Culpa nuestra (Culpables 3)

Fragmento

culpa_nuestra-2

Prólogo

No dejaba de preguntarme por qué, si Nick y yo habíamos roto hacía más de un año, lloraba ahora como si de verdad hubiésemos terminado. En un momento dado tuve que salirme de la carretera, tuve que apagar el motor y abrazarme al volante para sollozar sin peligro de chocar con alguien.

Lloré por lo que habíamos sido, lloré por lo que podríamos haber llegado a ser..., lloré por él, por haber conseguido decepcionarlo, por haberle roto el corazón, por conseguir que se abriese al amor solo para demostrarle que el amor no existía, al menos no sin dolor, y que ese dolor era capaz de marcarte de por vida.

Lloré por aquella Noah, aquella Noah que había sido con él: aquella Noah llena de vida, aquella Noah que a pesar de sus demonios interiores había sabido querer con todo su corazón; supe amarlo más de lo que amaría a nadie y eso también era algo por lo que llorar. Cuando conoces a la persona con la que quieres pasar el resto de tu vida, ya no hay marcha atrás. Muchos nunca llegan a conocer esa sensación, creen haberla encontrado, pero se equivocan. Yo sabía, sé, que Nick era el amor de mi vida, el hombre que quería como padre de mis hijos, el hombre que quería tener a mi lado en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos obligase a separarnos.

Nick era él, era mi mitad, y ya era hora de aprender a vivir sin ella.

PRIMERA PARTE

Reencuentro

1

NOAH

Diez meses después...

El ruido del aeropuerto era ensordecedor, la gente iba y venía agitada, arrastrando las maletas, arrastrando niños, arrastrando carritos. Miré fijamente la pantalla que había sobre mi cabeza, buscando el nombre de mi siguiente destino y la hora exacta en la que debería embarcar. No me hacía mucha gracia ir sola hasta allí, nunca me habían gustado los aviones, pero no tenía muchas opciones más: ahora estaba sola, únicamente yo, y nadie más.

Consulté mi reloj y volví a mirar la pantalla. Vale, había llegado con tiempo de sobra, aún podía tomarme un café en la terminal y leer un rato, seguro que eso me tranquilizaría. Fui hasta los detectores de metales, la verdad es que detestaba que me manosearan al pasar por ellos, siempre lo hacían porque siempre llevaba algo que hacía sonar la alarma. Tal vez, como me habían dicho, tenía un corazón de metal: la simple razón del infortunio que suponía para mí ir a cualquier lugar con detectores.

Dejé mi pequeña mochila en la cinta transportadora, me quité el reloj y las pulseras, y el colgante que siempre llevaba en el cuello —aunque debería habérmelo quitado hacía tiempo— y lo coloqué todo junto con mi móvil y las pocas monedas que tenía en el bolsillo.

—Los zapatos también, señora —me dijo el joven guardia de seguridad en un tono cansado. Lo entendí, ese trabajo era el paradigma de algo tedioso y monótono, el cerebro probablemente se le quedaba aletargado, siempre haciendo lo mismo, siempre diciendo lo mismo. Puse las Converse blancas en la bandeja y me alegré en el alma de no haberme puesto calcetines con dibujos ni nada parecido, me habría dado muchísima vergüenza. Mientras mis cosas empezaban a desplazarse por la cinta, crucé el detector y, cómo no..., empezó a sonar.

—Colóquese aquí, por favor, abra los brazos y las piernas —me ordenó, y yo suspiré—. ¿Lleva algún objeto metálico, algún objeto puntiagudo o algún...?

—No llevo nada, siempre pasa y no sé por qué —contesté dejando que el guardia me toqueteara de arriba abajo—. Seguro que es algún empaste.

Al chico le hizo gracia mi respuesta y, de repente, quise que me quitara las manos de encima.

Cuando se apartó y me dejó ir, cogí mis cosas y me fui directa al duty-free shop. ¿Hola? ¿Toblerones gigantes? Bueno, pues eso. Creo que era lo único agradable de ir a un aeropuerto. Me compré dos, los guardé en la maleta de mano y fui a buscar mi puerta de embarque. El aeropuerto de LAX era grande, pero, por suerte, mi puerta no estaba muy lejos. Caminé por esos suelos medio alfombrados con señales y flechas bajo mis pies, pasé por mil carteles que me decían «Adiós» en decenas de idiomas distintos y llegué a mi destino. Aún no había mucha gente esperando, así que entré sin problemas después de dar mi pasaporte y mi billete. Cuando crucé la puerta del avión, me senté, saqué mi libro y empecé a comer Toblerone.

Las cosas habían ido razonablemente bien hasta que la carta que había metido entre las páginas cayó sobre mi regazo, evocándome recuerdos que había jurado olvidar y enterrar. Sentí un nudo en el estómago mientras las imágenes volvían a mi cabeza y mi día tranquilo se iba al traste.

Nueve meses antes...

La noticia de que Nicholas se marchaba me había llegado por vías inesperadas. Nadie me había querido decir nada que tuviese que ver con él, y estaba claro que era porque él debía de haber dado instrucciones muy tajantes al respecto. Ni siquiera Jenna hablaba de Nick y eso que yo sabía que lo había visto en más de una ocasión. Su cara de preocupación era el reflejo de lo que debía de presenciar cuando ella y Lion iban a su apartamento. Mi amiga estaba entre la espada y la pared, y eso era otra de las muchas cosas que tenía que añadir a mi lista de culpabilidades.

No había vuelto a ver a Nicholas, pero sus acciones con respecto a mí no se hicieron esperar. Algunas cajas con cosas mías llegaron apenas dos semanas después de haber roto y, cuando vi a N en una caja para animales, tuve un ataque de ansiedad que me dejó frita sobre la cama después de que se me agotaran las lágrimas. Nuestro pobre gatito, ahora mío... Se lo tuve que dejar a mi madre en mi antigua casa porque mi compañera de piso era terriblemente alérgica. Fue duro desprenderme de él, pero no tuve otra opción.

Esa época de mi vida en la que solo lloraba y lloraba la he catalogado como «mi época oscura» porque había sido exactamente así: estaba dentro de un túnel negro sin luz, inmersa en una oscuridad total de la que no podía emerger a pesar de la luz de un nuevo día o de la luz artificial de una lamparita junto a mi cama; había sufrido ataques de pánico casi a diario hasta que finalmente una médica me mandó derechita al psiquiatra.

Al principio no había querido ni oír hablar de psicólogos, pero supongo que en el fondo me ayudó porque empecé a levantarme por las mañanas y a hacer las cosas básicas de un ser humano... hasta esa noche, esa noche en la que entendí que, si Nick se marchaba, todo se perdería y esta vez para siempre.

Me enteré por una simple conversación en la cafetería del campus. Dios, hasta las universitarias salidas sabían más sobre Nick que yo por aquel entonces.

Una chica había estado cotilleando sobre mi novio, perdón, exnovio, y me informó sin darse cuenta sobre su marcha a Nueva York en apenas unos días.

Fue entonces cuando algo se apoderó de mi cuerpo, me obligó a montarme en el coche y me llevó a su apartamento. Había evitado pensar en ese lugar, en todo lo que había pasado, pero no podía dejar que se fuera, no al menos sin verlo antes, no al menos sin tener una conversación. La última vez que lo había visto había sido la noche en que rompimos.

Con las manos temblando y las piernas amenazando con hacerme caer sobre el asfalto, entré en el bloque de Nick. Me metí en el ascensor, subí hasta su piso y me planté ante su puerta.

¿Qué iba a decirle? ¿Qué podía hacer para que me perdonara, para que no se marchara, para que volviese a quererme?

Llamé al timbre casi sintiéndome al borde del desmayo. Sentía miedo, anhelo y tristeza, y así me encontró cuando abrió la puerta de su piso.

Al principio nos quedamos callados, simplemente mirándonos. No esperaba verme allí; es más, habría puesto la mano en el fuego de que su plan había sido marcharse sin mirar atrás, olvidarse de mí y hacer como si yo nunca hubiese existido, pero no contaba con que yo no iba a ponérselo tan fácil.

La tensión fue casi palpable. Estaba increíble, vaqueros oscuros, camiseta blanca y el pelo ligeramente revuelto. Calificarlo de increíble era quedarse corto: él siempre lo estaba, pero aquella mirada, aquella luz que siempre aparecía en su rostro cuando me veía llegar, se había apagado, ya no existía esa magia que nos hechizaba cuando estábamos el uno frente al otro.

Al verlo tan guapo, tan alto, tan mío..., fue como si me restregaran lo que había perdido, fue como un castigo.

—¿A qué has venido? —Su voz fue dura y gélida como el hielo y me hizo salir de mi estupor.

—Yo... —contesté con la voz entrecortada. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer para que volviese a mirarme como si yo fuese su luz, su esperanza, su vida?

Ni siquiera parecía querer escucharme, pues se dispuso a cerrarme la puerta en las narices, pero entonces tomé una decisión: si tenía que luchar, lucharía; no pensaba dejarlo marchar, no podía perderlo, puesto que yo sin él no sobreviviría, sería imposible. Me dolía el alma verlo ahí delante de mí y no poder pedirle que me abrazara, que calmara ese dolor que me consumía día sí y día también. Me adelanté y, escurriéndome, me metí por la rendija, colándome en su piso e invadiendo su espacio.

—¿Qué crees que estás haciendo? —me preguntó siguiéndome cuando fui directa hasta el salón. La estancia estaba irreconocible: había cajas cerradas por todas partes, mantas blancas cubrían el sofá y la mesita del salón. Recuerdos de ambos desayunando juntos, de besos robados en el sofá, de arrumacos viendo películas, de él preparándome el desayuno, de mí suspirando de placer entre esos cojines mientras él me besaba hasta dejarme sin aliento...

Todo eso se había esfumado. Ya no quedaba nada.

Fue entonces cuando las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos y, sin poder contenerme, me volví hacia él.

—No puedes marcharte —sentencié con la voz entrecortada; no podía dejarme.

—Lárgate, Noah, no pienso hacer esto —replicó quedándose quieto a la vez que apretaba la mandíbula con fuerza.

Su tono de voz hizo que me sobresaltara y que mis lágrimas pasasen a otro nivel. No..., joder, no, no iba a marcharme, no sin él al menos.

—Nick, por favor, no puedo perderte —le rogué con voz lastimera. Mis palabras no eran nada del otro mundo, pero eran sinceras, totalmente sinceras, no sobreviviría a una vida sin él.

Nicholas parecía respirar cada vez más agitadamente, me daba miedo estar presionándolo demasiado, pero si me metía en la boca del lobo, mejor hacerlo del todo.

—Lárgate.

Su orden era clara y concisa, pero yo era experta en desobedecerlo, siempre lo había hecho..., no pensaba cambiar ahora.

—¿Acaso no me echas de menos? —inquirí, y mi voz se quebró en mitad de la pregunta. Miré a mi alrededor y luego volví a fijarme en él—. Porque yo apenas puedo respirar..., apenas consigo levantarme por las mañanas; me acuesto pensando en ti, me levanto pensando en ti, lloro por ti...

Me limpié las lágrimas con impaciencia y Nicholas dio un paso hacia delante, pero no con la intención de calmarme, sino todo lo contrario. Sus manos me agarraron por los brazos con fuerza. Con demasiada fuerza.

—¡¿Y qué te crees que hago yo?! —dijo con rabia—. ¡Me has roto, joder!

Sentir sus manos en mi piel, por muy feo que fuese el gesto, fue suficiente para darme fuerzas. Había echado tanto de menos su contacto, que sentí como un chute de adrenalina en el mismo centro de mi alma.

—Lo siento —me disculpé bajando la cabeza, porque una cosa era sentirlo y otra muy distinta soportar el odio en sus bonitos ojos claros—. Cometí un error, un error inmenso e imperdonable, pero no puedes dejar que eso acabe con lo nuestro. —Levanté los ojos. Esta vez necesitaba que creyese mis palabras, que viera en mi mirada que hablaba desde el corazón—. Yo nunca voy a amar a nadie como te amo a ti.

Mis palabras parecieron quemarle, porque apartó las manos de mi cuerpo, se volvió y se las llevó al pelo con desesperación, se lo mesó y se fijó en mí de nuevo. Parecía desquiciado, parecía estar librando la peor batalla de su vida.

Un silencio se instaló entre nosotros.

—¿Cómo pudiste? —preguntó segundos después, y mi corazón volvió a romperse al escuchar cómo su voz se quebraba en la última palabra.

Di un paso de forma vacilante. Él estaba herido por mi culpa y solo quería que me estrechara entre sus brazos, que me abrazase otra vez, que me dijese que todo iba a solucionarse.

—Ni siquiera lo recuerdo... —admití con la voz rota por la angustia. Era cierto, no lo recordaba, mi mente lo había bloqueado; es más, esa noche, aquella fatídica noche, estaba tan absolutamente destrozada por pensar que él había hecho exactamente lo mismo que yo, que ni siquiera había sido capaz de detenerlo, lo había dejado hacer; en ese momento de mi vida estaba tan destrozada que simplemente había desconectado de mi cuerpo y de mi alma—. Nada que no tenga que ver contigo permanece en mis recuerdos. Nick, necesito que me perdones, necesito que vuelvas a mirarme como lo hacías antes. —Mis palabras empezaron a quebrarse de forma patética, me dolía tanto el corazón, por verlo ahí delante de mí y sentirlo tan lejos...—. Dime qué puedo hacer para que me perdones...

Me miró con incredulidad, como si le estuviese pidiendo algo imposible, como si de mi boca solo salieran cosas incoherentes y ridículas.

Y sí, me sentí ridícula porque ¿podría yo haber perdonado un engaño? ¿Un engaño de Nick?

Sentí un dolor inmenso en el pecho y eso fue suficiente para conocer la respuesta... No, claro que no, solo de pensarlo me entraban ganas de tirarme de los pelos para borrar la imagen de Nick en brazos de otra mujer.

Me limpié las lágrimas con el antebrazo y comprendí que todo era inútil. Nos quedamos en silencio unos instantes y supe que debía marcharme, no soportaba esa sensación de pérdida, porque sí, lo había perdido y, por mucho que suplicara, no había nada que se pudiese hacer al respecto.

Las lágrimas siguieron cayendo en silencio por mis mejillas... sabedora de que lo que íbamos a tener era una despedida silenciosa. Despedida... ¡Madre mía, despedirme de Nick! ¿Cómo se hacía algo así? ¿Cómo te despides de la persona que más quieres y necesitas en tu vida?

Empecé a caminar en dirección a la puerta de la calle, pero antes de que pasara junto a él, Nick se movió, se colocó frente a mí y, para mi sorpresa, sus labios se posaron en mi boca, sus manos me cogieron por los hombros, me apretaron contra él y yo me quedé inmóvil recibiendo un beso que no hubiese esperado en años.

—¿Por qué, maldita sea? —se lamentó un segundo después, apretándome los brazos con fuerza.

Le cogí el rostro entre mis manos y no me dio tiempo a analizar lo que pasaba porque mi espalda chocó contra la pared del salón y él me retuvo allí con fuerza, su boca buscando en la mía el aire que parecía habernos sido arrebatado. Lo acerqué a mí con desesperación, su lengua se introdujo en mi boca mientras sus manos bajaban por mi cuerpo. Pero entonces algo cambió, su actitud, su beso, se volvió más insistente, más duro. Se separó de mis labios y me estampó contra la pared sin apenas dejarme mover.

—No deberías estar aquí —bramó con rabia, y al abrir los ojos noté cómo las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Nunca lo había visto llorar así, nunca.

Sentí que me faltaba el aire, noté que necesitaba separarme, que no estábamos haciendo las cosas bien, que eso estaba mal, muy mal. Quise acariciarle la mejilla, quise enjugar esas lágrimas, quise abrazarlo con fuerza y pedirle perdón una y mil veces. No sé qué mostraba mi mirada en aquel momento, pero al clavarse en los ojos de Nick, estos parecieron encenderse con algo que podría calificarse de rabia, rabia y dolor, un dolor profundo que yo conocía muy bien.

—Yo te quería —afirmó enterrando su rostro en el hueco de mi cuello. Lo noté temblar y mis manos lo abrazaron como si no quisieran soltarse nunca—. ¡Yo te quería, maldita sea! —repitió de nuevo a gritos, separándose de mí.

Nicholas dio un paso hacia atrás, me miró como si me viese por primera vez, clavó los ojos en el suelo y luego los subió hasta mi rostro.

—Lárgate de este apartamento y ni se te ocurra volver.

Lo miré directamente a los ojos y comprendí que todo estaba perdido. Las lágrimas pugnaban por salir, pero ya no había ni rastro de amor en ellos, solo dolor, dolor y odio, y yo no podía hacer nada para luchar contra eso. Había creído que iba a ser capaz de recuperarlo, había creído que el amor que sentía por él iba a conseguir que el suyo regresase, pero qué equivocada estaba. Del amor al odio no hay más que un paso... y eso es exactamente lo que estaba presenciando.

Esa fue la última vez que lo vi.

—Señorita —dijo una voz junto a mí, haciéndome volver a la realidad.

Levanté la mirada de la carta y vi a una azafata que me observaba con un poco de impaciencia.

—¿Sí? —respondí incorporándome mientras el libro y el Toblerone que tenía en mi regazo se caían al suelo.

—Ya han embarcado casi todos, ¿me puede dar su billete?

Miré a mi alrededor. ¡Mierda!, era la única que quedaba en la sala. Me fijé en las dos azafatas que me observaban desde la puerta que daba a la manga que me conduciría al avión y me levanté de la silla. ¡Joder!

—Lo siento —me disculpé cogiendo mi mochila y rebuscando dentro para sacar mi pasaporte y mi billete. La chica lo cogió y fue hacia la puerta. La seguí, echando un rápido vistazo a la sala para comprobar que no me dejaba nada y esperé.

—Su asiento está al final a la derecha... Le deseo un buen vuelo.

Asentí mientras entraba en la manga y sentía un malestar en la boca del estómago.

Seis horas de vuelo a Nueva York, eso era lo que me esperaba.

El viaje se me hizo eterno. No quería ni imaginar las temperaturas que debían de estar haciendo en Nueva York, pues estábamos a mediados de julio, y agradecí que mi estancia allí fuera a ser más bien corta, ya que se debía a un simple motivo.

Al salir del avión, me fui directa a la estación. Me esperaba un breve trayecto en tren desde el aeropuerto hasta la estación de Jamaica, donde tomaría otro tren que me llevaría hasta East Hamptons. Aún no podía creerme que fuese a visitar un lugar tan esnob y que nunca había llamado mi atención, pero Jenna, ¡ay, Jenna!, había querido celebrar una boda por todo lo alto; sí, señor, había estado meses organizándola y había querido casarse en los Hamptons, así, cual americana ricachona. Su madre tenía una mansión en esa exclusiva zona desde el principio de los tiempos, donde casi siempre veraneaban, y Jenna amaba ese lugar, pues era donde se concentraban todos sus recuerdos infantiles. Navegando un poco por internet me enteré de la millonada que costaba tener allí una casa: me quedé boquiabierta.

Jenna me había dicho que me quería con ella una semana antes de la boda. Era martes y no sería hasta el domingo cuando mi mejor amiga dejaría de estar soltera para siempre. Muchos habían dicho que casarse a los diecinueve años era una locura, pero ¿quiénes éramos nosotros para juzgar el amor de una pareja? Si querían y estaban preparados y seguros del amor que sentían, pues al cuerno con los convencionalismos.

Así que ahí estaba yo, bajándome del tren en la estación de Jamaica para enfrentarme a dos horas y pico de viaje en el transcurso del cual iba a tener que concienciarme de que no solo tenía que ver cómo mi mejor amiga se casaba, sino que iba a volver a ver a Nicholas Leister después de diez meses sin saber absolutamente nada de él, más que las pocas cosas que había descubierto en internet.

Nick era el padrino y yo, una de las damas de honor..., ya podéis imaginaros qué buena estampa. A lo mejor el tiempo había llegado a curar las heridas, a lo mejor el tiempo había llevado al perdón. No lo sabía, pero una cosa estaba clara: ambos íbamos a encontrarnos frente a frente y lo más seguro era que estallase la tercera guerra mundial.

2

NOAH

Llegué a la estación de tren a eso de las siete de la tarde. El sol aún no había desaparecido por el horizonte, en pleno julio no lo haría hasta pasadas las nueve, y fue agradable bajarme del tren, estirar las piernas y sentir ese cálido olor a mar y la fresca brisa proveniente de la costa. Hacía tiempo que no iba a la playa y lo echaba de menos. Mi facultad estaba a casi dos horas del océano y hacía lo posible por evitar ir a casa de mi madre. Mi relación con ella había dejado de ser lo que era y, aunque habían pasado muchos meses, no habíamos solucionado absolutamente nada. Hablábamos muy de tiempo en tiempo y, cuando la conversación se dirigía a terrenos a los que no estaba dispuesta a entrar, simplemente colgaba el teléfono.

Jenna me esperaba dentro del coche, frente a la estación. Al verme se bajó de su descapotable blanco y vino corriendo a mi encuentro. Yo hice lo mismo y nos encontramos en medio de la carretera. Nos envolvimos en un abrazo totalmente de chicas y empezamos a saltar como posesas.

—¡Estás aquí!

