionario querría intimidarme, pero al menos logró ponerme en guardia. Me explicó que, por su perfil, no era recomendable que me juntara con él en su celda y que, con el ánimo de colaborar, proponía como terreno neutral una de las oficinas donde ellos trabajan y desde la cual observan sin ser vistos a todos los internos que en forma parcelada acceden al gran patio central de la Penitenciaría llamado «el óvalo».

Aunque siempre me gustó que mis entrevistados se sintieran de local y no de visita, terminé aceptando esa propuesta. Dentro de mi reducido radio de acción logré imponer algunas condiciones: estar solo con él en ese lugar, no tener límite de tiempo y que un gendarme impidiera el paso a cualquier extraño y también a él mismo si deseaba interrumpirme. Para satisfacer mis requerimientos tuve que firmar un documento que desligaba de toda responsabilidad a la institución en caso de que el reo se violentara conmigo.

Mientras lo esperaba, debo admitir que estaba extasiado con la visión que tenía desde ese mirador. El óvalo estaba lleno, diría que tomaban recreo más de trescientos reos a la vez. Me recordó la antesala del gran bazar de Estambul. Todo el mundo se mueve, todos conversan, algunos gritan, otros pelean, parejas se pasean de un lado a otro para estirar las piernas. Medio centenar de evangélicos de terno y corbata me hicieron dudar de que me encontraba en la cárcel más peligrosa de Chile. Cristo allí, en medio de los bandidos, haciendo lo suyo. El canto de alabanza a su figura era a todo pulmón para imponerse en esa verdadera feria de humanos viviendo en condiciones inhumanas. De pronto, unos gendarmes corrieron hacia el sector de los reos considerados más peligrosos. Lo hicieron con sables en las manos derecha e izquierda, en la cartuchera, listos para desenfundar su arma con la bala pasada. Una pelea con cuchillos ya había hecho estragos y cobraba víctimas con sangre a la vista, antes de que ellos llegaran a dil

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