Lugares seguros

Ignacio Rebolledo

Fragmento

PRÓLOGO

VICENTE

No recuerdo otra noche como aquella, la del viernes veintiséis de febrero de ese año tan malo. Si cierro los ojos, todavía soy capaz de verlo, de verlo todo.

Por entonces aún no llegaba mi vigesimoquinto cumpleaños. Con suerte lograba mantenerme en pie, y así se notó cuando a las diez de la noche caí de golpe al suelo, destrozando la loza esmaltada, las botellas de vino y un espumante que llevaba a la mesa seis.

«Inútil. Inútil. Inútil

Me sonrojé al ver mi impecable uniforme de garzón hecho mierda. Segundos después una comezón intensa, que iniciaba en el antebrazo y terminaba por las muñecas, llamó mi atención. El alcohol derramado se combinó con la sangre expulsada de mis venas. Cresta, lo que me faltaba para coronar el día. Sonreí avergonzado cuando algunos comensales se voltearon a mirarme.

«Inútil. Inútil. Inútil

Un chico guapo (de facciones duras, cabello medio largo y piel color aceituna) cenaba con un hombre viejo que sin problemas podía ser su abuelo. El joven apuesto me inspeccionó de arriba a abajo y, por su rostro descompuesto, me dio la impresión de que se había molestado por el inesperado espectáculo. El hombre anciano se pasó la lengua por sus labios como si disfrutara de mi miseria. «Viejo caliente, mejor levántate y ven a ayudarme», pensé.

Intenté poner la mente en blanco, pero ¿qué significaba eso? ¿Concentrarme en el dolor, o hacerme el estúpido y actuar como si nada? No, yo no era esa clase de persona capaz de apartar todo a un lado y seguir como si nada. Decidí tomar aire y limpiar la herida.

«Inútil. Inútil. Inútil

La cabeza me daba vueltas tanto o más que al bajarme de un tagadá (esa máquina inmensa, de fierros viejos que giraba al ritmo de música electrónica en las ferias ambulantes de verano). Saboreé mis labios, mi boca era polvo. Confundido intenté levantarme, pero me dolían las rodillas. Los rostros de las personas pasaron de la estupefacción a una cruel indiferencia. «Así funciona la vida: conmoción y luego olvido», reflexioné.

Me limpié, pero las heridas se rasgaban si ejercía presión.

Por las puertas del restaurante del hotel apareció doña Paulina. Avanzaba lento debido a la malformación de su cadera. Era coja de la pierna izquierda y al caminar sobre el piso de madera emitía un estruendo peculiar: parecía que su pata fuera de palo, como la de un pirata de caricatura. Cuando finalmente llegó a mi lado, me agarró con fuerza del brazo ensangrentado y, como si mi peso se hubiera reducido a un tercio, me levantó. No le importó mancharse de sangre. Negando con la cabeza me arrastró, molesta como si fuera consciente de lo fea que la encontraban.

Camino a uno de los miles de baños que había en el hotel intenté iniciar un diálogo, pero Paulina me fulminó antes de mover los labios. Hundió la punta de sus dedos en la herida y, de no conocerla tanto, hubiera pensado que quería separarme la piel en dos lonjas con esas uñas de manicura barata: una «francesa clásica», le decía. Finalmente, cuando dimos con el primer baño se acomodó para limpiarme. Abrió la llave del lavamanos, y con sus dedos húmedos y arrugados separó mi cabello castaño en dos. Luego, como si lo importante hubiera sido peinarme, me quitó los restos de vidrio con una desenvoltura abismal, acostumbrada a curar heridas sin chistar.

—¡¿Acaso quieres matarte?! —me gritó como si fuera mi madre.

No buscaba precisamente la muerte, aunque los motivos para encontrarla sobraban. Bueno, quizás exagero. Suelo hacerlo. La vida era dura, y no solo porque hace un año habían terminado conmigo, sino porque llevaba una carga que me quedaba un poco grande y me costaba aceptarla.

—Tan hueón que saliste —dijo con el mismo timbre de Él, su hijo.

¿Alguna vez podría olvidarlo? Hasta entonces no lo hacía ni por un segundo.

En ese momento volvió toda la mierda, toda la basura que se siente cuando te desechan y sigues con la esperanza primitiva de amanecer junto a su cuerpo, de que te pida perdón por ser un mal hombre. En ese instante no pude evitar imaginarlo a Él sanando mis heridas y besándome la frente mientras me susurraba que todo iba a estar bien, aunque fuera mentira.

Los significados de sus palabras no importaban demasiado, era el timbre y la forma.

Pero Él ya no estaba.

Ahora me quedaba ella: doña Paulina, una forma de recuerdo. De pelo canoso, arrugas como grietas y ojos negros. Solo eso me quedaba de Él, estampas de que alguna vez estuvo y existió en mi vida. A veces creo que imaginé todo, como si fuera una mentira, un sueño del que me despertaron para jamás volver. En ocasiones la memoria hace eso, inventarse acontecimientos para rellenar vacíos, incertidumbres.

—¿También te cortaste la lengua? —preguntó mientras limpiaba.

Cuando la sangre seca desapareció, Paulina me vendó con unas gasas blancas que desenredó del botiquín de primeros auxilios que no sé bien de dónde sacó. La vieja era bruja, eso dijo siempre mamá. Mientras curaba se mordía el labio inferior con sus paletas separadas iguales a las de Madonna.

Pensé de nuevo en Él, en ese mal hombre, en lo mucho que le gustaban las canciones de la reina del pop, en lo suelto de sus movimientos al bailar «Vogue» en las discos. También pensé en cuando salía borracho a las cinco de la mañana riéndose de la vida. Tomaba mi mano y junto a la suya la guardaba en el bolsillo de su chaqueta de mezclilla. «Conmigo nada malo te va a pasar. Si alguien nos molesta, no pesques; yo mismo le saco la chucha. Ven, dame un beso, Vicente. Uno de esos que no le has dado a nadie.»

Miré el puño de Paulina, que era exactamente el mismo que el de su hijo… de seguro igual de triste.

Al terminar sacó unas tijeras y cortó la venda.

—Gracias.

—No hay de qué. —Sus palabras no sonaron sinceras, no era tan apacible, aunque llevara años siendo sirvienta.

Paulina comenzó a lavarse las manos con abundante jabón.

—¿Cómo está tu madre, Vicho? —Odiaba que la coja preguntara por mamá, nunca se soportaron, quizá porque mi vieja era mezquina con otras mujeres.

—Muriendo —respondí.

Y no mentía.

En 2006, para la celebración de las Fiestas Patrias, mamá y yo estábamos en casa cuando detonó la primera bomba. Mi vieja freía unas empanadas de queso como cualquier año cuando, sin entender muy bien por qué, una burbuja de aceite explotó como pompa de jabón quemando parte de su cuello y cara. Aunque mi primer pensamiento fue creer que la vieja quedaría como Freddy Krueger, el accidente no fue nada terrible ni memorable, o al menos en primera instancia. De todas formas, partimos al hospital para que la inspeccionaran y que en su piel no quedaran más huellas de las que ya tenía. Ahí un doctor joven, de dentadura blanca y labios gruesos, le pidió hacerse unos exámenes de urgencia

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos