Manual para damas afortunadas

Sophie Irwin

Fragmento

g-2
1

Harefield Hall, 1819

Vamos, Eliza, seguro que eres capaz de derramar una lágrima —le susurró la señora Balfour a su hija—. ¡Es lo que se espera de la viuda!

Eliza asintió, aunque sus ojos siguieron secos como de costumbre. Por más años que se hubiese pasado interpretando el papel de hija obediente y de esposa abnegada, no conseguía llorar cuando se lo pedían.

—Recuerda que hoy es probable que nos veamos inmersos en una trifulca —siseó la señora Balfour mientras lanzaba una significativa mirada hacia la biblioteca, donde estaban sentados los parientes del fallecido conde de Somerset. Nueve meses después del cortejo fúnebre, todos habían vuelto a reunirse en Harefield Hall para la lectura del testamento y, por la gélida expresión de los ojos que se clavaban en ellas, al parecer la señora Balfour no era la única que se preparaba para una batalla.

—La situación de Eliza quedó estipulada en el acuerdo de matrimonio: quinientas libras al año —le aseguró el señor Balfour a su esposa con un susurro—. No hay razón para que Somerset quiera ponerlo en duda. Será la partida más nimia de la herencia.

Hablaba con amargura, pues ni la señora Balfour ni él habían aceptado por completo las circunstancias de Eliza, que habían cambiado sustancialmente. Una década atrás, el matrimonio de la joven Eliza Balfour, de diecisiete años, con el conde de Somerset, veinticinco años mayor que ella, había sido el enlace de la temporada, y los Balfour habían cosechado los frutos de esta unión colmadamente. Al cabo de un año de la boda, su hijo mayor se había casado con una heredera, a su segundo hijo lo habían nombrado capitán del Regimiento Real de Lincolnshire y habían enmoquetado toda Balfour House con terciopelo.

Sin embargo, nadie había esperado que la primavera pasada el conde, de constitución fuerte, sucumbiese tan deprisa a una inflamación de los pulmones. Y ahora, viuda a los veintisiete años y sin un hijo que heredase el título, la posición de Eliza no resultaba envidiable. Quinientas libras al año… Había gente que podía, y de hecho lograba, vivir con mucho menos, pero en aquel asunto Eliza estaba de acuerdo con su padre. Diez años de matrimonio con un hombre que había sido más cariñoso con sus caballos que con su esposa, diez años de aislamiento en la fría e imponente Harefield Hall, diez años de desear la vida de la cual podría haber disfrutado si las circunstancias hubiesen sido ligeramente distintas… Teniendo en cuenta lo que —y a quien— Eliza se había visto obligada a renunciar, quinientas libras al año le parecían una miseria.

—Si al menos ella le hubiese dado un hijo… —se quejó el señor Balfour quizá por quinta vez.

—¡Lo intentó! —le espetó la señora Balfour.

Eliza se mordió la lengua con fuerza. La señorita Margaret Balfour, su prima, le apretó la mano por debajo de la mesa, y el reloj dio las doce y media. Ya llevaban media hora esperando al nuevo conde, cuya presencia permitiría que diera comienzo la lectura. A Eliza se le formó un nudo en el estómago. Seguro que aquel hombre llegaría pronto. Seguro, sí.

—Es una vergüenza —masculló la señora Balfour con la misma sonrisa plácida y tranquila tallada en el rostro—. Ya han pasado nueve meses, y encima llega tarde. ¿Acaso no es una vergüenza, Eliza?

—Sí, madre —respondió Eliza de forma automática. Siempre le resultaba más fácil asentir, si bien el extraño retraso claramente era culpa del viejo conde, no del nuevo, puesto que fue el viejo conde quien dejó por escrito que no se leyera su testamento hasta que se hubiesen reunido todas las partes involucradas. Como en el mes de abril el nuevo conde de Somerset —el sobrino del esposo de Eliza, el presuntuoso heredero del capitán Courtenay— se encontraba destinado en las Indias Occidentales cuando murió su tío, y como las condiciones de navegación del siglo XIX habían hecho gala de una lentitud sin precedentes, su demora era comprensible. Angustiosa pero comprensible.

Todos los que estaban reunidos en la biblioteca llevaban varios meses a la espera, y la avanzada hora de aquel día empezaba a hacer mella en ellos: la honorable señora Courtenay —la cuñada del viejo conde y madre del nuevo— miraba fijamente hacia la puerta; su hija, lady Selwyn, tamborileaba impaciente con los dedos; mientras que lord Selwyn intentaba calmar los nervios entreteniendo a los presentes con distintas historias en las cuales pretendía dejar clara su superioridad.

—Y le dije: «Byron, muchacho, ¡es necesario que lo escribas!».

A su lado, en el centro de la estancia, el abogado de los Somerset, el señor Walcot, revolvía sus papeles sin cesar con una tensa sonrisa. Todo el mundo se impacientaba, pero probablemente nadie tanto como Eliza, quien sentía, con cada tictac del reloj de pared, cómo sus nervios alcanzaban nuevas y peligrosas cotas. Después de diez años, de diez largos años, ese día volvería a verlo. No le parecía siquiera real.

«Tal vez no venga». Una vida de decepciones le había inculcado la virtud de prepararse para lo peor: quizá él se había equivocado de fecha o quizá el carruaje había sufrido un espantoso accidente, o quizá había decidido regresar a las Indias Occidentales en lugar de tener que verla de nuevo. No era propio de él llegar tarde, siempre había sido muy puntual. O, por lo menos, aquel caballero al que Eliza conoció era puntual. Puede que hubiese cambiado.

Finalmente, no obstante, cuando el reloj marcó tres cuartos, la puerta se abrió.

—El honorable conde de Somerset —anunció Perkins, el mayordomo.

—Mis más sinceras disculpas por la tardanza —dijo el nuevo lord Somerset al irrumpir en la estancia—. La lluvia ha vuelto traicioneros los caminos…

La reacción de Eliza fue instantánea. Su corazón empezó a latir más rápido, su respiración se entrecortó, sintió un nudo en el estómago y se levantó, pero no porque fuese de educación hacerlo, sino porque el hecho de reconocer a aquel hombre reverberó con tanta fuerza en su interior que la impulsó a levantarse. Después de haberse pasado tantos meses imaginándose aquel momento, seguía sin estar en absoluto preparada para enfrentarse a él.

—¡Oliver, querido! —La señora Courtenay corrió hacia su hijo con los ojos brillantes, con lady Selwyn a la zaga, y Somerset abrazó primero a su madre y luego a su hermana. La señora Balfour chasqueó la lengua, reprobadora, al presenciar esa falta de protocolo —debería haberse dirigido en primer lugar hacia Eliza—, pero Eliza no le dio importancia alguna. En muchos sentidos, lo vio igual que siempre. Todavía era muy alto, todavía tenía una cabellera abundante y los mismos ojos fríos y grises que el resto de su familia, y todavía se movía con un aire de tranquila seguridad que siempre había sido típico de él. Tras una década de carrera naval, sus hombros eran más anchos de lo que habían sido cuando era joven y su pálida piel se había oscurecido bajo el sol. Le favorecía. Le favorecía mucho.

Somerset soltó las manos de su hermana y se giró hacia Eliza. Atribulada, esta se sintió de pronto consciente de que los años no habían sido tan clementes con ella. De menor estatura, con el pelo castaño y unos ojos grandes y oscuros muy comunes, siempre había pensado que parecía una especie de animal nocturno sobresaltado, pero en esos momentos temía, por culpa del atuendo negro que exigía su estado de viuda y por la silueta enjuta y cansada después de varios meses de incertidumbre, que se asemejase más bien a un roedor.

—Lady Somerset —dijo el conde haciéndole una reverencia.

Su voz tampoco había cambiado.

—Milord —contestó Eliza. Notó cómo le temblaban los dedos, y los apretó sobre las faldas al hacer una torpe inclinación, mientras se preparaba para enfrentarse a la mirada de él. ¿Qué vería en sus ojos? ¿Rabia, quizá? ¿Recriminación? No se atrevía a albergar esperanzas de hallar calidez. No se la merecía. Ambos se alzaron a la vez y al fin, después de tanto tiempo, se miraron a los ojos. Y cuando examinó los de él, vio… nada.

—Mi más sincero pésame por su pérdida —dijo. Sus palabras eran educadas y su tono, neutro. Su expresión tan solo podía describirse como cortés.

—Gra-gracias —balbució Eliza—. Espero que el viaje haya sido agradable.

Las cortesías se escapaban de la lengua de Eliza sin pensar, lo cual era muy positivo, ya que en esos momentos era incapaz de pensar.

—Tan agradable como cabía esperar con el tiempo que hemos tenido —respondió él. No había ningún indicio, ni en su comportamiento ni en su postura ni en su tono, de que estuviese experimentando la misma agitación que le revolvía a Eliza la mente. De hecho, no parecía que verla lo hubiese afectado lo más mínimo. Como si en realidad no se conocieran.

Como si en realidad aquel hombre no le hubiese pedido un día que se casara con él.

—Sí… —se oyó decir Eliza, como si hablase desde una gran distancia—. La lluvia… ha sido despiadada.

—En efecto —asintió Somerset con una sonrisa; sin embargo, no era una sonrisa que ella le hubiera visto esbozar con anterioridad. Era educada. Formal. Insincera.

—Me alegro de verte, muchacho, me alegro mucho. —Sel­wyn se había adelantado con la mano tendida, y Somerset le devolvió el apretón con una sonrisa que de pronto volvía a ser cálida. Se dirigió hacia el centro de la estancia, alejándose así de los Balfour y dejando a Eliza perpleja.

¿Qué ocurría? Después de todo el tiempo que habían estado separados, de todo el tiempo que Eliza se había pasado preguntándose dónde estaría él y si sería feliz, rememorando una y otra vez los momentos que compartieron, después de todas las horas que había pasado lamentando los acontecimientos que habían conspirado para mantenerlos alejados, ¿aquel iba a ser su reencuentro? ¿Un breve y único intercambio de trivialidades?

Eliza se estremeció. El frío del mes de enero había impregnado el aire durante toda la mañana —la orden de su esposo de que no encendiesen las chimeneas hasta que se hiciese de noche había trascendido su fallecimiento—, pero en esos instantes Eliza estaba completamente helada. Una década entera viviendo separados por océanos y Oliver —«Somerset»— nunca le había parecido tan distante como en aquel momento.

—¿Comenzamos? —apuntó Selwyn. Antes incluso de que Selwyn se hubiese casado con la sobrina del viejo conde, los dos caballeros habían sido grandes amigos, pues sus tierras eran colindantes, pero por la misma razón su relación había padecido altibajos. De hecho, la última reunión de negocios que habían mantenido antes de la muerte del viejo conde se había convertido en una disputa a gritos que había dejado en silencio a toda la casa; y, aun así, por el entusiasmo que lucía el rostro de Selwyn, era evidente que aquel día esperaba recibir una herencia sustanciosa.

Con un asentimiento, el señor Walcot extendió los papeles delante de sí, y los Balfour, los Selwyn y Courtenay observaron desde los lugares que ocupaban respectivamente, ambiciosos y hambrientos. La escena serviría para pintar un cuadro dramático. Al óleo, con vivos colores, quizá. A Eliza le hormigueaban los dedos, ansiosos por coger un pincel.

—Este es el último testamento de Julius Edward Courtenay, el décimo conde de Somerset…

La atención de Eliza se esfumó en tanto el señor Walcot empezaba a enumerar las numerosas vías por las cuales el nuevo conde iba a convertirse en un hombre muy rico. La señora Courtenay parecía a punto de ponerse a gritar de la alegría y lady Selwyn reprimía una sonrisa, pero Somerset fruncía el ceño. ¿Lo intimidaba la enorme cantidad de dinero? ¿Lo sorprendía acaso? No debería. Incluso a pesar de la austeridad del viejo conde, Harefield Hall seguía siendo un verdadero santuario que daba fe de la opulencia de la familia: desde las tazas de té de porcelana hasta las sillas de palisandro de la India, pasando por las paredes cubiertas de cuernos, pieles y trofeos de caza y por los cuadros al óleo que mostraban las plantaciones de azúcar que llegaron a poseer, Harefield lucía su riqueza con orgullo. Y tras oír unas cuantas frases breves, el nuevo conde de Somerset lo poseía todo. Había pasado a ser uno de los hombres más ricos de Inglaterra, y también uno de los más codiciados. A partir de ese momento, cualquier dama inglesa soltera iba a rendirse a sus pies.

En cuanto a Eliza… A partir de ese mismo día, podría seguir viviendo en Harefield para servir al nuevo conde hasta que este se casara, cuando debería mudarse a Dower House, en la linde de la finca, o regresar a la casa de su infancia. Ninguna de esas opciones resultaba demasiado emocionante. Volver a Balfour para vivir de nuevo bajo la minuciosa vigilancia de sus padres sería espantoso, pero quedarse allí, tan cerca de un hombre que claramente no sentía nada por ella, mientras la propia Eliza se había pasado una década suspirando por él… Sería una suerte de tortura.

—«A Eliza Eunice Courtenay, la ilustre condesa de Somerset»…

Eliza ni siquiera prestó atención al oír su propio nombre, pero, por el modo en que el señor Balfour se recostó en el asiento, bastante relajado, estaba claro que todo lo que el señor Walcot había comunicado obedecería al acuerdo de matrimonio. La actual condesa tendría el futuro asegurado. En su opinión, los años que se extendían ante ella serían grises y desprovistos de toda emoción.

—«… A consecuencia de su diligencia y obediencia»…

Qué deprimente que la describieran de esa forma, como si fuera un sabueso fiel. Sin embargo, su madre se animó; le brillaban los ojos con avaricia, pues sin duda alguna esperaba que el viejo lord le hubiese dejado a Eliza algo más… Una joya muy cara de su colección, quizá.

—«Y si no hay por su parte ningún deshonor al condado de Somerset»…

Qué propio del viejo conde añadir una cláusula moral a la minúscula herencia que habría considerado apropiada. Mezquino hasta el final.

—«… Le dejo en herencia mis propiedades de Chepstow, Chawley y Highbridge».

La cabeza de Eliza empezó a prestar atención de pronto. ¿Qué era lo que acababa de decir el señor Walcot?

De repente, una estancia en la que había reinado el silencio y la calma se volvió estruendosa.

—Repite la última parte, ¿quieres, Walcot? ¡Debo de haberla oído mal! —exclamó Selwyn dando un paso adelante.

—Sí, señor Walcot. ¡No creo que eso sea lo que dice el testamento! —La voz de la señora Courtenay sonaba aguda y estridente mientras se levantaba de la silla. El señor Balfour también se puso en pie y tendió una mano como si quisiese leer el documento por su cuenta.

—«A Eliza Eunice Courtenay, la ilustre condesa de Somerset, a consecuencia de su diligencia y obediencia, y si no hay por su parte ningún deshonor al condado de Somerset, le dejo en herencia mis propiedades de Chepstow, Chawley y Highbridge».

—¡Es ridículo! —Selwyn no se lo creyó—. Julius iba a dejar en herencia esas tierras a nuestro hijo pequeño, a Tarquin.

—¡Eso me dijo a mí también! —asintió lady Selwyn—. Me lo prometió.

—La situación de lady Somerset estaba prevista en el acuerdo de matrimonio, ¿no es así? —añadió la señora Courtenay—. ¡En el acuerdo no se menciona nada de esto!

—¿Acaso las tierras del condado no están vinculadas al título? —dijo Margaret, perpleja, a quien la señora Balfour mandó callar.

—Si esa es la herencia del viejo conde, si así es como figura en su testamento, ¡no hay discusión posible! —insistió el señor Balfour a todos los presentes.

Al parecer, habían olvidado que Eliza estaba allí.

—Las propiedades de Chepstow, Chawley y Highbridge las heredó el conde de su madre, y por lo tanto él podía hacer con ellas cuanto gustase —dijo el señor Walcot con calma.

—¡Es ridículo! —protestó Selwyn de nuevo—. ¡No puede tratarse del documento correcto!

—Le aseguro que lo es —respondió el señor Walcot.

—¡Y yo te digo que no es correcto, hombre! —se acaloró Selwyn, dejando atrás ya cualquier pretensión de alegría—. Lo leí hace tiempo y nombraba a Tarquin como su heredero. ¡Lo vi!

—Eso era antes —terció el señor Walcot—. Pero el viejo conde me pidió corregir esa parte de la herencia solo dos semanas antes de morir.

El rostro morado de Selwyn se puso blanco.

—Vuestra discusión —susurró lady Selwyn.

—Hablamos de un préstamo… Eran negocios —exhaló Selwyn—. Es imposible que…, no puede ser que…

Vaya, así que habían discutido por eso: Selwyn le había pedido un préstamo. Eliza podría haberlo advertido de la absurdez de la petición; de hecho, Selwyn debió de estar tan desesperado que no tuvo presente que el viejo conde, un hombre indefectiblemente austero y orgulloso en extremo, consideraba que cualquier mención a su economía era el mayor acto de impertinencia.

—Le aseguro que en este punto, así como en todos los demás, el viejo conde fue muy claro —les informó el señor Walcot con voz tranquila—. Las tierras son ahora propiedad de lady Somerset.

Selwyn se giró hacia Eliza.

—¿Qué palabras venenosas le susurraste al oído? —le espetó.

—¡Cómo se atreve…! —La señora Balfour hervía de indignación.

—¡Selwyn! —lo llamó Somerset, con voz fría y reprobadora, y Selwyn dio un paso atrás y se apartó de Eliza.

—Mis disculpas… No pretendía… Ha sido una lamentable falta de modales…

—¿Qué ocurre con la cláusula moral? —Lady Selwyn no se acobardó—. ¿Mi tío añadió algún comentario, alguna indicación, para saber a qué clase de comportamiento se refería?

—No veo la relevancia que tiene —exclamó la señora Balfour—, pues la reputación de mi hija es intachable.

—Ya que a mi tío le pareció apropiado incluirlo en su testamento, yo sí veo la relevancia que tiene, señora Balfour —le dijo lady Selwyn con dureza.

—No pretendemos ofender —intervino la señora Courtenay—. Lady Somerset sabe que le profesamos un gran cariño.

Lady Somerset no sabía absolutamente nada de eso.

—Lo único que el viejo conde especificó es que la interpretación de dicha cláusula depende del nuevo conde de Somerset, y de nadie más —contestó el señor Walcot.

Selwyn, lady Selwyn y la señora Courtenay abrieron la boca para protestar, pero Somerset los interrumpió.

—Si la herencia obedecía al deseo de mi tío, ni que decir tiene que yo no le veo ningún problema —anunció con voz firme.

—Por supuesto, por supuesto. —Selwyn había recobrado un poco de cordialidad—. Pero, querido muchacho, creo que nos correspondería a nosotros decidir qué clase de comportamiento supondría…

—No estoy de acuerdo —dijo Somerset, hablando con confianza y en absoluto molesto por las miradas fulminantes que le lanzaban sus familiares—. Y a excepción de que lady Somerset haya cambiado mucho desde la última vez que estuve en suelo inglés, es incapaz de provocar incluso que alguien arquee una ceja.

Eliza agachó la cabeza con las mejillas coloradas. En el pasado, mientras que ella había admirado la firmeza de carácter de que hacía gala Somerset, este se había quejado de lo contrario.

—Exacto —asintió la señora Balfour con satisfacción.

—Pero dada la curiosa naturaleza de esa cláusula —prosiguió Somerset—, creo que debería quedar solamente entre no­sotros. A fin de cuentas, a ninguno de nosotros le gustaría dar pie a rumores.

Hubo asentimientos por parte de todos los presentes: los Balfour asentían con entusiasmo y los Selwyn con reticencias, en tanto la señora Courtenay parecía de nuevo a punto de echarse a llorar.

Hubo una pausa muy larga.

—¿Cuántas libras de beneficios generan esas tierras al año? —preguntó Selwyn.

El señor Walcot miró brevemente sus anotaciones.

—De media —dijo—, generan unos beneficios de cerca de nueve mil libras anuales. Sumado a la disposición de su arreglo de matrimonio, en conjunto es una renta de diez mil libras anuales.

Diez mil libras anuales.

Diez mil libras todos los años.

Eliza era rica.

Eliza era muy rica.

Más rica que lady Oxford o que lady Pelham, dos célebres herederas, las joyas de sus respectivas temporadas; más rica que la mayoría de los lores de Whitehall, donde se reunía el gobierno. ¿Sería verdad? Su esposo jamás había sugerido que Eliza fuera para él más que una decepción constante. Inferior a su primera esposa en todo y, al mismo tiempo, igual de incapaz de darle un hijo. Y resultaba que su rencor, su desagrado hacia el comportamiento de Selwyn, lo había empujado a mostrarle a Eliza una generosidad que ella jamás había sentido en la vida de él. Diez mil libras anuales. Había convertido a Eliza en una mujer muy rica.

Eliza tenía la sensación de que el hilo que la ataba a la normalidad acababa de desenrollarse y que estaba dando vueltas y más vueltas. No podría haber repetido nada de lo que ocurrió durante el resto de la lectura del testamento; solo recordaba que había terminado porque todo el mundo empezó a levantarse y ella, de forma automática, los imitó. La expresión de «diez mil libras anuales» rebotaba en su cabeza como el más sonoro de los ecos y le impedía pensar en nada más.

—¡Diez mil libras! —le susurró Margaret, emocionada, al oído cuando salieron—. ¿Entiendes lo que significa?

Eliza ladeó la cabeza, ya fuese para asentir o para negar, no lo sabía.

—¡Eso lo cambiará todo, Eliza!

g-3
2

Al día siguiente, por la tarde, Eliza se encontraba en las escaleras que daban a Harefield, dispuesta a despedirse de sus invitados. Solo iba a quedarse Margaret, que había sido la compañera de Eliza desde la muerte del conde y que iba a seguir siéndolo durante otra quincena, y Eliza se moría por volver a tener Harefield para ella sola. Oyó antes que vio a sus padres: el señor Balfour lanzaba órdenes a los sirvientes y la señora Balfour reprendía a las criadas; en cuanto atravesaron las puertas de roble, Eliza respiró hondo para armarse de valor.

—Podrás hacerlo —le susurró Margaret al oído. Había quedado claro, en el tiempo que había transcurrido desde la lectura del testamento, que el señor Balfour esperaba administrar el dinero de la nueva fortuna de Eliza. Esta iba a ser su última oportunidad para abrirles los ojos a sus padres.

—Nos veremos dentro de unas pocas semanas, por supuesto —dijo la señora Balfour.

—No te retrases. Los caminos serán cada vez peores —le indicó el señor Balfour.

—Me preguntaba si… —empezó a decir Eliza, insegura.

—Para entonces, todos tus asuntos financieros más acuciantes se habrán resuelto —terció la señora Balfour—. ¿Verdad que sí, esposo mío?

—Sí, ya he hablado con el señor Walcot.

Como era el adiós más sentido que podía darle a su hija, el señor Balfour asintió en dirección a Eliza y desapareció por las escaleras, dejándola a ella con su madre, la adversaria más imponente.

—Pensaba que tal vez… —dijo Eliza.

—Creemos que lo mejor sería que convirtieras al muchacho de Hector en tu heredero —se apresuró a añadir la señora Balfour.

Hector era el hermano pequeño de Eliza.

—No sé si…

—Creo que Rupert es la mejor opción. —La voz de la señora Balfour eclipsó la de Eliza.

De toda la camada noble de su hermano, Rupert era el peor de todos.

—Creo que preferiría…

—El señor Balfour dejará listos los papeles en cuanto vuelvas a casa. —La señora Balfour le dio una palmada a Eliza en la mejilla para poner fin a la cuestión.

«No es vuestra», le habría dicho Eliza a su madre si hubiera sido más valiente. «No es vuestra fortuna y no tenéis derecho a gastarla, asignarla ni gestionarla sin mí».

—Sí, madre —suspiró Eliza, derrotada.

—Decidido, pues. Adiós, nos vemos pronto. Y recuerda que sigues siendo la condesa, querida. No permitas que los Selwyn te pisoteen.

A Eliza no se le escapó la ironía del consejo procedente de la señora Balfour —a Margaret tampoco, que apenas contuvo una carcajada—, y, tras darle una última indicación, la señora Balfour se marchó.

—Sé que es tu madre y mi tía —dijo Margaret mientras la veían subir al carruaje—, pero si la viera a punto de perder el equilibrio en un acantilado, tal vez a punto de caer al océano, yo dudaría en salvarla. Jamás la empujaría, pero te aseguro que dudaría en salvarla.

A diferencia de Eliza, la forma habitual de comportarse de Margaret era decir exactamente lo que pensaba en el preciso instante en que lo pensaba; un rasgo que, en opinión de sus familiares, era el motivo por el cual no se había casado. Eliza estaba aún dando gracias por que la señora Balfour no hubiese oído aquello cuando una tos hizo que ambas se dieran la vuelta. Somerset había aparecido en la puerta y, por su expresión burlona, había oído el comentario poco respetuoso de Margaret. Eliza se ruborizó en representación de Margaret.

—Ah —murmuró esta, sin sonar demasiado preocupada.

—Fingiré que no lo he oído —respondió Somerset, divertido. Cuando eran jóvenes, había entablado una buena relación con Margaret y, al parecer, estaba dispuesto a seguir consintiendo sus descortesías.

—Te lo agradecería —dijo Margaret.

Somerset sonrió. Su sonrisa atravesó sus reticencias del mismo modo en que el sol brillaba entre las nubes, y Eliza se quedó sin aliento. A continuación se giró hacia ella, y la calidez desapareció tan deprisa como había hecho acto de presencia.

—Su padre me ha informado de que pretende regresar a Balfour, milady —le dijo. Aunque habían establecido contacto visual directo, Eliza tuvo la impresión de que Somerset miraba a través de ella.

«¡Mírame!», quería gritarle Eliza. «Estoy aquí, ¡mírame!».

—Sí —respondió en cambio, con voz tan baja como un ratoncito—. En efecto.

Las damas no gritaban, independientemente de la provocación de que fueran objeto.

Somerset asintió, y su expresión no reveló nada en absoluto. ¿Estaba aliviado? Debía de estarlo.

—Si es lo que deseas —dijo.

No. No era lo que ella deseaba en absoluto. Pero ¿qué otra alternativa le quedaba?

—Puedes llevarte cualquiera de los carruajes para el viaje, por supuesto —prosiguió el heredero—. Y si quieres que te acompañe alguno de los criados de la casa…

—Muy amable —terció Eliza.

—No es nada. —Y lo dijo como si lo pensara de verdad. ¿Habría algo más exasperante que esa impasibilidad suya?

—Sin embargo, te lo agradezco —insistió Eliza.

Se hizo un breve silencio.

—No es necesario que me lo agradezcas —murmuró Somerset—. No es más que mi deber como cabeza de familia.

Una puntualización que fue, de hecho, más exasperante que su impasibilidad. Deber. Familia. Dos palabras que quemaban.

—¡Adiós, mi querida lady Somerset! —canturreó lady Sel­wyn con fingida dulzura al llegar hasta la puerta—. No tenemos palabras para darle las gracias por su hospitalidad.

—Adiós, milady. —La señora Courtenay, una actriz no tan hábil como su hija, no sonrió.

—¡Pórtate bien a partir de ahora! —exclamó Selwyn señalando a Eliza con un dedo—. No querríamos tener que arre­batarte esa fortuna, ¿verdad que no?

—¡Selwyn! —lo regañó Somerset con aspereza.

—¡Lady Somerset sabe que estoy de broma!

—Por supuesto que lo sabe —asintió lady Selwyn. Pasó la mirada de Somerset a Eliza, y su expresión se endureció—. Somerset, ¿me puedes ofrecer un brazo para subir al carruaje?

—¿El brazo de tu esposo no te servirá, Augusta? —le sugirió el aludido suavemente—. Tengo unos cuantos asuntos que tratar con lady Somerset.

Lady Selwyn le lanzó a Eliza una mirada penetrante como si fuera culpa suya, pero retrocedió a regañadientes para unirse con su esposo y su madre.

—Estaré fuera de la ciudad durante la próxima quincena —le dijo Somerset a Eliza—. Si necesita mi ayuda o consejo para algo, no dude en escribirme.

Eliza asintió.

—Que tenga un buen día, lady Somerset —dijo inclinando la cabeza sobre la mano de ella.

—Igualmente, lord Somerset —respondió a su vez. Era espantosamente irónico que compartiesen el mismo apellido. Era la cruel broma del destino a lo que podrían haber tenido si la madre de Eliza no hubiera insistido tanto en conseguir un título para su hija… y si la propia Eliza no hubiera sido tan fácil de doblegar.

En cuanto Somerset levantó la cabeza, se miraron a los ojos. Y ya fuera porque Somerset había bajado la guardia ahora que iba a marcharse o porque lo sorprendió sin más la repentina cercanía del rostro de ella, cuando intercambiaron una mirada su máscara de neutralidad desapareció. Su expresión educada se demudó de pronto, pareció afectado incluso, y su mano enguantada apretó la de ella. Y Eliza sintió que por fin la veía.

No como si fuera una desconocida cualquiera ni como si fuese un deber un tanto inconveniente que debiese resolver. La vio por quien era: ella, Eliza, y él, Oliver; dos personas que tiempo atrás se habían conocido tanto como era posible conocer a alguien. Y aunque el instante no duró más de dos segundos —el tiempo que tardaba el corazón en latir tres veces—, fue como si alguien le hubiera hundido una mano en el pecho y se lo hubiera estrujado.

—¡Somerset! ¡Date prisa, muchacho!

Y el momento terminó. Somerset le soltó la mano como si lo hubiese quemado.

—Adiós, señorita Balfour —dijo a toda prisa—. Aunque me habría gustado que fuera en circunstancias más alegres, me ha gustado verlas a las dos.

Bajó las escaleras corriendo y subió al carruaje.

—Lo mismo digo —susurró Eliza al espacio vacío que él había dejado tras de sí; como siempre, demasiado tarde.

—¿Entramos? —le propuso Margaret al ver su expresión. Eliza asintió.

Se dirigieron al salón de la primera planta. Era la menos ostentosa de todas las estancias, con las cortinas devoradas por las polillas y las alfombras brocadas descoloridas, pero era la preferida de Eliza, ya que en la pared colgaba un paisaje marino que había pintado su abuelo. Obra de un artista de talento superior y de cierto renombre, el cuadro, en el que se veía un barco minúsculo navegando en el frío e inconmensurable océano, lo había traído hasta Harefield la antigua condesa, y hacía las veces de consuelo diario para Eliza. Un duradero recordatorio de las tardes maravillosas que hab

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