La eternidad y un día

Lauren Kate

Fragmento

Dos para el camino

Shelby y Miles reían cuando salieron de la Anunciadora. Emergieron con los filamentos oscuros de la sombra todavía enredados en la gorra de los Dodgers de Miles y en la coleta revuelta de Shelby.

Aunque Shelby estaba tan cansada como si hubiera hecho cuatro sesiones continuas de yoga Vinyasa, al menos ya estaban de vuelta en tierra firme. Firme y presente. En casa. Al fin.

El aire era frío y el cielo gris, aunque luminoso. Los hombros de Miles se alzaban delante de ella, blindando su cuerpo del viento intenso que batía la camiseta blanca que Miles llevaba desde que salieron del patio de la casa de los padres de Luce donde celebraban Acción de Gracias.

Hacía épocas.
—¡Lo digo muy en serio! —exclamó Shelby—. ¿Por qué te cuesta tanto creer que mi prioridad sea el bálsamo labial? —Se pasó un dedo por el labio y dio un respingo exagerado hacia atrás—. ¡Los tengo como papel de lija!

—Estás loca —espetó Miles, pero sus ojos siguieron el lento recorrido del dedo de Shelby por su labio inferior—. ¿El bálsamo es lo que más has echado de menos dentro de las Anunciadoras?

—Y mis podcasts —replicó Shelby, haciendo crujir con sus pisadas un montón de hojas secas—. Y mis ejercicios de yoga en la playa.

Llevaban mucho tiempo dando saltos por las Anunciadoras: de la celda de la Bastilla, donde habían conocido al prisionero fantasmal que no había querido decirles su nombre, al sangriento campo de batalla chino, donde no conocían a nadie y del que habían salido de inmediato, y, más recientemente, habían estado en Jerusalén, donde habían dado por fin con Daniel, que buscaba a Luce. Solo que no era el mismo Daniel. Iba unido —literalmente— a una especie de fantasma de su yo pasado. Y no había logrado liberarse de él.

Shelby no podía dejar de pensar en Miles y Daniel cercados por una lluvia de meteoritos; en el modo en que los dos cuerpos de Daniel —pasado y presente— se habían separado cuando Miles atravesó el pecho del ángel con la flecha.

En las Anunciadoras ocurrían cosas espeluznantes; Shelby se alegraba de haber terminado ya con eso. Ojalá no se perdieran en aquel bosque, de vuelta al campus. Shelby miró hacia lo que confiaba que fuera el oeste y se dispuso a conducir a Miles por aquella zona inhóspita y desconocida.

—La Escuela de la Costa debería estar por aquí —dijo.

El regreso a casa resultaba agridulce.

Miles y ella habían entrado en la Anunciadora con una misión. Habían accedido desde el patio de la casa de los padres de Luce después de que esta desapareciera, y fueron tras ella para traerla a casa de vuelta —como siempre decía Miles, a las Anunciadoras no había

que entrar a la ligera—, pero también para asegurarse de que estaba bien. Lo que Luce fuera para los ángeles y los demonios que se la disputaban les daba igual. Para ellos, era una amiga.

Pero, en su persecución, Luce no había dejado de escapárseles. A Shelby la había vuelto loca. Habían ido de destino raro en destino raro y, aun así, no habían hallado ni rastro de ella.

Miles y Shelby habían discutido en varias ocasiones sobre el camino que debían tomar y el modo de llegar allí, y Shelby odiaba pelearse con Miles; era como discutir con un cachorro. Pero lo cierto era que ninguno de los dos sabía en realidad lo que estaban haciendo.

Por el contrario, en Jerusalén había pasado algo bueno: los tres —Shelby, Miles y Daniel—, por una vez, se habían llevado muy bien. Ahora, con la bendición de Daniel (para algunos, con su orden), Shelby y Miles por fin volvían a casa. Por una parte, a Shelby le preocupaba abandonar a Luce, pero, por otra —la parte que confiaba en Daniel—, estaba impaciente por regresar a su sitio, a la época y al lugar que le correspondían.

Daba la impresión de que llevaban mucho tiempo viajando, pero ¿quién sabe cómo funcionaba el tiempo en las Anunciadoras? Shelby se preguntaba, algo nerviosa, si al volver descubrirían que habían pasado segundos o años.

—En cuanto lleguemos a la Escuela de la Costa, voy a ir derecho a darme una ducha caliente —dijo Miles.

—Sí, bien pensado. —Shelby se acercó a la nariz un buen pedazo de su gruesa coleta rubia y la olisqueó—. Quitarme del pelo esta peste a Anunciadora. Si es que es posible.

—¿Sabes qué? —Miles se acercó y bajó la voz, aunque no había nadie por ahí. Era raro que la Anunciadora los hubiera dejado tan le

jos del recinto de la escuela—. Igual esta noche deberíamos entrar en el comedor y pillar galletas de esas hojaldradas…

—¿Las de mantequilla? ¿Esas que vienen en un tubo? —A Shel by se le pusieron los ojos como platos. Otra idea estupenda de Miles. No le venía mal tenerlo cerca—. Hummm, cómo he echado de menos la Escuela de la Costa. Me alegra estar de vuelta.

Cruzaron el perímetro arbolado y un prado se abrió ante ellos. Entonces Shelby cayó en la cuenta: no veía ninguno de los edificios de la Escuela de la Costa porque no estaban allí.

Miles y ella estaban… en algún otro sitio.

Se detuvo un momento y echó un vistazo a la ladera que los rodeaba. La nieve forraba las ramas de unos árboles que, de pronto, descubrió que no eran secuoyas californianas. Tampoco el camino embarrado y cubierto de nieve derretida de delante era la autopista de la Costa del Pacífico. Descendía varios kilómetros por la ladera hacia una ciudad de aspecto asombrosamente antiguo protegida por una inmensa muralla de piedra negra.

La imagen le recordaba uno de esos viejos tapices descoloridos en los que los unicornios retozaban delante de ciudades medievales que algún ex novio de su madre la había arrastrado a ver alguna vez en el Getty.

—¡Creía que estábamos en casa! —chilló Shelby, en un tono entre el bramido y el gemido. ¿Dónde estaban?

Se detuvo al borde del tosco camino y contempló la embarrada desolación que se presentaba ante sus ojos. No había nadie a la vista. Daba miedo.

—Yo también lo creía. —Miles se rascó la gorra, sombrío—. Supongo que no hemos vuelto del todo a la Escuela de la Costa.

—¿Del todo? Mira este conato de carretera. Y esa especie de fortaleza de ahí abajo —dijo espantada—. Y esos puntitos que se mueven… ¿son caballeros? Salvo que estemos en algún parque temático, ¡hemos ido a parar a la Edad Media! —Se tapó la boca—. Más vale que no pillemos la peste. Pero ¿qué Anunciadora abriste en Jerusalén?

—No sé. Yo solo…
—¡Jamás conseguiremos volver a casa!
—Que sí, Shel. He leído algo sobre esto… creo. Hemos retrocedido en el tiempo por saltar a través de las Anunciadoras de otros ángeles, así que quizá tengamos que volver a casa de ese modo también.

—Vale, ¿y a qué esperas? ¡Abre otra!
—No funciona así. —Miles se caló un poco más la gorra. Shelby apenas le veía la cara—. Tendremos que buscar a uno de los ángeles, y pedir prestada otra sombra.

—Lo dices como el que pide prestado un saco de dormir para una acampada.

—Escucha: si encontramos una que se cierna sobre el siglo al que pertenecemos de verdad, podremos volver a casa.

—Y eso ¿cómo se hace?

Miles negó con la cabeza.
—Pensé que lo había hecho cuando estábamos con Daniel en Jerusalén.

—Tengo miedo. —Shelby se cruzó de brazos y tembló de frío—. ¡Haz algo!

—No puedo hacer algo así, sin más, y menos si te pones a gritar. —¡Miles! —Shelby se quedó paralizada. ¿Qué era ese estruendo que se oía a sus espaldas? Algo se estaba acercando por el camino con cierto estrépito.

—¿Qué?

Un carro destartalado tirado por un cab

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