Sombras (En la oscuridad 2)

Ana Coello

Fragmento

Sombras. En la oscuridad 2

Me tumbé en la cama; algo se marchitaba dentro de mí. El nudo en mi garganta ardía, dolía, y la opresión en mi pecho no me permitía respirar con normalidad. Lo había perdido, lo había dejado ir y, aunque una parte de mí sabía que era lo mejor, la otra sentía que no lograría vivir sin él.

Aurora, mi nana, subió más tarde buscando que comiera algo. Después de mucho insistir, dejó un sándwich sobre mi mesa de noche. Las lágrimas seguían saliendo, aunque el llanto había cesado hacía poco.

No podía seguir ahí, me abrumaba. Tomé mis patines y conduje hasta un parque donde pudiese usarlos sin limitarme. En cuanto el viento acarició mi rostro pude respirar mejor, liberar un poco de la impotencia, de la rabia, del dolor.

Deseaba con fervor tener las respuestas a todas mis preguntas, sobre lo que nos marcaba, lo que nos unía y, en definitiva, lo que nos separaba. Pero no daba con ninguna; al contrario, a cada minuto se acumulaban más y más preguntas, y lograban que, en ocasiones, las lágrimas se liberaran y rodaran por mi rostro debido al aire.

Mientras me dejaba llevar por mis piernas recordé cada detalle como si pudiera volver a vivirlo, sentirlo.

Entendía, de alguna manera, que lo que nos unía no era normal, y tenía la certeza de que lo que sentíamos no debía suceder porque no tenía probabilidades de terminar bien.

Algo más fuerte que yo, e inexplicable, me decía que mi vida ya jamás sería la misma. Mi cuerpo lo llamaba, mi corazón lo exigía, esa vitalidad indómita lo reclamaba rugiendo, abriéndose paso en mi interior, buscando que la escuchara.

No era necesario que transcurriera el tiempo para tener esa asombrosa seguridad de que iba a sentir tanto, aunque nuestros destinos fuesen equidistantes.

Con mayor ahínco moví los pies, imprimiendo más velocidad en cada paso. Luca parecía estar tatuado en mí de una forma anormal y atípica, pero que me hacía sentir completa y en paz a la vez.

Era una locura, una que le daba sentido a mi vida.

Mis pensamientos brincaban de una cosa a otra sin poder contenerlos. Al final comprendí que lo único que nunca cambiaría era esa manera que teníamos de amarnos fuera de toda realidad. Sin embargo, y por lo mismo, debíamos alejarnos.

Seguir, en algún punto, nos haría infelices y nos haría olvidar lo hermoso y maravilloso que era el estar uno al lado del otro. No quería eso…, no lo permitiría. Lo más importante para mí era él y sabía que renunciar a lo que realmente era, por mí, pesaría, aunque dijera lo contrario.

No podía cargar con esto sola, necesitaba poder compartir con él mis inquietudes y, al no poder hacerlo, no veía cómo enfrentaríamos toda esa realidad tan impredecible.

No supe cuánto tiempo había pasado, cuando comencé a sentir que me martilleaba la cabeza, se me erizaba la piel, empezaba a estar débil. Me detuve y me recargué en un árbol, agitada, sudorosa.

Debía regresar a casa.

No me sentía mejor anímicamente, pero sí más despejada. No obstante, de nuevo esas sensaciones molestas se hicieron presentes.

Conduje agotada, transpirando, intentando dejar mi cabeza en blanco, pero dolía como el infierno intentar apartar mis pensamientos de su dirección: simplemente era como si no estuviesen dispuestos a ayudarme.

Llegué a casa a las ocho. Aurora me observó al pasar, sólo evaluando los daños. Yo era un desastre: mi cabello, un nido hecho maraña; mi rostro, sucio; mis pantalones, también. No dije nada, y subí para buscar un analgésico.

Una vez limpia, medicada, me recosté.

Mantuve las luces apagadas, con la vista perdida en el cielo, que podía observar a través de mis ventanas. Miré con atención, comprendiendo por primera vez que más allá de lo que mis ojos detectaban existían vidas, mundos, especies, seres que, de alguna manera diferente a la nuestra, habitaban y que él era parte de eso, ajeno a mi pensamiento, a mi realidad.

Luca era Luca, ése de ojos cambiantes, de tacto febril, de complexión enorme, de cabello ébano, de mente sagaz, pero nunca, durante todo ese tiempo, pude hacer la conexión real con lo que realmente era. El miedo o la confusión podían ser las razones, o sencillamente el hecho de verlo y que me hiciera sentir parte de su realidad, de su vida, fuera ésta cual fuere.

Suspirando, con lágrimas que resbalaban de las comisuras de mis ojos, me acurruqué afligida. Esa noche sería larga, muy larga, y la primera de todas las que me restaban, miles tal vez. Debía enfrentarlo, por ambos, por él.

No supe qué hora era cuando escuché la manija de la puerta.

—¿Sara? —Giré en la penumbra de mi recámara. Papá, dudoso, se acercó a mi cama y se ubicó frente a mí sin encender la luz—. ¿Estás bien?

—Sí.

Arrugó la frente, frustrado. Sabía que mentía, mis lágrimas eran evidentes.

—¿Pasó algo entre Luca y tú? ¿Te hizo algo? —indagó.

Negué sonriendo sin alegría al escuchar lo último. Yo era la que le había hecho algo a él o en realidad a los dos.

—Baja a cenar —pidió unos segundos después del incómodo silencio.

—No tengo hambre —susurré con voz pastosa.

—Hija, sé que algo ocurrió, comprendo que no quieras decírmelo pero, por favor, no me preocupes. Ayer también te saltaste la comida y la cena, hoy la comida, eso sin contar que patinaste toda la tarde. No lo discutiré. No quiero pelear contigo, entiendo que no la estás pasando bien; sin embargo, en eso no cederé —declaró suavemente, aunque con indiscutible autoridad.

Tenía razón, no era la manera. Además, a diferencia de meses atrás, ahora sí contaba con él, eso me tranquilizó. Probablemente de ese modo lograría sobrellevar mejor todo lo que se vendría, que, sospechaba, no sería sencillo. Nuestra relación no era normal, nuestros sentimientos tampoco, así que era evidente que nuestra ruptura sería atípica también, aunque no sospeché hasta qué punto.

Bajé a su lado y pude comer casi medio plato de ravioles. Bea, mi padre y Aurora me estudiaban, preocupados, intuyendo lo que había sucedido.

—Fui por la tarde a tu escuela, Sara —dijo él, de pronto.

Levanté la vista esperanzada de que hubiera logrado algo y pudiera irme sin problemas. Los próximos días serían muy difíciles, pero ahora más que nunca esa beca era vital.

Chasqueó la lengua.

—La inflexibilidad reina en ese colegio. El director fue amable, pero no puede intervenir. ¡No lo puedo creer! ¿Entonces qué hace en ese puesto si no es apto para tomar decisiones? —preguntó molesto y dándole una gran mordida a su trozo de pan.

—Te dije… Aun así, gracias —musité.

—Ya iremos, hija. ¿No es así, Be?

—Sí, me

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