Boulevard. Libro 1

Flor M. Salvador

Fragmento

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Nunca fui una persona que pensara con claridad. Por supuesto que no. Recuerdo que mi madre solía decirme que meditar mucho las cosas podía hacer que saliera todo mal, pero también que sería un error tomar la primera opción sin consultar.

Mucha mucha ayuda no era, al menos no cuando de mis pensamientos caóticos y desesperados se trataba, y… de los más simples también, como cuando iba al cine y dos superofertas se me presentaban. Pensar mucho no estaría bien, según mi madre, pero elegir al instante, uhm…, tampoco, también según mi madre. Así que al final terminaría eligiendo un vaso grande de refresco y una cubeta mediana de palomitas clásicas junto con una barra de chocolate. A menos que Zev, mi mejor amigo desde hacía un par de años, estuviera conmigo para salvarme de esa terrible decisión.

Vivía en Sídney, en la ciudad de aquel país donde encontrarás a los animales más exóticos y salvajes: los canguros golpeadores, wombats con patitas cortas, koalas comiendo eucalipto y cocodrilos con mandíbulas muy fuertes. La bella fauna de Australia.

Mi casa, que se ubicaba en los suburbios de la ciudad, solo era habitada por mi madre, Bonnie Weigel, una excelente psicóloga que amaba su trabajo, y por mí.

Por otra parte, mi padre nos abandonó cuando cumplí dos años, justamente el día de mi cumpleaños. Una trágica historia para poder llorar en mi habitación por las noches. Aunque siempre me pregunté cómo sería tener una figura paterna, no era lo suficiente triste para mí, pues tenía a una mujer que nos sacó adelante, a ella y a mí, con todo su esfuerzo, que no se alejó nunca y permaneció a mi lado.

Solían preguntarme por la pronunciación de mi apellido. El origen de este fue gracias a mi abuelo, «el alemán», pues así lo apodaban aquí en la ciudad. Él nació en Hamburgo y conoció a mi abuela cuando cruzó el océano gracias al trabajo de su padre, mi bisabuelo. Contaban con tan solo dieciséis años la primera vez que hablaron y se casaron a los diecinueve. Mi madre nació un año después en esta ciudad, donde actualmente vivíamos. Fue hija única, al igual que yo.

Me gustaba más usar el apellido materno. En el instituto, todos los profesores me llamaban por ese y se lo agradecía tanto… Bien, no todos, había uno en concreto al que le gustaba verme con el ceño fruncido cada vez que se dirigía a mí con Derricks. Desde hacía un tiempo, llegué a la conclusión de que tal vez me odiaba por siempre llegar tarde a sus clases, pero no era nada personal, ni tampoco una forma de venganza, ¡lo juro! ¡Dios, yo era tan irresponsable!

Tenía un serio problema con asistir a las primeras clases, esas que se iniciaban a la siete de la mañana, y llegaba con el cabello desordenado o la marca de la almohada todavía en mi mejilla. Casi nunca oía la alarma y cuando despertaba solo uno de mis dos ojos se entreabría, alentando a que el otro lo hiciera también.

Si mi madre entraba a su trabajo temprano, podía llamarlo salvación, pues de esa forma era ella quien me llevaba hasta la puerta del campus, porque para llegar hasta allí se necesitaba coger dos autobuses. El instituto se encontraba a las afueras de la ciudad, cerca de la carretera, donde los tráileres y camiones desobedecían las señales. A pesar de que existiera el gran letrero de la velocidad requerida, del peatón y de que había una comunidad estudiantil, ellos parecían ser libres, sin ningún tipo de señalización.

Habíamos hecho huelga para que se cambiara la ubicación hacía unos meses. No obtuvimos respuesta.

También odiaba su programa educativo, siempre me quejé de las clases de los sábados. ¿Por qué nos hacían sufrir de esa forma? ¿No era suficiente con las once materias que llevábamos cada año? ¿Las quejas de los estudiantes eran una forma de vivir para la rectoría? Tal vez.

Estudiaba el último año en el campus y aún no tenía planeado en qué universidad presentaría examen. Estaba segura de querer estudiar Diseño Gráfico; había tenido debates con mi madre acerca de las licenciaturas, desde las que mejor pagaban hasta las que casi desaparecerían en un tiempo.

Mi plan de vida no era el mejor, pero tampoco el peor. Quería estudiar, graduarme, tener una pequeña casa y vivir con tres gatos y un perro. Sus nombres combinarían, todos de cuatro letras, que cabrían en la plaquita de identificación y con collares que resaltaran el color de su pelaje. El mejor plan de vida.

De esa manera se movía mi vida quejumbrosa, pero siendo este el último año me propuse no llegar tarde a las primeras clases, sobre todo a la del profesor Hoffman, ni con el pelo alborotado, ni con la marca de la almohada, ni mucho menos con una mancha de pasta dental en mi blusa, pero fue ese mismo último año cuando mi perspectiva de la vida cambió cuando lo conocí a él: Luke Howland Murphy.

Un clásico cliché no tan cliché.

¿Habéis escuchado hablar sobre la ley de Murphy? Definitivamente era cierta.

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Primer propósito de último año: tachado. Llegar temprano definitivamente era un estilo de vida, pero no el mío. La buena suerte nunca estaría de mi lado, de hecho, siempre pensé que yo era algo así como un tipo de imán que atraía la mala suerte casi todo el tiempo, pero ¿acaso estos no tenían un polo negativo y otro positivo?

No lo sé.

Después de todo no era un imán, sino un amuleto… de pésima suerte.

Me encontraba exhausta y con las piernas doloridas por el gran esfuerzo que hacía al correr a toda velocidad por los pasillos del instituto, importándome un bledo que mi frente sudara y sintiera las gotas recorrer mi rostro. El cabello un desastre y la marca de la almohada en mi mejilla, al menos esta vez era la derecha.

Estaba llegando más de veinte minutos tarde a la clase de Literatura, la que impartía el profesor Hoffman, el mismo del año pasado que tenía conocimiento de mi falta de puntualidad.

Empezaba otra vez mal. Muy mal.

Respiré hondo cuando estuve frente a la puerta del aula y me preparé para tocarla y perder la dignidad una vez más, excusándome con el profesor por mi irresponsabilidad. En menos de un minuto, abrió la puerta, dejándome verlo. El profesor Hoffman era un hombre calvo, regordete y de piel blanca, y me miraba con el ceño fruncido a través de sus gafas, con su cara notablemente irritada por mi presencia.

Él me odiaba, lo podía notar por cada poro de su piel.

Le ofrecí una sonrisa tímida, intentando ocultar debajo de ella la vergüenza que me comenzaba a invadir.

—Hasley —pronunció firme, intentando intimidarme con sus ojos sobre mí—. Así que, dígame, ¿cuál es su excusa en esta ocasión?

—Me quedé dormida —confesé.

Apreté mi mandíbula y me abofeteé mentalmente por la estupidez que había dicho y, por desgracia, ya no podía revertir. No debí de

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