—¡Estoy aquí!

—¡Voy a casarme!

—¡Vas a casarte!

Ambas soltamos una carcajada hasta que los insistentes bocinazos del tráfico que habíamos interrumpido hicieron que nos separásemos.

Nos subimos al descapotable y yo me fijé en mi amiga mientras esta empezaba a parlotear sobre lo agobiada que estaba y todas las cosas que íbamos a tener que hacer antes del gran día. En realidad solo disponíamos de un par de días para estar juntas y solas, ya que los invitados no tardarían en llegar. Los amigos más cercanos se quedarían en su casa y los demás o tenían casa propia en los Hamptons —cuando digo «casa» quiero decir «mansión»— o se alojarían en la de algún amigo que viviese por la zona.

Jenna también había elegido estas fechas justo por eso. Para no obligar a ir a todo el mundo hasta allí, decidió elegir la época de vacaciones, puesto que la mitad de sus amigos y conocidos ya iban a estar; si no en los Hamptons, al menos cerca.

—He preparado un itinerario que es una locura, Noah, los próximos días solo vamos a tumbarnos en la playa, ir al spa, comer y beber margaritas. Esta es mi despedida de soltera al estilo «relax» que tanto deseo.

Asentí mientras mis ojos se iban perdiendo en los alrededores. ¡Dios mío, ese lugar era precioso! Sentía como si me hubiesen trasladado de golpe y porrazo a la época colonial del siglo XVII. Las casitas del pueblo eran de ladrillo blanco con tejas alargadas y preciosas, con porche en las zonas delanteras y mecedoras frente a sus puertas. Estaba tan acostumbrada al estilo práctico y sencillo de Los Ángeles que había olvidado lo pintorescos que podían llegar a ser algunos lugares. A medida que nos íbamos alejando del pueblo empecé a vislumbrar las impresionantes mansiones que se alzaban imponentes en extensas fincas. Jenna se metió por una carretera secundaria en dirección al mar y allí, a lo lejos, pude ver los altos tejados de una espectacular mansión de color blanco y marrón claro.

—Dime que esa no es tu casa...

Jenna se rio y sacó un aparatito de la guantera. Le dio a un botón y las inmensas verjas de la puerta exterior se abrieron casi sin hacer ruido. Y ahí estaba, una casa impresionantemente grande y preciosa.

Era de estilo colonial, como todo por la zona, nada moderna, pero exquisitamente construida sobre un terreno que desembocaba en el mar —se escuchaba el oleaje desde allí—. Una serie de luces tenues alumbraban el camino que conducía a la zona de aparcamiento, con cabida para por lo menos diez coches.

La mansión de ladrillos blancos contaba con un precioso porche que sostenían unas inmensas columnas. Los jardines que la rodeaban eran de un verde que hacía tiempo que no veía y en él destacaban dos robles centenarios que parecían recibirte con su majestuosa presencia.

—¿Vas a casarte aquí? Joder, Jenna, de verdad, es preciosa —exclamé bajándome del descapotable sin poder apartar la mirada de esa sublime construcción, y eso que estaba acostumbrada... A ver, había vivido en casa de los Leister, pero aquello era totalmente distinto..., era mágico.

—No me caso aquí; en principio sí que era el plan, pero hablándolo con mi padre supe que le hacía ilusión que lo hiciese donde siempre habíamos hablado: hay un viñedo a una hora de aquí, más o menos, donde mi padre me llevaba cuando era pequeña. Solíamos ir a caballo y recuerdo que una vez me dijo que quería que me casase en ese sitio, porque tenía una magia difícil de encontrar. Recuerdo que apenas tenía diez años y en ese momento soñaba con casarme como una princesa. Mi padre todavía lo recuerda.

—Seguro que es un lugar increíble si supera a este sitio.

—Lo es, te va a encantar, muchas bodas se celebran allí.

Dicho esto, las dos nos acercamos juntas a la escalera y subimos los diez escalones que conducían al porche. Sentí el sutil crujir de la madera bajo mis pies y fue como música celestial para mis oídos.

No os podéis imaginar lo que era por dentro: apenas había paredes, era un inmenso espacio diáfano con suelo de madera de roble. En el centro había un juego de sofás dispuestos en círculo alrededor de una chimenea moderna y redonda. Una biblioteca con pequeños sillones orejeros ocupaba otro espacio que desembocaba en una escalera que subía a la segunda planta, donde una balaustrada te permitía mirar hacia abajo.

—¿Cuánta gente se queda aquí, Jenn?

Jenna dejó descuidadamente la americana sobre el sofá y fuimos hasta la cocina. Era también enorme: contaba con una especie de salón, con sillones amarillos y una pequeña mesa para el desayuno. Por los grandes ventanales pude ver que la puerta daba al inmenso jardín que había detrás y, más allá, a unos cuantos metros, estaba la playa de una arena blanca inmaculada que hacía competencia a la gran piscina cuadrada.

—Pues, a ver... En total creo que unos diez contándonos a nosotras dos, a Lion y a Nick; los demás se quedan en otras casas de la zona o en el hotel que hay en el puerto.

Desvié la mirada hacia la ventana al escuchar el nombre de Nick y asentí de forma despreocupada para que no se diese cuenta de lo mucho que me afectaba oír su nombre.

Sin embargo, Jenna se percató y, sacando dos botellas de ginger ale de la nevera, me obligó a mirarla a los ojos.

—Ya han pasado diez meses, Noah... Sé que aún te duele y en parte he esperado este tiempo por vosotros, porque no podría haberme casado sin mis dos mejores amigos, pero... ¿crees que vas a estar bien? Es decir..., no lo ves desde...

—Lo sé y sí, Jenna, no voy a mentirte diciéndote que me da igual y que lo he superado, porque no es así, pero ambas sabíamos que esto iba a terminar pasando. Prácticamente somos familia... Era cuestión de tiempo que volviésemos a vernos las caras.

Jenna asintió y yo tuve que desviar la mirada de la suya. No me gustaba lo que veían mis ojos; cuando se hablaba de Nick, la gente parecía que anduviese por terreno pantanoso. Yo sabía lidiar con mi dolor, lo había hecho y seguía haciéndolo día sí y día también, no necesitaba la compasión de nadie. Yo había acabado con nuestra relación y quedarme sola y con mi corazón roto era el castigo.

Jenna no tardó en enseñarme mi habitación y lo agradecí, puesto que estaba agotada. Me abrazó emocionada después de explicarme cómo funcionaba la ducha y se marchó gritando que mejor que descansara porque al día siguiente no iba a haber Dios que nos parara. Sonreí y, cuando se marchó, abrí el grifo para darme un baño caliente y relajante.

Sabía que los días que estaban por venir iban a ser duros. Iba a tener que mantener la compostura por Jenna, para que no viera que estaba destrozada.

La siguiente semana tenía que realizar la mejor actuación de mi vida... y no solo delante de Jenna, sino también de Nicholas, porque si él veía mi vulnerabilidad terminaría por machacar mi alma y mi corazón... Al fin y al cabo eso era lo que se había propuesto.

Me desperté bastante temprano, más que nada porque las cortinas de mi cuarto estaban descorridas. Me asomé y las olas del océano parecieron darme los buenos días. Estábamos tan cerca del mar que casi podía sentir la arena en mis pies.

Me puse el biquini apresuradamente y, al llegar a la cocina, vi que Jenna ya estaba despierta y hablaba con una mujer que tomaba café sentada frente a ella.

Al verme llegar, ambas me sonrieron.

—Noah, ven que te presento —dijo levantándose y cogiéndome del brazo. La mujer que había frente a ella era muy guapa, de rasgos asiáticos y el pelo castaño muy bien peinado. Era... limpia; sí, esa era la mejor palabra para describirla—. Ella es Amy, la organizadora de la boda.

Me acerqué a ella y le estreché la mano con una sonrisa.

—Encantada.

Amy se me quedó mirando con aprobación y sacó un libro de su bolso, donde empezó a buscar algo pasando las páginas de forma rápida y segura.

—Jenna me dijo que eras guapa, pero ahora que te veo... El vestido de dama de honor te va a quedar espectacular.

Sonreí mientras sentía cómo mis mejillas se coloreaban.

Jenna se sentó a mi lado y se metió un trozo de tostada en la boca.

—Eh, que la guapa de la fiesta tengo que ser yo. —Apenas se la entendió con la comida en la boca, pero sabía que lo decía de broma. Jenna era tan hermosa que por muchas chicas guapas que hubiese a su lado ella siempre destacaría entre todas las demás.

—Mira, Noah, este es tu vestido —dijo Amy enseñándome una foto de la firma Vera Wang. Era un vestido precioso de color rojo, con escote en V y dos finas tiras que se cruzaban en la espalda. El escote que tenía por detrás era impresionante—. ¿Te gusta?

¡Como para no gustarme! Cuando Jenna me pidió que fuese una de sus damas de honor casi se me saltaron las lágrimas, pero hicimos un pacto: si yo era su dama de honor ella tenía que elegir cualquier vestido que no me hiciese parecer una tarta de cumpleaños. Y vaya si se había tomado en serio mi petición: el vestido era increíble.

—¿Quién más será dama de honor conmigo? —pregunté sin dejar de mirar esa fascinante prenda.

Jenna me miró con una sonrisa.

—Al final he decidido tener solo una dama de honor —admitió dejándome de piedra.

—Espera..., ¿cómo? —exclamé con incredulidad—. ¿Y tu prima, Janina, o Janora o como se llame...?

Jenna se levantó de la silla y fue directa a la nevera, dándome la espalda. Amy pasaba olímpicamente de nosotras; es más, se incorporó para atender una llamada y se alejó hacia una esquina de la cocina para oír mejor.

Jenna sacó fresas y leche y las colocó sobre una de las encimeras. Mientras cogía la batidora, con la clara intención de hacerse un batido, se encogió de hombros.

—Janina es insoportable. Mi madre es la que casi me ha obligado a hacerla dama de honor, pero cuando se enteró de que no podía, ha admitido que entre tener solo dos damas de honor o una sola prefería que solo hubiese una... Ya sabes, es más armonioso, esas fueron justamente sus palabras.

Puse los ojos en blanco; genial, ahora iba a tener que estar ahí sola, de pie frente a los cientos de invitados que acudirían a la ceremonia y sin tener a nadie a mi lado con quien poder compartir mi desdicha.

—Además, ya sabes... Lion solo va a tener a un amigo en el altar, por lo que no tengo que preocuparme por que quede raro: va a quedar todo perfectamente proporcionado.

Antes de comprender lo que mi amiga acababa de decir, la batidora ocupó el repentino silencio, ahogando mis pensamientos encontrados.

Un momento..., solo un amigo y una amiga en el altar...

—¡Jenna! —grité poniéndome de pie y cruzando la cocina hasta llegar a su lado. Mi amiga tenía la mirada fija en el recipiente de la batidora. Apagué el cacharro sin miramientos y la obligué a mirarme—. Soy la madrina, ¿verdad?

Jenna tenía la culpabilidad reflejada en su rostro.

—Lo siento, Noah, pero Lion no tiene a su padre y obviamente sabías que Nick sería su padrino. Como comprenderás, no iba a poner a mi madre de madrina si no estaba el padre de Lion para acompañarla, no me pareció correcto y por eso decidimos que fueran nuestros mejores amigos.

Cerré los ojos con fuerza.

—¿Sabes lo que me estás pidiendo?

No solo iba a tener que entrar en la iglesia con Nicholas, sino que ambos debíamos encargarnos de que todo saliera según lo planeado; no solo íbamos a tener que vernos en la ceremonia, sino también en los ensayos previos.

Me había desentendido de todo eso porque pensé que Jenna ya había escogido a su madrina, simplemente me había hecho a la idea de que iba a tener que ver a Nick en la distancia... Sí, estaríamos en la misma habitación, pero no tendríamos que interactuar el uno con el otro; ahora iba a tenerlo pegado a mí durante toda la ceremonia, incluida la cena posterior.

Jenna me tomó de las manos y me miró a los ojos.

—Solo serán unos días, Noah —dijo intentando transmitirme una calma que ni en broma iba a poder sentir—. Habéis pasado página, han pasado meses... Todo va a ir sobre ruedas, ya verás.

«Habéis pasado página...»

Solo sabía de uno de nosotros que lo había hecho; yo, en cambio, aguantaba con las pequeñas bocanadas de aire que tomaba de vez en cuando al salir a la superficie.

3

NICK

Miré el reloj que había sobre la mesa de mi despacho. Eran las cuatro de la madrugada y era incapaz de pegar ojo. Mi mente no paraba de darle vueltas a lo que iba a pasar al cabo de pocos días. Joder..., iba a tener que volver a verla.

Entorné los ojos al fijarme en la dichosa invitación de boda. No había cosa en este mundo que odiase más ahora mismo que una estúpida ceremonia en donde dos personas se juraban amor eterno: vaya gilipollez.

Había aceptado ser el padrino porque no era tan cabrón como para negarme, sabiendo que Lion no tenía padre y su hermano Luca era un exconvicto que ni siquiera sabía si lo dejarían entrar en la iglesia. Pero, a medida que se acercaba el día, me ponía de peor humor y más nervioso.

No quería verla..., incluso había hablado personalmente con Jenna, había intentado ponerla entre la espada y la pared para que eligiera, ella o yo, pero Lion casi me da una paliza por ponerla en esa situación.

Había pensado mil y una excusas para no tener que asistir, pero ninguna justificaba ser tan cabrón como para dejar tirados a dos de mis mejores amigos.

Me levanté del sillón y me acerqué al inmenso ventanal que permitía contemplar aquellas increíbles vistas de la ciudad de Nueva York. Allí de pie, en la planta 62, me sentía tan lejos de todos..., tan lejos de cualquiera, que un frío glacial me recorrió entero. Eso era yo, un témpano, un témpano de hielo.

Aquellos diez meses habían sido una pesadilla, había bajado al infierno, lo había hecho solo, me había quemado y había resurgido de las cenizas convirtiéndome en alguien completamente diferente.

Se acabaron las sonrisas, se acabaron los sueños, se acabó sentir algo más que simple deseo carnal por alguien. De pie allí, lejos del mundo, me había convertido en mi propia cárcel, solo mía, de nadie más.

