Las manzanas de Eva

Imma Sust

Fragmento

Capítulo 1

1

A mí no me atrae un buen culo, un par de tetas o una polla así de gorda.

Bueno, no es que no me atraigan, claro que me atraen, ¡me encantan!, pero no me seducen.

Me seducen las mentes, me seduce la inteligencia, me seduce una cara y un cuerpo cuando veo que hay una mente que los mueve, que vale la pena conocer. Conocer.

Poseer.

Dominar.

Admirar.

La mente…

Yo hago el amor con las mentes…

¡Hay que follarse a las mentes!

Dante en la película Martín (Hache)

Eva, a punto de levantarse de la cama

La maldita tristeza lo paraliza todo. No te deja pensar, no te deja actuar, no te deja hacer cosas que sabes que te sentarían bien. O eso dicen siempre los otros. Los que en ese momento no están tristes. Frases de mierda que todavía inundan más a nuestra Eva: «Ya pasará», «Salir te animará», «Ordena la casa y te sentirás mejor», «Ve al cine», «Ve a la playa», «Sal a dar un paseo», «¡No te deprimas!», «¡No te angusties!» o «¡No vale la pena!». ¿Estaréis de acuerdo conmigo en que eso es lo peor que le podemos decir a alguien que está triste? Es evidente que si Eva pudiera no sentir esta pena en su interior, no la sentiría, ¿verdad? ¿O es que Eva es gilipollas y le encanta estar apenada?

Eva tiene treinta y dos años, y vive sola en un piso muy bonito lleno de plantas y luz. Le gusta tenerlo todo muy ordenado y limpio. Aunque en épocas de bajón, no siempre lo consigue. Trabaja en un banco. Algo que no le pega nada, pero le sirve para ahorrar y, como buena control freak, le da mucha seguridad. Su sueño es tener un negocio propio y cada día duda más sobre la idea de formar una familia y procrear. Lo desea y no lo desea. Su cabeza funciona como la paradoja del gato de Schrödinger. Todo es posible. La verdad es que dedica la mayoría de sus fantasías a la pasión que siente por la cocina. No tiene muy claro ni cómo ni cuándo, pero sabe que su futuro está entre fogones. Ya sea llevando un negocio de catering o abriendo su propio restaurante. Su espacio soñado es un rincón muy verde en medio de la ciudad, lleno de luz y de abundante vegetación. Un lugar donde pueda tener un pequeño huerto y cocinar al aire libre. Se imagina como si fuera una chamana con una gran hoguera guisando en un wok gigante todo tipo de recetas que huelen a lemongrass y a curri. Ya sabemos que esto no cumple la normativa y que no es nada realista, además de ilegal, pero lo bonito de soñar es que podemos fantasear con cosas imposibles. Así que no juzguéis y seguid leyendo.

Eva, acostumbra a visitar locales que sabe que no se puede permitir, solo por el placer de imaginarse allí. ¿Le podría acompañar alguien en ese espacio imaginario que huele a Tailandia y está lleno de palmeras y jazmines? Podría ser. Fantasea con un ser que le haga el amor por la mañana y la ayude en el negocio por las tardes. Entonces piensa en sus últimos ligues y el sueño se desvanece por completo. Lleva media vida haciendo castings de hombres, pero el tipo que le funciona como amante no le funciona como pareja, y mucho menos se lo imagina como acompañante en su restaurante de ensueño. Su último crush, el Chico Coda, le ha salido rana. Tenía muchas esperanzas depositadas en él y es el responsable de su actual malestar emocional.

Salta de la cama dejando aparcada la tristeza y se maquilla frente al espejo abriéndose los ojos con los dedos mientras observa sus enormes pupilas. Tiene unos grandiosos ojos azules que se ponen preciosos cuando llora. Sí, Eva es el tipo de persona que cuando llora se mira al espejo. No es egocentrismo. Es una manera poética de plantarle cara al dolor. Lo hace desde pequeñita y la verdad es que le sirve de terapia. Cuando deja de llorar, se limpia la cara con agua y jabón y se esfuerza por regalarle una sonrisa al espejo. Se recoge su enorme melena rubia y rizada con un simple boli, se pone unos vaqueros y una camiseta ajustada que le marca mucho el pecho, y sale a la calle a intentar comerse el mundo, deseando que le pase algo excitante que acabe con su tedio. Porque si algo tiene Eva es que por muy triste que esté, adora la vida y se niega a conformarse con lo que parece que el destino le tiene preparado. Camino al trabajo, recibe una llamada de su prima Sarita, la del pueblo. Tiene doce años menos que ella, pero una vida sexual que ya querrían muchas de treinta y tantos.

