Todo este tiempo

Rachael Lippincott
Mikki Daughtry
Rachael Lippincott, Mikki Daughtry & Tobias Iaconis

Fragmento

todo_este_tiempo-2

1

La pulsera de dijes me pesa en la palma de la mano. La habré mirado mil veces, pero vuelvo a echarle un vistazo porque necesito que sea perfecta, necesito que arregle todo lo que haya que arreglar. Estuve contemplando la posibilidad de comprar una pulsera más elegante y delicada, más al estilo de Kimberly, pero esta tenía algo que me atraía, esos eslabones tan sólidos y fuertes, como nuestra relación… la mayor parte del tiempo.

Hace unos meses, cuando la encargué, la pulsera iba a ser un regalo para celebrar nuestra graduación, no una excusa para pedir disculpas y hacer las paces, pero últimamente Kimberly se ha mostrado muy callada. Distante. Como pasa cada vez que nos peleamos.

Y, sin embargo, que yo sepa, no nos hemos peleado, de modo que no sé de qué tengo que disculparme.

Suspiro con fuerza y miro mi reflejo en el espejo del lavabo del hotel, comprobando que los estantes estén vacíos. Con las cejas fruncidas, me paso los dedos por el pelo despeinado, intentando alisarlo como le gusta a Kim. Tras un par de intentos fallidos, mi pelo y yo nos rendimos y dirijo mi atención por última vez a la pulsera.

Los dijes de plata, relucientes, repiquetean al inspeccionarla, y el tintineo se entremezcla con los sonidos amortiguados de mi fiesta de graduación de secundaria que llegan desde el otro lado de la puerta. Tal vez, cuando vea a Kim, me explicará por fin lo que le pasa.

O tal vez no, quién sabe. Tal vez se limite a darme un beso y me diga que me quiere, y al final resultará que el problema no tenía nada que ver conmigo.

Me inclino un poco más para examinar los seis pequeños dijes, uno por cada año que llevamos juntos. Tuve una suerte increíble al encontrar a una persona en Etsy que me ayudó a diseñarlos, pues no tengo ninguna clase de talento artístico. El resultado final es algo más que una pulsera. Es la vida que Kim y yo hemos pasado juntos.

Recorro suavemente con el pulgar cada fragmento de nuestra historia, y algunos de los dijes me hacen un guiño al reflejarse en ellos los focos del lavabo.

Un conjunto de pompones de animadora de esmalte blanco y verde turquesa, casi idénticos a los que utilizó Kimberly como jefa de animadoras la noche en que le pedí oficialmente que fuera mi novia.

Una pequeña copa de champán dorado, con burbujitas diamantadas resiguiendo el borde, recordatorio de mi elaborada declaración de amor, hace pocos meses. Antes de hacerla había robado con disimulo una botella de champán del armario de mi madre para darle una sorpresa a Kim. Mi madre me castigó para toda la eternidad, pero mereció la pena ver cómo se le iluminaban los ojos a Kimberly cuando la descorché.

Hago una pausa para examinar el dije más importante, el que descansa en el centro exacto de la pulsera. Es una agenda de plata, con un cierre de verdad.

En cierta ocasión, estábamos estudiando en la cocina de su casa después de clase cuando ella corrió al piso de arriba para ir al lavabo. Yo saqué disimuladamente su diario de color rosa de la mochila y escribí «Te quiero» en las tres primeras páginas en blanco.

Ella se echó a llorar de emoción nada más leerlo, pero pronto las lágrimas se convirtieron en acusaciones.

—¿Has leído todos mis secretos? —gritó, señalándome con el dedo de una mano mientras con la otra apretaba con fuerza el diario contra su pecho.

—Claro que no —respondí, girando el taburete hacia ella—. Pero he pensado que sería… No lo sé. Romántico.

Y entonces se abalanzó sobre mí. Yo dejé que me tirara al suelo, porque era electrizante tener aquella cara tan bonita tan cerca de la mía, y su enojo se desvaneció por fin en cuanto nos miramos a los ojos.

—Lo ha sido —dijo, y sus labios indecisos se encontraron con los míos.

Fue nuestro primer beso. Mi primer beso.

Con sumo cuidado, abro el pequeño dije y paso las delicadas páginas de plata, tres en total, donde se lee «Te quiero». Es probable que siempre tengamos pequeñas discusiones, pero siempre nos querremos.

