La institutriz

Gabriela Margall

Fragmento

Capítulo 1

Elizabeth tenía las manos unidas en la espalda, como si meditara su decisión por última vez. Cuando golpeara, un círculo se cerraría. Volvería a aceptar las decisiones de personas que poseían una influencia extraordinaria sobre su propia vida.

Golpeó, con fuerza, para demostrarse que estaba segura de lo que hacía.

Escuchó la voz de la criada que avanzaba hacia la puerta. Era normal que eso ocurriera en lugares con pocas habitaciones y ventanas. Pero eso no pasaba en casas que ocupaban tanto espacio como una iglesia y donde el silencio era un bien de lujo que los dueños aprendían a respetar desde niños.

Una mujer le abrió sin ceremonia ni saludo y le indicó con el dedo que tomara asiento. Elizabeth concluyó que la señora no estaba en la casa y que por eso la criada había relajado su comportamiento. Se preguntó quién la recibiría. Sentada en el borde de un sillón —que no quería mirar con detalle—, le llegó la respuesta.

—El señor Tomás la va a recibir ahora.

La criada avanzó unos pasos y golpeó la puerta que estaba frente a Elizabeth. Sin esperar la respuesta, la mujer entró a la habitación. La siguió. De nuevo, trató de vaciar su mente de todo posible prejuicio.

Tomás Hunter se puso de pie cuando ella entró en el estudio. Avanzó con la mano alzada para saludarla.

—Elizabeth —murmuró.

Ella aceptó saludarlo con la mano, pero la retiró de inmediato. La situación era extraña y no quería dar ningún paso en falso, sobre todo cuando había tanto margen para que las cosas salieran mal.

Se sentó en la silla que estaba al otro lado del escritorio. Las manos juntas sobre la falda y entre ellas su bolso de paseo. Tenía dos cartas de recomendación preparadas, pero estaba segura de que no se las pediría. Él también tenía algunos sobres en el escritorio, como si estuvieran preparados para la entrevista. Elizabeth, por tercera vez, no quiso llegar a ninguna conclusión apresurada.

—Debería pedir té —murmuró él.

Ella no le respondió.

—¿O agua?

Elizabeth no estaba dispuesta a darle una respuesta, así que hizo una pregunta.

—¿Cuándo veré a la señora Hunter?

Él asintió, pero la respuesta no fue la que Elizabeth esperaba:

—Ella está al otro lado de la casa.

Elizabeth enderezó la espalda.

—La nota que recibí decía que la entrevista era hoy.

—Sí. La envié yo.

Ella seguía sin entender así que volvió a preguntar.

—¿Y a qué hora veré a la señora Hunter?

—Mi esposa no se siente bien. Hablarás conmigo. Yo me encargo de esto, después de todo.

La respuesta fue tan desconcertante que Elizabeth sintió frío. No entendía qué pasaba o por qué Hunter hablaba como si estuviera hecho de piedra. En contra de su voluntad, tuvo que preguntar de manera directa.

—Señor Hunter, ¿con quién voy a tratar las condiciones de mi trabajo?

—Conmigo.

Estuvo a punto de levantarse y abandonar todo. La mantuvieron en su sitio sus años de trabajo como institutriz y el terror a hacer un escándalo que afectara el buen nombre que había ganado con esa experiencia.

—Esto es muy inusual —dijo con serenidad.

—¿Sí? —preguntó él—. Supongo que sí. No estoy al tanto. La última persona que estuvo a cargo de los niños fue Juliette y murió hace dos años. La envió mi tía Luisa desde Francia.

Ella se puso de pie. Él hizo lo mismo.

—Tiene que haber un error, señor Hunter.

—No, no lo hay. Por favor, Elizabeth… ¿Cómo debo llamarte? Supongo que Elizabeth no está bien.

—Todos mis empleadores me llaman miss Shaw.

—Bien. Así será. Por favor, siéntese miss Shaw. Esta no es una situación común aquí. No sé qué se dice en casos como estos. Pero ya que nombré a mi tía comenzaré por ella. Mi tía Luisa me escribió varias veces. Me dijo que ya está planeado tu regreso a Inglaterra.

Elizabeth asintió y agregó información a lo que había dicho Hunter:

—La señora Luisa también me escribió. Y me pidió por favor que retrasara mi regreso a Inglaterra y aceptara este trabajo. Le respondí que no. Le expliqué que había decidido volver a Fowey este año, pero ella insistió en que debía trabajar aquí. Insistió mucho.

—¿Y vas a hacerlo? —preguntó él con cautela.

—No si continúa con ese trato de confianza, señor Hunter.

Él pestañeó un par de veces.

—Entiendo.

Ella asintió.

—Tengo en mi bolso dos cartas de recomendación. Son más que suficientes en estos casos. Pero la carta de la señora Luisa debería alcanzar para usted. ¿Es así?

—Para mí sí.

—Para mí también. La señora Luisa describió este trabajo como un favor personal hacia ella. Insistió mucho en que viniera. Le expliqué que aceptaba, pero que solo sería un año. ¿Usted también entiende eso?

—No del todo. En otras casas estuviste más tiempo. Eso me ha dicho mi tía. Quizá puedas pensar en vivir aquí unos años más.

—No, esta es mi decisión final. En abril del próximo año partiré a Inglaterra. Así se lo dije a la señora Luisa y es necesario que quede claro ahora.

—Está claro.

—Bien —dijo Elizabeth con tranquilidad—. Entonces mi siguiente pregunta es qué es lo que se espera de mí en esta casa. Y por eso prefiero hablar con la señora Hunter. Quizá lo mejor sea posponer la reunión hasta que ella se sienta mejor.

Él la interrumpió.

—No pedí el té, ¿verdad? ¡Marta! —gritó—. ¡Marta, venga por favor!

Elizabeth tuvo que contenerse para no llevarse la mano al pecho. El grito de Hunter la había asustado y avergonzado al mismo tiempo. Conocía ese tono de voz elevado, pero no esperaba reencontrarse con él con un llamado a la criada. Entreabrió los labios y dejó escapar el aire con suavidad.

Hunter, impaciente, se puso de pie y fue hasta la puerta. Marta era la misma mujer que había recibido a Elizabeth. Ni los dueños ni los empleados moderaban las voces en esa casa.

—Marta, prepare té para mí y para miss Shaw.

—Como mande, señor —dijo Marta.

Se escuchó que el teléfono sonaba. Elizabeth esperó que la voz de Marta respondiera el llamado, pero volvió a escuchar la voz de Hunter que hablaba.

—¡Sí, páseme!

“Los dueños establecen el tono de la casa”, le había dicho la señora Luisa una vez y, muchos años después, Elizabeth volvía a comprobar que tenía razón. Se preguntó qué clase de niña sería Adela Hunter y cómo respondería a la educación que ella podía ofrecerle. La voz de Tomás la distrajo y no pudo seguir el hilo de sus pensamientos.

—¡Lo recibí ayer, Bauman! Llegó en perfectas condiciones. Estamos contentos. Enrique más que yo, sí. Planeamos llevarlo a la azotea esta noche. Espero que no llueva.

Elizabeth miró por la ventana. Estaba nublado. Era probable que los planes de Hunter y el mencionado Enrique tuvieran que cancelarse. Cerró los ojos ante el acto instintivo de huir. “Es una mala idea”, se repetía, “todo esto es una mala idea”.

Tuvo que recordarse que le había prometido a la señora Luisa que se quedaría un año ya que no estaba segura de poder cumplir con su palabra. Haría lo posible, solo porque la señora había sido parte necesaria de su vida.

Tomás Hunter volvió a su asiento detrás del escritorio. La expresión de su rostro había cambiado.

—Bauman es un alemán que trae máquinas y artilugios de Europa. Nos trajo un telescopio de Alemania, exclusivo para nosotros. Al menos eso me dijo. No es la primera vez que me engaña.

Elizabeth no respondió. Se quedó con los ojos fijos en él. Quería estudiar la reacción de Hunter a su silencio. La situación era anormal. Las madres se ocupaban de los niños dentro de la casa y los padres vivían de la puerta para afuera. Esa era la sociedad que conocía. Trataba con las madres todo el tiempo, no con hombres que hablaban de telescopios alemanes.

Golpearon la puerta y, sin esperar a que el hombre respondiera, aparecieron Marta y tres mujeres que Elizabeth identificó como las dueñas de casa. Se puso de pie para saludarlas, confundida pero aliviada.

Las tres mujeres vestían de negro. Elizabeth, que siempre se había movido entre las ramas de las familias Hunter, Perkins y Madariaga, no recordaba ninguna muerte en el último año. No sabía cuál de las mujeres más jóvenes era Adelina y cuál Eduarda, la esposa de Hunter. Tampoco pudo diferenciar si alguna estaba enferma, las dos estaban pálidas. Una era rubia y con pecas y la otra morena y parecida a la madre.

—¿Quién es esta señorita? —preguntó la mujer de pecas.

—Miss Shaw —dijo Tomás Hunter—. Es la nueva institutriz.

—¿Va a reemplazar a Juliette? —insistió ella.

Elizabeth observaba con atención la escena. El entusiasmo que había despertado en Hunter el telescopio se había esfumado por completo. Hablaba sin expresión y como si no entendiera qué pasaba.

La mujer parecía interesada, así que podía ser la madre de Adela. Si era así, Elizabeth no entendía por qué no le hablaba a ella. Quizá fuese algo dentro del matrimonio que tendría que descubrir.

—Sí —le respondió Tomás Hunter—. La tía Luisa y su hermano Eduardo la aprueban.

—Enrique es muy inteligente —dijo la mujer de pecas a Elizabeth.

Ella asintió sorprendida por la atención, pero comprendió de inmediato. La que le hablaba era Adelina Perkins y Enrique era su hijo.

—Le gustan mucho las estrellas —le decía la mujer mientras ella ordenaba sus conclusiones—. Habla todo el tiempo de eso. Tiene que ocuparse de enseñarle los nombres de las constelaciones y las estrellas más importantes.

—Haré lo posible —dijo Elizabeth con voz firme.

La mujer de pecas asintió satisfecha. Se volvió hacia las otras dos mujeres y sin decir palabra se retiraron del estudio. Marta le preguntó al señor Hunter si necesitaba algo más, y como él le dijo que no, salió de la habitación.

Hunter volvió a sentarse, pero Elizabeth permaneció de pie. La habitación estaba cálida, pero sentía las manos frías. La mujer de Tomás no le había hablado, no había preguntado por la educación de su hija, ni siquiera había hecho ruido al entrar o salir.

Una vez más quiso huir. Podía irse y escribirle a la señora Luisa. Preguntarle una vez más por qué le pedía con tanto fervor ser institutriz de la hija de Tomás Hunter y, según parecía, del otro niño de la casa. También podía enfrentar directamente a Hunter y preguntarle por qué de todas las institutrices extranjeras que vivían en Buenos Aires justo tenían que elegirla a ella.

—Señor Hunter, debo hablar con sinceridad. Creo que lo mejor será que no tome el puesto. Sé que se lo prometí a la señora Luisa, pero no veo qué puedo hacer aquí en un año que no pueda hacer alguna otra de mis colegas. Miss Wellington, por ejemplo, quizá usted la conozca. Ha trabajado para varias familias, tiene tantos conocimientos como yo y ninguna intención de dejar Buenos Aires el año próximo.

—¿Por qué te vas?

—¿Perdón?

—¿Por qué de repente decidiste irte de Argentina?

—Es un asunto mío, señor Hunter.

—Quiero que eduques a mi hija. Que sea como vos.

—¿Quiere que se convierta en institutriz?

Hunter ladeó la cabeza, molesto.

—Quiero que tenga tu personalidad. Que se vuelva independiente y segura.

—Esa independencia y seguridad no es otra cosa que el resultado de haber trabajado toda mi vida. ¿Eso quiere para su hija? —preguntó Elizabeth.

—No siempre trabajaste. En París tu vida era otra.

—En París era dama de compañía de la señora Luisa Perkins de Hunter. Era mi trabajo.

—Mi tía te dio una educación.

—Y la señora Luisa recibió su contrapartida. Siempre fue un trabajo.

—Eso quiero —dijo él señalándola—. Quiero que sea capaz de responder así.

—Mi trabajo de institutriz no implica enseñar a las jóvenes cómo responder a los demás.

—Eso no es cierto.

—¿Perdón?

—Todas las niñas que tuviste como pupilas salen iguales. Señoritas distinguidas.

—No todas —dijo Elizabeth.

—¿No? Bueno, incluso Belén. Hizo lo que quería. ¿No? Yo quiero para Adela la educación que tuviste.

—¿La de mis padres? ¿La de la señora Luisa? No entiendo qué implica todo esto. Puedo enseñarle francés, inglés y dibujo. Puedo enseñarle aritmética. Puedo enseñarle buenos modales y a presentarse de manera correcta en público. Hasta allí llegan mis competencias.

—Elizabeth, no me hagas rogar. La vida que lleva es suficiente para que se arruine. Quiero que mi hija sepa enfrentar lo que viene en la vida. Ya no puedo enseñarle más. No sé hacerlo.

Elizabeth alzó el mentón. Hunter hablaba rápido y decía las cosas a medias. Ella debía llenar los huecos con la información que tenía luego de haber trabajado en la familia durante años. Sabía que la rama Hunter Perkins era complicada, que no tenían un lugar social predominante, pero que todavía eran parte de la “familia”. No se hablaba mucho de ellos y los silencios eran más elocuentes que las palabras. Elizabeth nunca había querido saber nada de esa familia y no le había sido difícil. Podría haber vuelto a Inglaterra sin tener contacto con ellos, pero la señora Luisa le había pedido que se ocupara de Adela justo cuando ella había decidido que ya no trabajaría en casas ajenas.

Adela Hunter debía tener catorce años. La había visto desde lejos con el padre en la calle y no había notado nada particular. Al hijo de Adelina solo lo había visto una vez y muy pequeño. Pero sabía de él. El niño se había enfermado de parálisis infantil a los ocho años. Parte de su recuperación había tenido lugar en la estancia de los Madariaga, en el tiempo que ella era institutriz de Belén, la hija menor. Por lo que Hunter y Adelina habían dicho, Elizabeth entendía que Enrique también vivía en la casa.

—¿En qué pensás? —preguntó Hunter con reserva.

—¿Cuál será mi obligación con Enrique?

—Yo me ocupo de él en todo lo que es matemática y ciencias. Es muy inteligente. Es un niño fuerte. La enfermedad solo le afectó una pierna. Podrías enseñarle inglés y francés. Eso puede ayudarlo en el futuro.

—Podría, sí. En las cartas no hablaban de Enrique.

—Nos preocupa Adela. Tiene catorce años, necesita una mujer a su lado. ¿Hay alguna razón por la que no quieras aceptar? Además de que querés volver a tu país.

—Ya trabajé suficiente para otros. Fowey es mi hogar. Quiero volver a mi tierra.

Habló con dureza. Después de pronunciar las palabras se dio cuenta de que había tenido la intención de lastimarlo. Se preguntó si lo había logrado.

—Pero allí no tenés parientes, ¿no es cierto? —preguntó él como si tratara de hacerla razonar—. Aquí tu empleo está asegurado. Cualquier familia te recibiría.

—Quisiera hablar mi lengua todo el tiempo, por primera vez en veinte años. Comer la comida que recuerdo. Respirar el aire de Fowey. Olvidar Buenos Aires. Y muchas otras razones más que no estoy obligada a mencionar.

Elizabeth movió la cabeza. El fastidio se había traslucido en la última frase y eso le molestó. No le gustaba darse esos lujos.

—Si hay alguna otra razón… —murmuró él.

—No hay otra razón.

—Sé que hay cuestiones personales entre nosotros, pero no van a ser problema. Al contrario.

—No van a ser problema —repitió Elizabeth con frialdad.

—No, eso está claro.

—¿Claro? Desde que llegué estoy tratando de que me llame miss Shaw y no lo logro.

Hunter se ruborizó. Elizabeth lo tomó como un triunfo y cedió en su frialdad. Podría haber continuado con el reproche, pero lo dejó descansar.

Los ojos grises de Hunter brillaron por el contraste con su piel enrojecida. Seguía siendo un hombre atractivo. Había tenido que tratarlo como a un niño para que entendiera. No le gustaba hacer eso. No era el lugar de una institutriz educar a los padres sino a los hijos. Pero Hunter se negaba a entender que si los padres no respetaban los límites, los niños tampoco lo harían. Y entre ellos dos, los límites no solo eran importantes, eran esenciales.

Si Marta andaba a los gritos por la casa, si las madres de los niños aparecían y desaparecían como fantasmas, si iba a tratar con él —justo con él—, entonces los límites tenían que ser puestos en ese momento o todo sería un naufragio en cuestión de días.

—Perdón —dijo él.

—No se trata de disculpas. Se trata de que entienda qué es lo que está en juego aquí.

—Lo sé. Lo entiendo.

—¿Qué es lo que entiende?

—La educación de mi hija. Y la de mi sobrino. Eso es lo importante.

A Elizabeth le gustó la respuesta.

—Está bien. En mi mensaje incluí mi sueldo por un año. ¿Está de acuerdo? Es lo que ganaba en casa de la señora Perkins, mi última empleadora. Aunque no tomé en cuenta la instrucción de Enrique. ¿Está bien si sumamos la mitad por las clases de idiomas?

—Me parece bien.

La sangre había bajado del rostro de Hunter. Elizabeth no había dejado de mirarlo a la cara y él no la había escondido. Lo tomó como una indicación de que, por el momento, él era sincero en sus intenciones.

—Comenzaré la semana que viene, si le parece. Los domingos son mi día libre, espero que se respete eso.

—Así será.

—Si es posible quiero una habitación en el mismo piso de los niños, es más sencillo entrar en confianza si estoy cerca de ellos.

—Hay lugar. Es en el primer piso. Allí también duermo yo.

—De acuerdo —dijo Elizabeth para darse tiempo. Meditaría más tarde sobre la situación de dormir en la misma planta que los niños sin que se hubiera mencionado a ninguna de las madres. Dejaría para su oración antes de dormir el ruego de que la habitación de Hunter no estuviese cerca de la suya. Y dejaría para el té con Mary la certeza de que, al menos, uno de los rumores que había escuchado sobre la casa era cierto.

Elizabeth miró su reloj y esperó que Hunter entendiera que había llegado el momento de terminar la reunión. El té se había enfriado. Por la ventana se veía que la oscuridad había llegado temprano por las nubes. El dueño de casa no entendía de sutilezas así que tuvo que ponerse de pie.

—El sábado voy a enviar mis cosas y el lunes por la mañana estaré aquí. ¿Los niños desayunan con la familia?

—Desayunamos todos juntos, sí. El señor Eduardo también.

—De acuerdo. Nos veremos el lunes después del desayuno. Buenas tardes, señor Hunter.

Le tendió la mano para saludarlo. Él la tomó y se la apretó fuerte. Elizabeth había previsto el movimiento así que no se sorprendió.

—Buenas tardes, miss Shaw. Nos vemos el lunes próximo.

—Nos vemos. Escríbale a la señora Luisa. Debe estar desesperada por saber si obedecí sus órdenes o no.

—Lo haré. Lo prometo.

Capítulo 2

Las dos tenían el domingo como día libre. Estaban sentadas contra una de las paredes de la confitería, en uno de los rincones que recibía menos luz. Hablaban con la cabeza inclinada y, de vez en cuando, lanzaban una mirada hacia todo el local para poder estar seguras de que no había nadie conocido. Para conversar con verdadera libertad tendrían que haber estado en un lugar lejano como Japón o China, e incluso allí corrían el riesgo de encontrarse con algún argentino que compraba muebles para su palacio.

Charlaban completándose las frases, como hermanas. Las dos eran rubias y de ojos claros, “muy inglesas” decían los porteños. Ya habían pasado los treinta años y ambas tenían una reputación lo suficientemente buena como para haber educado a varios niños de familias que podían pagar institutrices. Miss Mary Anne Sharp era conocida por su buen trato con los niños pequeños y miss Elizabeth Shaw era famosa por perfeccionar señoritas.

—¿Así que quiere que eduques a Adela?

—Como fui educada yo.

—Debería hablar con él. Porque yo sé cómo fuiste educada. No sé si está seguro de lo que quiere.

—Cualquier cosa mala que hice fue bajo tu influencia, Mary Anne Sharp.

—Sí, y las vacas vuelan. ¿Entendió Hunter que tu intención es irte en un año?

—Se lo dije varias veces. Aunque está en contacto con la señora Luisa y ya sabés qué piensa ella. Así que no, no lo entienden. Pero no adelantemos discusiones cuando las circunstancias prometen otras más interesantes.

Miss Sharp miró a su alrededor para confirmar que no había nadie y volvió a su té.

—Pensar que en un año vamos a estar tomando té de verdad y no este líquido falso. ¿Sabés si Hunter tiene té de verdad? Podríamos tomar prestado un poco.

Elizabeth alzó las cejas ante el tono de Mary.

—No tengo diez años, Elizabeth.

—Precisamente.

Elizabeth sonrió y tomó de su té.

—No veo la hora de tomar té real —dijo también ella después de un suspiro—. ¿La señora Luisa no vendrá? Quizá puedas hacer que traiga té de Francia. No es igual, pero al menos no es esta mentira.

—Hace años que ella y el señor Guillermo no viven en Buenos Aires. Y no me dijo nada sobre un regreso en las cartas. Sería extraño que volviera.

—¿Cuántas cartas fueron en total?

—Cinco cartas y seis telegramas en los que me decía que estaba en Vichy tomando aguas y al borde de la muerte.

Mary sonrió con satisfacción.

—Me encantaría tener dinero y hacer esas cosas. Sé que no vas a perdonármelo, pero admiro a la señora Luisa. Si tuviese dinero haría lo mismo.

—¿Encapricharte con una huérfana inglesa?

—¿Por qué no? Si es lo que quiero. O comprarme una casa en Viena. Qué ganas de volver a Viena una vez más. Me enamoré de esa ciudad.

—Te enamoraste del dueño de una casa de esa ciudad.

—Detalles. De todos modos, no entiendo por qué la señora Luisa quiere que estés en la casa de Tomás Hunter.

—En cierto modo no es extraño. Los niños son los nietos de su hermano, hijos de sus sobrinas. Tomás es sobrino de su esposo. Todas las ramas de la familia han utilizado mis servicios. Le dije que la señorita Jane Wellington era recomendable y no le importó.

—Desabrida pero recomendable.

—No quisieron aceptar. Parece que soy la más adecuada para el trabajo.

Mary movió la cabeza.

—¿Con tu carácter? No. Ni siquiera yo soy la adecuada. Vas a pelearte con Tomás en la primera semana. Esa familia necesita una institutriz francesa, que entienda que están todos medio locos. Pueden tener ascendencia inglesa, pero ahí hay algo muy francés que no cierra.

Elizabeth se llevó un dedo a los labios y Mary revoleó los ojos.

—La casa estaba sucia —dijo Elizabeth en voz baja.

Mary dejó la taza y presionó los labios. Los ojos le brillaban y pedían más.

—Y la sirvienta gritaba. Y el dueño de casa también.

Mary se tapó la boca con la mano, pero no podía ocultar que estaba tan escandalizada como su amiga.

—¿Y vas a vivir ahí un año? —le preguntó después de tomar té para esconder la risa.

—No había pensado en eso. Ahora me siento peor.

—¿Y en qué habías pensado?

—Me dio vergüenza por él.

La expresión de Mary pasó de la burla al reproche en un instante.

—Pobrecito, Tomás Hunter. Lleno de dinero en su casa sucia.

—No es eso —protestó Elizabeth sin convicción—. Es todo parte del mismo asunto. Es cierto: debe haber algo francés en la familia.

—Ya te lo dije.

—La casa estaba como… hinchada, como si estuviera hecha de madera que flotó en el mar por años. Era evidente que los sillones no habían sido retapizados nunca. Y no quise mirar hacia arriba porque seguramente habría telarañas. Sirvieron té, pero no lo probé. Él no ofreció servirlo. Creo que no sabía qué hacer. Los criados toman las costumbres de los señores. La cantidad de veces que la señora Luisa me repitió eso.

—No puedo creer que Tomás viva así. Siempre lo describiste refinado. No delicado, pero sí con conocimiento del mundo. ¿Y cómo es la señora Eduarda?

—Apenas pude verla. Aparecieron las tres en el estudio después de que él me asegurara que no las vería. Habló Adelina, la madre de Enrique. Eduarda no dijo nada. Tampoco la señora Amalia dijo nada. Él afirmó que se encarga de los dos niños por su cuenta. No podía dejar de sentir vergüenza. No parece que sea un matrimonio normal.

—Por las cosas que escuchamos no debería sorprendernos.

—Pero no imaginaba que fuera en ese grado. Como nunca reciben, nadie conoce las condiciones de la casa o cómo la administran. Me dijo que las habitaciones están en el primer piso. Pero la casa tiene dos secciones, y las familias viven separadas, según sabemos.

—¿Y vas a convivir con ellas?

—No tengo idea.

Mary levantó la cabeza y vio con tranquilidad que apenas había gente alrededor de ellas.

—¿Y él cómo estaba? O mejor dicho, ¿cómo lo viste? ¿Cuánto hace que no lo tenías tan cerca?

Elizabeth negó con la cabeza y le indicó que no iba a responder esa última pregunta. Mary le respondió alzando las cejas.

—Él siempre está en contacto con la señora Luisa. Juliette era la niñera francesa y sé que ella la había elegido. Ellos dos siempre se llevaron bien. No me sorprende que la señora actúe en su nombre o se ocupe de los niños. Hasta donde tengo información, él será el heredero de su tío Guillermo. Lo que me sorprende es que se pusieran de acuerdo para que me quedara en Buenos Aires.

—Pudiste haberte mantenido en tu decisión de no volver a trabajar en una casa de familia.

—A él puedo decirle mil veces que no. Con la señora Luisa es diferente. Aun así, todo es muy raro. Pero el dinero no me viene mal, y si esperé todo este tiempo para volver a Fowey puedo esperar un año más.

—Un año más para tomar té real… —dijo Mary con ojos soñadores.

—Y ver el mar todos los días. ¿Estás moderando tus gastos?

—Tengo gastos personales —murmuró Mary.

—¿Con nombre y apellido?

Mary la miró seria. Elizabeth conocía las debilidades de Mary y se divertía mucho con esas historias mientras no afectaran la amistad que había entre ellas o pusieran en riesgo sus trabajos.

—Y un globo aerostático llamado Pampero.

Fue el turno de Elizabeth de quedar sorprendida. En efecto, una de las debilidades de Mary era enamorarse de sus patrones o de alguno de sus amigos. Desde hacía más de quince años trabajaba dentro del bosque de la familia Anchorena y siempre andaba enamorada de alguien de ese apellido o pariente cercano. Sin embargo, esta vez no se trataba de un miembro de la familia. Muy sorprendida, Elizabeth escuchó el nombre que Mary murmuraba.

—¿Newbery?

Mary asintió delicadamente.

—Vamos, espero tu reproche sobre la disciplina, el deber y el honor de una mujer sola.

—No me sale —le dijo Elizabeth—. Sinceramente, no sé cómo no te aterra todo eso de andar en el aire. Y estoy sorprendida de que la herencia norteamericana no te espante.

Mary rio y hasta se ruborizó ante el comentario. Siempre había estado muy orgullosa de su tradición inglesa y no tenía problema en señalar que los franceses eran la peste de la humanidad y los norteamericanos una pobre sombra de lo que había sido una floreciente colonia británica.

—Como si Aarón Anchorena no fuera tu amigo, Elizabeth.

Fue su turno de ruborizarse. En efecto, el dandy de Buenos Aires tenía en alta estima a miss Shaw, a quien había conocido a través de los Madariaga. Anchorena y Newbery eran muy amigos y compartían gustos por las máquinas que volaban.

—¿Newbery es amigo de Hunter? —preguntó de pronto Elizabeth.

—Me informé por si preguntabas.

—Muchas gracias.

—Hunter es conocido de Newbery y de Anchorena pero, como sabemos, no hace vida social, así que se cruzan en alguna exposición sobre máquinas que vuelan o cosas por el estilo. Al parecer llegaron unos telescopios muy modernos de Alemania y los dos están enojados porque el vendedor les dijo que eran únicos y exclusivos. No me respondiste la pregunta que te hice.

—¿Cuál fue la pregunta?

—¿Cómo lo viste?

—¿A Hunter? —Elizabeth movió la cabeza—. Tengo que dejar de llamarlo así. Señor Hunter. Él me decía Elizabeth y me alteraba los nervios. Si me decía “Beth” le tiraba una de sus sillas de tapizado viejo por la cabeza.

Mary tuvo que esconder la cara en un pañuelo que sacó prolijamente de su bolso. Elizabeth tenía un altísimo control de sus emociones, pero de haber estado a solas con Mary en una habitación segura habría estallado a carcajadas con ella. Se concentró en no reírse, pero no podía mirar a su amiga sin contagiarse.

—¿Te llamaba Elizabeth?

—Y hablaba a los gritos con la sirvienta.

Mary volvió a cubrirse la cara.

—Tu comportamiento siempre debe ser ejemplar, miss Sharp. La risa desmedida es un mal ejemplo para los niños.

Mary tomó té para calmarse.

—No vas a recuperar la dignidad con ese líquido falso.

Y no lo hizo. Se ahogó otra vez y tuvo que sostenerse de la mesa. Llamó la atención de uno de los mozos que se acercó a ver si la señorita necesitaba un vaso de agua. Elizabeth aceptó y agradeció por ella. También aprovechó para terminar las masitas totalmente secas que les habían servido con el té.

—Cuando te recuperes voy a poder contarte cómo vi al señor Hunter.

—Sos la maldad personificada.

—Soy un ángel. Perfecciono niñas. No podría ser malvada jamás. Para eso están las institutrices francesas.

—No podría estar más de acuerdo. Con la parte de las francesas.

—No establezco las reglas. Trabajo para otros porque no tengo dinero. ¿Es demasiado esperar que ellos respeten las reglas que imponen? Cuando eduque a la niña tendré que decirle una vez por día que la casa es el reflejo de sus dueños y ¿qué me encuentro? Que la casa Hunter está en un estado calamitoso.

Mary se había calmado, aunque Elizabeth podía ver en el brillo de sus ojos que buscaba divertirse un rato más.

—¿Habrá sido el señor Guillermo el que insistió? Quizá supo del estado de la casa y pensó que podrías ayudar en algo. Siempre fuiste su favorita.

—No tengo idea. Ya conocés las cartas que recibo del señor Guillermo. Nunca me escribió más allá de lo necesario.

Mary aceptó el vaso de agua que le trajo el mozo y aprovechó para comer las masitas. Las tragó con la resignación de quien sabe que nada tiene el sabor del lugar donde se nace.

—Bueno —dijo después de recuperarse—. ¿Me vas a decir cómo viste a Tomás?

Después de un profundo suspiro, Elizabeth habló:

—Está cambiado. Lo cual es normal en un hombre de cuarenta y dos años. Todos cambiamos con la edad. Tiene la ropa gastada. No es de mala calidad, pero es ropa vieja. Me acostumbré a ser exigente con mis patrones. Al igual que con los muebles, las alfombras y las cortinas. Sabía por comentarios de la familia, pero no esperaba que fuese así. Y me dio pena. No quería mirar demasiadas cosas porque estaba concentrada en entender qué quería que hiciera con la niña.

—¿Y él?

—¿Perdón?

—¿Y él cómo lucía?

—Es lo que te estoy diciendo.

—No, Beth, no me lo estás diciendo. ¿Cómo está él? ¿Sigue atractivo?

—Lo has visto tanto como yo.

—Pero no tan de cerca. Y dejame decir que, como buena amiga que soy, no te pregunto qué sentiste al estar en una habitación con él a solas después de todo este tiempo.

Elizabeth se llevó el dedo a los labios de inmediato.

—¿Pensás que la gente no va a prestar atención porque me hacés ese gesto?

—Mary.

—Elizabeth.

—Sigue atractivo. ¿Algo más?

—¿Más? Por supuesto que quiero más.

—No vas a sacar mucho más de mí, así como miss Duncan no iba a sacarme dónde estaba mi amiga Mary Sharp en la Richmond School de Plymouth.

—Terca.

—Mi terquedad te salvó de varios problemas.

—¿No vas a decirme nada más?

—No hay mucho más que decir.

Esta vez fue el turno de Mary de usar sus cualidades de institutriz. La miró fijo hasta que Elizabeth no pudo sostener la mirada. Habló con los ojos concentrados en el fondo de su

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos