PRÓLOGO
Hasta que la muerte nos separe

La seguían, estaba convencida de ello.
Miraba en todas direcciones al pasar por cada intersección, sin llegar a ver algo sospechoso o fuera de lugar. Aunque, claro, ¿qué definición tenía ella de «normal»? La mujer rio, casi desquiciada: no importaba lo que otros dijeran, estaba segura de que la seguían. Lo sentía, como si en cada sombra que pasaba hubiera un ser oculto, aguardando el momento en que bajara la guardia para atacarla, devorarla y arrastrarla con él hacia el infierno.
Katherine no iría al infierno con ninguna sombra.
Frenó de golpe cuando se percató de que la luz del semáforo de enfrente cambiaba a rojo, queriendo retrasarla. Maldita sea, pensó mientras movía las manos con impaciencia sobre el volante. No tenía tiempo que perder... porque la seguían.
La seguían, la seguían, la seguían.
La seguían.
Iban a atraparla si no se apresuraba, no podía permitirlo. Tenía que llegar.
«¿Por qué estás haciéndome esto?», quiso saber la voz dentro de su cabeza. «Confié en ti.»
«Ese fue tu error», respondió ella sin más. Había planeado ese momento por tanto, tanto tiempo...
«Te arrepentirás. Pagarás por esto, de un modo u otro», le dijo la voz, fría, como si pudiera leer en sus pensamientos lo que tramaba.
Katherine rio en voz alta esa vez, para que la voz la escuchara.
«Créeme, es lo mejor.»
El estruendo de un ruido alto y chillón le taladró los tímpanos. La bocina del auto tras ella la devolvió a la realidad, haciéndole ver la luz verde del semáforo. Aceleró a fondo, poniéndose en marcha de nuevo. Pasaron unos minutos antes de que lograra, por fin, llegar a su destino.
Cuando lo hizo, sonrió; nada podría encontrarla ahí.
Estacionó lo más rápido que pudo y se apresuró a subir por el ascensor. Estaba eufórica, aunque la sensación de ser perseguida continuaba con ella, intentando arruinar su perfecto día, pero ya no le importaba. Después de todo, estaba ahí y ahí nadie podía encontrarla, ¿no?
Ni siquiera importaban las miradas extrañas que recibió de parte de todos con quienes se cruzó al entrar al edificio. El viaje en elevador fue el más lento de su vida. Ya no importa, ella no puede encontrarme, se repitió en el trayecto.
Las puertas metálicas se abrieron con un chirrido, revelando el pasillo del piso diez. La mujer rio una vez más antes de atravesarlas y dirigirse al apartamento que buscaba: ya era un hábito, lo hacía por inercia después de haber pasado tantas noches allí. Tocó con fuerza, con impaciencia, casi con desesperación. Al cabo de unos segundos que le parecieron interminables, la puerta se abrió.
Frente a Katherine apareció un hombre de unos treinta y tantos años, que la observaba con una mezcla de asombro y horror que ella no lograba comprender. La mandíbula de él estuvo a punto de caer, aunque enseguida se recompuso.
—Kat-Katherine —balbuceó, estupefacto.
Fuera de aquel asombro, su voz no transmitía nada, mucho menos afecto o furia. Su expresión, por el contrario, no decía lo mismo: el rostro del hombre denotaba muchas cosas que para varios hubieran pasado desapercibidas, pero para ella, que había aprendido bastante bien a leer expresiones —las suyas, en particular—, eran claras.
Katherine sonrió y entró en el apartamento contorneando las caderas, buscando llamar su atención. Últimamente, era todo lo que buscaba.
De un modo u otro.
Él retrocedió y, despacio, empujó la puerta hasta que esta se cerró detrás de ambos. Durante un instante ninguno pronunció palabra, pero Katherine sentía el cosquilleo de su mirada en la nuca, como fuego quemándola. Al final se volteó sin poder aguantar la expectación, y lo que vio en su rostro esta vez sí fue claro: horror, furia… miedo.
Katherine solo podía sonreír.
—Hace ya una eternidad... —murmuró—. ¿Cómo has estado, amor mío? —Cuando trató de acercarse, él la cortó.
—¿Qué haces aquí, Katherine? —cuestionó, viéndola con espanto. Ella lo comprendió a la perfección.
—¡Tengo buenas noticias! Kyle… eres libre. —Rio de nuevo con inmensa alegría—. Somos libres.
Katherine volvió a reír, todavía más desquiciada que antes. Kyle, por su parte, se sentía cada vez más horrorizado. La sospecha, el miedo, el arrepentimiento y la culpa crecían en su interior como un pozo llenándose, ahogándolo.
—¿De qué estás hablando?
—¿Que no es obvio? —preguntó con desconcierto—. Nos liberé, Kyle. No más ataduras, no más remordimientos. ¿Querías cumplir tu voto? ¿«Hasta que la muerte nos separe»? Pues felicidades; deseo concedido. No creas que no entendí el doble sentido de tus palabras esa noche. He de admitir que por un momento pensé que me habías dejado. Era una estupidez, ¿a que sí? Pero ahora ya no importa, Kyle. Podremos estar juntos para siempre, solo tú y yo. ¿No es eso lo que querías? Eso es lo que querías, ¿cierto? ¿Cierto?
Fue como si distintos cuchillos se clavaran en él con sus palabras, cada uno más afilado que el anterior.
—¡¿Qué fue lo que le hiciste?! —gritó entonces. La mujer solo sonrió, sin intenciones de hablar—. ¡KATHERINE! ¡¿Dónde está Camille?! ¿Qué le hiciste? —Se acercó con la mirada alternándose entre los ojos azules y fríos de Katherine y las manchas de sangre fresca que le cubrían la ropa—. ¡¿Dónde está mi esposa, maldita sea?!
—Te liberé de ella, Kyle, ya no es un impedimento para nuestro amor. ¿Es que no lo ves? Es-lo-que-querías —remarcó.
—¡Te dije que ya no quería nada contigo, Katherine! Lo que tuvimos nunca debió ser, ¡nunca! Me equivoqué y traté de arreglarlo. ¡¿En qué demonios estabas pensando?!
—¡Pensaba en nosotros! —Alzando la voz por primera vez, Katherine puso ambas manos en las mejillas de Kyle, pero él se sacudió con un movimiento brusco—. En… en nuestro amor. —Su voz se quebró ante el asco que veía en esos ojos que alguna vez la miraron con deseo.
—¡Yo no te amo, Katherine! Siento si te hice creer eso, pero no pensé que te lo tomarías tan en serio. Ahora, por favor, para esta tontería y dime dónde está Camille.
Camille. Ca-mi-lle. El obstáculo. La maldita zorra que había estado en su camino y ella se tomó la molestia de quitar del medio. Camille, la perfecta, la estúpida, ingenua. La odiaba, la odiaba tanto que deseaba poder hacerlo todo de nuevo, solo para disfrutarlo más. Camille, Camille. Él le preguntaba por Camille.
La estaba rechazando. Él, por quien ella había hecho todo, y la rechazaba por Camille. Camille, Camille…
—En un lugar del que jamás podrá volver, Kyle.
Él lo sabía. Lo sospechó desde el momento en que ella apareció en su puerta con esa sonrisa y la ropa ensangrentada sin embargo, no se atrevió a aceptar nada hasta que vio el puñal que ocultaba tras la espalda, chorreando un líquido triste y escarlata.
Explotó.
—¡¿TE DAS CUENTA DE LO QUE HICISTE?! ¡Destruiste mi familia, mujer! ¡LO SABES! ¡¿Y pudiste creer que después de esto querría estar contigo?! Nunca, y escúchame bien, nunca voy a perdonarte. Voy a hacer que lo pagues cada maldito segundo de tu existencia. Te pudrirás en la cárcel, Katherine.
En ese momento, algo dentro de la mujer cambió. «Te arrepentirás. Pagarás por esto», volvió a decir la voz de Camille en su cabeza.
Me prefiere a mí, le decía. Incluso con todo lo que has hecho, me prefiere a mí.
¡Cállate!
Siempre seré yo. Yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo, yoooooo.
¡Cá-lla-te! Cállate, cállate, estás muerta, déjame tranquila, muerta…
Toda la cordura que había estado reservando para ese momento se escurrió entre sus manos. La calma volvió a apoderarse de su cabeza; un vacío infinito y oscuro, que se hacía cada vez más grande. La voz se apagó.
—Suenas como ella, en sus últimas palabras —escupió—. Aún puedes cambiar de opinión, Kyle. Sé que puede parecer un poco drástico, pero...
