Boulevard 1

Flor M. Salvador

Fragmento

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Las luces rojas y azules iluminaban el lugar, y las sirenas ensordecían sus oídos. La calle húmeda se reflejaba con los faros por la pequeña llovizna que había caído sobre la ciudad, algunos murmullaban alrededor y otros preferían correr lejos del lugar.

Los gritos de ayuda habían cesado y el tráfico colapsaba, varios automóviles hacían sonar su claxon con demasiada desesperación, aturdiendo a los presentes. Mientras los sanitarios ejercían su trabajo, los guardias de tráfico señalaban por dónde cruzar para que la congestión de vehículos disminuyera.

Pésima escena para estar protagonizándola.

¿Sabías que el último latido del corazón termina en el mismo punto en donde late el primero?

A veces la vida sorprende mucho, cuando unos presencian verla morir, otros están viendo nacer una nueva. Se dice que, por un primer llanto de un recién nacido, hay un llanto de quien nos ha dejado.

Igual se dice que muere más gente buena que mala.

Pero siempre sueles escoger la flor más bonita que encuentras en el jardín para arrancarla.

Y también ves los pájaros más coloridos siendo enjaulados.

La vida es efímera: corta, pasajera, no perdura e incluso puede terminar en un pestañeo. Nadie tiene idea de si se nace con un propósito, o si hay que encontrarle algún sentido, ¿no se puede solo vivir? Sí, vivir la vida, por muy redundante que suene. Solo olvidar la absurda idea del porqué y para qué naciste.

Hay que sonreír, sonreír sin que duela.

Hay que reír, reír sin llorar.

Hay que llorar, llorar sin temor.

Y hay que temer, pero temer sin callar.

Porque está bien, porque de todo eso se trata vivir, sentirse fuerte un día como Sansón y al otro tan débil que hasta respirar sea una tortura. Algunos creerán que es patético todo eso, sin embargo, no importa.

Una vez alguien dijo con su cigarrillo en la mano: «Deja que se rían de lo patética que creen que eres, a fin de cuentas todos terminamos igual, en un boulevard de los sueños rotos».

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Nunca fui una persona que pensara con claridad. Por supuesto que no. Recuerdo que mi madre solía decirme que meditar mucho las cosas podía hacer que saliera todo mal, pero también que sería un error tomar la primera opción sin consultar.

Mucha mucha ayuda no era, al menos no cuando de mis pensamientos caóticos y desesperados se trataba, y… de los más simples también, como cuando iba al cine y dos superofertas se me presentaban. Pensar mucho no estaría bien, según mi madre, pero elegir al instante, uhm…, tampoco, también según mi madre. Así que al final terminaría eligiendo un vaso grande de refresco y una cubeta mediana de palomitas clásicas junto con una barra de chocolate. A menos que Zev, mi mejor amigo desde hacía un par de años, estuviera conmigo para salvarme de esa terrible decisión.

Vivía en Sídney, en la ciudad de aquel país donde encontrarás a los animales más exóticos y salvajes: los canguros golpeadores, wombats con patitas cortas, koalas comiendo eucalipto y cocodrilos con mandíbulas muy fuertes. La bella fauna de Australia.

Mi casa, que se ubicaba en los suburbios de la ciudad, solo era habitada por mi madre, Bonnie Weigel, una excelente psicóloga que amaba su trabajo, y por mí.

Por otra parte, mi padre nos abandonó cuando cumplí dos años, justamente el día de mi cumpleaños. Una trágica historia para poder llorar en mi habitación por las noches. Aunque siempre me pregunté cómo sería tener una figura paterna, no era lo suficiente triste para mí, pues tenía a una mujer que nos sacó adelante, a ella y a mí, con todo su esfuerzo, que no se alejó nunca y permaneció a mi lado.

Solían preguntarme por la pronunciación de mi apellido. El origen de este fue gracias a mi abuelo, «el alemán», pues así lo apodaban aquí en la ciudad. Él nació en Hamburgo y conoció a mi abuela cuando cruzó el océano gracias al trabajo de su padre, mi bisabuelo. Contaban con tan solo dieciséis años la primera vez que hablaron y se casaron a los diecinueve. Mi madre nació un año después en esta ciudad, donde actualmente vivíamos. Fue hija única, al igual que yo.

Me gustaba más usar el apellido materno. En el instituto, todos los profesores me llamaban por ese y se lo agradecía tanto… Bien, no todos, había uno en concreto al que le gustaba verme con el ceño fruncido cada vez que se dirigía a mí con el Derricks. Desde hacía un tiempo, llegué a la conclusión de que tal vez me odiaba por siempre llegar tarde a sus clases, pero no era nada personal, ni tampoco una forma de venganza, ¡lo juro! ¡Dios, yo era tan irresponsable!

Tenía un serio problema con asistir a las primeras clases, esas que se iniciaban a la siete de la mañana, y llegaba con el cabello desordenado o la marca de la almohada todavía en mi mejilla. Casi nunca oía la alarma y cuando despertaba solo uno de mis dos ojos se entreabría, alentando a que el otro lo hiciera también.

Si mi madre entraba a su trabajo temprano, podía llamarlo salvación, pues de esa forma era ella quien me llevaba hasta la puerta del campus, porque para llegar hasta el establecimiento se necesitaba coger dos autobuses. El instituto se encontraba a las afueras de la ciudad, cerca de la carretera, donde los tráileres y camiones desobedecían las señales. A pesar de que existiera el gran letrero de la velocidad requerida, del peatón y de que había una comunidad estudiantil, ellos parecían ser libres, sin ningún tipo de señalización.

Habíamos hecho huelga para que se cambiara la ubicación hacía unos meses. No obtuvimos respuesta.

También odiaba su programa educativo, siempre me quejé de las clases de los sábados. ¿Por qué nos hacían sufrir de esa forma? ¿No era suficiente con las once materias que llevábamos cada año? ¿Las quejas de los estudiantes eran una forma de vivir para la rectoría? Tal vez.

Estudiaba el último año en el campus y aún no tenía planeado en qué universidad presentaría examen. Estaba segura de querer estudiar Diseño Gráfico; había tenido debates con mi madre acerca de las licenciaturas, desde las que mejor pagaban hasta las que casi desaparecerían en un tiempo.

Mi plan de vida no era el mejor, pero tampoco el peor. Quería estudiar, graduarme, tener una pequeña casa y vivir con tres gatos y un perro. Sus nombres combinarían, todos de cuatro letras, que cabrían en la plaquita de identificación y con collares que resaltaran el color de su pelaje. El mejor plan de vida.

De esa manera se movía mi vida quejumbrosa, pero siendo este el último año me propuse no llegar tarde a las primeras clases, sobre todo a la del profesor Hoffman, ni con el pelo alborotado, ni con la marca de la almohada, ni mucho menos con una mancha de pasta dental en mi blusa, pero fue ese mismo último año cuando mi perspectiva de la vida cambió cuando lo conocí a él: Luke Howland

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