La ventana alta

Raymond Chandler

Fragmento

cap-1

1

La casa estaba en la Dresden Avenue, en la zona de Oak Noll de Pasadena; era grande, sólida, de aspecto frío, con muros de ladrillo color borgoña, tejas de terracota y adornos de piedra blanca. Las ventanas de la parte inferior de la fachada estaban emplomadas. Las de la planta superior eran más bien rústicas y tenían a su alrededor montones de adornos en piedra que le daban un aire rococó.

A partir de la fachada principal y los arbustos en flor que la acompañaban se extendía un cuarto de hectárea de cuidado césped, que llegaba en suave pendiente hasta la calzada, encontrando a su paso un enorme cedro deodar y fluyendo a su alrededor como una fresca marea verde en torno a una roca. La acera y la mediana de la avenida eran muy anchas, y en esta última había tres acacias blancas dignas de admiración. Se respiraba un fuerte aroma a verano aquella mañana, y todo lo que crecía estaba completamente inmóvil en ese aire sofocante que tienen por allí cuando hace lo que llaman un día agradable y fresco.

Lo único que sabía de aquella gente era que se trataba de una tal señora Elizabeth Bright Murdock y familia, y que dicha señora quería contratar a un detective privado bueno y limpio, que no tirara al suelo la ceniza del puro y que nunca llevara más de una pistola. También sabía que era la viuda de un viejo imbécil con patillas llamado Jasper Murdock, que había ganado un montón de dinero en pro de la comunidad y cuya foto salía todos los años en el periódico de Pasadena el día de su aniversario, con las fechas de su nacimiento y su muerte y la leyenda «Una vida al servicio de los ciudadanos».

Dejé mi coche en la calle, caminé sobre unas cuantas docenas de piedras planas incrustadas en el césped y toqué el timbre que había en el pórtico de ladrillo, bajo un tejadillo a dos aguas. Una tapia baja de ladrillo rojo se extendía paralela a la fachada de la casa, cubriendo la corta distancia desde la puerta hasta el borde de la entrada para coches. Al final del sendero, sobre un bloque de hormigón, había un negrito pintado, con pantalones blancos de montar, chaquetilla verde y gorra roja. Empuñaba una fusta, y en el bloque que tenía a sus pies había una argolla de hierro. Parecía un poco triste, como si llevara mucho tiempo esperando allí y empezara a perder las esperanzas. Me acerqué y le di una palmadita en la cabeza mientras aguardaba a que alguien abriera la puerta.

Al cabo de un rato, una mujer madura y avinagrada con uniforme de doncella abrió la puerta principal aproximadamente un palmo y me lanzó una mirada suspicaz con sus ojos pequeños y brillantes.

—Philip Marlowe —dije—. Vengo a ver a la señora Murdock. Tengo cita.

La madura avinagrada hizo rechinar los dientes, cerró los ojos de golpe, los abrió también de golpe y preguntó, con una de esas voces duras y cortantes:

—¿A cuál?

—¿Eh?

—¿Que a qué señora Murdock? —preguntó casi a gritos.

—A la señora Elizabeth Bright Murdock —respondí—. No sabía que hubiera más de una.

—Pues sí —dijo en tono cortante—. ¿Tiene tarjeta?

Seguía con la puerta abierta un palmo escaso. Asomó por la abertura la punta de la nariz y una mano delgada y musculosa. Saqué mi cartera, cogí una de las tarjetas que solo llevan mi nombre y se la puse en la mano. La mano y la nariz volvieron a entrar y la puerta se cerró de golpe en mis narices.

Pensé que tal vez tendría que haber llamado a la puerta de servicio. Volví a acercarme al negrito y le di otra palmadita en la cabeza.

—Hermano —dije—. Ya somos dos.

Pasó el tiempo, bastante tiempo. Me puse un cigarrillo en la boca, pero no lo encendí. Pasó el hombre de los helados en su carrito azul y blanco, haciendo sonar «Turkey in the Straw» en su caja de música. Una enorme mariposa negra y dorada llegó revoloteando y se posó en una hortensia que casi me rozaba el codo. Movió despacio las alas arriba y abajo unas cuantas veces, y después despegó lentamente y se alejó tambaleante a través del aire inmóvil, tórrido y aromático.

La puerta principal volvió a abrirse. La avinagrada dijo:

—Por aquí.

Entré. La habitación que había tras la puerta era grande y cuadrada, estaba a un nivel más bajo, era fresca, y tenía la atmósfera tranquila de una capilla funeraria y hasta un olor parecido. Tapices en las rugosas paredes blancas de estuco, rejas de hierro que imitaban balcones en las altas ventanas laterales, sillas de madera tallada con asientos de felpa y respaldos tapizados con borlas doradas y deslustradas colgando a los lados. Al fondo, una vidriera de colores del tamaño de una pista de tenis. Debajo, una puerta doble acristalada, con cortinas. Una habitación vieja, anticuada, conservadora, pulcra y triste. Daba la impresión de que nadie se había sentado nunca en ella y de que a nadie le apetecería jamás. Mesas de mármol y patas retorcidas, relojes dorados, figuritas de mármol de dos colores. Un montón de quincalla, a la que se tardaría una semana en quitarle el polvo. Un montón de dinero, y además malgastado. Treinta años antes, en la ciudad próspera, provinciana y discreta que era entonces Pasadena, debía de haber parecido toda una señora habitación.

La dejamos atrás, recorrimos un pasillo, y al cabo de un rato la avinagrada abrió una puerta y me hizo un gesto para que entrara.

—El señor Marlowe —anunció desde la abertura con voz desagradable y se marchó rechinando los dientes.

cap-2

2

Era una habitación pequeña, que daba al jardín trasero. Tenía una alfombra roja y marrón espantosa y estaba amueblada como un despacho. Contenía todo lo que uno espera encontrar en un despacho pequeño. Una chica rubita, delgada, de aspecto frágil y con gafas de concha se encontraba sentada ante un escritorio, con una máquina de escribir en un tablero accesorio que salía a su izquierda. Sus manos estaban suspendidas sobre las teclas, pero no había papel en la máquina. Me observó mientras entraba en la habitación con la expresión rígida y medio atontada de una persona tímida que posa para una foto. Con una voz clara y suave me pidió que me sentara.

—Soy la señorita Davis, la secretaria de la señora Murdock. Quiere que le pida algunas referencias.

—¿Referencias?

—Pues claro. Referencias. ¿Le extraña?

Dejé el sombrero sobre su escritorio y puse el cigarrillo sin encender en el ala.

—No me diga que me ha hecho llamar sin saber nada de mí.

Le empezó a temblar un labio y se lo mordió. No sabía si estaba asustada o molesta, o si simplemente le costaba trabajo mostrarse fría y eficiente, pero no parecía estar a gusto.

—Le dio su nombre el gerente de una sucursal del Banco de Seguridad de California. Pero él no lo conoce a usted personalmente —dijo.

—Prepare el lápiz —dije.

Lo levantó para enseñarme que lo tenía recién afilado y listo para entrar en acción.

—En primer lugar —empecé—, uno de los vicepresidentes de ese mismo banco, George S. Leake. Está en la oficina central. Despu

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