Déjate llevar

Sarah Dessen

Fragmento

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UNO

Los emails empezaban siempre del mismo modo.

¡¡Hola, Auden!!

Era el segundo signo de exclamación lo que me molestaba. Mi madre lo habría definido como superfluo, exagerado, eufórico. Yo lo consideraba irritante sin más, igual que todo lo que guardaba relación con mi madrastra, Heidi.

Espero que estés disfrutando de las últimas semanas de clase. ¡Aquí todos estamos bien! Terminando los últimos preparativos antes de la llegada de tu futura hermana. Últimamente me propina unas patadas de miedo. ¡Cualquiera diría que está haciendo kárate ahí dentro! Yo me dedico a atender el negocio (por así decirlo) y a añadir los últimos detalles al cuarto del bebé. Lo he decorado en tonos rosas y marrones; ha quedado precioso. Te adjunto una foto para que lo veas.

Tu padre está tan ocupado como de costumbre, trabajando en su libro. ¡Supongo que lo veré más a menudo cuando me toque quedarme despierta hasta las tantas atendiendo a la nena!

Espero de corazón que consideres la idea de venir a visitarnos cuando termines las clases. Sería muy divertido y tu presencia aquí haría estos meses de verano todavía más especiales. Puedes venir cuando quieras. ¡Nos encantaría verte!

Con cariño,

Heidi (¡y tu papá y el futuro bebé!)

El mero hecho de leer esas cartitas me dejaba agotada. En parte por esa gramática tan entusiasta —que era como tener a alguien gritándote al oído— pero también por la propia Heidi. Era tan… superflua, exagerada, eufórica. E irritante. Todas esas cosas había sido ella para mí, y más, desde que se lio con mi padre, se quedó embarazada y se casaron el año pasado.

Mi madre aseguró que no le sorprendía. Llevaba desde el divorcio anunciando que mi padre no tardaría nada, según ella lo expresaba, en «arrejuntarse con alguna alumna». A los veintiséis, Heidi tenía la misma edad que mi madre cuando nació mi hermano, Hollis, al que seguí yo dos años más tarde, si bien las dos mujeres no podrían ser más distintas. Si mi madre era una profesora universitaria famosa por su afilado ingenio y considerada una eminencia nacional en el estudio del rol femenino en la literatura del Renacimiento, Heidi era…, bueno, Heidi. La clase de mujer cuyas mejores cualidades guardan relación con su constante automantenimiento (pedicura, manicura, reflejos), que sabe todo lo que puedas imaginar y más sobre dobladillos y zapatos, y envía emails demasiado cariñosos a personas que no tienen ningún interés en leerlos.

El noviazgo fue rápido, por cuanto la implantación (como mi madre la bautizó) acaeció un par de meses más tarde. Así, sin más, mi padre pasó de ser la persona que llevaba años siendo —marido de la doctora Victoria West y autor de una elogiada novela, ahora más conocido por sus peleas interdepartamentales que por la secuela siempre en curso— a convertirse en flamante marido y futuro padre. Súmale a todo eso un cargo, también reciente, como director del Departamento de Escritura Creativa del Weymar College, una pequeña facultad de un pueblo costero, y podría decirse que mi padre acababa de estrenar una nueva vida. Y si bien siempre me estaban invitando a visitarlos, yo no estaba segura de querer averiguar si en su casa todavía había un sitio para mí.

Ahora, procedente de la sala, oí un súbito coro de carcajadas seguido de un tintinear de copas. Mi madre había organizado otra de sus tertulias para alumnos de posgrado, que siempre daban comienzo con una cena formal («¡Hace tanta falta un poco de cultura en nuestra cultura!», decía) antes de degenerar, en todas las ocasiones, en debates ebrios sobre literatura y teoría. Miré el reloj —las diez y media— y empujé con la punta del pie la puerta de mi habitación para echar un vistazo por el largo pasillo en dirección a la cocina. Tal como esperaba, vi a mi madre sentada en la cabecera de la mesa de madera de la cocina con una copa de vino tinto en la mano. A su alrededor, como era habitual, se apiñaba un grupo de alumnos varones que la contemplaba con adoración mientras ella peroraba, por lo poco que pude oír, sobre Marlowe y la cultura femenina.

Esa era otra muestra más de las numerosas y fascinantes contradicciones que caracterizaban a mi madre. Si bien estaba especializada en el papel de las mujeres en la literatura, las representantes de su propio sexo, a la hora de la verdad, no le gustaban demasiado. En parte porque solían envidiarla: por su inteligencia (prácticamente de nivel Mensa), por sus méritos académicos (cuatro libros, incontables artículos, una cátedra de patrocinio) o por su aspecto (alta y exuberante, con una melena de un tono negro azabache que acostumbraba a llevar suelta y salvaje, el único gesto de descontrol que se permitía). Por esas razones, y por otras, las alumnas rara vez acudían a aquellas reu­niones y, si lo hacían, casi nunca repetían.

—Doctora West —estaba diciendo uno de los estudiantes con el grado de desaliño habitual, americana baratilla, cabello lacio y las clásicas gafas negras de empollón hípster—, deberías desarrollar esa idea en un artículo. Es fascinante.

Vi a mi madre tomar un sorbo de vino y, de un solo ademán fluido, echarse la melena hacia atrás con una mano.

—Ay, por Dios, no —respondió con su voz profunda y ronca (tenía el timbre de una fumadora, aunque jamás había probado un cigarrillo)—. Ni siquiera tengo tiempo para trabajar en mi libro ahora mismo, y eso por lo menos está retribuido. Si es que a lo que me pagan se le puede llamar una retribución, claro.

Más risas halagadoras. A mi madre le encantaba quejarse de lo poco que le pagaban por sus libros —todos académicos, publicados en editoriales universitarias— mientras otras ganaban dinero a espuertas por escribir eso que ella denominaba «noveluchas para amas de casa». Si fuera por ella, todo el mundo cargaría con las obras completas de Shakespeare a la playa, además de un par de poemas épicos, quizás.

—De todos modos —insistió Empollón Gafas de Pasta— es una idea brillante. Yo podría, ejem, ayudarte a escribirlo si quisieras.

Alzando la cabeza y la copa, mi madre entornó los párpados para mirarlo. Se hizo un silencio.

—Ah, vaya —dijo—, qué amable por tu parte. Pero yo no escribo a medias con nadie, por la misma razón que no tengo compañeros de despacho ni parejas. Soy demasiado egoísta.

A pesar de la distancia, vi como Empollón Gafas de Pasta tragaba saliva y se sonrojaba. Para disimular, alargó la mano hacia la botella de vino. «Idiota», pensé yo antes de cerrar la puerta con un golpe de pie. Como si fuera tan fácil encandilar a mi madre, crear con ella un vínculo rápido e intenso que perdurase en el tiempo. De ser así, yo lo sabría.

Pasados diez minutos me estaba escabullendo por la puerta trasera con los zapatos debajo del brazo para escapar en mi coche. Circulé por las calles prácticamente desiertas, entre casas silenciosas y fachadas oscuras, hasta que las luces de la cafetería Ray brillaron a lo lejos. Exiguo, atestado de neón y con mesas un pelín pringosas, Ray era el único local de la zona que abría veinticuatro horas, trescientos sesenta y cinco días al año. Como apenas pegaba ojo últimamente, pasaba más noches allí —leyendo o estudiando, y dando un dólar de propina hora tras hora por lo que sea que pidiese hasta la salida del sol— que en mi casa.

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