Díselo a la luna

Violeta Boyd

Fragmento

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1

¿Sabes qué es lo más complicado de contar una historia? Saber cómo empezarla. Al menos, para mí.

Mi historia no tiene un inicio ni tampoco tiene un final. No comienza cuando nací ni termina con mi muerte.

Soy de quienes creen que nuestra existencia no acaba hasta que quedamos sumidos en el olvido, cuando ya nadie nos recuerda y nuestro nombre, nuestra imagen y nuestro pensamiento es solo polvo. Mientras alguien te recuerde, tu existencia continúa en esta tierra y, tal vez, en muchos otros sitios.

Con esa convicción, puedo creer que algo de mí quedará en este mundo. ¿Dónde? Eso tienes que averiguarlo tú.

Conserva esto, puede ser de ayuda más adelante. Según mis cálculos, lo habrás encontrado en el parque Freig Russell, tirado en la papelera junto al banco que no tiene respaldo. Si necesitas más detalles, el banco tiene un corazón grabado como este:

Si eso no basta para convencerte, podría describirte el día exacto en que tengo previsto que lo encuentres: será el último día de lluvia en la ciudad; después de ese día, está pronosticado que no lloverá hasta al cabo de un año.

Si confías en mis palabras y pretendes conservar esto, por favor, cumple tu propósito y no lo pierdas. Aquí te revelaré algo que, durante mucho tiempo, oculté solo para mi disgusto, hasta ese peculiar día en que decidí confesarlo todo. Y ya que acabo de mencionar la palabra «decidí», debo advertirte que el mundo está lleno de eso. De decisiones.

A muchos les aterran las consecuencias de sus actos; a mí me asusta tener que decidir. Las elecciones determinan el camino que hemos de seguir, y las mías acabaron desencadenando una magnitud de problemas. Pero, oye, no te asustes, eso no ocurrirá contigo... espero.

Para que eso no pase, solo has de tomarme como ejemplo de lo que no tienes que hacer.

Mi amiga Rowin me dijo una vez que hay cinco cosas de las que no podemos escapar:

1. Las obligaciones.

2. Los pensamientos.

3. Las canciones que se nos meten en la cabeza y tarareamos sin percatarnos.

4. Las llamadas de una compañía telefónica.

5. El amor.

Claro, hay muchas cosas más, pero esas cinco, según ella, son las más importantes que afectan a un adolescente común y corriente.

Lamentablemente, yo no soy una adolescente de los que Rowin describe, pertenezco a esa minoría de chicos diferentes que ves en la televisión, que destacan por sus habilidades, que son chicos prodigios. Soy de la clase de adolescente que fue maldita por no decidir correctamente.

Al contarte esto, sin duda creerás que perdí un tornillo, o bien te estás preguntando qué es lo que quiero decir con tantas palabras sin sentido.

Sé paciente, por favor.

Mi historia comienza a inicios de agosto. Volvimos a Los Ángeles por una cuestión familiar, como suele ocurrir. Mamá necesitaba un respiro de su numerosa familia, los Reedus, y retomar su trabajo tras el largo verano. No podíamos vivir solo de aire.

La situación era complicada por muchas razones. Cada rincón de nuestro hogar conserva retazos llenos de melancolía, de nostalgia, de amor y de dolor. No podíamos escapar de ello, pero tampoco queríamos hacerlo. Intentábamos almacenar los buenos momentos, no quedarnos con esos espacios vacíos que delataban la ausencia de papá desde hacía ya años.

¿No te ha pasado que vives situaciones repetidas y piensas: «Esto ya lo viví»?

Bueno, yo ya había estado allí, en mi habitación, consciente de que volveríamos a vernos una vez más. Siempre pasaba, pero cada vez que yo cambiaba algo, también lo hacía nuestro primer encuentro.

Sumida en la añoranza, busqué en las cajas mis objetos más queridos, entre los cuales se encontraba el diario de papá. Al tenerlo entre mis manos, lo abracé con nostalgia sin tener en cuenta que iba a producirse el inminente primer encuentro.

Unos gruñidos llenos de cólera invadieron mi cuarto. Me volví con la duda taladrando mi sien y vi la figura masculina que estaba entrando por mi ventana.

Era él.

—Mierda —rezongó entre dientes al verme pálida e inmóvil como una estatua.

Lo siguiente fue su rápido movimiento estudiado; dio un par de pasos hasta mí, me tomó con la mano izquierda y con la derecha me tapó la boca mientras siseaba que guardara silencio. Fue un sonido silbante muy prolongado que concluyó con sus ásperas palabras:

—Si dices algo, alguna palabra, algún grito, quejido, gruñido... o si haces cualquier intento por abrir la boca, considérate acabada —advirtió tras clavar sus ojos azules en los míos. Tenía las mejillas teñidas de rojo y de la nariz le manaba un hilillo de sangre.

Pese a la perplejidad que sentía, mi mente asimiló con felicidad su imagen. Lo estaba viendo otra vez.

Una vez más.

Parecía una eternidad desde la última...

Volvió a reafirmar su mano sobre mis labios y bajó los ojos para ver qué estaba sujetando. Aferré el diario con fuerza y temí que, para garantizar mi silencio, se lo llevase.

Por suerte no fue así.

Subió su mirada hacia mis ojos arrasados en lágrimas.

—No importa quién seas —insistió—. No me importa. Si te atreves a hacer cualquier gesto o pretendes escribir algo en tu libreta, considérate muerta. Te encontraré como sea y te haré callar, ¿entiendes?

Tragué saliva y asentí más enérgicamente.

—Perfecto.

Siniester es el apodo que se puso para cumplir los trabajos sucios de los niñatos sin agallas que no se atreven a dar la cara y a solucionar los problemas por sí mismos. Fracciona su tiempo entre los estudios, entrenar, ver series y dar palizas pagadas por niños ricos de los colegios anglosajones. Aunque la palabra «seriedad» no siempre encuentra cabida en su vocabulario, él entiende que el dinero es dinero, por eso nunca decepciona a sus clientes.

Pero todo trabajo sucio tiene una consecuencia.

La consecuencia de tanta paliza llegó en su momento más oportuno, porque todos sabemos que esa fuerza tan peculiar que nos ata unos a otros ocurrirá. No podemos escapar de ella.

¿Sabes cuál es la fuerza que perdura en el tiempo?

El amor. Es inevitable, el amor viaja en el tiempo y permanece. La creencia de que todos estamos predestinados a alguien, nuestra media naranja, es totalmente acertada. Puedo decirlo.

No; lo afirmo por seis.

«¿Ocurrirá otra vez?», me pregunté al observar cómo recorría con total descaro mi cuarto una vez que me dejó libre.

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