Uno
La lluvia, aunque se piense lo contrario, es siempre un problema sin solución. Cambia planes. Irrumpe junto con un desorden de paraguas que se abren como capullos de flores impermeables. Las calles se mojan y encharcan. Hay que tomar atajos. Bajar la velocidad, ya sea de los pasos en las aceras o de los autos en las carreteras. Las miradas se elevan, maldiciendo nubes que no estaban en el itinerario. De inmediato se recuerdan goteras que no se arreglaron a tiempo, o ese tapón de hojas secas ancladas en los desagües que nunca se limpiaron como es debido. Es cierto, la lluvia puede ser un problema sin solución. Eso fue lo primero que pensó Greg cuando una gota de agua fría y sucia resbaló desde el borde de una de las cornisas del edificio que tenía a sus espaldas y le dio en una oreja. Levantó la vista y se preguntó a qué hora se habrían juntado tantas nubes negras sobre su cabeza sin que se diera cuenta. Es lógico, pensó. Caminaba las cuadras mirando el suelo. No, el suelo no: la punta de sus zapatos, cuidando de no pisar las fisuras del cemento y evitando los chicles estampados como piedrecitas de colores en las aceras. Se detuvo en el cruce exacto de la Octava Avenida y la calle Diecinueve. Le faltaban aún tres largas cuadras para llegar hasta los muelles remodelados, a ese larguísimo y nuevo parque lleno de orden y diseño que había venido a reemplazar las antiguas bodegas del puerto, donde la noche se no se acababa necesariamente con la llegada del día y los drogadictos se reproducían infinitos, siempre ocultos en los resquicios de las viejas maderas. Hasta el río Hudson se veía distinto ahora que todo ese sector de Manhattan había cambiado. De ser un espacio que todo el mundo evitaba como a una peste, se convirtió en un escenario perfecto para que los ejecutivos lucieran sus cuerpos de bronceado artificial junto a sus destrezas en los patines, o para que las familias pasearan a sus perros que de seguro quieren y cuidan más que a sus propios hijos, o para que los enamorados se besaran sin pudor al amparo de las puestas de sol que se extendían por innecesarios minutos al calor de sus besos. Basta, se interrumpió Greg. Ya estás siendo cínico. Precisamente lo que lo llevó a esto. A buscarse una enfermedad maldita que nadie había invitado al baile. A estar aquí hoy, a media tarde, con una tormenta arremolinada encima de su cuerpo y a punto de desaguarse sin piedad sobre esta isla tan chica y tan desproporcionada. Cinismo puro que lo llevó a una noche de insomnio, una noche infinita donde se tomaron muchas decisiones. Una noche que no sólo ocurrió al otro lado de las ventanas, sino que se le metió muy adentro, taladró profundo hasta llegar al alma, si es que eso existe. Una noche persistente que trajo junto con ella el frío del clima de otoño y que congeló huesos, órganos y tejidos. Porque el cuerpo de Greg no se entibió más. Ni con la ducha larga e hirviente que tomó esa mañana. Ni con el café instantáneo que le supo a mierda pero que se tragó completo, buscando un soplido de tibieza para sus entrañas gélidas. Pero nada fue suficiente. La decisión estaba tomada y firmada con tinta de hielo en su cuerpo.
Greg pensó en las tres cuadras que le quedaban hasta llegar al río. La imagen de agua cayendo sobre más agua le gustó. Y quiso apurarse para llegar antes que la lluvia.
No sólo su cuerpo débil se había convertido en un pozo de piedra fría. También el departamento. Ese departamento que hasta antes de la llegada de Isabel era una cueva oscura, polvorienta. Un terreno inhóspito, un campo de batalla perdida. Pero fueron hábiles. Sabían que un poco de pintura en los muros, un profundo aseo que abarcara hasta el último rincón de los clósets, y el suficiente aliento de vida, como si fueran dos pequeños dioses jugando a inventar un paraíso, sería suficiente. Y claro que sabían de alientos, pensó Greg. Era cosa de cerrar los ojos para volver a sentir esa respiración mordiéndole la nuca, esa fogata de manos y dedos que tatuaban sus pieles, aquella lava ardiente abriéndose paso en sus cauces y sacudiéndole el cuerpo para dejarlo medio muerto, pero más vivo que nunca. Ese mismo aliento que antes encendía chispas y provocaba incendios, se había convertido ahora en algo más parecido a un silbido de escarcha. Y de la pasión al cinismo hay un paso, pensó. Una imprecisa frontera que nadie quiere cruzar; pero siempre se termina cayendo del otro lado: el terreno de los amargados. Es inevitable. Del mismo modo que al verano siempre lo sucede el otoño.
Greg volvió a pensar en el departamento y en lo mucho que vivieron juntos ahí dentro. Por eso cuando hace un rato salió de ahí, dispuesto a llegar al Hudson lo antes posible, ni siquiera echó un vistazo por encima de su hombro al cerrar la puerta. Sabía exactamente dónde estaba cada cosa, cada adorno, incluso cada ausencia. Todavía estaban los espacios vacíos que hasta hace muy poco estuvieron llenos. El lado del clóset que antes le pertenecía a ella, ahora era un hueco enorme y despoblado. Incluso el otro lado del colchón conservaba una huella cada vez más imprecisa de su anatomía de mujer. Por eso salió sin mirar hacia atrás, porque si lo que buscaba era olvidar el pasado, y evitar también la llegada del futuro, tenía que ser valiente y salir de ese departamento con firmeza y rapidez, evitando a toda costa que cualquier memoria lo anclara nuevamente a ese presente que estaba durando mucho más de lo que alguien podía soportar. Cuando iba bajando veloz las escaleras, escuchó la voz de un locutor de noticias que se coló a través de la puerta siempre medio abierta de su vecino. Hablaba algo de una inminente tormenta, pero en ese momento Greg no prestó atención. No fue sino hasta ahora, que el agua lo sorprendió a media calle y a tres cuadras de su destino, que recordó ese anuncio climático y se maldijo por no haber salido quince minutos antes. Y pensó en voz alta: Cuánto me habría gustado llegar al río antes que la lluvia.
Dos
Fue antes, mucho antes que Greg conoció a Isabel. Antes, pensó. Antes. Y por un momento sintió una vez más ese martillazo de nostalgia en el pecho, un disparo de adentro hacia afuera, para de ahí desparramarse hacia sus piernas y brazos. Isabel era hermosa, aunque nadie lo dijera. Aunque el mismo Greg no pensó en ella como una mujer atractiva cuando la vio. Llovía, y el Barnes & Noble de la Union Square se había convertido en una suerte de refugio para los damnificados de aquel día que se anunció como soleado, pero que a última hora frustró a todos y se ensañó mandándoles un diluvio del que nadie pudo escapar. Es curioso, pensó Greg ahora: lluvia aquel día y lluvia hoy. Isabel entró corriendo, arrastrando con ella un desorden de gotas y un poco de ese vaho tibio de primavera húmeda que sopla por Nueva York en los meses de abril y mayo. Greg la sorprendió avanzar algo desorientada, estilando agua por el pelo, y con una blusa de verano —demasiado ligera aún para la época— adherida al cuerpo como un parche de color. Sus pechos se marcaban, nítidos, pero a ella no le importó. Porque Isabel sabía que no era hermosa, y que nunca coleccionaría miradas aunque sus pezones se dibujaran con precisión al otro lado de aquella tela. Es cierto, Greg no pensó en ella como una mujer atractiva. Pero había algo en su forma de caminar, en su desorientación, en esa mirada que parecía pedir perdón por estar mojando el suelo, aunque decenas de otras personas estuvieran haciendo lo mismo, que hizo que Greg no le quitara la vista de encima. No pertenecía al lugar, y eso era evidente. Era una imagen sobrepuesta, un personaje de otra historia que la lluvia había hecho equivocar de escenario y que ahora, con pasos cortos y vacilantes, buscaba un lugar donde pasar inadvertido. Y eso se convirtió, para Greg, en algo que no podía rechazar: era la posibilidad concreta de escribirle, a su antojo, una vida entera a un cuerpo que no tenía dueño en esta orilla del mundo. La vio avanzar hacia la mesa de ofertas, esa montaña de libros que nadie quiso en su minuto de gloria y que ahora, meses más tarde, rebajados hasta casi el regalo, tampoco nadie quiere. Él no olvida que la vio hojear un libro de Feng Shui, y se sorprendió. Isabel no se parecía, en lo más mínimo, a aquellas mujeres que buscan en la posición de los muebles, o en el flujo de energías que no ven, respuestas a sus vidas aburridas. Por el contrario. Más bien tenía el aspecto de una estudiante de último año de maestría en ciencias políticas. Algo en donde lo que importa es el tamaño del cerebro, el uso de la palabra y la agilidad del pensamiento, y no la apariencia física o la búsqueda del último grito de la moda. Tal vez ése sea el secreto de la verdadera atracción: que la persona que tienes enfrente no cumpla con las expectativas que te formaste de ella, piensa ahora Greg. Que prometa algo con su sola presencia, y que no lo cumpla con sus acciones. De este modo, esa no concordancia te deja anclado ahí, pendiente de una nueva sorpresa, de un nuevo giro inesperado en la personalidad. Isabel era una mujer de cabellos mojados, de blusa casi transparente, y que parecía imposible de leer.
La vio avanzar ahora hacia la sección de libros recién publicados. En una de las estanterías estaba Marea Brava, la novela más reciente que Greg había publicado. A pesar de que nunca le gustó la ilustración que su editor se empeñó en usar como portada, la novela en general había gustado mucho y se estaba vendiendo bien. Por algo seguía en el estante de los elegidos del Olimpo, se burló él, a pesar de los más de dos meses transcurridos desde su salida al mercado. Isabel se detuvo frente al libro. La vio escudriñar el dibujo de aquel cuerpo cubierto por una capa de agua que deformaba los contornos, azulando la piel, dándole a la modelo la apariencia más de una sirena extraviada que de una heroína de novela. Pasó un dedo sobre las letras blancas del título. Greg juraría que Isabel hizo un gesto de desagrado. Un leve movimiento de la cabeza, un reproche silencioso a la elección de esa portada, un no que se le escapó sin que se diera cuenta, igual que como se escapa un suspiro o un bostezo. Para esos entonces, Greg había renunciado a la tarea de buscar una nueva novela que llevarse al departamento. Todo se trataba ahora de Isabel: de leerla a ella, página a página, poro a poro, de averiguar lo más posible antes de que las palabras llegaran a confirmar sus supuestos. Iba a escribirla: ella era perfecta para convertirse en personaje, para inventar a partir de las verdades de Isabel cientos de mentiras, de ficción. Escribir a Isabel, pensó. De eso se va a tratar mi vida.
Cuando el diluvio cesó y el sol convirtió en nubes los charcos de las calles, Isabel salió de la librería y siguió su camino. Pero esta vez Greg iba tras ella, vigilándola algunos pasos más atrás, viéndola aparecer y desaparecer en medio de la neblina y de los jirones de vapor de agua, convertida casi en un espejismo que la humedad hacía reverberar allá enfrente. El cuerpo de Isabel brillaba entero, cubierto de gotas de lluvia y ahora de sudor. Una sirena extraviada en ese mar de cemento que luego del aguacero comenzaba a hervir, convertido en marea brava. Greg pensó en el juego de palabras, y sonrió de saber que ese día que no prometía nada había adquirido de pronto un significado casi trascendental. Isabel entera parpadeó, intangible, innecesaria, al detenerse frente a la luz roja de un semáforo, igual que un recuerdo que está próximo a evaporarse para siempre y del que nadie se va a volver a acordar. Pero ya era tarde para poder olvidarla, concluyó Greg. Decidió seguirla justamente porque nadie parecía notar su presencia de astro luminoso, nadie volteaba a verla, nadie siquiera advertía su respiración descontrolada por la temperatura de esa isla convertida en horno. Sólo un par de ojos masculinos, adheridos a su cuerpo como su propia blusa, viajaban con Isabel sin que nadie los hubiera invitado. Y junto con ellos, una mente ya buscaba cómo iniciar la primera frase de un texto dedicado en su honor.
Sí, pensó Greg. La lluvia, aunque se piense lo contrario, siempre es un problema sin solución. Sobre todo para Isabel, que no tuvo posibilidad de elegir ni rechazar ese destino que Greg le regaló como una mala noticia. Sin saberlo, Isabel fue víctima del mar de todas sus obsesiones, del agua que cae del cielo, y del agua que se comparte a la hora de hacer el amor.
Tres
Isabel huele a rosas, y ese olor a Greg le gusta mucho. Le recuerda algo que no logra precisar, pero a pesar del olvido su mente acarrea hacia las primeras filas de su percepción un estado de cómodo agrado, un estar seguro de que aquella fragancia se archivó bajo el rótulo de memorias positivas y satisfactorias. Y Greg sabe que ése es un archivo bastante despoblado dentro de su cabeza.
Los poros de Isabel están en alerta. Tal vez sea el aire acondicionado, o el miedo que siempre da entregar por primera vez el cuerpo a otro. Pero su piel completa es un manto de puntitos alzados, atentos a esas dos manos que buscan ganarse su confianza y aplacar así la rebeldía que han desatado. Ella cierra los ojos, echa el cuello hacia atrás. Greg la afirma contra su pecho mientras sus diez dedos se encargan de terminar de quitarle la ropa que ahora retrasa lo que ambos saben será el segundo paso. El primero fue irse a cenar a un restaurante del Village, acomodarse en una mesita en la terraza, al aire libre a pesar de aquella primavera ardiente que no daba tregua, y conversar hasta que los botaron del lugar. Greg seguía pensando que ella no era atractiva, aunque era eso lo que la hacía única y necesaria. A la luz de las velas, sus ojos tenían el color exacto de la miel, o del caramelo en su punto. La nariz era más bien ancha y algo curvada hacia el suelo. El par de labios gordos y acojinados ocultaban por completo una hilera de dientes pequeños, de animalito asustado pero acostumbrado a morder por horas enteras lo que había elegido por presa. Greg supo que se llamaba Isabel, y que era mexicana. Del Distrito Federal, sonrió ella con orgullo indisimulado. Una chilanga de tomo y lomo, agregó, y Greg no entendió de qué le estaba hablando. Él tenía la mente lejos, planeando el siguiente paso: convencerla de subir los tres pisos rumbo a su departamento, atravesar el campo minado de malos olores y manchas de humedad que poblaban los tramos de la escalera del edificio, abrir la puerta e invitarla a penetrar ese espacio tapizado de libros, papeles y revistas repartidas por el suelo. Ahora que por fin la tiene entre sus brazos, que siente caminar sus pechos en su tórax, que percibe su lengua hacer nido en el espacio tibio de su cuello, que la está escribiendo por fuera para luego leerla por dentro, piensa en su propio departamento como un tercer cuerpo. Un trío. Son ella, él y el departamento los que están incendiando la noche. La mente de Greg se dispara junto con el placer, se zambulle en el centro de aquel estallido de luces y gritos que rebotan entre los estantes de libros, son tres corazones que laten: dos humanos y la computadora que espera encendida sobre la mesa del comedor, y Greg trata de mantenerse anclado ahí, sobre el cuerpo de Isabel que se contrae y agita, que se abre entero para ofrecerle lo que él aún no ha visto, pero los pensamientos de Greg siguen escapándosele como agua de una cañería rota. Y con cada goteo Greg descubre algo nuevo: que su departamento tiene cara, y ésa es la ventana que se abre sobre Manhattan, y que la luna es el único ojo. Sí, su departamento es cíclope, un fabuloso animal mitológico de ojo redondo y blanco. Y que los libros que se acumulan como el polvo son células que, las unas junto a las otras, dan vida a ese cuerpo entero que los muerde y se los traga y que se enfría con el aliento gélido del aire acondicionado. Isabel y él se hacen uno dentro de ese enorme útero de cuatro paredes y muros despintados. Y la penetra, la goza, se hunde entero en ella, revisa sus paredes por dentro, lame tejidos que no conocen la luz, que sólo saben de oscuridades y vicios ocultos, e Isabel se deja porque nunca nadie antes la había mirado, nunca nadie antes había descubierto en ella esos temblores que ahora la perseguirán por siempre, nunca nadie había hecho música con su cuerpo. El placer fue tanto que durante una fracción de segundo se le convirtió en miedo, en pavor que dilata las pupilas y que brilla como un relámpago que ilumina el pasado entero, revisando cada hecho que la dejó sometida a ese otro cuerpo. Las horas se les acabaron en medio de una enorme laguna de agua dulce. Fue entonces que Greg la invitó a quedarse, y ella aceptó. Y no sólo aceptó esa noche: siguió aceptando, hasta que no tuvo más remedio que escapar, hasta que la vida la obligó a hacerlo. Rota. Condenada.