Ai lof yu, Ashley (I love you, Ashley)

Esperansa Grasia

Fragmento

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CAPÍTULO 1

Juanjo

—¡JUANJOOO!

En lugar de darme tiempo para salir de la cama (un par de segundos, macho, no hacía falta más), mi madre abre de golpe la puerta de mi habitación, se asoma con la misma cara que tendría si se estuviera quemando la casa y sigue gritando:

—¡¿Has visto la hora que es?! ¡Levanta de una vez si no quieres que te saque de los pelos! ¡Como vuelva a llamarme tu tutora porque has llegado tarde al instituto…! ¡Verás lo que es bueno! ¡Verás! —dice todo esto casi sin respirar, tan deprisa que, si no llevara dieciséis años escuchándola, no habría entendido más que mi nombre y la idea de que estoy en peligro de muerte.

Porque cuando Consuelo se cabrea, por el motivo que sea, estás en peligro. Da igual que tengas o no la culpa… Aunque en este caso la tenga porque acabo de caer en que anoche se me olvidó poner la alarma del móvil.

Salgo de la cama antes de que mi madre me lance la zapatilla a la cabeza y empiezo a dar vueltas sobre mí mismo para ubicarme. La ropa, la ropa, ¿dónde está la ropa?

—¡Los pantalones aquí, hechos un desastre! —Me giro hacia ella. Bien, debajo de la mesa. Cojo al vuelo uno de los que ha empezado a tirar por encima de su hombro—. ¡Como un despojo todo el día! ¡La gente se va a pensar que en esta casa no sabemos lo que es una plancha! ¡Juanjo!

—Dime, mama.

Se vuelve para mirarme e intento hacerme pequeño. Algo tirando a difícil porque le saco dos cabezas y cinco cuerpos. Cuando se acerca y se pone de puntillas, sé lo que viene. Y da igual lo preparado que esté porque la colleja pica igual.

—Joer, macho.

—¡Ni macho ni macha! ¡¿Qué es esto?! —Agita algo delante de mi cara tan rápido que tardo un buen rato en ver lo que es. Oh. Mierda—. ¡¿UN PAQUETE DE TABACO, JUANJO?! ¡¿AHORA FUMAS?!

—¡No, no, mama! ¡Te juro que no es mío!

Es verdad, ¿eh? Ayer, antes de clase, el Jose me lo dio para que se lo guardara y se le olvidó pedírmelo cuando nos fuimos a casa. Por cierto, el Jose es mi mejor amigo y, aunque lleva fumando no sé cuánto tiempo, cosa que yo no entiendo mucho, sigue tosiendo con la primera calada. Y ahora me ha liado una buena con la gracia, porque mi madre está hecha una auténtica furia.

—¡Ya hablaremos de esto, Juanjo! ¡Ya hablaremos! —grita mi madre mientras me sigue lanzando cosas aleatorias. Cojo algunas de ellas para seguir vistiéndome, el casco de la moto que hay tirado en el suelo y dejo que me saque a empujones de la habitación—. ¡Una charla vamos a tener tú y yo sobre esto! ¡Pacoooo! ¡Que el niño fuma! ¡¿Me estás escuchando, Paco?!

Paco es mi padre y, no, no la está escuchando. Creo. Si no respirara y parpadeara de vez en cuando, juraría que está disecado. Ahora mismo está sentado en el sofá, frente a la tele, viendo el resumen del partido de anoche entre el Valencia y el Real Madrid. Su cara es una mezcla de concentración extrema y coma cerebral. Josemi, mi hermano, lo imita mientras mastica sus cereales.

Josemi curra en la obra, igual que mi padre. Dejó el instituto a los dieciséis y desde entonces se cree LA GRAN COSA. ‹‹Juanjo, la escuela de la vida me ha enseñado que…››. Me cae fatal y de vez en cuando nos liamos a puñetazos, pero, como es familia, se supone que tengo que quererlo.

—¡No te quedes ahí plantado como un geranio! ¡Juanjo! —Me vuelvo hacia mi madre en el momento en el que coge una tostada y me la mete en la boca a la fuerza. La sujeto con los dientes cuando me estampa la mochila contra el pecho y me gira hacia la puerta que da a la calle—. ¡No te creas que se me ha olvidado lo del tabaco! ¡Ya hablaremos tú y yo! ¡Y tu padre también te dirá unas cuantas cosas! ¡Vas a ver, ya lo creo que sí!

—Mama, las llaves de la moto —le digo cuando ya me está cerrando la puerta en las narices.

—¡Las llaves, las llaves! ¡De todo me tengo que ocupar yo! —Hace aspavientos con los brazos y, en una de esas, me da un guantazo en el hombro—. ¡Un día voy a hacer las maletas y a ver cómo os apañáis!

Esta amenaza me preocuparía más si no la soltara cada tarde, justo después del ‹‹¡Es la primera vez que me siento en todo el día!››.

Una vez que me da las llaves, me termino de comer la tostada mientras corro escaleras abajo, salgo del portal y voy hacia la moto. No parece gran cosa por fuera, pero no importa porque por dentro es un pepinazo. Las pagas semanales del último año han ido destinadas a un puñado de mejoras, así que ahora, en lugar de rodar, vuela… O volaría si arrancara. Vuelvo a girar la llave y nada. Joer, macho, ahora sí que voy a llegar tarde.

A los quince minutos, me planteo el sentido de la existencia (ninguno) y si me sale a cuenta ir corriendo al instituto. Supongo que alguna de las mejoras de la moto detecta mi estado anímico porque el motor decide ponerse en marcha. Menos mal, macho.

***

—¡Juan José Raimundo Carrillo, llegas media hora tarde!

¿Por qué cuando la gente dice mi nombre tiene ese tono de voz tan concreto? Como de irritación, resignación y mala leche, todo a la vez.

Me quedo pillado en la puerta de clase. La profesora de Inglés niega mucho con la cabeza, agita que te agita el llavero gigante que tiene enganchado en un dedo. ¿Para qué quiere tantas llaves? ¿Qué abren? El Jose cree que en realidad la mayoría no sirven para nada, que las tiene todas juntas para hacerse la importante. Yo no sé qué pensar.

—¿Qué haces ahí parado? ¡Pasa y siéntate! Oh, no, no, no. Al lado de Ibáñez no. Aquí delante.

Mi mejor amigo me dedica un encogimiento de hombros desde la última fila y yo mascullo por lo bajo y me pongo al lado de Sheila.

Joer, macho. Odio a Sheila. No la odio porque me guste, como se empeña el Jose, la odio porque siempre me dedica esa mueca. La de ahora, justo, la de ‹‹Si fueras un gusano gigante, me darías menos asco››.

Tenemos una historia… O algo así. Mira, pasó a los doce años. Acabábamos de entrar en el instituto y se me declaró. Bueno, me escribió un poema en una hoja de cuaderno arrancada. Con bolis de colores y todo eso. Entendí que le molaba, así que supuse que tocaba pedirle salir (el Jose se puso muy pesadito con el tema).

Fue mi primera y última novia, y nuestra relación duró un recreo de veinte minutos. Cuando sonó el timbre para salir, el Jose me empujó hacia ella, después de decirme que le echara huevos y que le metiera la lengua hasta la campanilla. Me apetecía tirando a poco porque, en fin, no conocía a Sheila de nada, pero, yo qué sé, le eché huevos. Sheila me dijo que sí, que podíamos ser novios, así que nos fuimos a un banco a mirar a la nada y a estar incómodos de la leche. Cuando quedaba poco para que terminara el recreo y el Jose se había paseado unas treinta veces por delante de nosotros para hacerme gestos (‹‹¡Vamos, vamos!››), le entré. Ella, para apartarse, con una cara de susto que flipas, se echó para atrás. Y, como estaba sentada en la parte de arriba del banco, se cayó de espaldas y acabó con las bragas al aire. Mientras se quejaba, la

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