Dibujos en las rocas

Verónica Cervilla

Fragmento

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Al-Ándalus, 1.238 d. C

Contemplar a su pueblo huir era empujar un poco más la empuñadura de una espada clavada en el corazón. La noche abrigaba sus planes con un manto negro azabache, pocas estrellas delatoras y una media luna hacia abajo, como la sonrisa triste que se había instalado en su rostro. Desde una de las ventanas de la torre más alta del castillo se fijaba en la premura con la que las madres acomodaban a los niños sobre su pecho, subidas a caballos que manejaban sus esposos. Se escabullían por las sinuosas calles de aquella parte del reino como hormigas escapando del inminente pisotón de un gran gigante.

—El pueblo se marcha al monte, como le ha ordenado, Majestad.

El rey, lejos de sentir alivio, percibió una punzada de dolor en el pecho, quizás un aviso de que la victoria contra los cristianos iba a requerir de algo más que una huida a medianoche.

—¿Están listos?

—Algunos se han marchado escoltando a la gente, pero el resto están preparados y su caballo está ensillado. Aguardan su señal, mi señor.

El rey soltó un suspiro amargo, con la vista perdida en aquel horizonte de olivos, y miró a su visir.

—¿Lo lograremos?

—Por supuesto, Majestad —respondió el hombre con una voz demasiado temblorosa como para consolar a nadie—. La princesa aún sigue en sus aposentos.

El cálido aire seco de aquella noche probablemente había mantenido a su hija despierta, ajena a la desgracia que sobrevenía desde el este, aunque los rumores de una invasión ya llevaban tiempo gestándose y otros lugares habían caído. Como rey, debía imponerse y evitar una masacre, pero como padre el estómago no le permitía pensar con claridad. La princesa era demasiado joven para internarse en la oscuridad del monte, aunque fuera con uno de sus guerreros. Y bien sabido era lo que harían los soldados cristianos si conseguían apresarla. No, la decisión estaba tomada y su hija lo comprendería algún día.

—Ve a por tu caballo. Esperadme en la parte de atrás del castillo.

—Sí, Majestad.

El rey, camino a la habitación donde reposaba la princesa, recordaba. Imágenes del día en que la pequeña abrió los ojos al mundo, imágenes de ella jugando, riendo, creciendo… se pasearon por la cabeza del rey, como espejismos de un desierto que había abandonado hacía muchos años. Eran borrosas, hechas de humo y fuego, y le quemaban las entrañas. Los hijos heredaban los títulos de sus padres, pero las hijas se apropiaban de su alma y eso era bastante más complicado de arrebatar.

El silencio había engullido las estancias de piedra y solo las pisadas nerviosas del rey destacaban en el pasillo iluminado por los candiles de cerámica. Las sombras bailaban al pasar en un carnaval misterioso de dedos alargados que intentaban asirlo sin éxito. Se internó en la alcoba como una serpiente, resbaladiza y silenciosa, y deseó escuchar la respiración calmada de su hija, presa ya de los sueños, para no tener que mirarla con unos ojos que irradiaban temor. Pero la joven no estaba en su cama.

—Najma, hija. ¿Dónde estás?

El corazón se detuvo en su pecho un breve instante y temió lo peor.

—Padre, perdóname. No podía dormir con este calor —dijo su hija desde la ventana más alejada—. Ven, acércate. Mira, la luna nos sonríe. Quizás tengamos suerte.

Aquel pensamiento se desvaneció de la mirada de la princesa en cuanto su padre dio un paso al frente para colocarse a su lado y los rayos de la luna bañaron de luz su fajín y la hoja de la espada que colgaba de su cintura. La muchacha frunció el ceño, enmarcado por dos hermosas cejas negras, y lo supo. El rey le tomó las manos.

—Najma, tenemos que irnos. No podemos esperar más.

Su padre bajó la cabeza sin ser consciente del significado que añadía aquel gesto.

—Nuestro reino no caerá, padre. —La princesa abrazó la mano del rey entre las suyas con firmeza y le sonrió levemente.

El rey oteó el horizonte y no consiguió avistar ninguna otra escurridiza sombra perdiéndose por los árboles más allá del valle. Su pueblo estaba a salvo, oculto hasta que diera la orden de volver al hogar, y ahora debía continuar con el resto de su plan. Apretó los labios en una fina línea y tiró de la mano de su hija sin dar más explicaciones. Najma lo siguió por las vísceras de un castillo en el que ya no quedaba nadie más.

Aunque la penumbra dificultaba reconocer las estancias, la joven había pasado tantas horas jugando en soledad en aquel gigante de piedra que habrían tenido que vendarle los ojos para que se notara perdida y aun así habría encontrado la salida palpando las rugosas paredes que los encerraban. Por el camino que recorrían, no se dirigían al exterior.

—Padre, ¿dónde esperan tus soldados?

La ausencia de respuesta de un rey era algo usual, pero la de un padre se le antojó una sorpresa de la que sospechar. Tiraba de su mano sin voltear la vista para mirarla, concentrado en los giros y en iluminar lo preciso con el candil. En la oscuridad distinguió el desnivel que conducía hasta la parte prohibida del castillo.

—¿Por qué vamos a las mazmorras? —Najma ya no preguntaba con la dulzura de una hija obediente sino con la preocupación de quien deseaba sobrevivir—. ¡Padre! ¡Detente! ¿Adónde me llevas?

El rey, que caminaba impasible con la expresión seria, se giró y levantó a la joven en sus brazos. No estaba seguro de si pretendía evitar que escapara o de si necesitaba abrazarla antes de hacer lo que se proponía. Najma quiso patalear, pero había sido educada en la obediencia y conocía la fuerza de su padre. Si tenía que hacerle daño para que acatara sus órdenes, no titubearía.

Atravesaron el umbral que separaba el paraíso de su palacio del infierno que se encontraba en sus cimientos. El suelo húmedo se quejaba con ruidos de chapoteo al pasar y el aire viciado y rancio la obligó a toser. El rey abrió un portón de hierro oxidado y tosco, entró y soltó a su hija con delicadeza para dejarla sentada en lo que parecía una de las celdas.

—Escucha —le susurró, poniéndole los dedos manchados en los labios—. Najma, debes quedarte aquí mientras estoy fuera.

—Pero padre...

—Las tropas cristianas están cerca, hija mía. Si te encuentran, no tendrán piedad y si me dan a elegir entre mi hija y mi pueblo, solo se derramará sangre en este castillo. Aquí tienes comida y agua para unos días. Te prometo por nuestra luna que volveré lo antes posible.

Najma apretó con fuerza las manos de su padre y se mordió la lengua para no dejar escapar una lágrima. El rey debía marcharse a luchar con la conciencia limpia y el corazón sereno. Solo así habría alguna oportunidad de volver a ver su rostro.

—Los soldados están preparados. Les tenderemos una emboscada y venceremos. La luna nos sonríe, ¿no es cierto?

El rey acunó la cara de su hija un momento, le besó la frente y salió. Cerró la puerta de hierro y retrocedió por donde había venido, concentrándose en el goteo de las aguas subterráneas que se colaban por los muros pedregosos y los chillidos de las ratas que correteaban ajenas a su dolor. La respiración de la princesa se transformó en un eco sutil que fue perdiéndose en la distancia, oculta en las mazmorras y en su mente. Ahora debía ser solo r

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