Sonrío al ver los eslabones vacíos de la pulsera, los que esperan a ser llenados con la vida y los recuerdos que vayamos construyendo. Un eslabón por cada año que pasaremos en la Universidad de Los Ángeles. Y después, le regalaré una pulsera nueva para llenarla también de recuerdos.

La puerta del lavabo se abre de par en par y golpea con fuerza contra el tope de la pared. Guardo rápidamente la pulsera en el estuche de terciopelo y los dijes entrechocan justo en el momento en que un grupo de chicos del equipo de baloncesto irrumpe en el espacio. Se oye un coro de «¡Kyle! ¿Qué pasa, colega?» y «¡Somos la promoción del 2020, tío!». Les sonrío y me guardo el estuche en el bolsillo de la americana. Al hacerlo, mis dedos rozan la petaca de Jack Daniel’s que llevo remetida en la cintura, parte importantísima de mi plan para convencer a mis dos mejores amigos de que pasemos del baile de graduación organizado por el instituto y nos larguemos a nuestro sitio preferido, junto al estanque, para celebrarlo a nuestra manera.

Pero antes… tengo que entregarle la pulsera a Kimberly. Salgo del lavabo y recorro el corto pasillo que conduce a la abarrotada sala de baile de este hotel superelegante.

Entro en la gran sala y paso por debajo de un mar de globos con los colores blanco y verde turquesa de Ambrose High, varios de los cuales se han soltado y ruedan por los techos altos y abovedados. En el centro de la sala, centenares de serpentinas cuelgan de un enorme estandarte con las palabras ¡FELIIDADES, GRADUADOS!

El ruido es como una gran ola que todo lo inunda. Por todos los rincones, rezuma la energía de ¡LO HEMOS CONSEGUIDO! Y lo entiendo perfectamente. Después de cómo ha ido este último año, me muero de ganas de salir de aquí.

Me abro paso entre grupitos de gente de lo más heterogéneo. El simple hecho de haber subido al estrado a recoger el título parece haber derrumbado todo lo que esta mañana parecía importar tanto. A qué deporte juegas. Qué notas has sacado. Quién te pidió o no te pidió para ir juntos a la fiesta de graduación. La duda de por qué el señor Louis te ha hecho la murga durante todo el semestre.

Aunque parezca increíble, Lucy Williams, la presidenta de la clase, flirtea con Mike Dillon, el fumeta que tuvo que repetir dos veces décimo curso, mientras los capitanes del decatlón de Matemáticas colaboran con dos delanteros de mi equipo de fútbol americano para pillar cervezas de detrás de la barra.

Esta noche, todos somos iguales.

—Hola, Kyle.

Alguien ha plantado la mano con demasiada fuerza sobre mi hombro lesionado. Intentando disimular una mueca de dolor, me giro y veo a Matt Paulson, que es el chico más simpático de todo el planeta y yo me siento como un capullo porque me cae fatal.

—Vaya, lo siento —dice, al darse cuenta del hombro en el que su mano acaba de aterrizar. La retira rápidamente—: ¿Te han dicho ya que en otoño voy a ir al Boston College a jugar al fútbol?

—Bueno…, sí —digo, tratando de tragarme la oleada de celos que hierve en mi interior. «Él no tuvo la culpa», me recuerdo—. Felicidades, tío.

—Escucha, si no hubieras liderado al equipo tal como lo hiciste al principio de la temporada, yo nunca habría salido en su radar. Fuiste un quarterback increíble. No creo que me hubieran dado la beca si no llega a ser por todo lo que me enseñaste —continúa, añadiendo sal, involuntariamente, a una herida que todavía supura—. Aunque lamento que haya sido…

—No tiene importancia —le interrumpo, y enseguida le tiendo la mano para no parecer un idiota—. Buena suerte el año que viene.

Me deshago del apretón de manos y giro sobre mí mismo para reanudar la búsqueda. Me muevo con rapidez, intentando poner tierra de por medio entre Matt y yo. En estos momentos, solo hay una persona a la que quiero ver.

Me detengo junto al bar y estiro el cuello para localizar a Kim entre la gente, pero mis ojos saltan de persona en persona sin ningún éxito.

—¿Entremeses? —pregunta una voz a mi lado.