—Pero ¿qué, Katherine? —cuestionó él—. Has destrozado toda posibilidad, por inexistente que fuera, de que estuviéramos juntos de nuevo. Lár-lárgate —tartamudeaba. Su mundo comenzó a irse abajo en cuanto el peso de las cosas cayó sobre él.
Se acercó a la puerta y la abrió, claro gesto de que ella ya no era bienvenida en ese lugar. Kyle no estaba del todo seguro sobre qué emoción debía priorizar: ¿era más fuerte el dolor que lo carcomía o la ira que le hervía la sangre? Sea como sea, estaba roto. Todo se había roto y, en gran parte, era su culpa. Deseaba despedazar a la mujer que tenía delante, gritarle y hacerla sangrar, que sintiera el dolor y la destrucción que le estaba causando, pero no, no podía moverse.
—Pareces bastante ansioso por reunirte con tu esposa — dijo acercándose al hombre, quien, ahora de luto, tenía la guardia baja—. La cosa es, amor, que si no tienes un futuro conmigo… no lo tendrás con nadie.
Con todo el odio y despecho que sentía, Katherine se acercó a su amante hasta quedar junto a él y, tal como había hecho con su esposa, le clavó el puñal en el pecho, que ahora tenía la sangre del matrimonio que ella había reducido a cenizas.
Durante un instante, Kyle se sorprendió. Con un grito ahogado se quitó el puñal de las entrañas y, en un último esfuerzo, se lo arrojó con furia, mas las rodillas le fallaron, cambiando la trayectoria del cuchillo y consiguiendo hacerle un pequeño tajo limpio en el rostro. Habría deseado llevarse mucho más que eso consigo.
—Te irás al infierno, Kate. Te irás al infierno por esto.
De pronto, la idea que hacía momentos la había aterrado, ahora le parecía de lo más agradable. No tenía miedo de irse al infierno, no si eso significaba que estarían juntos, que él la amaría de nuevo.
Pero por ahora solo sentía odio. Lo odiaba por dejarla, por preferir a otra, y por ello se merecía la muerte. Katherine se agachó hasta quedar a su altura y desprendió todo su dolor en las últimas palabras que él escucharía.
—Entonces te veré allá —siseó. Y el brillo en los ojos del hombre se disolvió en aquella mirada de furia. Katherine se quedó ahí, junto a él, llorando la pérdida del ser que más había amado en el mundo y sabiendo que, al dejar ese apartamento, tendría que volver al odiado esposo y al pequeño hijo que la esperaban en casa—. Lamento que haya tenido que ser así, no me dejaste opción —le susurró—. Te amo. Adiós, Kyle.
Se llevó dos dedos a los labios, los cuales besó y posó sobre la boca de Kyle a modo de despedida. Se puso de pie, pasando sobre el cadáver de él sin inmutarse ni molestarse en recoger el cuchillo del suelo. Abandonó el lugar, olvidando todo suceso ocurrido al minuto de cruzar la puerta: para ella fue como si jamás hubiese estado ahí.
Pero había alguien más... alguien que no lo olvidaría tan fácilmente.
La niña, de tan solo diez años, observaba escondida entre las sombras tras la escalera cómo aquella mujer, a quien tantas veces había visto, destrozaba todo lo que la pequeña conocía en meros instantes.
PARTE 1
El descenso
«Hay personas cuyos únicos enemigos son ellas mismas.»
CHARLES DICKENS, Oliver Twist
SIETE AÑOS DESPUÉS

CAPÍTULO 1
¿Las personas cambian?
«Fire N Gold» – BEA MILLER

—¡Cortana! —El rugido del hombre se escuchó por cada rincón de la casa, proveniente de la cocina. La chica se estremeció; no podía ser bueno. Cuando la llamaba por su apellido, nunca lo era.
Dudó durante un momento entre las ideas que oscilaban en su cabeza. Las opciones eran —aunque si lo pensaba con detenimiento, la primera no era en realidad una opción— permanecer escondida en su cuarto, aovillada en el pequeño espacio entre la pared y la cama, o bajar dócil hasta la cocina y enfrentar en silencio su castigo por lo que sea que hubiera hecho mal esta vez… o lo que no hubiera hecho.
Violeta había aprendido que, para efectos prácticos, venía siendo lo mismo.
—¡CORTANA!
La idea de esconderse le pareció aún más tentadora. Podía esperar a que los efectos del alcohol disminuyeran, pero ella ya sabía por experiencia que su «padre» no era de los que solían olvidar con facilidad.
Pasos resonaron cerca del final de las escaleras y luego en la cocina, justo bajo sus pies. El hombre se estaba impacientando. Violeta sabía —también por experiencia— que el segundo llamado era un aviso. No le convenía esperar un tercero.
Temblando se puso de pie y, sin demorar el asunto, se dirigió a la puerta. Mañana sería peor, era lo que se decía en un intento por infundirse ánimos. Bajó las escaleras de dos en dos, casi tropezando al final, sintiendo que ya se había tardado demasiado.
Al entrar en la cocina, supo que el hombre notó su presencia por la forma en que sus hombros se acomodaron y el modo en que cambió el peso de una pierna a otra. Se encontraba apoyado sobre las encimeras negras, donde una de las asistentes de la casa se disponía a preparar el almuerzo. Con un movimiento de la mano, el hombre la despachó de la estancia.
Sostenía una botella de líquido ambarino entre los dedos, los cuales, si prestaba atención, temblaban ligeramente.
No eran ni las diez de la mañana.
—Creí haberte advertido que jamás entraras a mi habitación. —Habló con una exagerada calma, haciendo que Violeta se asustara más y más.
—Yo no he… —comenzó a decir, pero él cortó sus palabras.
—¡¿Hace cuánto que vives aquí?! —Ella apenas se atrevió a susurrar.
—Casi cuatro a…
—Uno creería —continuó, como si la chica jamás hubiese hablado— que con una vez que te digan las cosas ya habrías aprendido lo que puedes y no puedes hacer dentro de mi casa…
—Yo no he hecho… —intentó defenderse de nuevo. Con una mirada, él la silenció por completo.
Durante un minuto ambos permanecieron callados, quietos, expectantes. El hombre la veía con cólera brillando en sus ojos, mientras que una parte de ella, la que sentía no tener miedo de nada, resistió el impulso de bajar la vista; ese era un pequeño acto de rebelión que se permitía cuando la parte irracional de su cerebro tomaba el control de su cuerpo.
Quería rebelarse. No, ni siquiera era «rebelarse». Lo único que deseaba era gritarle lo estúpido que estaba siendo, y las muchas formas en que la estaba arruinando, en que los arruinaba a ambos. Quería escupírselo en la cara, y a veces fantaseaba con hacerlo. Después de todo, ¿qué era lo peor que podría pasar? Él la golpearía, pero el dolor era solo eso: dolor.
E incluso así sentía miedo. Miedo de que ese golpe se convirtiera en otro y otro y otro más, hasta que ya no pudiera parar y…
Las cavilaciones de su mente se detuvieron en cuanto vio al hombre moverse en su lugar.
Él tomó con mucha calma la botella de licor casi vacía que tenía en las manos. De un sorbo se la bebió por completo, sin despegar los ojos de la chica. Entonces miró la botella de vidrio durante un segundo como si fuese algún precioso tesoro, antes de tomar impulso y arrojarla como un proyectil en su dirección.
Sucedió en cámara lenta y Violeta apenas tuvo tiempo de reaccionar. Se agachó con la velocidad de un rayo para evitar que el objeto impactara en su cara y escuchó el ruido del vidrio estallar contra la pared antes de levantarse.
—¡¿DÓNDE ESTÁ?!
—¡NO SÉ DE QUÉ ME ESTÁS HABLANDO! —gritó con el corazón en la garganta.
Sentía un nudo comenzar a formarse en ella. El miedo y la adrenalina zumbaban por su cuerpo haciéndola tiritar, pero no flaqueó; al contrario, se irguió más en su sitio.
—Te advertí que nunca entraras a mi habitación, y ahora no solo me desobedeces y me robas, sino que también me mientes. —Se acercó con lentitud. Violeta se esforzó por no moverse, por mantenerse firme y no encogerse sobre sí misma—. Vas a pensar en lo que has hecho, niña —murmuró entre dientes. El aliento a alcohol le golpeaba de lleno en el rostro—. Veremos si al caer la noche tienes el valor de devolverme lo que es mío.
Esta vez, Violeta no vio venir el golpe.
Un dolor agudo se instaló en su mejilla cuando la palma abierta de Scott, su padre adoptivo, impactó contra ella. Sintió un escozor ahí donde el gran anillo de plata que el hombre siempre llevaba rasgó su piel. No se atrevió a poner una mano en la zona afectada hasta que él salió de la cocina.
Alcanzó a escuchar cómo se abría la puerta de la licorera, seguido por el tintineo de las botellas.
—¡Y limpia ese desastre! —Hablaba del vidrio.
Temblando una vez más, Violeta se arrodilló sobre el piso de cerámica y, con las manos al descubierto, comenzó a juntar los pedazos del cristal roto. Apenas veía lo que hacía por las lágrimas silenciosas que ya se habían encargado de nublar su mirada. Dio un respingo cuando una de las lágrimas saladas ardió al entrar en contacto con la piel herida bajo su ojo.
El silencio ahora reinaba en la casa.
Se levantó en busca de una bolsa en la cual echar lo que quedaba de la botella para tirarla en el contenedor. No aguantaría mucho tiempo más en ese lugar: mientras antes saliera de allí, mejor.

Con las manos tiritando —ya no por el miedo, sino por la rabia—, la chica abrió el contenedor de basura junto a la pared de ladrillo de la calle. Se alejó un poco para evitar que le llegara el hedor; Violeta amaba prácticamente todo sobre Nueva York, pero si había algo que no le gustaba era el olor a agua estancada y a basura que se acumulaba en los callejones pequeños cuando salía el sol. Para su suerte, una leve brisa sopló, trayendo aire limpio hacia su rostro. Levantó la bolsa llena de papeles y pedazos rotos y la tiró dentro del basurero con brusquedad.
Antes de que pudiera cerrar la tapa, una voz que conocía a la perfección habló a sus espaldas:
—Luces como si quisieras meterte ahí dentro junto con las bolsas.
Violeta se tensó y cerró el contenedor sin voltearse.
—Muy gracioso —dijo sin humor.
—¿Quieres que nos larguemos de aquí? —ofreció. Violeta podría jurar, por el tono de su voz, que sonreía con aquella doble intención que la sacaba de quicio.
—Ahora no, Dominik.
Una vez más, Violeta podría haber jurado que hacía una mueca. Lo conocía demasiado bien.
—Hey… —Sintió que el muchacho se acercaba a ella, sin embargo, la chica caminó en dirección contraria. No quería que la viera en ese momento de debilidad. No lo soportaría, pero fingir no tenía caso; él también la conocía lo suficiente—. ¿Estás bien? —Puso una mano en su hombro, que ella sacudió sintiendo que sus ojos se aguaban de nuevo—. Violeta.
De un tirón en la muñeca, Dominik la obligó a voltearse y encararlo. Él no vio en sus ojos de color castaño la valentía y terquedad de siempre, sino el miedo y la inseguridad que tenían cuando se conocieron, siendo apenas unos niños.
Dominik recordaba aquel momento, en las calles, bajo la lluvia. Recordaba a la niña dos años menor que él, escondiéndose del mundo en las sombras de la noche. Ahí fue a encontrarla, y recordaba el minuto exacto en que la oscuridad de sus ojos se fijó en los suyos, los cuales se lograban vislumbrar a través de los empapados mechones de su cabello marrón.
«¿Quién eres?», preguntó él con desconfianza.
«¿Quién eres tú?», contraatacó la muchacha.
«Me llamo Dominik.»
«¿Por qué no estás en tu casa?»
Era una pregunta válida.
«Yo no tengo una casa», respondió con amargura.
«Debes estar triste —dijo ella—. Los que no tienen casa siempre están tristes.»
«¿Qué te hace pensar eso?»
La niña se encogió de hombros.
«Yo también estoy triste. —Dominik no dijo nada. En cambio, se acercó un poco a ella, cuidando de no pararse bajo una de las goteras de aquel techo de lata—. Soy Violeta. —Él estrechó su mano—. Tampoco tengo una casa, pero podemos ser amigos.»
Dominik había visto el miedo en sus ojos entonces, y lo veía también ahora. No obstante, su mirada se desviaba a la pequeña herida que rasgaba su mejilla.
—¿Qué te pasó ahí? —preguntó, serio.
—No te preocupes, fue un accidente. Muy tonto, de hecho. S-se me cayó una…
—No me mientas —cortó en un instante—. Violeta, ¿qué pasó?
Ella casi vomitó las palabras:
—Scott cree que entré a su habitación y robé algo. No sé qué. No lo hice, por lo demás, pero no me cree y no tengo ni idea de qué habla o qué podría haber perdido. El alcohol…
—¡¿Qué?!
A pesar de todo, intentó defenderlo.
—Ya no lo controla, Dominik. No es una mala persona, nunca lo ha sido…
—¿Desde cuándo? —La chica no respondió. Había algo en el brillo de sus ojos que le impedía hacerlo—. Maldita sea, Vi, ¿desde cuándo? ¡¿Cómo es que no me lo habías dicho?!
—Desde que Amber murió. Se vino abajo, Dom, y ahora es el alcohol quien lo controla a él.

Se le hicieron eternos los instantes en que Dominik no pronunció ni una palabra. Sus oscuros ojos color chocolate la miraban con reproche.
—¿Seis meses? ¿Lleva bebiendo seis meses y recién me voy enterando? —Sonaba dolido—. ¿Por qué no me dijiste antes?
—Te dije que las cosas eran diferentes…
—«Diferentes» no significa «malas». ¿Es que ya no confías en mí?
—Claro que sí. Confío en ti más que en nadie y lo sabes, pero es que no hay nada que puedas hacer…
En ese momento, la expresión del chico cambió.
—Voy a sacarte de aquí. Te lo he dicho…
—Cuando cumpla dieciocho, ya lo sé —replicó—. Todavía faltan algunos meses, no quería que te preocuparas.
—Tiene que haber una forma de adelantarlo.
—No. No quiero que apresures nada. Ya lo hablamos, voy a estar bien.
Por un segundo, él volvió a ver a la pequeña niña oculta tras una pared en la calle. El recuerdo casi lo hizo sonreír, mas no podía soportar la idea de que esa misma niña fuese la que ahora estaba sufriendo.
—Tienes que denunciarlo. No puedes dejar que…
—Por supuesto que no. Ni una posibilidad, Dominik. No.
—¡¿Es que tanto miedo le tienes?!
—¡No es eso! —chilló Violeta—. A pesar de esta situación, a Amber y a él… les debo todo, Dominik. ¡Todo! ¿Entiendes lo que es eso? —El chico no dijo nada—. Me acogieron, me cuidaron, hicieron muchísimo por mí, me sacaron de ese lugar. Y después Amber murió. ¿Te imaginas lo que es eso? No puedo entregar a Scott ahora que está pasando por un mal momento. Simplemente no puedo. Tengo que ayudarlo.
—Bien. Como digas, Violeta, tú ganas. Pero al minuto en que cumplas la mayoría de edad no voy a dejar que pases un día más de lo necesario en este lugar.
Ella asintió.
Se acercó a él y posó una mano en su mejilla. Dominik, a pesar de todo, sonrió.
—No esperaba que fuera de otro modo.

Cuando Violeta entró en la casa, anochecía.
El pasillo de la entrada apenas era visible en la oscuridad. Intentó no hacer ruido. Intentó que las llaves casi no sonaran al sacarlas de la ranura en la manilla, y también que la madera del suelo no crujiera bajo sus tímidos pasos. En cuanto logró salir del corredor, vio una luz penumbrosa proveniente de la única lámpara encendida en la sala de estar. Anduvo a hurtadillas para evitar ser descubierta pues, de espaldas a ella, en la estancia, el respaldo del sillón reclinable negro dejaba ver la silueta del que desde hacía años se había convertido en lo más parecido que tenía a un padre. La cabeza apenas sobresalía tras el sofá, pero sus ojos se dirigieron a las extremidades del hombre que colgaban del reposabrazos de cuero.
Incluso con la escasa luz en la habitación, la botella de whisky parecía un faro entre sus dedos.
Durante un segundo Violeta trató de ponerse en su lugar e imaginar qué se sentiría perder al amor de toda tu vida y, al pensar en ello, una puntada de dolor le atravesó el pecho. Después de todo, Scott no era el único que sufría la pérdida de Amber. Aun así, no lograba comprender cómo era que sumergirse en un abismo de tristeza y adicciones podía solucionar nada.
Sacudió la cabeza, cerró los ojos y resolvió seguir su camino.
Un murmullo casi moribundo llegó a sus oídos:
—Violeta… —Sintió que se paralizaba—. Acércate.
Y ella, tratando de no pensarlo demasiado, obedeció.
Al acercarse, la cálida luz golpeó las facciones medio dormidas de Scott; sus ojos apenas se abrieron cuando la muchacha estuvo junto a él. Violeta se arrodilló en el suelo a su lado.
—Me he perdido tanto estos meses, de tu vida, de ti… —El hombre medio sonrió. Violeta no estaba muy segura de cómo sentirse, aunque la parte de ella que mantenía encerrada a la niña que le entregó su confianza, se removió al escucharlo—. Has crecido mucho y ni me he dado cuenta. Eres mi hija, ¿cómo es que no me di cuenta?
En contra de sus instintos, ella respondió:
—No has estado bien, Scott.
—No lo he estado, ¿verdad? —Un resoplido a medio camino entre una risa y un suspiro de resignación salió de sus labios, oliendo a alcohol. La muchacha negó despacio con la cabeza—. Me odias —concluyó. Esta vez suspiró de lleno—. No he sido un buen padre.
—Eso no es del todo cierto —le dijo con suavidad. No había sido un buen padre, pero tampoco lo odiaba.
Los ojos del hombre solo consiguieron mirarla con duda: no le creía.
—No eres feliz…
—Eso tampoco es cierto.
—¿Pero? —La había atrapado.
—Es como si ya no te conociera —admitió con cuidado. Él asintió, comprendiendo.
—Te he hecho daño. —No era una pregunta.
—Lo has hecho.
Los segundos que siguieron fueron puro silencio. Violeta observó absorta durante un instante el juego de luces que danzaba sobre su rostro. Pensó, por un momento, en un pincel formando los colores que se mezclaban en su piel.
—Ya sé que no fuiste tú la que entró en mi habitación hace un par de noches.
—Eso es bueno. —Scott asintió—. ¿Qué se perdió?
—Esto. —Cuando el hombre sacó el objeto de su bolsillo, todo cobró sentido.
—Amber —susurró con un hilo de voz—. ¿Quién…? ¿Cómo…?
—No lo sé —se apresuró a decir él—. Apareció en mi escritorio esta tarde —suspiró—. Sé que no fuiste tú, Violeta. En el fondo siempre lo supe…
Ella observó el anillo de plata que el hombre sostenía entre sus manos; era una argolla tan pequeña, tan delicada, a juego con la que él todavía llevaba puesta en uno de sus dedos.
—Entonces ¿por qué?
Scott negó con la cabeza.
—Perdóname, Violeta. Lo juro, cambiaré.
En algún momento de sus vidas, todas las personas pronunciaban aquella palabra: cambiaré. Violeta sabía, también, que la pronunciaban más de una vez, y eso lo sabía por el mismo motivo que, al menos en ese mundo en el que ella se había visto atrapada, esa palabra no significaba nada. «La gente nunca cambia»; es lo que Dominik solía repetirle desde el día que lo conoció. Jamás podría olvidar esa frase, así como jamás podría olvidar el agujero que dejó él en su pecho cuando la pronunció.
«Nunca cambian, Violeta. No te engañes a ti misma creyendo eso.»
Pero ella quería… No, necesitaba creerlo, porque Scott era un hombre de palabra, y porque no hacerlo hablaría peor de ella que de él; deseaba ser la clase de persona que creía, incluso si eso la hacía una ingenua.
Deseaba otorgar el beneficio de la duda.
—Te creo —afirmó, para luego tomar con delicadeza la botella de entre sus manos y ponerla fuera de su alcance. El hombre le dedicó una última sonrisa de agradecimiento antes de rendirse y cerrar los ojos.
La muchacha se levantó y, con cuidado, puso una manta sobre su cuerpo.
Cuando ya estaba al borde de las escaleras, un movimiento en la habitación principal captó su atención.
—¿Qué demonios estás haciendo?
La figura de la mujer se congeló en su sitio. Violeta avanzó hacia ella con determinación, y al aumentar su cercanía, a pesar de la oscuridad, pudo ver los largos dedos de Sibylle dentro de uno de los cajones de la mesita de noche.
La comprensión le llegó como un golpe.
—Fuiste tú.
—Tú jamás me viste aquí. —Los ojos de Sibylle brillaban como llamas.
—¿Estás amenazándome? —La chica casi rio.
—No. Solo te estoy diciendo cómo van a ser las cosas…
—No —contestó Violeta a su vez. Se acercó más a ella, con la adrenalina fluyendo por su sangre, dándole el coraje que por sí misma nunca habría tenido—. Permíteme a mí decirte cómo van a ser las cosas, porque si crees que Scott no va a elegirme a mí por sobre su amante… —La palabra salió de su boca con desprecio y repulsión—. Entonces te equivocas.
—¿Y cómo estás tan segura, flor?
Que mencionara el apodo que Amber solía usar para ella terminó por colmarla.
—Porque no puedes robar el anillo de Amber y esperar que para Scott todavía valgas algo. Y eso lo sabes, o jamás lo hubieras devuelto.

Esa noche fue diferente, y Violeta sabía que era la promesa de un cambio lo que la hacía distinta. Esperaba que, a partir de ese momento, todo fuera distinto.
CAPÍTULO 2
La Residencia
«Still Don’t Know My Name» – LABRINTH

Violeta no pronunció ni una palabra el día en que vio morir a su padre, así como tampoco derramó una sola lágrima cuando los policías se la llevaron. Ellos solo vieron a una niña de diez años en shock y traumada y, aunque Violeta todavía no lograba procesar todo lo que había ocurrido ni lo que eso significaba, suponía que las palabras «choqueada» y «traumada» la describían con bastante precisión.
Ese día había visto más sangre que en toda su vida; ni siquiera cuando se cayó de la bicicleta había sangrado tanto. Se acercó a su padre temblorosa, sin atreverse a moverse demasiado rápido ni a andar demasiado lento. ¿Qué pasaba si la mujer volvía? El pensamiento la hacía tiritar, pero necesitaba que su padre despertara… ¿Por qué no despertaba?
La policía la encontró después. No sabría decir cuánto tiempo pasó, y luego de eso había un vacío. Incluso años más tarde, cuando intentaría con todas sus fuerzas recordar lo ocurrido, no lo conseguiría.
El siguiente recuerdo que la asaltaba era el de su llegada a la Residencia: una casa hermosa que ocultaba tras sus paredes adornadas lo peor de la sociedad. Lugares bellos para personas horribles. Ella hubiera preferido que fuera al revés: lugares horribles para personas bellas, así al menos su compañía le daría fuerzas, no más ganas de desaparecer.
Una realidad como aquella hubiera hecho de los cuatro años que pasó en el orfanato un infierno algo más soportable. O, quizá, no hubiese llegado nunca a tales extremos. Tal vez un lugar mejor, con personas mejores, la habría ayudado a crecer, a asimilar el trauma de su pasado y aprender a vivir con un corazón a medias.
Se debatió mucho tiempo pensando cuál fue el momento más difícil de su estadía, porque todas las noches se iba a la cama creyendo que ese había sido el peor día de toda su vida, e incluso así, el día siguiente por lo general conseguía superarlo. Hubo veces en que, llorando escondida en alguna esquina de la casa, se preguntaba cómo iba a sobrevivir a ese lugar, a esas mujeres.
«Las Furias», así era como había apodado Violeta en su cabeza a las tres mujeres que se suponía debían cuidar de ella y de todos los demás niños y jóvenes de la Residencia. Se llamaban Trina, Dalia y Deka. Eran hermanas, cada cual con el alma más podrida que la anterior.
El día en que Violeta llegó, no sonrió; no hizo ningún gesto hacia ellas más que inclinar la cabeza y susurrar su nombre. No quería que creyeran que era una maleducada, pero pronto se daría cuenta de que ahí dentro quién o cómo era ella importaba muy poco.
—Soy Violeta…
Las tres mujeres le sonrieron con una calidez que casi la hizo sonreír a ella también, pero bastó que el trabajador social saliera de la casa para que las sonrisas se congelaran en una mueca de desprecio e indiferencia que Violeta no logró comprender.
Las que en poco tiempo se convertirían en las Furias no le dedicaron ni una sola mirada antes de desaparecer por el pasillo, y la niña se quedó de pie en la entrada sin saber qué hacer. Su cambio de actitud le resultaba desconcertante y había algo, un presentimiento, que le impidió moverse por miedo a romper algún equilibrio extraño del lugar. Así que esperó y esperó con todas sus cosas junto a la puerta a que alguien apareciera, porque no se atrevía a subir la escalera.
Eventualmente, una niña no mucho mayor que ella bajó con pasos tímidos y l