Oí los pasos de alguien a mi espalda y después unas manos me rodearon desde atrás. Ni siquiera me sobresalté, ya no sentía, simplemente existía.

—¿Por qué no vuelves a la cama? —me preguntó la voz de aquella chica que había conocido hacía apenas unas horas en uno de los mejores restaurantes de la ciudad.

Mi vida ahora se reducía a una sola cosa: el trabajo. Trabajaba y trabajaba, ganaba más y más dinero, y de vuelta a empezar.

Solo habían pasado dos meses después del aniversario de Leister Enterprises, cuando mi abuelo Andrew decidió que ya estaba cansado de este mundo y que quería abandonarlo. Si tengo que admitir algo es que fue ese momento, el instante en el que recibí la llamada que me informaba de su fallecimiento, cuando me permití derrumbarme por fin. Fue en ese instante en el que me arrebataron a otra persona a la que amaba cuando comprendí que la vida es una mierda: entregas tu corazón a alguien, dejas que custodien esa parte de ti para luego descubrir que no solo no lo han cuidado como tú esperabas, sino que lo han machacado hasta hacerlo sangrar; y luego, las personas que de verdad te han querido, la gente que desde que naciste decidió protegerte, un día deciden dejar este mundo sin ni siquiera avisar, se van sin dejar rastro y tú te quedas solo sin ni siquiera entender qué ha pasado, preguntándote por qué han tenido que marcharse...

Eso sí, no se había ido sin dejar rastro, no: había dejado un documento muy importante tras él, un documento que cambió mi vida y le dio un giro radical.

Mi abuelo me había dejado absolutamente todo. No solo su casa en Montana y todas sus muchas propiedades, sino que me había dejado Leister Enterprises a mí, en su totalidad. Ni siquiera mi padre había recibido parte de su herencia, aunque tampoco es que le hiciera falta, él ya ejercía el liderazgo de una de las mejores asociaciones de abogados del país, pero mi abuelo me había legado todo su imperio, incluida Corporaciones Leister, la empresa que junto con la de mi padre dominaba gran parte del sector financiero del país. Siempre había ansiado formar parte del mundo de las finanzas con mi abuelo, pero nunca había querido que todo me cayera del cielo.

Así, de repente, me había visto obligado a ocupar ese puesto que tanto había ansiado y me había convertido oficialmente en el dueño de un imperio, y todo a la pronta edad de veinticuatro años.

Me había volcado tanto en el trabajo, en demostrar que era capaz de superar cualquier obstáculo, en demostrar que podía ser el mejor, que ya nadie dudaba de mis capacidades. Había alcanzado la cima... y, sin embargo, no podía ignorar lo hundido que me encontraba.

Me volví para observar a la chica morena que había querido entretenerme unas cuantas horas. Era delgada, alta, tenía los ojos azules y unos pechos perfectos, pero no era más que un cuerpo bonito. Ni siquiera recordaba su nombre. En realidad, ya debería haberse marchado, pues le había dejado claro que solo quería follar y que, cuando terminásemos, gustosamente llamaría a un taxi para que la acompañara a su casa. No obstante, al verla allí, después de sentirme tan hundido y cabreado por tener que enfrentarme a una situación que me enfurecía más de lo que podía llegar a admitir, sentí la urgencia de al menos liberar parte de la tensión que mi cuerpo parecía acumular.

Sus manos subieron por mi pecho al tiempo que sus ojos buscaron los míos.

—Tengo que admitir que los rumores sobre ti no eran infundados —dijo pegándose a mí de forma tentadora.

Le cogí las manos por las muñecas y detuve su caricia.

—No me interesa lo que puedan decir sobre mí —repliqué de forma tajante—. Son las cuatro de la mañana y dentro de media hora te voy a pedir un taxi, así que es mejor que aproveches el tiempo.

A pesar de la crudeza de mis palabras, la chica esbozó una sonrisa.

—Por supuesto, señor Leister.

Apreté la mandíbula con fuerza y simplemente permití que continuara. Cerré los ojos y me dejé llevar por el placer momentáneo y la simple satisfacción física intentando no sentir el vacío que tenía dentro. El sexo ya no era lo que había sido, y para mí... incluso mejor así.

4

NOAH

La calma con la que habíamos vivido los últimos días había dejado de existir nada más sonar el timbre aquella mañana muy temprano. Habíamos pasado el rato yendo al spa de Sag Harvor, comiendo marisco fresco en restaurantes pintorescos y nos habíamos tostado al sol durante horas dejando que nuestra piel adquiriera ese color bronceado tan deseado y por el cual seguramente tendríamos arrugas de por vida.

Amy, la organizadora del evento, nos había dejado solas para vivir ese momento de amigas que tanto necesitábamos, pero a pocos días de la boda y con la inminente llegada de numerosos invitados, fue imposible seguir con nuestro dolce far niente.

Jenna parecía ponerse cada vez más nerviosa y lo demostraba hablando sin parar y, sobre todo, llamando a Lion cada vez que le daba un ataque de ansiedad. Después de meses preparándose para la prueba que hacían en una de las empresas del padre de Jenna, había conseguido el merecido puesto como administrador de una de sus sucursales y las cosas por fin parecían estar encaminadas para el descarriado del grupo. Ambos habían conseguido perdonarse por el pasado y estaban más enamorados que nunca.

Aquella mañana por fin pude ver el vestido de novia. La modista había llegado con Amy para que Jenna pudiese probárselo casi por última vez y hacerle los últimos retoques. Tengo que decir que el vestido era increíble, de encaje blanco y entallado hasta la cintura, de la que surgía una falda acampanada. Me recordaba a los vestidos que lucen las protagonistas de las películas o las modelos de las revistas y que hacen que inevitablemente se nos caiga la baba. La madre de Jenna, junto con una de las modistas más caras de Los Ángeles, había diseñado el vestido y a mi amiga le quedaba espectacular.

Pronto llegaron un grupo de trabajadores que se encargaron de poner flores en la entrada de la casa, acorde, según Jenna, con los motivos florales de la boda; asimismo, otro grupo dispuso el catering con el que se recibiría a todos los amigos y familiares que llegarían durante el día: había comida para dar y tomar. En suma, en el inmenso jardín, se estaba preparando lo que sería un recibimiento preboda digno de admiración.

La cena de ensayo sería al cabo de dos días y se celebraría en un salón junto a la bahía. Huelga decir el estado de nervios en el que me encontraba. No estaba preparada para volver a ver a Nick y mucho menos para pasar más de dos días en la misma casa.

La estancia pronto se convirtió en un hervidero de gente, de familiares y amigos que llegaban sin parar y, emocionados, se acercaban a Jenna con la intención de preguntarle cosas sobre la ceremonia o simplemente cotillear sobre el vestido y todo lo demás.

Mi amiga había invitado a los amigos más íntimos para que se quedaran en la mansión y también a los familiares más cercanos, sobre todo los más jóvenes, ya que los adultos preferían hospedarse en hoteles donde la emoción juvenil y la borrachera con la que seguramente acabaríamos todos aquella noche no interrumpieran su tranquilidad adulta.

Jenna estaba rodeada de algunas de sus primas mientras por la puerta principal entraban los del catering, que parecían no acabar nunca. Justo pasaba por la entrada, con la clara intención de subir a mi habitación a buscar un poco de tranquilidad, cuando un coche conocido aparcó junto a la entrada. Levanté la mano y me la coloqué como visera para ver al hermano de Lion bajar con aquella sonrisa peligrosa que parecía tener tatuada.

Hizo girar las llaves del coche entre los dedos y clavó su mirada en la mía al percatarse de que lo observaba desde el porche.

—Mira a quién tenemos aquí —dijo con una sonrisa torcida acercándose a los escalones—: la princesita perdida en acción.

Puse los ojos en blanco. Luca nunca me había caído del todo bien. Había pasado años en la cárcel y, según me había contado Jenna, seguía metiéndose en problemas, problemas que ahora Lion se encargaba de solucionar. Tenía que admitir que Luca estaba bastante cambiado desde la última vez que lo había visto hacía meses, en las horribles carreras donde Jenna terminó cortando con Lion. Nick y yo también habíamos tenido una pelea monumental, una pelea que, como siempre, había terminado en sexo, sexo que no solucionaba nada, sexo que simplemente nos ayudaba a obviar lo inevitable: que nos estábamos destruyendo poco a poco el uno al otro.

—¿Cómo estás, guapa? —me dijo colocándose frente a mí y obligándome a levantar un poco la mirada. Si Lion era un tipo grande, Luca no le andaba a la zaga. Sus brazos tatuados podrían haber espantado a cualquier persona de bien, pero él los lucía con orgullo y a mí no podía importarme menos.

—Muy bien, Luca, me alegro de verte —contesté dando un pasito hacia atrás; se me había pegado más de la cuenta y no me hacía mucha gracia—. Jenna está dentro, si quieres saludarla.

Luca miró por encima de mi hombro sin mucho interés. Sus ojos verdes, igualitos a los de su hermano, bajaron a los míos, me recorrieron descaradamente el vestido blanco que llevaba y se arrugaron al sonreír de nuevo y mirarme a la cara.

—Tengo tiempo para saludar a la futura novia, y hablando de novias... y novios. ¿Es verdad que estás soltera?

Su interés me descolocó un poco, y como no tenía ganas de hablar de mi vida sentimental y menos con el hermano macarra del mejor amigo de mi ex, que seguramente estaba al tanto de lo que había pasado, sobre todo de lo que había hecho, las ganas de salir corriendo y encerrarme en mi cuarto aumentaron de forma considerable.

—Estoy segura de que sabes la respuesta a esa pregunta —afirmé de un modo bastante frío. El recordatorio de mi situación actual solo consiguió que sintiera un pinchazo en el pecho.

Justo entonces apareció Jenna. Una sonrisa bastante más agradable que la mía recibió a Luca, que le abrió los brazos para estrecharla contra su pecho.

—Hola, futura cuñada —la saludó sobándola con las manos—. ¿Estás más gorda? Ten cuidado, no vaya a ser que no te quepa el vestido.

Luca sonreía y Jenna se revolvió entre sus brazos, soltándose de un tirón y fulminándolo con sus ojos rasgados.

—Eres un idiota —le soltó dándole un manotazo en el brazo.

Luca volvió a centrarse en mí.

—Le estaba preguntando a Noah que dónde estaba mi habitación... Ya sabes que no estoy acostumbrado a vivir en castillos junto a la playa y me siento cansado del viaje...

Jenna puso los ojos en blanco.

—Solo a ti se te ocurre cruzar el país en coche. ¿No sabes de la existencia de esos aparatos llamados aviones?

Abrí los ojos con sorpresa.

—¿Has venido en coche desde California?

Luca asintió, recolocándose la mochila que llevaba al hombro.

—Me encantan los restaurantes de carretera —declaró pasando entre las dos y entrando en la casa—. ¿Adónde voy?

Jenna sacudió la cabeza, sonriendo. En ese preciso momento la llamaron desde la cocina.

—Noah, llévalo arriba y dile que se quede en la habitación de la derecha, la que está junto al balcón.

—Pero...

Jenna no se quedó a escuchar mis protestas, desapareció por el pasillo en dirección a la cocina y me dejó a solas con Luca.

—Vamos, princesa, no tengo todo el día.

Después de enseñarle la habitación y con la clara intención de perderlo de vista, me volví para salir por la puerta y meterme en mi cuarto, que estaba solo a dos puertas de distancia, pero Luca me interceptó a mitad de camino, colándose entre la puerta y yo.

—Vamos a la playa —propuso con la resolución reflejada en la mirada.

—No, gracias —respondí intentando esquivar su cuerpo y alcanzar la manija de la puerta.

—No quiero quedarme aquí... Vamos, no seas aburrida, te invito a un perrito caliente.

Lo observé detenidamente intentando adivinar cuáles eran sus intenciones. Luca era una persona inquieta, alguien difícil de controlar. Estaba segura de que quedarse allí, con todos los invitados que estaban llegando sin parar, lo estresaba más de lo que quería admitir.

—No quiero un perrito caliente, quiero irme a mi cuarto a leer un buen libro, así que apártate, por favor.

No me hizo ni caso.

—¿Leer? —pronunció la palabra como si se tratase de un insulto—. Ya leerás cuando estés muerta. Eh, vamos a dar una vuelta por este sitio pijo.

—Luca, no puedo irme sin más, Jenna necesita ayuda; además, no conocemos este lugar y no me apetece perderme contigo por los Hamptons, la verdad.

Luca se colocó la gorra que llevaba hacia atrás y me observó fijamente.

—Perderte conmigo es lo mejor que te podría pasar, guapa, pero no es algo que me interese ahora mismo; solo quiero salir a comer algo con una buena compañía, y tú no estás nada mal, a pesar de tus aires de princesita repelente.

Me crucé de brazos y a punto estuve de darle un manotazo, igual que había hecho Jenna, pero soltó una carcajada que interrumpió el insulto que estaba a punto de soltar por la boca.

—¡Era una broma! Venga ya, no seas muermo, prometo traerte de vuelta sana y salva, Dios no quiera que Jenna se quede sin dama de honor.

Justo entonces un grupo de familiares de Jenna empezó a subir por las enormes escaleras y acto seguido el pasillo se llenó de personas hablando animadamente, por lo que la idea de Luca de salir por ahí ya no me pareció tan horrible.

—Saldré contigo con una condición —dije mirándolo fijamente, sin un atisbo de sonrisa.

En cambio, Luca me miró con una sonrisita de chico malo en el rostro.

—Lo que tú quieras.

—Yo conduzco.

Al contrario de lo que esperaba, a Luca no pudo importarle menos que fuera yo la que me colocara al volante de su Mustang de color negro brillante; al revés, parecía contento de no tener que estar atento a la carretera y disfrutar así de las vistas de la costa. El sol no tardaría en ponerse y hacía una brisa bastante agradable.

Nos envolvía un silencio para nada incómodo, y me gustó conducir por aquellas carreteras secundarias con la simple determinación de dar un paseo. Sabía que una parte de Luca se estaba conteniendo conmigo: él no era el típico chico que va con una tía simplemente para pasar el rato, pero sus intenciones me importaban bastante poco. Finalmente, después de un rato conduciendo sin rumbo y cuando ya se había hecho de noche, me detuve en un puesto ambulante de perritos junto al mar. Alrededor de él había mesas, a las que estaban sentadas dos parejas y un matrimonio con dos niños pequeños.

—Tengo hambre —anuncié sacando las llaves del contacto.

Luca sonrió y bajó del coche. Lo observé desde mi posición junto a la ventanilla y me apresuré a alcanzarlo.

—No sabía que condujeras con marchas —me comentó quitándose la gorra, pasándose la mano por el pelo cortado casi al cero y volviendo a colocársela después.

—Bueno, no es que tú y yo nos conozcamos demasiado, es normal que no lo supieras.

Me adelanté al puesto que vendía aquella comida, considerada basura, pero que olía a gloria. Pedí un perrito con todo incluido, unas patatas y una Coca-Cola; Luca, a su vez, pidió lo mismo, pero con una cerveza. Cuando tuvimos nuestra comida nos sentamos a una de las mesas. Me resultó un poco extraño estar allí con el hermano del futuro marido de mi mejor amiga, exconvicto y con muy mala fama, pero debía reconocer que hasta el momento se había portado bastante bien.

—A ti eso de las dietas, no te va mucho, ¿no? —dijo señalando mi plato grasiento.

—Hago ejercicio —repuse dando un bocado al perrito. Estaba delicioso.

Luca asintió mientras le daba un sorbo a su cerveza, se echaba hacia atrás y se me quedaba mirando.

—Antes has dicho que no nos conocíamos, ¿por qué no jugamos al juego de las veinte preguntas?

Dejé el perrito en el plato con cuidado y desvié un instante la mirada.

Una parte pequeña de mi cerebro captó el flirteo escondido en su propuesta, pero la otra se evadió para traer un recuerdo de hacía tiempo, un recuerdo que me había acercado a Nick de una forma bastante íntima, en donde ambos habíamos jugado a ese estúpido juego para conocernos mejor.

El recuerdo de aquella época, cuando apenas nos conocíamos, el recuerdo de estar con él, sin yo saber ninguno de sus problemas ni él ninguno de los míos, casi me impulsó a levantarme y salir corriendo para encerrarme en mi habitación, de donde no debería haber salido, pero hice lo apropiado en esas circunstancias: cerré los ojos un segundo, respiré hondo y me concentré en cualquier otra cosa.

Tenía a un chico atractivo delante de mí, un chico que no me convenía en absoluto y que solo traería problemas a mi ya complicada situación, pero lo que él no sabía era que daba igual lo que hiciera o dijera, nada conseguiría hacerme volar como conseguía hacerlo una simple mirada de Nicholas Leister. A veces era simplemente eso lo que echaba de menos, su mirada, sus ojos fijos en los míos de esa manera única e incomparable.

Luca movió su mano delante de mi cara para hacerme reaccionar y yo volví a fijarme en él, en sus tatuajes y en sus ojos verdes cargados de demasiada curiosidad.

—Te dejo que me hagas solo una pregunta —contesté para no sonar antipática.

Luca sonrió, se pasó la mano por la barbilla y se inclinó sobre la mesa.

—Si solo lo reduces a una, voy a tener que ir directo al grano —comentó.

Me revolví un poco incómoda en mi silla. Creo que esa era la primera vez en meses que estaba a solas con un chico y no me gustaba la sensación que estaba sintiendo en el estómago, como si estuviese haciendo algo malo.

—¿Saldrías conmigo mañana por la noche?

Su pregunta estaba clara, pero más lo fue mi respuesta.

—No.

Esa era yo siendo clara y concisa. Es más, me levanté de la mesa —ya no tenía ganas de seguir comiendo—, pero él me retuvo por la muñeca, obligándome a quedarme de pie junto a él, que se volvió para mirarme de frente.

—¿Por qué no?

—Porque no puedo.

Me devolvió la mirada extrañado.

—¿Que no puedes? ¿Qué clase de respuesta es esa?

Me moví un tanto inquieta, pero él me seguía sujetando por la muñeca.

—No quiero —afirmé fijando mi mirada en su hombro derecho.

Pasaron unos segundos antes de que volviese a hablar.

—Ya veo... Aún sigues enamorada de él —dijo afirmándolo más que preguntándolo. Me solté de un fuerte tirón y di un paso hacia atrás.

—Eso no es de tu incumbencia, ¿me oyes?

Luca levantó las manos y soltó una risotada.

—Noah, solo iba a proponerte salir a correr, ¿vale? No es para tanto... Dios, me dijeron que tenías carácter, pero... —Mi mirada pareció advertirle de que no le convenía seguir por ahí—. Cuando el sol baje y no haga tanto calor. Así nos escapamos de la locura que va a ser mañana, con todos los invitados que faltan por llegar. Venga ya, solo busco excusas para escabullirme de esa casa, nada más, así que cambia la cara, puedes seguir enamorada de quien quieras, no puede importarme menos.

Su respuesta hizo que sopesara su petición. Era Luca de quien estábamos hablando, era un gamberro, a él le traía sin cuidado mi vida personal, solo abría la boca y soltaba lo primero que se le pasaba por la mente.

Correr... Eso podía hacerlo... Era algo aburrido, aburrido e impersonal; además, ¿quién invitaba a alguien a correr con otra intención que no fuera tener compañía? Estaría sudada y horrible, así que no habría peligro..., ¿no?

—¿Solo correr? —pregunté y me maldije interiormente por aquella voz insegura que no reconocí como mía.

Luca frunció levemente el ceño, me soltó la muñeca y asintió forzando una sonrisita en sus gruesos labios.

—Solo correr.

Suspiré internamente y volví a sentarme para esperar que él terminase de comer.

La siguiente media hora la pasamos hablando de la boda y de cosas sin importancia, pero a pesar de eso no pude evitar sentir que me había descubierto ante él, había dejado entrever la inseguridad en la que había estado trabajando meses y no me hizo ni pizca de gracia.

Solo faltaba un día y medio para la boda y Luca iba pegado a mí como una lapa. Habíamos salido a correr tal como él me había pedido y, para mi sorpresa, me había dado cuenta de que no me molestaba: él se ponía los cascos, yo me ponía los míos y corríamos el uno junto al otro hasta llegar al puerto para después regresar corriendo por la playa. Tengo que admitir que era nuestra forma más sutil de escaparnos de la casa, habían estado llegando tantos invitados que ya apenas quedaban habitaciones libres. Los padres de Jenna habían llegado la noche anterior y por fin me sentía con un poquito más de libertad a la hora de dejarla sola. Su madre era una anfitriona nata y parecían felices de recibir a tantos amigos y familiares para celebrar el casamiento de su hija mayor.

En ese instante, me encontraba casi al límite de mis fuerzas, Luca me había insistido en llegar más lejos esta vez, y mis piernas se resistían ya, amenazando con hacerme volver andando.

—¡Venga ya! —me gritó el muy listillo mientras corría hacia atrás para poder mirarme y burlarse de mí al mismo tiempo. Le hice una peineta e intenté ignorarlo, pero tuve que detenerme para beber agua y recuperar el aliento. Al cabo de unas horas se haría de noche y teníamos que estar duchados y vestidos para cenar con el resto de los invitados. El padre de Jenna había contratado un catering para esos días; era una celebración continua, con una carpa instalada fuera y comida disponible

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos