1
El barullo de la fiesta de Navidad de la oficina se colaba por la puerta entreabierta del despacho de Kait Whittier. Ella apenas le prestaba atención; inclinada sobre su ordenador, trataba de acabar el trabajo antes de que dieran comienzo las vacaciones navideñas. Era viernes por la tarde, el día de Navidad caía en lunes, y las oficinas de Woman’s Life permanecerían cerradas hasta después de Año Nuevo. Kait quería terminar su columna antes de marcharse. Tenía montones de cosas que hacer, ya que dos de sus hijos llegarían el domingo por la mañana para pasar con ella la Nochebuena y el día de Navidad.
Sin embargo, en ese momento se hallaba totalmente concentrada en lo que estaba escribiendo. Era para el número de marzo, pero la época del año no importaba. En su columna trataba temas de interés general para las mujeres; abordaba las cuestiones más delicadas con las que tenían que lidiar a diario, ya fuera en casa, en sus relaciones de pareja o conyugales, con sus hijos o en el lugar de trabajo. La columna se llamaba «Cuéntaselo a Kait», y a veces le costaba creer que llevara ya diecinueve años escribiéndola. Respondía en privado las consultas sobre temas especialmente delicados, y las de carácter más general salían publicadas en la revista.
Con frecuencia se hablaba de ella como una experta en asuntos relacionados con la mujer, y la invitaban a participar en debates o en programas de televisión de las grandes cadenas. Se licenció en periodismo por la Universidad de Columbia, donde también cursó un máster en la misma especialidad. Y unos años después de empezar a escribir su columna, a fin de obtener una percepción más amplia y mayor credibilidad, se sacó un posgrado en psicología por la Universidad de Nueva York que le había sido de mucha ayuda. En la actualidad la columna aparecía como reclamo en la portada de la revista, y mucha gente compraba Woman’s Life solo para leerla. Lo que en sus inicios era considerado el «consultorio sentimental» de la revista en las reuniones del consejo de redacción, se había convertido en un enorme éxito y acabó siendo tratado con la dignidad y seriedad que merecían tanto Kait como su trabajo. Y lo mejor de todo era que ella amaba lo que hacía y lo encontraba enormemente gratificante.
En los últimos años, había ampliado su abanico con la publicación de un blog en el que incluía también fragmentos de la columna. Tenía miles de seguidores en Twitter y Facebook, y había contemplado la idea de escribir un libro de consejos para la mujer, aunque todavía no se había atrevido a dar el paso. Era muy consciente de estar caminando sobre una fina línea que le impedía ofrecer asesoramiento sobre temas delicados que podrían desembocar en demandas contra la revista o contra ella misma, acusada de ejercer la medicina sin estar autorizada. Sus respuestas eran sensatas, cuidadosamente meditadas, sabias y llenas de sentido común. Daba el tipo de consejos que cualquiera esperaría recibir de una madre inteligente y responsable, una actitud maternal que Kait ejercía en su vida privada con sus tres hijos, ahora ya adultos. Los chicos eran muy pequeños cuando ella empezó a escribir en Women’s Life, como un primer paso para introducirse en el universo de las revistas femeninas.
En un principio aspiraba a trabajar en Harper’s Bazaar o Vogue, y aceptó escribir la columna de consejos para la mujer como algo temporal mientras esperaba a dar el salto a un puesto más glamuroso en otra publicación. Sin embargo, con el tiempo había descubierto cuál era su lugar y cuáles sus puntos fuertes, y había acabado enamorándose de lo que hacía. Era el trabajo perfecto porque si quería podía realizarlo desde casa, y solo tenía que acudir a la redacción para asistir a las reuniones del consejo de redacción y para entregar las columnas ya listas para su publicación. Cuando sus hijos eran pequeños, ese horario laboral tan flexible le permitió pasar mucho tiempo con ellos. Ahora tenía más libertad para permanecer más tiempo en la oficina; aun así, enviaba la mayor parte de su trabajo por correo electrónico. Había cosechado una auténtica legión de fans, y la revista pronto se dio cuenta de que tenía una mina de oro en sus manos. Kait tenía carta blanca para hacer todo cuanto considerara oportuno en Woman’s Life. Sus superiores confiaban ciegamente en su instinto y su criterio, que hasta el momento habían demostrado ser infalibles.
Kaitlin Whittier procedía de una familia aristocrática de la vieja guardia neoyorquina, aunque siempre se había mostrado muy discreta y no se había aprovechado de sus nobles orígenes. Su infancia poco común le había aportado una singular e interesante perspectiva de la vida desde muy temprana edad. No era ajena a los problemas familiares ni a las veleidades de la naturaleza humana, ni tampoco a las decepciones y los peligros de los que ni siquiera la sangre azul puede protegerse. A sus cincuenta y cuatro años seguía teniendo un físico llamativo. Era pelirroja con los ojos verdes y vestía de forma sencilla, pero con un estilo muy personal. No tenía miedo a expresar sus opiniones, por impopulares que fueran, y estaba siempre dispuesta a luchar por lo que creía. Aunaba coraje y serenidad, era una mujer entregada a su carrera y a la vez consagrada a sus hijos, humilde pero fuerte.
A lo largo de diecinueve años había logrado sobrevivir a diversos cambios en la cúpula de la revista. Había permanecido centrada en su trabajo y nunca había mostrado interés por los entresijos internos, una actitud que siempre le había valido el respeto de la dirección. Kait era única y también lo era su columna. Incluso a sus colegas y competidores les encantaba leerla, les sorprendía descubrir que muchos de los problemas emocionales que ella abordaba les concernían. Había una cualidad universal en lo que escribía. A Kait le fascinaban las personas y las relaciones humanas, y hablaba de ellas de forma elocuente y expresiva, con algún que otro toque de humor pero sin ofender nunca a los lectores.
—¿Todavía trabajando? —preguntó Carmen Smith, asomando la cabeza por la puerta.
Carmen era una hispana nativa de Nueva York, que hacía más de una década había sido una modelo de éxito. Estaba casada con un fotógrafo británico del que se había enamorado mientras posaba para él, pero el suyo era un matrimonio turbulento y se habían separado varias veces. Ahora ocupaba el puesto de redactora de la sección de belleza de la revista. Era unos años más joven que Kait y, aunque tenían una relación muy estrecha en el trabajo, apenas se veían fuera de él, ya que sus vidas eran muy distintas. Carmen acostumbraba a salir con un grupo de gente un tanto alocada y bohemia.
—¿Por qué no me sorprende? —prosiguió—. Como no te he visto con los demás, abalanzándote sobre el ponche de huevo o el de ron, me he imaginado que te encontraría aquí.
—No puedo permitirme beber —respondió Kait sin levantar la vista del ordenador.
Estaba revisando la puntuación de la respuesta que acababa de escribir para una mujer de Iowa maltratada psicológicamente por su marido. Kait también le había enviado un mensaje de forma privada, ya que no quería que la pobre mujer tuviera que esperar tres meses a ver su respuesta publicada en la columna de la revista. Le había aconsejado que consultara con un abogado y con su médico, y que fuera sincera con sus hijos adultos acerca de lo que le estaba haciendo su marido. El maltrato siempre había sido un tema muy importante para Kait y siempre lo abordaba con la máxima seriedad, y en este caso no había sido distinto.
—Desde que me hiciste probar aquel tratamiento facial eléctrico —prosiguió Kait—, creo que he perdido neuronas, y he tenido que renunciar a la bebida para compensarlo.
Carmen se rio y la miró como disculpándose.
—Sí, lo sé, a mí también me provocó dolor de cabeza. El mes pasado lo retiraron del mercado, pero valió la pena intentarlo.
Hacía unos diez años, cuando Carmen cumplió los cuarenta, las dos mujeres habían hecho el pacto de no recurrir nunca a la cirugía estética, y hasta el momento lo habían cumplido, aunque Kait acusaba a la exmodelo de hacer trampas porque se había puesto inyecciones de bótox.
—Además —continuó Carmen—, a ti no te hace falta. Si no fuéramos amigas, te odiaría por ello. Se supone que soy yo la que no necesita ninguna ayuda, con esta piel aceitunada que tengo, y en cambio empiezo a parecerme a mi abuelo, que tiene ya noventa y siete años. Tú eres la única pelirroja que conozco con la piel clara y sin arrugas, y ni siquiera usas crema hidratante. Eres detestable. ¿Por qué no vienes y te unes a los demás, que están ahí emborrachándose alrededor de las poncheras? Ya acabarás la columna más tarde.
—Ya he terminado —dijo Kait, dándole a una tecla para enviar el texto a la redactora jefa. Luego se dio la vuelta en la silla para mirar directamente a su amiga—. Tengo que comprar un árbol de Navidad esta noche, no me dio tiempo a hacerlo el pasado fin de semana. Tengo que ponerlo y decorarlo porque los chicos llegan el domingo. Y solo me queda esta noche y mañana para sacar los adornos y envolver los regalos, así que no puedo perder tiempo bebiendo ponche.
—¿Quién viene?
—Tom y Steph —respondió Kait.
Carmen no tenía hijos y nunca había querido tener. Decía que su marido se comportaba como un niño y que con uno ya era suficiente. Por el contrario, para Kait sus hijos siempre habían sido lo más importante, cuando eran pequeños eran el centro de su vida.
Tom, el mayor, era más tradicional que sus dos hermanas, y desde muy pronto su objetivo fue hacer carrera en los negocios. Conoció a Maribeth, su esposa, cuando ambos cursaban Administración de empresas en Wharton, y se casaron muy jóvenes. Ella era hija de un magnate de la comida rápida en Texas, un genio de las finanzas con una fortuna valorada en miles de millones de dólares, que poseía la mayor cadena de restaurantes del sur y el sudoeste del país. Maribeth era hija única, y como su padre siempre había deseado tener un hijo, recibió a Tommy con los brazos abiertos y lo acogió bajo su tutela. Lo introdujo en el negocio cuando la pareja acabó el posgrado y contrajo matrimonio. Ella era brillante y avispada, y trabajaba en el área de marketing en el imperio de su padre. Tom y Maribeth tenían dos hijas, de seis y cuatro años, y de aspecto realmente angelical. La menor, pelirroja como su padre y su abuela, era la más vivaracha de las dos. La mayor se parecía a su madre, una rubita preciosa. Por desgracia, Kait las veía muy poco.
Tom y Maribeth estaban tan implicados en la vida familiar y empresarial del padre de ella que Kait apenas veía a su hijo para comer o cenar cuando él iba a Nueva York por negocios, o en las fiestas señaladas. Ahora él formaba parte del mundo de su esposa, más que del de su madre. Pero se le veía feliz, y había conseguido labrarse una fortuna propia gracias a las oportunidades que le había brindado su suegro. Resultaba difícil competir con eso, o incluso encontrar cierto espacio para ella en la vida de su hijo. Kait lo aceptaba de buen grado y se alegraba mucho por él, aunque obviamente lo echaba mucho de menos. Había ido varias veces a visitarlos a Dallas, pero siempre se sentía como una intrusa en medio de su ajetreada vida. Aparte de su trabajo en el imperio de comida rápida del padre de Maribeth, la pareja estaba involucrada en actividades filantrópicas, ocupada en el cuidado de sus dos hijas e implicada en la vida de la comunidad. Además, Tom viajaba mucho por cuestiones de trabajo. Quería a su madre, pero disponía de muy poco tiempo para verla. Estaba en la senda de conseguir el éxito empresarial por méritos propios, y Kait se sentía muy orgullosa de él.
Su hija mayor, Candace, tenía veintinueve años y había elegido un camino totalmente distinto. Quizá por ser la mediana, siempre había intentado llamar la atención y se había sentido atraída por todo tipo de actividades arriesgadas y peligrosas. Cursó el penúltimo año de carrera en una universidad de Londres y se quedó a vivir allí. Consiguió un empleo en la BBC, donde fue abriéndose camino hasta convertirse en reportera documentalista para la cadena pública. Compartía con su madre la pasión por defender a las mujeres que luchaban contra cualquier forma de abuso y maltrato en las distintas culturas. Había filmado varios documentales en Oriente Próximo y en algunos países africanos, y durante los rodajes había contraído diversas enfermedades, aunque en su opinión los riesgos de su trabajo bien merecían la pena. Viajaba con frecuencia a zonas devastadas por la guerra, ya que consideraba esencial llamar la atención sobre la situación de las mujeres en esos países, y para ello estaba dispuesta a arriesgar su propia vida. Había sobrevivido al bombardeo de un hotel y a un accidente aéreo en África, pero siempre volvía a por más. Decía que le aburriría soberanamente trabajar tras una mesa o vivir en Nueva York. Su objetivo era llegar a convertirse algún día en una documentalista independiente. Mientras tanto, sentía que estaba haciendo un trabajo importante y significativo, y Kait estaba también muy orgullosa de ella.
De sus tres hijos, Candace era a la que se sentía más unida y con la que tenía más cosas en común, pero apenas la veía. Y, como de costumbre, no iba a ir por Navidad, ya que estaba acabando un reportaje en África. Hacía años que no celebraba las fiestas con ella y siempre la echaban mucho de menos. Por el momento, no había ningún hombre importante en su vida. Decía que no tenía tiempo para ello, y al parecer era cierto. Kait confiaba en que tarde o temprano acabaría encontrando a su hombre, pero Candace aún era muy joven, no había ninguna prisa. Lo que de verdad le preocupaba eran los lugares a los que viajaba, hostiles y muy peligrosos. Pero por lo visto no había nada que asustara a Candace.
Y por último estaba Stephanie, el genio informático de la familia. Había ido al MIT, obtenido un máster en ciencias de la computación por Stanford, y había acabado enamorándose de la ciudad de San Francisco. Nada más terminar el posgrado entró a trabajar en Google, donde conoció a su novio. A sus veintiséis años, Stephanie se sentía feliz en el paraíso tecnológico de Google y adoraba su vida en California. Sus hermanos se burlaban de ella llamándola «empollona» y «friki de la informática», pero lo cierto era que Kait nunca había conocido a dos personas que encajaran mejor que Stephanie y su novio, Frank. Vivían en una casita destartalada en Mill Valley, en el condado de Marin, un lugar que les encantaba a pesar del largo trayecto diario hasta las oficinas de Google. Estaban locos el uno por el otro, y a ambos les fascinaba su trabajo en el gigante tecnológico. Stephanie pasaría la Navidad con su madre y al cabo de dos días se marcharía para encontrarse con Frank y su familia en Montana, donde pasaría una semana con ellos. Kait tampoco podía quejarse de la menor de sus hijas. Estaba claro que era muy feliz y eso era lo que quería para ella, además le iba estupendamente en el trabajo. Así que tampoco volvería nunca a Nueva York. ¿Por qué iba a regresar? En San Francisco tenía todo lo que había querido y soñado hacer en su vida.
Kait siempre había animado a sus hijos a perseguir sus sueños. Sin embargo, nunca había esperado que lo lograran tan pronto y tan lejos del lugar donde habían crecido, y tampoco que echaran raíces tan profundas en otras ciudades y llevaran unas vidas tan distintas. Jamás se lo había reprochado, pero aun así añoraba tenerlos cerca. En el mundo actual la gente tenía más movilidad, no se arraigaba tanto a su lugar de origen, y eran muchos los que se mudaban lejos de sus familias para asentarse y prosperar profesionalmente. Kait respetaba a sus hijos por haberlo hecho, y para evitar pensar demasiado en su ausencia se había volcado en su faceta profesional. Procuraba mantenerse siempre ocupada y su columna cobró aún más importancia para ella. Llenaba sus días con el trabajo, al que se entregaba con diligencia y una gran pasión. Kait era feliz con su vida y le satisfacía saber que había criado a unos hijos que trabajaban muy duro para alcanzar sus metas. Los tres se ganaban muy bien la vida y dos de ellos habían encontrado unas parejas a las que amaban, y que no solo eran buenas personas sino también su complemento perfecto.
La propia Kait se había casado dos veces. La primera fue justo después de acabar la universidad, y lo hizo con el que sería el padre de sus hijos. Scott Lindsay era un joven apuesto y encantador al que le gustaba disfrutar de la vida. Pasaron una época muy feliz, y les llevó seis años y tres hijos descubrir que no compartían los mismos valores y que tenían muy poco en común, aparte de proceder ambos de viejas y distinguidas familias de la sociedad neoyorquina. Scott contaba con un sustancioso fondo fiduciario, y Kait comprendió finalmente que su marido no tenía ninguna intención de trabajar y que solo quería divertirse. Ella estaba firmemente convencida de que todo el mundo debía trabajar, fueran cuales fuesen sus circunstancias. Era una lección que había aprendido de su intrépida y valerosa abuela.
Kait y Scott se separaron justo después de que naciera Stephanie, cuando él anunció que quería disfrutar de la experiencia espiritual de pasar un año con los monjes budistas en Nepal y después unirse a una expedición para escalar el Everest. Asimismo le dijo a su mujer que, tras vivir esas aventuras, consideraba que India, con toda su belleza mística, sería un lugar ideal para criar a sus tres hijos. Scott llevaba un año fuera cuando finalmente se divorciaron, de forma amistosa y sin acritud. Él también se mostró de acuerdo en que sería lo mejor para todos. Se pasó cuatro años lejos de casa y cuando regresó era un completo extraño para sus hijos. Se marchó de nuevo, esta vez a las islas del Pacífico Sur, donde volvió a casarse con una hermosa tahitiana con la que tuvo tres hijos más. Murió tras una corta enfermedad tropical, doce años después de haberse divorciado de Kait.
Ella había enviado a los niños a Tahití para que visitaran a su padre, pero él apenas mostraba interés por sus hijos, y tras ir algunas veces más, ya no quisieron volver. Scott simplemente había pasado página, había sido una pésima elección como marido para Kait. Todo lo que en la universidad había sido en él encantador y fascinante, más adelante se desmoronó, cuando ella se convirtió en una adulta y él no. Scott nunca había madurado y tampoco quería hacerlo. Tras su muerte, Kait lo sintió más por sus hijos de lo que estos lo hicieron. Después de todo, se habían relacionado muy poco con su padre. Los padres de Scott también habían muerto jóvenes y en vida apenas habían tenido contacto con sus nietos. Así pues, Kait había sido el centro y único referente emocional y afectivo de sus hijos, ella les había transmitido sus valores, y sus hijos la admiraban por ser una mujer tan trabajadora y tener siempre tiempo para ellos, incluso ahora, cuando ya eran mayores. Ninguno de ellos había necesitado una dedicación especial, ya que los tres habían tenido muy claro el camino que querían seguir en la vida. Aun así, sabían que su madre estaría allí para ellos siempre que la necesitaran. Kait era así: sus hijos habían sido su principal prioridad desde el mismo momento en que nacieron.
La segunda incursión de Kait en el matrimonio había sido completamente diferente pero igualmente fallida. Esperó a los cuarenta años para volver a casarse. Entonces Tom ya se había marchado a la universidad y sus dos hijas eran adolescentes. Conoció a Adrian justo al empezar el máster en psicología en la Universidad de Nueva York. Él era diez años mayor, estaba terminando el doctorado en historia del arte y había sido conservador en un pequeño pero muy respetado museo europeo. Hombre erudito, cultivado, fascinante e ingenioso, Adrian le abrió nuevos mundos de conocimiento y viajaron juntos a muchas ciudades para visitar museos: Amsterdam, Florencia, París, Berlín, Madrid, Londres, La Habana.
Al echar la vista atrás, se daba cuenta de que se había casado de forma precipitada. En aquella época estaba preocupada porque al cabo de unos años se enfrentaría al síndrome del nido vacío, y se sentía ansiosa por emprender su propia vida. Adrian tenía innumerables planes que quería compartir con ella, nunca se había casado y tampoco tenía hijos. Congeniaban a la perfección, resultaba emocionante estar con alguien que poseía tan vastos conocimientos y una vida cultural tan rica. Era muy reservado, pero amable y cariñoso con ella. Hasta que, un año después de la boda, Adrian le confesó que su deseo de contraer matrimonio con ella había sido motivado por un intento de luchar contra su naturaleza y que, a pesar de sus buenas intenciones, se había enamorado de un hombre más joven. Se disculpó con Kait de forma profunda y sincera y se marchó con su amante a Venecia, donde vivían felizmente desde hacía trece años. Obviamente, su matrimonio acabó también en divorcio.
A partir de entonces Kait se mostró muy reacia a mantener una relación sentimental seria, desconfiaba de su propio criterio y de las decisiones que había tomado. Llevaba una vida feliz y satisfactoria. Veía a sus hijos siempre que era posible, cuando estos disponían de tiempo para ella. Tenía amigos y un trabajo gratificante. Cuando cumplió los cincuenta, hacía cuatro años, se convenció de que no necesitaba a un hombre en su vida, y desde entonces no había tenido ninguna cita. Tan sencillo como eso. Y no se arrepentía de lo que pudiera estar perdiéndose. Lo de Adrian fue un auténtico jarro de agua fría; nada en su comportamiento con ella le había hecho sospechar que pudiera ser gay. No quería volver a caer en la trampa de nadie, ni tampoco cometer un nuevo error. No quería volver a sufrir una decepción, o quizá encontrarse con algo peor. Y aunque en su columna se mostraba como una gran defensora de las relaciones, habían empezado a parecerle demasiado complicadas para ella misma. Siempre insistía en que era feliz sola, pese a que amigas como Carmen trataban de convencerla de que volviera a intentarlo; a los cincuenta y cuatro años era demasiado joven para renunciar al amor, le decían. A Kait nunca dejaba de sorprenderle su propia edad. No aparentaba cincuenta y cuatro años en absoluto, ni se sentía tan mayor; al contrario, tenía más energía que nunca. El tiempo había pasado volando, pero seguía emprendiendo nuevas iniciativas y le fascinaba la gente que conocía, y sobre todo sus hijos.
—¿Así que no vienes a emborracharte con nosotros? —le preguntó Carmen desde el umbral con gesto exasperado—. ¿Sabes? Nos dejas en muy mal lugar a los demás, ahí sin parar de trabajar. ¡Es Navidad, Kait!
Kait echó un vistazo al reloj. Aún tenía que comprar el árbol, pero disponía de media hora para alternar con sus compañeros y compartir una copa.
Siguió a Carmen al lugar donde habían dispuesto las poncheras y, tras servirse un vaso de ponche de huevo, tomó un sorbo. Estaba sorprendentemente fuerte. A quien lo hubiera preparado se le había ido un poco la mano. Carmen ya iba por su segunda copa cuando Kait logró escabullirse y regresó a su despacho. Tras echar un somero vistazo a su alrededor, cogió una gruesa carpeta que estaba sobre su mesa. Contenía varias cartas que tenía previsto responder en la columna, así como el borrador de un artículo que había aceptado escribir para el New York Times acerca de si la mujer seguía siendo discriminada en el entorno laboral, o si solo se trataba de un mito o un vestigio del pasado. En su opinión seguía habiendo discriminación aunque de forma más sutil, y dependiendo mucho del sector en que se trabajara. Kait tenía intención de acabar el artículo durante las fiestas. Así pues, metió la carpeta en un bolso grande con el logo de Google que Stephanie le había regalado, pasó discretamente junto a los fiesteros, se despidió de Carmen con la mano y entró en el ascensor. Sus vacaciones de Navidad habían comenzado. A partir de ese momento estaría muy ocupada decorando el apartamento para cuando sus hijos llegaran, al cabo de dos días.
Tenía pensado preparar ella misma el pavo para Nochebuena, como siempre hacía, y ofrecer a su familia los dulces y los detalles que más les gustaban. Había encargado un tronco navideño en la pastelería, y ya había comprado el pudin típico en su tienda británica favorita. También tenía ginebra Bombay Sapphire para Tom, excelentes vinos para todos, platos vegetarianos para Stephanie, y los dulces y cereales de colores pastel para sus nietas. Y aún tenía que envolver todos los regalos. Iban a ser dos días muy ajetreados hasta que llegaran. Al pensar en ello sonrió para sí misma, al tiempo que se subía al taxi que la llevaría hacia el norte de la ciudad, en dirección al mercadillo de árboles navideños que había cerca de donde vivía. Ya comenzaba a respirarse el ambiente navideño, más aún si cabía, pues empezaba a nevar.
Kait encontró el árbol que parecía perfecto para la altura del techo de su apartamento, y le prometieron que se lo entregarían a última hora, cuando cerrase el mercadillo. Ya tenía la base que necesitaba, y también los adornos y las luces. Mientras elegía el árbol, los copos de nieve se adherían suavemente a su melena pelirroja y a sus pestañas. Luego caminó las cuatro manzanas que la separaban de su casa. A solo dos días para la Nochebuena, la gente con la que se cruzaba estaba alegre y feliz. Además del árbol, Kait compró una corona navideña para la puerta y algunas ramas para decorar la repisa de la chimenea de la sala de estar. Una vez en el apartamento, se quitó el abrigo y empezó a sacar las cajas de adornos que había utilizado desde hacía años, a sus hijos aún les encantaban. Algunos de ellos habían lucido en el árbol en su más tierna infancia y se veían un poco maltrechos y de