Me giro y veo a un chico que sujeta una bandeja de canapés ante mis narices, pequeños bultos informes en un plato blanco e inmaculado. Su sonrisa artificial significa «A ver si pasan rápido las dos horas que me quedan».

Me fijo en que luce el logotipo del Owl Creek en la solapa, el único restaurante de la zona que ha obtenido una reseña en Food Network por su «cocina moderna y enrollada».

Al parecer, hasta Gordon Ramsay fue a comer allí y no encontró motivo alguno para quejarse.

—No te diré que no —digo, dirigiéndole una rápida sonrisa. Elijo un canapé y me lo meto entero en la boca mientras el camarero se aleja arrastrando los pies para seguir con su ronda.

Me arrepiento en el acto.

¿Es una gamba? ¿Es de goma? ¿Por qué demonios es tan grumoso? ¿Y por qué sabe a jamón pasado?

Está claro que Gordon no llegó a probar esta carne tan gomosa.

Miro a ambos lados y me agacho disimuladamente para escupir el canapé en la servilleta de papel negra que me ha dado el camarero, pero un destello inesperado me sobresalta.

Levanto la mano ya sin gamba, cegado, y los puntos negros que llenan mi visión se van desvaneciendo lentamente para dar forma a unos acogedores ojos castaños y a unos pómulos marcados idénticos a los míos. Lleva su vestido de flores favorito, y veo su enorme sonrisa que asoma tras el teléfono móvil.

—No, mamá… —intento decir, pero ella vuelve a pulsar el botón y un nuevo rayo de luz me hiere los globos oculares—. Escucha, si vas a hacerme fotos embarazosas, por lo menos podrías apagar el flash. No es necesario que dejes ciego al personal.

—Oh, a las chicas del Insta les va a encantar —dice maliciosamente, riéndose entre dientes, y acto seguido estrecha los ojos para toquetear la pantalla.

—Mamá. No cuelgues esa foto —le digo, abalanzándome sobre ella. La distraigo con un medio abrazo mientras trato de arrebatarle el móvil de las manos. Veo la foto y compruebo que salgo con una expresión de terror en el rostro, los ojos medio cerrados y una gamba de goma colgando de la lengua camino de la servilleta de papel.

Ni loco voy a dejar que «las chicas del Insta» vean esto. Ni ellas ni nadie.

Kim nunca me dejaría superar la vergüenza.

Me suelta ligeramente para dejarse llevar por el abrazo, y yo aprovecho la ocasión para quitarle el móvil y borrar la foto.

—Olvídelo, señora.

—Muy bien —dice, fingiendo una expresión enfurruñada, con el rosa suave de su lápiz de labios enfatizando los pucheros—. Rómpele el corazón a tu vieja madre. No se puede tener todo.

Me echo a reír, le doy un beso en la mejilla y un abrazo de verdad, vigilando de colocar el cuerpo de tal manera que no note la petaca que llevo remetida en la cintura.

—Me tienes a mí, ¿no?

Suspira de manera teatral.

—Supongo que sí. —Su voz queda amortiguada contra la tela gruesa de mi americana—. Por cierto —dice, separándose y sonriendo—. ¿Qué haces aquí solo? ¿Le has dado ya la pulsera?

Me retumba el corazón tal como solía hacerlo al inicio de los partidos.

—Estoy esperando el momento adecuado —digo, echando un rápido vistazo a la sala—. ¿La has visto?

—Estaba con Sam, en la terraza, hace unos minutos —dice, y ladea la cabeza hacia la derecha, en dirección a los altos ventanales que nos separan de la terraza de piedra que da al jardín del hotel.

Mi madre alarga el brazo para ajustarme con suavidad el nudo de la corbata, y una pequeña sonrisa se forma en la comisura de sus labios. Es un nudo Windsor. No soy lo bastante pretencioso como para saber anudar la corbata de ninguna otra manera, pero recuerdo que ella se pasó toda la mañana del baile de séptimo aprendiendo a hacer el nudo para poder enseñarme después. Fue el primer baile al que fui con Kim.

Mi madre ha estado a mi lado a lo largo de todo el camino.

—¿De veras crees que le gustará? —pregunto.

El día que la encargué me sentía muy seguro, pero ahora…

—Absolutamente. —Me da un golpecito en la cara.

Más tranquilo, le devuelvo el móvil. Gran error.

En cuanto lo tiene en las manos dispara dos fotos más, y como todavía no ha quitado el flash, el destello me deja ciego de nuevo. Intento lanzarle una mirada de odio, pero las patas de gallo que rodean sus ojos se arrugan cuando sonríe con inocencia, y no voy más allá de un ceño a medio fruncir. Esta noche no voy a permitir que nada me afecte, ni siquiera la incesante documentación de mi vida que lleva a cabo mi madre.

De modo que pongo mi mejor sonrisa, poso para una última foto, y cuando por fin se queda satisfecha, emprendo de nuevo la búsqueda de Kim. Tiro la servilleta de papel hecha un gurruño a un cubo de basura camino de la terraza, donde, a través del cristal, se ve que el cielo oscuro amenaza con descargar una tormenta.

Nunca tardo demasiado en encontrarla.

Ella siempre ha poseído una intensidad, un magnetismo que atraen a la gente hacia su órbita. En la escuela siempre tenía que abrirme paso entre la multitud para llegar hasta ella, de modo que abro bien los ojos para localizar el grupo más numeroso y esa tonalidad rubia de pelo que siempre consigue que brille, sea cual sea la iluminación de la sala.

Siempre ha tenido ese color de pelo, desde que tengo uso de razón, desde que nos peleábamos por el último columpio que quedaba libre en el patio de tercero.

Me abro camino entre un montón de personas que se apartan para dejarme pasar. Me llegan sonrisas y «choca esos cinco» desde todas direcciones.

—El año próximo echaré de menos tus artículos en la sección de deportes, Lafferty —me asegura el señor Butler, mi profesor de periodismo, dándome una palmada en la espalda cuando paso junto a él. Es otro recordatorio del tiempo que he pasado sentado en el banquillo, escribiendo sobre los partidos en vez de jugarlos.

¿Dónde está Kim?

La bola de discoteca del techo proyecta destellos de luz centelleante, cosa que dificulta bastante la visión. Estoy a punto de sacar el móvil y enviarle un mensaje cuando…

Ahí está.

Su rubia melena asoma por detrás de los anchos hombros de Sam al inclinar ligeramente el peso de su cuerpo hacia la cadera izquierda, con el vestido de seda ciñéndosele en los costados. Esta noche está guapísima; con el pelo largo que le cae sobre los hombros, los grandes ojos azules y los labios brillantes.

Pero al acercarme me doy cuenta de que tiene una expresión seria, y luce esa arruga tan característica que siempre se le forma en la frente cuando habla de algo que le preocupa. Es la misma expresión que percibí la semana pasada en el baile de graduación y también esta tarde durante la sesión de fotos, pero cada vez que le pregunto qué le ocurre, ella quita importancia al asunto con un gesto.

Miro a Sam, y veo que se pasa nerviosamente los dedos por el pelo oscuro.

Entonces caigo en la cuenta de que deben de estar hablando de la universidad, y la tensión de mis hombros se desvanece.

A Kim y a mí nos han admitido en la UCLA, pero Sam está en lista de espera. Él y yo siempre habíamos soñado con jugar juntos al fútbol en la universidad, pero a media temporada el sueño se fue a pique, por culpa mía y de mi lesión. Lo tiré todo por la borda, para los dos. Cuando me sustituyeron, él empezó a fallar tantas recepciones y a perder tantos bloqueos que al final pasaba en el banquillo casi tanto tiempo como yo. Y al desaparecer sus perspectivas futbolísticas, las notas académicas se fueron al garete, junto con su carrera deportiva. Ahora Kim le está ayudando a enviar trabajos y expedientes académicos actualizados a la universidad, con la esperanza de que inclinen la balanza a su favor.

A juzgar por lo de estas últimas semanas, no hay duda de que vamos a necesitar a Sam. No solo ha sido el amigo que ha permanecido a mi lado durante este curso tan desastroso, sino que es el pegamento que mantiene unido a nuestro trío. Sam es la voz de la razón, especialmente cuando Kim y yo nos peleamos. Es él quien nos ayuda a hacer las paces cuando las cosas se ponen feas.

Si finalmente lo admiten en la UCLA, por lo menos estaremos juntos. Aunque no podamos saltar al campo.

Pero, por la expresión de Kim, me temo que esto no va a suceder.

Me acerco a ellos, rodeo con el brazo la cintura de Kimberly y me inclino para darle un beso. Ella me lo devuelve con la mente ausente y los labios distraídos.

—¿Qué pasa? ¿Algún problema? —pregunto, mirándola a ella, luego a Sam y luego a ella otra vez.

Kim se inclina para darme otro beso, y esta vez sus labios se posan firmemente sobre los míos y me reconfortan, pero sigue sin responderme.

Podría volvérselo a preguntar, pero prefiero quitarme de encima esta sensación tan incómoda. Esta es una noche para relajarse y para pasarlo bien, y nosotros también nos lo merecemos. Dejemos a un lado, de momento, lo que haya sucedido. Al fin y al cabo, se trata de una celebración. Miro a ambos lados para asegurarme de que nadie nos mira, me desabrocho la americana y les enseño la petaca que he pasado de contrabando.

—¿Qué os parece si vamos al estanque y…?

Sin darme tiempo a terminar la frase, un relámpago estalla al otro lado del ventanal e ilumina el cielo entero con su electricidad. El cristal tiembla ligeramente con el trueno posterior, y mi reflejo se tambalea y me devuelve la mirada, mientras Sam y Kimberly se miran entre ellos.

—No, tío —dice él, señalando al cielo—. No estoy de humor para freírme vivo esta noche.

—Venga, hombre —insisto yo, mientras unas gruesas gotas de lluvia empiezan a repicar con fuerza contra la ventana—. ¿Qué te pasa, Sam? El mal tiempo nunca ha sido un impedimento para ti. —Le golpeo el hombro con el dorso de la mano—. ¿Recuerdas aquella tempestad la noche en que ganamos la liga estatal, hace dos años? Fuiste tú quien insistió en ir. Todavía tengo secuelas de congelación.

Siguen sin decir nada. Su silencio me produce un picor incómodo en la piel.

—¿Qué os pasa? —pregunto, intentando que Kimberly me mire a los ojos. Pero ella opta por desviar la mirada hacia las serpentinas del techo. Empiezo a pensar que esto no tiene nada que ver con el ingreso de Sam en la universidad.

Separo la mano de la cadera de Kim.

—¿Por qué no me lo decís?

—Yo… —empieza a decir ella, pero no termina la frase.

Al otro lado del cristal, llueve cada vez más.

—Cuéntamelo —repito, dándole la mano para reconfortarla, como he hecho tantas otras veces. Observo su muñeca y pienso en la pulsera que llevo en el bolsillo de la americana, en las páginas de la pequeña agenda de plata con las palabras «Te quiero».

Pero ella ya está haciendo ese gesto nervioso que no puede controlar cuando está a punto de decirme algo que no me va a gustar. Me preparo para lo que tenga que llegar mientras ella se endereza por fin y me mira directamente a los ojos. El diluvio oculta todas las voces de la sala menos la suya. La verdad sale por fin al descubierto.

—¡Kyle!

La voz de Kim resuena a mis espaldas mientras la lluvia repica con violencia sobre el tejado metálico del pórtico frontal.

¿Cómo ha sido capaz?

La pregunta se repite una y otra vez en mi cabeza a medida que bajo las escaleras. Ya estoy entregando el tíquet al aparcacoches cuando Kimberly llega corriendo. La ignoro.

—Espera un momento, Kyle, por favor —dice, agarrándome del brazo.

En cuanto sus dedos me tocan, siento el instinto de abrazarla, pero me aparto para coger las llaves que me entrega el aparcacoches y salgo al exterior, bajo la lluvia.

—No te molestes. Ya lo he entendido.

Ella me sigue, intentando darme una explicación que no tengo puñeteras ganas de oír. Si de veras hubiera querido explicármelo, podría haberlo hecho mucho tiempo atrás, en vez de pillarme por sorpresa el día de la graduación.

—Ya sé que tendría que habértelo dicho, pero no quería herirte…

Otro relámpago resquebraja el cielo y una estruendosa ráfaga de truenos acalla las palabras de Kim antes de que yo tenga ocasión de decir nada. Me doy la vuelta para mirarla. Lleva el vestido completamente empapado y el pelo le cuelga fláccido y opaco alrededor del rostro.

—¿No querías herirme? —me echo a reír—. ¿Actuando a mis espaldas? Compartiendo secretos con mi mejor amigo…

—Sam también es mi mejor amigo.

—Me has mentido a la cara, Kimberly. Durante meses. —Desbloqueo la puerta del coche y la abro con tanta fuerza que casi vuelve a cerrarse del impulso—. Considérame herido.

Subo al coche y cierro de un portazo.

Berkeley. La palabra me resuena en la cabeza, cada sílaba es como una puñalada.

Berkeley. Berkeley.

Kim envió una solicitud para ingresar en Berkeley y no me dijo nada. Envió trabajos suplementarios y expedientes académicos actualizados, la aceptaron hace meses y siguió fingiendo. Siguió fingiendo mientras elegíamos los cursos y las residencias donde nos alojaríamos y mientras planeábamos volver a casa en coche para las vacaciones, sabiendo, desde el principio, que no iba a ir a la UCLA.

Se lo dijo a Sam.

¿Por qué no me lo dijo a mí?

En el momento en que estoy a punto de arrancar el coche, ella se desliza en el asiento del copiloto antes de que pueda poner la marcha. Hago una pausa, deseando decirle que se baje, pero no consigo reunir las fuerzas.

Tenemos que arreglarlo. Aún llevo la pulsera en el bolsillo.

Piso el acelerador y cruzamos el aparcamiento hasta salir a la carretera principal. Las ruedas derrapan sobre el terreno mojado al girar.

—¡Kyle! —dice Kimberly, abrochándose el cinturón—. No vayas tan deprisa.

Acciono los limpiaparabrisas en modo rápido, pero no es lo suficientemente rápido para la tromba de lluvia que impacta contra el cristal, cada vez más empañado.

—Esto no tiene sentido. Llevamos todo el año haciendo planes. Tú, Sam y yo. Nuestros planes.

Alargo la mano para limpiar la condensación del vidrio y tener algo de visibilidad. Mis dedos tocan sin querer la pequeña bola de discoteca que cuelga del espejo retrovisor, y esta empieza a balancearse. En realidad, no es cierto que esto no tenga sentido, teniendo en cuenta la manera de ser de Kimberly. Pienso en todas las veces en que ha cambiado de opinión en el último minuto, dejándonos colgados a Sam y a mí. Como cuando abandonó el baile de segundo curso para irse con las animadoras del equipo universitario, o cuando nos dejó en plena preparación de un trabajo en grupo de final de curso para irse con el empollón de la clase. Son momentos que mantengo enterrados hasta que se produce una nueva discusión, como la de ahora.

—Tú eres la que decide, «¡A la mierda! Haré lo que yo quiera». Como siempre.

Se oye un trueno, y el rayo posterior proyecta su reflejo en el brillo plateado de la bola de discoteca. El reflejo se esparce por todo el coche.

—¿Lo que yo quiero? Nunca hago lo que yo quiero. Si me escuchas durante cinco puñeteros segundos… —Enmudece un momento al ver que pasamos a toda velocidad por el cruce de mi calle, y gira la cabeza al ver cómo lo dejamos atrás—. ¡Te has pasado de largo!

—Voy al estanque —respondo. Tengo esperanzas de que, si llegamos al estanque, todavía haya posibilidades de salvar la noche. De salvar todo esto.

—Para el coche. No vamos a ir al estanque. A estas alturas, ya se habrá convertido en un océano. Da media vuelta.

—Llevabas tiempo meditándolo, ¿verdad? —le pregunto, sin hacerle ningún caso. Un tráiler pasa a toda velocidad en dirección contraria y arroja una tromba de agua contra el parabrisas de mi coche. Me agarro con fuerza el volante y ralentizo la marcha para enderezar el vehículo—. Claro que sí, Kim. Me podrías haber dicho que querías ir a Berkeley, no a la UCLA. Total, yo ya he perdido la beca para jugar al fútbol. Me da igual adónde vayamos, mientras estemos jun…

—¡No quiero que estemos juntos!

Sus palabras me azotan como una bofetada en toda la cara. Aparto los ojos de la calzada para mirarla, para mirar a la chica a la que he amado desde tercero. La chica a la que ahora ya no reconozco.

Hemos «roto» un montón de veces anteriormente, pero nunca de esta manera. Disputas pequeñas y dramáticas que se desvanecen al día siguiente como un virus estomacal. Nunca me había dicho algo semejante.

—Quiero decir… —Se interrumpe y desvía los ojos, abiertos como platos—. ¡Kyle!

Giro la cabeza hacia el parabrisas justo a tiempo para ver un par de luces amarillas de emergencia que centellean a poca distancia. Piso el freno con violencia y el coche patina bajo nuestros pies sin ralentizarse.

He perdido el control del coche.

Forcejeo con la dirección e intento esquivar un coche para­do en medio de nuestro carril agarrando el volante con todas mis fuerzas para tratar de controlar el derrape. Milagrosamente, el vehículo recupera justo a tiempo la tracción, y viramos con brusquedad para evitar el coche atascado.

Me desvío hacia el arcén y voy frenando hasta conseguir detenernos. Me cuesta respirar.

Ha ido de un pelo.

—Lo siento.

Respiro hondo para tranquilizarme, miro a Kimberly y la veo muy pálida, muy alterada, con la curva afilada de la cla­vícula subiendo y bajando para recuperar el aliento.

Está bien.

Pero nosotros no lo estamos.

«No quiero que estemos juntos.»

—¿Estamos…? —empiezo la frase, pero no es nada fácil. Las palabras luchan por salir de mi boca—. ¿Estamos rompiendo?

Ella vuelve los ojos hacia mí y veo las lágrimas que aclaran el azul de sus iris. En una situación normal, ahora le secaría las lágrimas y le diría que todo va a salir bien.

Pero esta vez tendrá que ser ella quien me lo diga a mí.

—Tienes que escucharme —dice con la voz temblorosa.

Asiento. El conato de accidente me ha borrado la ira y la ha sustituido por algo todavía más intenso.

Miedo.

—Te escucho.

Tenso la mandíbula mientras ella ordena los pensamientos, y yo meto la mano en el bolsillo de la americana para palpar la pulsera de dijes mientras me retumba el corazón en el interior del pecho, junto al estuche.

—Siempre he sido «la novia de Kyle». No me conozco de ningún otro modo —dice por fin.

Me la quedo mirando, atónito. ¿Se puede saber qué significa eso?

Kim suspira, asimila mi expresión de incredulidad. Busca las palabras adecuadas.

—Cuando te rompiste el hombro…

—Esto no va de mi maldito hombro —digo, golpeando el volante con la palma de la mano. Esto va de nosotros.

—Claro que va de tu hombro —responde Kimberly, tan frustrada como yo—. Claro que sí, hostia. Tenías un montón de sueños, e ibas a por ellos.

Sus palabras me pillan con la guardia baja y dan en la diana. Un dolor fantasma me recorre inesperadamente el hombro y hago una mueca. Veo al defensa gigantesco que se abalanza sobre mí. Veo el número 9 de su camiseta y las manos que me agarran el brazo y me tiran al suelo. Y entonces… siento el crujido repulsivo de mis huesos al romperse y los ligamentos haciéndose trizas en cuanto su cuerpo impacta contra el mío. Lanzamientos decisivos y becas universitarias y una camiseta azul y amarilla con mi nombre en la espalda; todas las cosas que ya tocaba con la yema de los dedos perdidas por una sola jugada.

—Lo siento —se apresura a decir, como si ella también lo estuviera viendo—. Me cuesta imaginar cómo debe de ser que todo eso desaparezca, que los ojeadores dejen de seguirte, que te anulen las becas…

Aprieto la mandíbula y me concentro en la lluvia que sigue cayendo. ¿Intenta herirme todavía más?

—¿Por qué estamos hablando de esto? No tiene nada que ver contigo y conmigo…

—Kyle. Un momento. Escúchame bien —La firmeza de su voz me silencia en el acto—. Yo te quería.

Mi interior se convierte en hielo sólido. «Quería.» En pasado.

Joder.

—Pero cuando te viste obligado a dejar el fútbol, cambiaste. Te volviste…, no lo sé… —Se detiene, buscando la palabra adecuada—. Te asustaste. Te asustaba tomar decisiones, te asustaba probar cosas nuevas. Y yo me convertí en tu asistenta. En tu muleta. Siempre me necesitabas a tu lado.

Tiene que ser una broma.

¿Esto es lo que piensa de mí? ¿En serio? ¿Que tengo miedo y que soy patético? ¿Que no soy capaz de hacer nada solo?

Durante todos estos meses, ¿seguía conmigo porque le daba lástima?

—Lamento haber sido una carga para ti —respon

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