—Dime, Sari —balbucea con pereza porque no tiene ganas de hablar del tema que últimamente lo inunda todo. El maldito Chico Coda.

—¿Qué tal, guape? ¿Cómo has dormido hoy? —pregunta con tono de madre afectada y con ese lenguaje inclusivo que pone tan nerviosa a Eva.

—Bien, prima. Anoche me bebí media botella de vino y caí rendida —confiesa sacando un cigarro del bolso e intentando encenderlo mientras sujeta el móvil con la oreja y se salta un semáforo.

—Di que sí, ahora estás en un momento de recogimiento. Tienes que cuidarte, mimarte y aprovechar tu red emocional para no sentirte sole.

—Totalmente. Soy lo mejor que le ha pasado en la vida. Puto idiota. Cada vez que lo pienso me cabreo mucho —se indigna Eva intentando quedar como una superwoman y corriendo para que no le pille ningún coche.

—Bien. La rabia es buena. Tú vales mucho, eres una persona fascinante y cuando menos te lo esperes encontrarás la relación sexoafectiva que tu alma necesita.

Eva se queda en silencio un par de segundos y responde:

—Claro, claro. Te dejo, que entro en el metro y se va la cobertura. ¡Chao! —Eva cuelga el teléfono antes de que Sara pueda decir adiós.

Pasa de largo la parada de metro y sigue andando. Adora a su prima, pero no soporta que sea tan maternal. A ratos parece una niñata marisabidilla que se cree que lo sabe todo de la vida y del sexo. Es ese tipo de personas que están en tu vida, las quieres mucho y sabes que jamás saldrán de ella, pero que a veces no las soportas. Eva no busca ninguna relación sexoafectiva. Busca al hombre de su vida. Y vive atormentada entre el deseo de tener un sexo increíble y una pareja para ver la tele los domingos. En el fondo, todas hemos sido educadas para pensar y desear eso al llegar a nuestra edad adulta, ¿verdad? A todas nos han contado los mismos cuentos y hemos sufrido con las mismas películas de Disney. No tenemos referentes de mujeres solteras y felices. No hay cuentos de matrimonios sin hijos. Y así vivimos, angustiadas como resultado de nuestra educación heteropatriarcal y deseando encontrar a un príncipe azul que se nos aparece de vez en cuando en Tinder, aunque lo veamos de color verde o medio desteñido. Como el Chico Coda, que en realidad se llama Pablo.

A Eva le encanta poner motes a todo el mundo y este tiene mucha lógica. Los padres de Pablo son sordos y los hijos de padres sordos se definen como «codas». Eva aprendió eso y un montón de cosas más con él. Se pilló porque el chico parecía que tenía una sensibilidad especial y una forma de ver el mundo diferente. Al principio, Eva nunca pensó que sería ni su príncipe azul ni el futuro padre de sus hijos, pero sí un amante con el que pasar buenos ratos, charlar y aprender cosas nuevas. Era intérprete de signos y en algunas ocasiones dejaba que Eva lo acompañara a los museos, a las fiestas populares o a los centros cívicos para disfrutar de una clase de cocina o una charla sobre arquitectura románica con interpretación de signos. Era un mundo que ella desconocía, y eso le apasionaba. Tenía una voz increíble y sabía cómo poner cachonda a Eva susurrándole sus fantasías al oído. Le tomó cariño, quizá más de la cuenta. Y ahora no se siente capaz de mantenerlo en su día a día como un amigo con el que no puede follar. Esto le remueve demasiado por dentro.

Os pongo en situación. El Chico Coda pertenece a ese tipo de personas a las que les encanta jugar. Jugar a juegos que divierten un rato pero que a la larga hacen daño. Juegan durante el tiempo que creen oportuno y, cuando se cansan, dejan de hacerlo sin pensar en las consecuencias. Es como ese niño del colegio que juega a gomas en el patio a la hora del recreo y, cuando menos te lo esperas, suelta las gomas y se pira haciéndote daño y dejándote sola, con la cara marcada, llorando y diciendo… ¿por qué a mí? Esos niños son malos, se hacen mayores y nunca dejan de jugar. El Coda era uno de esos críos y Eva lo dejó en el mismo instante en que vio que la goma estaba a punto de explotar en su cara. Es una pena porque le gustaba jugar con él. Por eso, después de darle muchísimas vueltas, ha decidido que ha llegado el momento de bloquearlo de su vida y de su móvil.

Va a los contactos de su teléfono, pone «Pablo Coda» en el buscador y le da a la opción «Bloquear contacto». Así, sin más. Porque sabe que tarde o temprano, el Coda regresará pidiendo atención. Y si algo tiene claro nuestra Eva es que no quiere volver a caer cuando esto suceda.

Capítulo 2

2

El problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Mario y Marina juegan bajo las sábanas

Comparten cama, pero hace tiempo que sus mentes no se dicen mucho. Todo lo que tenían en común se ha desvanecido con los años y siguen juntos por aquello de que llevan así desde el instituto. En cambio sus cuerpos, a veces, sí se dicen cosas. Se activan de noche, con la oscuridad. Olvidan los malos pensamientos, las peleas, la nula comunicación y hacen de las suyas como si no fueran ellos.

Ella se llama Marina, tiene treinta y cinco años. Es muy delgada. Lleva el pelo corto sin ningún tipo de peinado especial y parece más una jovencita que una mujer hecha y derecha. La primera impresión al verla es de pena y vulnerabilidad. Transmite fragilidad.

Él es Mario y tiene treinta y cuatro años. Alto, de complexión fuerte, moreno y con los ojos castaños. Aparenta una imagen dura. Transmite seguridad y es un tipo guapo de esos de manual.

Parece que a ella le gusta hacerse la dormida y hacerle creer a su marido que es él quien lleva la iniciativa en la cama. En un momento de la noche en que ella está excitada pensando en sus cosas, deja caer la mano encima de su pene. Tienen la práctica costumbre de dormir siempre desnudos. Un pequeño roce con su delicada mano es suficiente para que Mario se excite. Nota cómo el pene se agranda y con este simple hecho ya está preparado para hacerle el amor a su mujer. Es un hombre simple. De esos que el día que no se le levante no sabrá qué hacer. No tiene demasiados recursos. Es un tipo muy básico, pero tierno. Le gusta este juego con su mujer, en el que ella lo acaricia de imprevisto como si fueran dos adolescentes de campamentos a los que les ha tocado dormir en la misma cama por casualidad. Él se da la vuelta para abrazarla por la espalda. Con el pene roza las nalgas de ella como si tuviera intención de penetrarla analmente. Cosa que no ha hecho hasta ahora y nunca hará. Ella, fingiendo estar dormida, sigue el ritmo con el cuerpo e intenta abrir el culo apretando y relajando, sabiendo también que es solo un juego y que no irá más allá. Cada vez que aprieta, Mario da un pequeño empujón. Es la forma que tienen sus cuerpos de decirse las cosas. Él la abraza cada vez con más fuerza rodeando su espalda con las piernas y acariciando sus tersos pechos con las manos.

Marina tiene unos pechos pequeños, acordes con su cuerpo delgado, pero muy bonitos. Con unos pezones que rozan la perfección. Pequeños, redondos y no demasiado oscuros. Muy normativos, por decirlo de alguna manera. Como quien no quiere la cosa, Mario le coloca el dedo índice en la boca y aunque ella sigue haciéndose la dormida, lo chupa de forma sensual. Mario ya tiene el pene a punto, pero le gusta que su mujer también lo esté. Se separa un poco de ella con mucho cuidado, le da la vuelta y la deja tumbada boca arriba. Sin hacer casi ruido, se sitúa a los pies de la cama y empieza a besuquearle los muslos. Primero uno y después el otro. Utiliza las manos para sostenerse encima de la cama sin que su cuerpo roce el de ella. Solo la toca con los labios. Le da morbo la oscuridad y también el hecho de que ella esté aparentemente dormida y no sepa qué es lo que va a pasar. Aunque el ritual se repita casi siempre igual, le gusta imaginarlo así.

A medida que sus labios se van acercando al pubis de ella, nota cómo el cuerpo de Marina se estremece. En silencio, con delicadeza, parece que ella lo vaya guiando para que se acerque cada vez más, hasta que llega el momento en que Mario le lame suavemente el clítoris con la lengua. Solo la lengua consigue hacerla gemir. Un gemido muy pequeño, nada escandaloso. Que el juego no se acabe. Ella duerme y él la seduce entre sueños. Esta es la versión de Mario, la de Marina es un poco diferente. La conoceremos más adelante.

Cuando parece que su coño está mojado, Marina coge la mano de su marido y la aprieta con fuerza. Él sabe lo que esto significa. Se incorpora y pone dos cojines debajo del pequeño culo de su mujer, para facilitarle las cosas. Acerca la lengua otra vez, le da otro lametazo, ahora introduciendo sus dos dedos índices, previamente mojados con la boca, dentro de su vagina. «No hay nada que la vuelva más loca…», piensa él. Simple y eficaz. Sigue hasta que ella ya no puede disimular más y, claramente despierta, se da la vuelta, deja el pubis encima de los cojines y muestra el culo y la vagina por detrás. Reina la oscuridad, pero su marido puede verla. Sin pensarlo, estira las piernas de ella con delicadeza y las deja casi fuera de la cama. Él se pone en pie y mientras abre las nalgas de su mujer con las manos, le introduce el pene por la vagina con fuerza. No para hasta que no puede evitar correrse, y cae medio desmayado sobre el cuerpo de Marina, que permanece inmóvil. Al cabo de un par de minutos, Mario se levanta y va al baño a lavarse un poco. Vuelve con una toallita húmeda para limpiar la parte íntima de su esposa. Ella, que vuelve a jugar a estar dormida, se expresa con un pequeño susurro. Parece que también se ha corrido. Tiene una vagina extremadamente sensible, no se la puede tocar después de correrse. Mario se queda un rato sentado a su lado, como si le estuviera hablando con la mente. La arropa y se queda dormido sin darse cuenta, abrazándola con fuerza. El ritual puede repetirse cada dos o tres semanas. Es Marina quien lo decide, aunque él sea incapaz de darse cuenta.

A la mañana siguiente, Mario salta de la cama mucho antes que su mujer. Trabaja de contable en un banco, un trabajo muy cómodo, aunque sus horarios son cero flexibles. Tiene que estar allí a las ocho en punto. Ella se queda durmiendo media hora más. Es enfermera de urgencias en uno de los hospitales públicos de la ciudad. Cada día es un nuevo mundo, y el horario, distinto. Puede trabajar tres noches seguidas y luego tener cinco días de fiesta. Mario le ha pedido mil veces que cuelgue su horario en la nevera, pero Marina nunca se acuerda de hacerlo.

Espera paciente en la cama el momento exacto en que oye el sonido de la puerta al cerrarse. Como si de un ritual se tratase, todos los días repite el mismo gesto. Se viste con lo primero que encuentra sin pasar por la ducha, coge las llaves de casa y se marcha calle abajo. A dos manzanas de su casa hay un bar indio que le gusta mucho. Casi todos los comensales son indios. El típico lugar donde llevarías a tu amante para que no te reconociera nadie. A Marina le encanta ese bar y no concibe un día sin desayunar en él. Ya habrá tiempo luego de volver a casa y arreglarse para ir a trabajar. Pero ese momento de paz y tranquilidad no se lo quita nadie. Es su pequeño secreto. Pide el mismo té de cada día y suspira feliz.

—¿Qué pasa, Mari? ¿Quieres el periódico? —le grita un cliente que se levanta de la mesa para lanzarle el diario nada más llegar ella.

—Genial, Amal —agradece Marina sonriente—. ¿Algo destacable?

—Nada, el mundo sigue siendo la misma mierda que ayer.

—O un poco peor —matiza otra clienta un par de mesas más lejos.

—Di que sí, Asha, que la cosa está fatal.

Se acerca el camarero, le sirve el té y Marina le pregunta:

—¿Cómo se encuentra tu mujer, Sharim?

—Mejor, ya ha terminado la segunda tanda de quimio. Lo que pasa es que ahora está muy deprimida. La tengo todo el día llorando.

—Es normal. No es fácil vivir con cáncer. Pero tiene que hacerlo. Que no intente luchar. Todo saldrá como tenga que salir. —Sharim agradece las palabras de Marina. Aunque ella no trata directamente a su mujer, la conoce bien. Ha revisado su ficha clínica y se ha pasado horas charlando con él del tema en la sala de espera del hospital y en el bar.

Muchas personas se enfrentan al cáncer como si fuera una lucha compleja. Marina tiene claro que esta enfermedad es muy dura, pero piensa que no hay que mirarla como si fuera una guerra porque entonces el desgaste emocional es mayor. Lo ha visto en muchos pacientes. Los que luchan viven enfadados. Los que aceptan la enfermedad, sonríen más.

—Si necesitas cualquier cosa, me llamas, ¿vale? —insiste sinceramente Marina.

—Gracias —responde Sharim con ternura—. Eres una buena vecina y una enfermera maravillosa.

—Te lo digo en serio —dice con firmeza, como si no hubiera escuchado el alago y agarrándole fuerte de la mano—. Lo que sea. ¿Sí?

Sharim está muy triste. Contesta con un simple gesto de la cabeza, tiene los ojos llorosos. Sabe que puede confiar en Marina. En el bar la conocen por «la Mari» y la verdad es que se los ha ganado a todos. Quien no tiene un problema de piel, tiene un soplo en el corazón o una verruga en el sobaco. La Mari sabe escuchar y se siente a gusto en ese extraño lugar. Solo comparte ese espacio con Isidro, su compañero de trabajo en el hospital. Su marido ni siquiera sabe que existe, es un lugar al que a Mario ni se le pasaría por la cabeza entrar.

Capítulo 3

3

La sexualidad es como las lenguas, todos podemos aprender varias.

BEATRIZ PRECIADO

Eva visita al psicoanalista

Cuando Eva tenía catorce años se había imaginado alguna vez a su edad actual, casada, con una familia numerosa y muy feliz. Ahora no tiene nada claro si quiere tener hijos o no. Hay días en que lleva la soltería con mucha dignidad y deja esa obsesión de la maternidad para su hermana Mónica, pero hay otros en que al drama de no encontrar el amor de su vida se le añade la frustración de no dar con el padre de sus hijos.

Que sí, que sí, que no todos estamos hechos para tener familia y que se puede ser feliz sin marido y sin niños, pero eso le produce cierto resquemor, tal vez por la presión social, tal vez porque una vez un psicólogo le dijo que igual no estaba preparada para ser madre. Que quizá no sería una buena madre ya que tenía un carácter demasiado histérico. Sí, eso dijo aquel gran cabrón insensible. Eva se marchó de la consulta y no volvió jamás, pero aquellas palabras se le quedaron clavadas en su corazón para siempre. Maldito psicólogo de mierda, ¿cómo se atrevió a hablarle así a una paciente? Igual el tipo quería hacer reaccionar a Eva, pero la dejó absolutamente destrozada y rota por dentro. Con una autoestima de mierda y la absoluta certeza de que jamás sería madre y nunca encontraría a nadie que la quisiera.

Pasaron los años y, entre otras cosas, aprendió a hacer castings de psicoanalistas. El último se llama Juan Antonio Miralles. Se lo recomendó su hermana, algo mayor que ella. Sentada en una silla, Eva suelta toda su mierda mientras el doctor toma nota.

—Me puedo tirar horas en la cama sin hacer nada. Inundando mi cabeza de pensamientos negativos. Me levanto, suspiro, miro por la ventana, y me doy cuenta de que estoy triste y sola. Así será mi final. Lo sé. ¿Por qué? No lo sé. Siempre he sido de relaciones raras. Soy muy antisocial, acobardada, celosa…, tengo ganas de que las cosas salgan bien pero no hago nada para conseguirlo. Me da la sensación de que no son más que pensamientos en mi cabeza. Pienso, pienso, pienso todo el rato. Pienso muchas cosas, pero me cuesta pasar a la acción. Me cuesta sobrevivir. Echo de menos tener a alguien que me abrace por las mañanas y también el sexo del que disfruté en el pasado, pero estoy cansada de darle al botón del Tinder y que nunca ocurra nada excitante. Me paso media vida tomando cafés con tipos a los que no los tocaría ni con un palo. El que no tiene novia, no la busca. El que solo quiere sexo no se cree que tú también lo quieres. Al que llamas un par de veces seguidas, se agobia. Al que le preguntas qué hará mañana, se cree que quieres controlarlo. En serio, no puedo más. Tengo miedo de que se me pase el arroz. He pensado en congelar mis óvulos por si en un futuro encuentro a alguien. No sé. ¿Qué hago?

Eva espera una respuesta del doctor Miralles, pero este hace el peor gesto que puede hacer un psicólogo: mirar la hora.

Los psicólogos son como las putas. No me negaréis que follar a cambio de pasta no tiene ninguna gracia. El deseo no se puede comprar. La mirada del otro no tiene precio. Y pagar para que alguien finja que te desea es muy triste y le quita todo el valor al acto sexual. Algo parecido piensa Eva de los psicólogos, qué triste es pagar para que alguien te escuche fingiendo que le importas. Es evidente que a este tipo le importa una mierda lo que le pasa, de lo contrario, no podría vivir. Demasiada responsabilidad emocional, preocuparse de verdad por todos sus pacientes.

Al salir de la consulta, se encuentra con su hermana. Mónica también sufre ansiedad. Eva cree que la terapia la ha convertido en una mujer sin empatía que presume de ser medianamente feliz de puertas para fuera. Tiene las mismas angustias que Eva, pero las tapa con pastillas y alcohol. Aparenta estar más tranquila o equilibrada el ochenta por ciento del tiempo, pero las dos sufren de esa maldita enfermedad incómoda y difícil de aceptar. Como si fuera algo genético. Una misma angustia, aunque Eva lucha por aceptarla y Mónica por hacerla desaparecer. Muchos años atrás, la mayor de las hermanas tuvo una relación excitante que la tiene medio torturada y no por lo mala que fue, sino por el maravilloso sexo que le proporcionó.

El personaje en cuestión es cosa del pasado, pero la conexión que llegaron a alcanzar, los juegos eróticos, la complicidad, la lujuria… Quizá Mónica lo tiene todo muy idealizado, no lo sabe muy bien. Son recuerdos que le vienen a la cabeza de vez en cuando, pero le cuesta rememorarlos con claridad. Fue en una época en que salía demasiado de fiesta. Todo lo recuerda nublado, pero si hay algo que percibe con gran nitidez es lo que sentía su cuerpo. Y este pensamiento recurrente la tortura a veces.

Él era un arquitecto muy famoso y a Mónica le tocó trabajar en un caso en el que el hombre estaba implicado. Ella es abogada y, bueno, de alguna forma él era su jefe. Ya podéis imaginaros la tensión que se generaba en el despacho. Chica joven con ganas de aprender que se encuentra con un tipo mayor, con mucho talento, enamorado perdidamente de ella. Mónica tuvo una relación medio clandestina con el famoso arquitecto hasta que su cuerpo dijo basta. No se puede vivir con tanta intensidad. Aquello la llevó al psicólogo y desde entonces no ha parado.

Las hermanas han quedado para ir de compras a la salida del psicoanalista.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara? —le suelta Mónica con un tono claramente dramático nada más verla salir por la puerta, antes de darle dos besos.

—No salgo de una discoteca, hermana —ironiza Eva—. ¿Qué cara quieres que ponga?

—¡Ay, neni! Pero bien, ¿no?

—Pues no. No pienso volver. ¿Nos sentamos aquí?

Sin esperar respuesta, deja la chaqueta en la silla y hace un gesto al camarero para indicarle que puede tomar nota.

—¡Así no te vas a curar nunca! —exclama indignada la hermana.

—Igual no —responde seca Eva, que no soporta que la trate como si tuviera doce años.

—Tienes que ser fuerte y poner más de tu parte.

—Eso no tiene nada que ver con ser fuerte. Este tío no me gusta, no escucha —se lamenta guardando el móvil en el bolso.

—Pues a mí sí. El doctor Miralles me ha salvado la vida.

Eva se calla. Con los psicólogos pasa como con las parejas, hay que conectar, y si su hermana conecta con ese gilipollas, pues vale. No va a entrometerse, pero Eva tiene claro que ella no quiere volverlo a ver. Lo ha decidido mientras el doctor miraba el reloj de alta gama, y en lo tozuda ha salido a su madre, así que no hay vuelta atrás.

La madre de las dos hermanas es un mix de las dos hijas. Aunque la señora Sala no padece ansiedad, lo que ella tiene es miedo.

Curioso cómo las palabras nos pueden hacer creer que sufrimos una u otra patología ¿verdad? La madre tiene miedo de ella misma. Toda la vida ha luchado por aceptar su inestabilidad. Tiene miedo y sentimiento de culpa. No soporta ver mal a sus hijas y se siente responsable de lo que pasa cuando las cosas no van bien, como si la locura recibida en herencia fuera culpa suya.

Desde siempre ha inculcado a sus hijas la necesidad absoluta de que sean felices. Quizá ese anhelo, esa búsqueda constante, esa autoexigencia y obligación moral de ser siempre felices las ha acabado encerrando en esa trampa mortal

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