PRÓLOGO
Las ventanas de mi casa tiemblan por la fuerza de los truenos que retumban en la oscuridad. A lo lejos se ven algunos relámpagos, que iluminan el cielo. En ese instante, los pocos segundos de luz cegadora dejan ver al hombre que está de pie fuera junto a mi ventana. Observándome. Observándome como siempre.
Reacciono por inercia, como ocurre en todas las ocasiones. Se me para el corazón durante un segundo y luego se me acelera, se me entrecorta la respiración y me empiezan a sudar las manos. Da igual cuántas veces lo haya visto, siempre me provoca la misma reacción.
Miedo.
Y excitación.
No sé por qué me excita. Debo de tener algún problema. No es normal que un calor líquido me recorra las venas dejando un cosquilleo abrasador detrás de sí. Ni que mi mente se ponga a reflexionar sobre cosas en las que no tendría que pensar.
¿Me ve ahora? ¿Con una camiseta de tirantes fina que me marca los pezones? ¿Verá los pantalones cortos que apenas me tapan el culo? ¿Le gusta lo que ve?
Por supuesto que sí.
Por eso me observa, ¿no? Por eso regresa cada noche, con unas miradas lascivas más y más atrevidas con el paso de los días mientras yo lo desafío en silencio, esperando que se acerque más para que así tenga un motivo para atravesarle el cuello con un cuchillo.
La verdad es que me da miedo. No, en realidad me aterra.
Sin embargo, el hombre que hay al otro lado de la ventana me hace sentir como si estuviera sentada en una sala oscura, iluminada únicamente por el brillo proveniente del televisor, donde se emite una película de terror. Es escalofriante y lo que quiero hacer es esconderme, pero a la vez hay una parte de mí misma que hace que me mantenga quieta exponiéndome ante el horror. Una parte de mí misma que le ve una sutil excitación a todo esto.
El cielo vuelve a oscurecerse y los relámpagos se alejan cada vez más.
Se me continúa acelerando la respiración. Yo no lo veo, pero él a mí sí.
Aparto los ojos de la ventana y me giro para mirar detrás de mí, hacia el interior de mi casa sombría, paranoica por si ha conseguido entrar de alguna manera. Por mucho que las sombras se adentren en Parsons Manor, el suelo blanco y negro a cuadros parece que siempre queda a la vista.
Heredé la casa de mis abuelos. Mis bisabuelos construyeron esta propiedad victoriana de tres plantas a principios de la década de 1940 con sangre, sudor y lágrimas, y la vida de cinco obreros.
Según la leyenda —o, más bien, según mi abuela—, hubo un incendio en la casa y murieron cinco hombres mientras estaban trabajando en la estructura de la vivienda. No he sido capaz de encontrar ningún artículo sobre esta desgracia, pero las almas que acechan la casa rezuman desesperación.
Mi abuela siempre contaba historias grandilocuentes que hacían que mis padres pusieran los ojos en blanco. Mamá nunca se creía nada de lo que decía, pero me parece que es porque simplemente no quería hacerlo.
Algunas noches oigo pasos. Podrían ser de los fantasmas de los obreros que murieron en ese trágico incendio hace ochenta años, o podrían ser de la sombra que está fuera de la casa.
Observándome.
Observándome como siempre.
CAPÍTULO 1
La manipuladora
A veces tengo algunos pensamientos muy oscuros sobre mi madre, pensamientos que ninguna hija cuerda debería tener.
Pero a veces no estoy muy cuerda.
—Addie, no seas ridícula —dice mamá por el altavoz del móvil.
Me quedo mirando el aparato como respuesta, me niego a discutir con ella. Como no digo nada, mamá suspira profundamente y yo hago una mueca con la nariz. Es increíble que esta mujer siempre dijera que mi abuela era dramática, pero que ella no vea su propio don para el dramatismo.
—Que tus abuelos te dejaran la casa en herencia no significa que tengas que vivir allá de verdad. Es vieja y le haríamos un favor a toda la ciudad si la demoliésemos.
Golpeo la cabeza contra el reposacabezas y pongo los ojos en blanco intentando encontrar la paciencia en el techo manchado de mi coche.
¿Cómo he conseguido ensuciarlo de kétchup?
—Y que a ti no te guste no significa que yo no pueda vivir en la casa —replico fría.
Mi madre es una zorra. Así de claro. Siempre ha estado amargada, pero, por mucho que lo intente, no consigo entender por qué.
—¡Estarás a una hora de nosotros! No te resultará nada práctico venir a vernos, ¿no?
«Ay, ¿cómo sobreviviré?».
Estoy bastante segura de que mi ginecóloga también está a una hora en coche, pero igualmente hago el esfuerzo de ir a verla una vez al año. Y esas visitas son mucho más dolorosas.
—No —contesto, harta de esta conversación. Cuando hablo con mamá, mi paciencia solo aguanta sesenta segundos. Después de ese tiempo, ya he llegado a mi límite y no tengo ningunas ganas de esforzarme para que la conversación fluya.
Si no es una cosa, es otra. Siempre consigue encontrar algo de lo que quejarse. En esta ocasión es que he decidido vivir en la casa que he heredado de mis abuelos. Me crie en Parsons Manor y de pequeña corría por los pasillos junto con los fantasmas y hacía galletas con mi abuela. Tengo buenos recuerdos de esta casa, recuerdos que me niego a dejar de lado solo porque mamá no se llevaba bien con su madre.
Nunca he entendido la tensión entre las dos mujeres, pero a medida que fui creciendo empecé a comprender el sarcasmo mordaz y los insultos disimulados de mamá, y todo cobró más sentido.
Mi abuela tenía una actitud positiva y alegre ante la vida y lo veía todo con unas gafas de color rosa. Siempre sonreía y tarareaba alguna canción, mientras que mamá está condenada a tener el ceño fruncido permanentemente y ve la vida como si las gafas se le hubieran hecho añicos cuando la sacaron de la vagina de mi abuela. No sé por qué su personalidad nunca se ha desarrollado más que si fuera un puercoespín; en ningún momento la educaron para convertirse en una zorra gruñona.
Cuando yo era pequeña, mamá y papá tenían una casa que estaba a menos de dos kilómetros de Parsons Manor. Mamá apenas me aguantaba, así que me pasé la mayor parte de mi infancia en esta casa. No fue hasta que empecé la universidad que mamá se mudó a otra localidad a una hora de aquí. Al dejar los estudios, me fui a vivir con ella hasta que volví a encaminarme y mi carrera como escritora empezó a afianzarse.
Y, cuando se afianzó de verdad, decidí viajar por todo el país y nunca me terminé de asentar en ningún sitio en concreto.
Mi abuela murió hace un año, más o menos, y me dejó la casa en herencia, pero al principio estaba demasiado afligida para mudarme a Parsons Manor. Hasta ahora.
Mamá suspira otra vez desde el otro lado del teléfono.
—Es que me gustaría que fueras más ambiciosa, en lugar de quedarte en la ciudad donde te criaste, cielo. Haz algo más con tu vida, no la desperdicies en esa casa como hizo tu abuela. No quiero que acabes siendo una inútil como ella.
Un gruñido se apodera de mi cara y la furia me desgarra el pecho.
—Oye, mamá.
—¿Sí?
—Vete a la mierda.
Golpeo la pantalla con el dedo rabiosa hasta que oigo el pitido que me confirma que la llamada ha terminado.
¿Cómo se atreve a hablar de esta manera de su propia madre cuando ella siempre la quiso y la adoró? La abuela no trataba a su hija como ella me trata a mí, eso está claro.
Me olvido del tema y suelto un suspiro melodramático mientras me giro para mirar por la ventana lateral del coche. La casa se alza orgullosa, con la punta del techo negro atravesando las nubes sombrías y erigiéndose imponente sobre la gran zona boscosa como diciendo «me temerás». Miro por encima del hombro hacia el denso bosque, que no es más acogedor que la casa, con las sombras de los árboles arrastrándose por el suelo desde la maleza con unas garras alargadas.
Me estremezco a la vez que me deleito por la siniestra sensación que emana de esta pequeña parte del acantilado. Está exactamente igual que cuando era pequeña, y no me produce menos impresión asomarme a la oscuridad infinita.
Parsons Manor se sitúa junto a un acantilado con vistas a la bahía y cuenta con una calzada de entrada que mide un kilómetro y medio y se extiende por una espesa zona boscosa. Los árboles separan la casa del resto del mundo y te hacen sentir como si estuvieras absolutamente sola.
A veces es como si vivieras en un planeta diferente, aislada de la civilización. Toda la zona desprende un aura amenazadora y pesarosa.
Y, joder, me encanta.
La casa está algo deteriorada, pero puede arreglarse con un poco de cariño para que quede como nueva. Cientos de vides trepan por los laterales de la estructura hacia las gárgolas que descansan en el tejado, en cada lado de la casa. El revestimiento negro ha empezado a desteñirse a gris y a desconcharse, igual que la pintura negra del marco de las ventanas, que está saltando como si fuese un pintaúñas barato. Además, tendré que contratar a alguien para dar un lavado de cara al gran porche frontal, que comienza a hundirse ligeramente por un lado.
El césped hace tiempo que necesita un corte de pelo, puesto que las briznas son casi tan altas como yo, y el claro de más de una hectárea está repleto de hierbajos. Seguro que más de una serpiente se ha acomodado ahí con mucho gusto desde la última vez que cortaron el césped.
Mi abuela contrarrestaba la oscuridad de la casa con plantas coloridas que florecían en primavera. Jacintos, prímulas, violas y azaleas. En otoño, los girasoles reptaban por los lados de la casa y las preciosas tonalidades de amarillo y naranja de los pétalos resaltaban con el revestimiento negro.
Cuando sea temporada yo también haré un jardín alrededor de la parte frontal de la casa, pero esta vez plantaré fresas, lechugas y también hierbas aromáticas.
Estoy absorta en mis cavilaciones cuando mis ojos se percatan de un movimiento en el piso superior; las cortinas se agitan en la solitaria ventana que hay en la parte superior de la casa.
La buhardilla.
La última vez que lo comprobé, confirmé que ahí arriba no hay ningún sistema de climatización. No hay nada que pueda mover las cortinas, pero igualmente no tengo ninguna duda de lo que he visto.
Combinado con la tormenta que asoma a lo lejos, Parsons Manor parece una escena sacada de una película de miedo. Me muerdo el labio inferior incapaz de reprimir la sonrisa que se me está esbozando en la cara.
Me encanta.
No puedo explicar por qué, pero es así.
A la mierda lo que dice mi madre. Me quedo a vivir aquí. Soy una escritora de éxito y tengo la libertad de poder vivir en cualquier sitio. ¿Y qué si decido hacerlo en un lugar que significa mucho para mí? Que me quede en mi ciudad natal no me convierte en una persona inferior. Ya viajo mucho por las giras de los libros y las conferencias, y que eche raíces en una casa no lo cambiará. Sé lo que quiero y me la suda lo que piensen los demás.
Sobre todo, mi querida madre.
Las nubes bostezan y de su boca empiezan a derramarse algunas gotas. Cojo el bolso y salgo del coche inhalando la frescura de la lluvia, que en cuestión de segundos pasa de ser unas pocas gotitas a un fuerte diluvio. Tras subir los escalones del porche de entrada a toda prisa, muevo los brazos para quitarme de encima las gotas de lluvia y me sacudo de arriba abajo como si fuera un perro mojado.
Me encantan las tormentas, pero no cuando me pillan en la calle. Preferiría acurrucarme bajo las sábanas con una taza de té y un libro mientras escucho la lluvia.
Introduzco la llave en la cerradura y la giro, pero se queda encallada y se niega a ceder ni siquiera un milímetro. Meneo un poco la llave y me peleo con ella hasta que el mecanismo al fin gira y puedo abrir la puerta.
«Supongo que también tendré que arreglarlo pronto».
Una corriente espeluznante me da la bienvenida al abrir la puerta, y la mezcla de la lluvia congelada todavía sobre mi piel y el aire frío y rancio me produce un escalofrío. El interior de la casa está lleno de sombras. Una luz tenue entra por las ventanas y se debilita gradualmente a medida que el sol desaparece detrás de los nubarrones grises.
Me parece que tendría que empezar mi historia así: «Era una noche oscura de tormenta…».
Alzo la vista y sonrío cuando veo el techo acanalado negro compuesto por cientos de piezas alargadas y delgadas de madera. Sobre mi cabeza cuelga una majestuosa araña de techo de acero dorado con un diseño intricado y unos cristales colgando de las puntas. Siempre fue la posesión más preciada de mi abuela.
Los suelos a cuadros blancos y negros conducen directamente a una elegante escalera de color oscuro, que es tan grande que hasta cabría un piano de lado, y a continuación dan paso al salón. Mis botas chirrían sobre las baldosas cuando me adentro en la casa.
Este piso es mayoritariamente de planta abierta, lo cual te hace sentir que la monstruosidad de la vivienda podría tragarte entera.
El salón está a la izquierda de la escalera. Miro a mi alrededor con los labios fruncidos y la nostalgia me golpea de lleno en el estómago. Todas las superficies están cubiertas por una capa de polvo y el olor de las bolas de naftalina es asfixiante, pero está exactamente como la última vez que lo vi, justo antes de que mi abuela muriera el año pasado.
En el centro de la estancia, en la pared izquierda, hay una gran chimenea de piedra también negra rodeada de unos sofás rojos de terciopelo y una mesita decorativa de madera en el medio. Sobre la madera oscura hay un jarrón vacío que mi abuela llenaba de lirios, pero ahora simplemente acumula polvo y bichitos muertos. Las paredes están empapeladas con un estampado de cachemira negro que contrasta con las pesadas cortinas doradas.
Una de mis cosas preferidas de este espacio es la terraza acristalada que se ve en la parte frontal de la casa, que ofrece unas vistas preciosas al bosque que hay más allá de Parsons Manor. Justo enfrente hay una silla mecedora roja de terciopelo y un taburete a conjunto. Mi abuela se sentaba aquí para contemplar la lluvia y decía que su madre siempre hacía lo mismo.
Las baldosas blancas y negras continúan hasta la cocina, que tiene unos preciosos armarios negros de madera, unas encimeras de mármol y una isla central descomunal con unos taburetes negros en un lado. Mi abuelo y yo nos sentábamos aquí y mirábamos a mi abuela mientras ella preparaba una comida deliciosa y canturreaba alguna canción.
Dejo de lado los recuerdos y corro hacia una lámpara alta que hay junto a la mecedora. Presiono el botón para encender la luz y suspiro aliviada al confirmar que la bombilla emite un suave brillo. Hace unos días llamé para que pusieran los suministros a mi nombre, pero nunca puedes estar del todo segura cuando se trata de una casa antigua.
A continuación, me acerco al termostato y otro escalofrío me recorre todo el cuerpo cuando veo el número.
Joder, dieciséis grados.
Aprieto la flecha hacia arriba con el pulgar y no me detengo hasta que la temperatura alcanza el 23. No me molestan las temperaturas frescas, pero preferiría que mis pezones no atravesaran toda mi ropa.
Me vuelvo a girar y observo una casa que es tanto antigua como nueva, una casa donde ha residido mi corazón desde que tengo uso de memoria, aunque mi cuerpo se fuera de aquí durante una temporada.
Y entonces sonrío y me deleito con el esplendor gótico de Parsons Manor. Está como la decoraron mis bisabuelos, y el estilo se ha mantenido de generación en generación. Mi abuela decía que le gustaba que ella fuese lo más brillante de la habitación, pero, a pesar de eso, igualmente tenía los gustos de una persona mayor.
O sea, de verdad, ¿por qué los cojines blancos tienen encaje en los lados y un extraño ramo de flores bordado en el centro? No es bonito, es feo.
Suspiro.
—Bueno, abuela, he vuelto. Como querías —susurro al aire muerto.
—¿Estás lista? —me pregunta mi asistente personal, que está a mi lado.
Miro a Marietta y me fijo en que está ofreciéndome el micrófono medio distraída, porque está concentrada en la gente que continúa entrando en el pequeño local. Esta librería de barrio no está pensada para acoger a un gran número de asistentes, pero, de alguna manera, se las están apañando.
Una multitud de gente se está congregando en este espacio tan apretado, y han formado una línea uniforme mientras esperan a que empiece la firma. Mis ojos se pasean por el público y empiezo a contar mentalmente cuántas personas hay, pero pierdo la cuenta después de llegar a treinta.
—Sí —digo, y le cojo el micrófono.
Cuando tengo la atención de todos los presentes, los murmullos empiezan a disiparse hasta que nos quedamos en silencio. Veo decenas de pares de ojos clavados en mí, lo cual hace que me sonroje y se me pongan los pelos de punta, pero me encantan mis lectores, así que apechugo.
—Antes de empezar, quería tomarme unos segundos para agradeceros que hayáis venido. Os aprecio mucho a todos y cada uno de vosotros y me hace tanta ilusión conoceros. ¡¿Estáis listos?! —exclamo, obligándome a sonar animada.
No es que no esté animada, sino que normalmente me siento muy incómoda en las firmas de libros. No me resulta natural interactuar con los demás, más bien me quedo mirando a la gente con cara de póquer y una sonrisa congelada después de que me pregunten algo mientras mi cerebro procesa el hecho de que ni siquiera he oído la pregunta. El motivo suele ser que el corazón me late con tanta fuerza en las orejas que no escucho.
Me acomodo en la silla y preparo el rotulador. Marietta desaparece para encargarse de otros asuntos y me desea un «mucha suerte» rápido antes de irse. Ya ha presenciado más de un percance con algún lector y tiene tendencia a sentir vergüenza ajena por mí. Supongo que es una de las desventajas de representar a una paria social.
«Marietta, vuelve. Es mucho más divertido cuando no soy la única que se avergüenza».
Se me acerca la primera lectora con el libro La nómada en las manos. Tiene la cara llena de pecas y me sonríe de oreja a oreja.
—¡Ay, madre, qué ilusión conocerte! —exclama, y prácticamente empuja el libro contra mi cara, tal como habría hecho yo misma.
Esbozo una gran sonrisa y le cojo el libro con cuidado.
—Yo también me alegro de conocerte —digo—. Y, oye, las dos somos del Equipo Pecas —añado señalando nuestras caras con el índice. La chica suelta una risita nerviosa y se lleva las manos a las mejillas—. ¿Cómo te llamas? —me apresuro a preguntar antes de que nos quedemos encalladas en una conversación extraña sobre la piel.
«Venga ya, Addie, ¿y si odia las pecas? Qué tonta».
—Megan —responde, y a continuación me deletrea su nombre.
Me tiembla la mano mientras escribo minuciosamente su nombre y una nota de agradecimiento. La firma me sale un poco torpe, pero eso en realidad representa bastante bien toda mi existencia.
Le devuelvo el libro y le doy las gracias con una sonrisa sincera.
Cuando se acerca la siguiente lectora, me noto una presión en el rostro. Hay alguien observándome. Sin embargo, es un pensamiento de lo más idiota, porque literalmente toda la gente de la librería tiene la vista clavada en mí.
Intento ignorarlo y le dedico una amplia sonrisa a la lectora, pero la sensación se intensifica más y más hasta que siento unas abejas revoloteando por debajo de mi piel mientras una antorcha se me pega al cuerpo. Es… Es algo que no había sentido nunca. Se me ponen de punta los pelos de la nuca y noto que se me calientan las mejillas hasta teñirse de un rojo vivo.
Tengo la mitad de mi atención puesta en el libro que estoy firmando y en la lectora que me habla muy ilusionada, y la otra mitad está concentrada en la multitud. Paseo sutilmente la mirada por toda la librería intentando encontrar la fuente de mi incomodidad sin que resulte obvio.
Mis ojos se posan sobre una persona solitaria que está al fondo. Un hombre. La aglomeración de gente me tapa la mayoría de su cuerpo y solo consigo ver algunos fragmentos de su cara cuando quedan a la vista en los huecos entre las cabezas de los demás, pero lo que consigo ver hace que me quede con la mano inmóvil a medias de escribir una palabra.
Sus ojos. Uno muy oscuro y que parece no acabar nunca, como si estuviera mirando al interior de un pozo. El otro, de un azul gélido tan claro que casi parece blanco y que me recuerda a los ojos de un husky. Una cicatriz le atraviesa verticalmente el rostro por el ojo descolorido, como si no reclamara toda mi atención ya de por sí.
Entonces alguien carraspea y doy un brinco, aparto la mirada de él y me concentro en el libro. He dejado el rotulador apoyado sobre la página y ha creado un gran punto de tinta negra.
—Perdona —murmuro, y termino de firmárselo. Cojo un marcapáginas y también lo firmo antes de meterlo entre las páginas a modo de disculpa.
La chica esboza una sonrisa desbordante que demuestra que ha olvidado el error y se va con su libro. Cuando levanto la vista para buscar al hombre, ya no está.
—Addie, lo que necesitas es echar un polvo.
Como respuesta, envuelvo los labios alrededor de la pajita y sorbo el Martini de arándanos tan profundamente como me lo permite la boca. Daya, mi mejor amiga, me observa poco impresionada e impaciente, si me baso en su ceja arqueada.
Me parece que necesito una boca más grande. Me cabría más alcohol.
Sin embargo, no lo digo en voz alta, porque me apuesto la nalga izquierda a que su réplica sería que la usaría «para una polla más grande».
Continúo sorbiendo de la pajita, y ella extiende la mano hacia mí y me la quita de los labios. Ya hace quince segundos que he llegado al final del vaso y todo este rato he estado sorbiendo aire. Mi boca no ha tenido tanto tema desde hace un año.
—Ey, mi espacio personal —balbuceo dejando el vaso en la mesa, y evito hacer contacto visual con mi amiga mientras busco a la camarera del restaurante para pedirle otro Martini. Cuanto antes vuelva a tener la pajita en la boca, antes podré volver a esquivar esta conversación.
—No seas una zorra intentando cambiar de tema. Se te da fatal.
Nuestros ojos se encuentran durante un instante y al final las dos nos echamos a reír.
—Al parecer, también se me da fatal ligar —digo cuando nos calmamos, y Daya me mira divertida.
—Has tenido muchas oportunidades, pero es que no las aprovechas. Eres una mujer de veintiséis años, estás muy buena, tienes pecas, unas tetas fantásticas y un culo que flipas. Los hombres están esperándote.
Me encojo de hombros para evitar esta conversación otra vez. Daya no se equivoca del todo, como mínimo en lo de tener opciones, pero no me interesa ninguna. Todos los tíos me aburren. Lo único que consigo es «qué llevas puesto» y «quieres venir a casa, carita guiñando el ojo» a la una de la madrugada. Llevo puestos los mismos pantalones de chándal desde hace una semana, hay una mancha misteriosa en mi entrepierna y no, no quiero ir a tu puta casa.
Mi amiga extiende la mano, expectante.
—Dame el móvil.
Abro mucho los ojos.
—Y una mierda.
—Adeline Reilly. Dame. El. Móvil. Joder.
—¿O qué? —la tiento.
—O me abalanzaré sobre la mesa, te morirás de la vergüenza y me saldré con la mía igualmente.
Por fin veo a la camarera y le hago un gesto para llamar su atención. Estoy desesperada. Se acerca muy rápido, porque seguramente se piensa que tengo algún problema, aunque el único problema al que me enfrento ahora mismo es que mi amiga es una pesada.
Para hacer un poco de tiempo, le pregunto a la camarera qué bebida prefiere ella. Volvería a repasar el menú de las bebidas si no fuese feo hacerla esperar cuando tiene que atender a otros clientes, así que al final escojo un Martini de fresa en lugar del de manzana verde, y la chica se va enseguida.
Suspiro.
Daya todavía tiene la mano extendida con firmeza y le planto el móvil bruscamente sobre la palma porque la odio. Ella me sonríe triunfante y empieza a escribir. El brillo travieso de su mirada se acentúa cada vez más mientras mueve los pulgares a velocidad turbo, lo cual hace que los aros dorados que le envuelven los dedos prácticamente se hagan borrosos.
Tiene los ojos verde salvia iluminados con la clase de maldad que solo se encontraría en la Biblia satánica. Si indagara un poco, estoy segura de que encontraría una foto suya en el libro: una chica que está buenísima con la piel morena oscura, el pelo negro completamente liso y un aro dorado en la nariz.
Seguramente es un súcubo malvado o algo así.
—¿A quién le escribes? —gruño, y casi me pongo a zapatear como una niña pequeña. Consigo reprimirme, pero he estado a punto de liberar un poco de mi ansiedad social haciendo una locura como tener una pataleta en medio del restaurante. Seguramente no ayuda que ya vaya por el tercer Martini y esté un poco envalentonada en este momento.
Mi amiga levanta la vista, bloquea el móvil y me lo devuelve al cabo de unos segundos. De inmediato lo desbloqueo, empiezo a buscar entre mis mensajes y vuelvo a gruñir cuando veo que le ha enviado unos mensajes a Greyson. Y no son unos mensajes cualesquiera, no, son todos sexuales.
—«Ven esta noche y cómeme el coño. Me muero por sentir tu polla enorme» —leo en voz alta con frialdad. Y eso ni siquiera es todo; luego se pone a hablar de que estoy muy cachonda y me toco cada noche pensando en él. Gruño y la fulmino con la mirada, asqueada.
—¡Yo nunca diría algo así! ¡Ni siquiera hablo de esta manera, cabrona!
Daya suelta una risotada y deja a la vista el pequeño hueco que tiene entre los dos incisivos centrales.
Cuánto la odio.
Mi móvil emite un pequeño ruido, y Daya prácticamente se pone a dar saltitos en su silla mientras yo me planteo buscar en Google la información de contacto de 1.000 maneras de morir para mandarles una nueva historia.
—Léelo —me exige, extendiendo sus manos ansiosas hacia mí para intentar cogerme el teléfono y ver qué ha dicho.
Lo aparto de su alcance y abro el mensaje:
GREYSON: Ya era hora de que entraras en razón, nena. Te veo a las ocho.
—No sé si te lo he dicho alguna vez, pero te odio con toda mi alma, de verdad —gruño frunciendo el ceño otra vez.
Ella sonríe y sorbe de su bebida.
—Yo también te quiero, amor.
—Joder, Addie, te he echado de menos —murmura Greyson en mi cuello mientras me empotra contra la pared.
Por la mañana tendré un moratón en el coxis. Pongo los ojos en blanco cuando vuelve a babosearme el cuello y gime al empujar la polla contra el ápice de mis muslos.
Al final he decidido que tenía que desahogarme, así que no he cancelado los planes con Greyson como quería. Como quiero. Y me arrepiento de haber tomado esa decisión.
Ahora me tiene inmovilizada contra la pared del espeluznante pasillo de mi casa. Unos apliques antiguos decoran las paredes de color rojo sangre, así como decenas de fotos familiares de varias generaciones. Siento como si me estuvieran observando con desprecio y decepción al ver que un tío está a punto de follarse a su descendiente delante de ellos.
Solo funcionan algunas lámparas y no sirven más que para iluminar las telarañas que las recubren. El resto del pasillo está completamente a oscuras, y espero que de un momento a otro aparezca el demonio de El grito arrastrándose por el suelo para darme una excusa para irme corriendo.
A estas alturas tengo claro que le haría una zancadilla a Greyson cuando se fuera, y no me avergüenzo lo más mínimo.
Me murmura algunas guarradas en la oreja mientras inspecciono el aplique que tenemos sobre la cabeza. Greyson comentó una vez de pasada que le dan miedo las arañas, así que me pregunto si puedo alzar la mano disimuladamente, coger una y metérsela por la parte trasera del cuello de la camisa. Eso haría que saliera de aquí por piernas, y seguramente le daría demasiada vergüenza volver a hablarme. Un plan perfecto.
Justamente cuando estoy a punto de hacerlo, retrocede jadeando después de haber estado todo este rato liándose él solito con mi cuello. Es como si esperara que mi cuello le devolviera la lengüetada o algo así.
Tiene el pelo cobrizo revuelto por mis manos y su pálida piel está sonrojada. Supongo que es la maldición de ser pelirrojo.
En términos de físico, Greyson reúne todos los puntos a su favor. Está buenísimo, con un cuerpazo y una sonrisa preciosa. La pena es que no sepa follar y que sea un gilipollas de remate.
—Vamos a la habitación. Necesito entrar en ti ahora mismo.
Por dentro me estremezco, y por fuera… también. Intento disimularlo sacándome la camisa por encima de la cabeza. Él tiene el intervalo de atención de un beagle y, como sospechaba, enseguida olvida mi pequeño desliz y clava la vista en mis tetas.
Daya también tenía razón en esto: sí que tengo unas tetas fantásticas.
Greyson alza las manos para arrancarme el sujetador del cuerpo —creo que le habría dado una bofetada si lo hubiera roto de verdad—, pero se queda congelado cuando un fuerte golpe proveniente de la planta principal nos interrumpe.
Es un ruido tan repentino y violento que se me escapa un gritito y se me acelera el corazón. Nuestros ojos se encuentran en un silencio estupefacto. Alguien está llamando a la puerta de entrada y no parece que esa persona sea demasiado agradable.
—¿Esperas a alguien? —pregunta dejando caer la mano. Parece frustrado de que nos hayan interrumpido.
—No —balbuceo.
Me apresuro a volver a ponerme la camisa (al revés) y bajo corriendo las escaleras, que chirrían por el peso de mi cuerpo. Me tomo un momento para mirar por la ventana que está al lado de la puerta y frunzo el ceño al ver que en el porche delantero no hay nadie. Suelto la cortina y me quedo de pie frente a la puerta mientras la quietud de la noche se cierne sobre la casa.
Greyson se me acerca por detrás y me mira confundido.
—Hum… ¿Vas a abrir? —pregunta como un tonto, y me señala la puerta como si no supiera que la tengo delante de las narices.
Me gustaría darle las gracias por indicarme dónde está la puerta simplemente para ser una cabrona, pero al final me reprimo por los pelos. Hay algo en ese golpe que ha hecho que se me enciendan todas las alarmas. Ha sonado agresivo, enfadado, como si alguien hubiera golpeado la puerta con todas sus fuerzas.
Un hombre de verdad se ofrecería a ir a ver quién hay después de oír un sonido tan violento, sobre todo cuando estamos rodeados por un kilómetro y medio de denso bosque y una caída de treinta metros hasta el agua.
En cambio, Greyson se me queda mirando expectante. Y un poco como si fuera estúpida. Resoplo, desbloqueo la puerta y la abro de par en par.
De nuevo, no veo a nadie. Salgo al porche y la tarima de madera podrida se lamenta bajo mis pies. Un viento frío me despeina la melena de color canela, y los mechones me hacen cosquillas en la cara y provocan que un escalofrío me recorra todo el cuerpo. Con la piel de gallina, me pongo el pelo detrás de las orejas y camino hasta un extremo del porche, me inclino sobre la barandilla y miro hacia un lado de la casa. Nadie.
Tampoco hay nadie en el otro lado de la casa.
Sería muy fácil que alguien estuviera observándome desde el bosque, pero me resulta imposible saberlo por la oscuridad. A menos que me acerque y lo investigue yo misma.
Y, aunque me encantan las películas de terror, no tengo ningún interés en protagonizar una.
Greyson aparece a mi lado y escanea los árboles con la mirada.
Alguien está observándome. Lo noto. Estoy tan segura de ello como de que existe la fuerza de la gravedad.
Vuelvo a sentir un escalofrío, esta vez acompañado de un chute de adrenalina. Es la misma sensación que tengo cuando veo una película de miedo. Empieza con los latidos de mi corazón y luego se me instala una presión en el estómago, que al final llega hasta lo más profundo de mí. Me muevo nerviosa, no estoy del todo cómoda con esta sensación.
Con un resoplido, me apresuro a volver a entrar en la casa y subo las escaleras. Greyson me sigue de cerca. No me doy cuenta de que está desnudándose por el pasillo hasta que entra en mi habitación después de mí. Cuando me giro, me lo encuentro en pelotas.
—¿En serio? —le espeto. Vaya puto idiota. Alguien acaba de llamar a mi puerta con toda la mala hostia del mundo y él enseguida está listo para retomar las cosas donde las ha dejado: baboseándome el cuello como si intentara sorber la gelatina de un envase.
—¿Qué? —pregunta incrédulo extendiendo los brazos hacia los lados.
—¿Acaso no acabas de oír lo mismo que yo? Alguien ha golpeado la puerta de mi casa, y ha dado bastante miedo. No estoy de humor para el sexo ahora mismo.
¿Qué ha sido de la caballerosidad? Me parece que un hombre normal me preguntaría si estoy bien, intentaría averiguar cómo me siento, quizá querría asegurarse de que esté cómoda y relajada antes de meterme la polla.
No sé, se adaptaría a la puta situación.
—¿Lo dices de verdad? —insiste, y veo que se le encienden los ojos marrones por la rabia. Son de un color de mierda, igual que tiene una personalidad de mierda y unas habilidades sexuales aún peores. El tío parece un pescado por cómo se menea cuando folla. Ya puestos, podría exponerse desnudo en una lonja, tendría más oportunidades de encontrar a alguien que quisiera llevárselo a casa. Y esa persona no seré yo.
—Sí, lo digo de verdad —respondo exasperada.
—Joder, Addie —me suelta, y recoge de muy mala leche un calcetín y se lo pone. Parece un idiota: totalmente desnudo salvo por un calcetín, porque el resto de su ropa sigue tirada de forma aleatoria por el pasillo.
Sale de la habitación con grandes zancadas y va cogiendo las prendas de ropa a medida que avanza. Cuando llega a la mitad del largo pasillo, se detiene y se vuelve hacia mí.
—Eres una zorra, Addie. Siempre me calientas y me dejas con las ganas, y ya estoy harto. No quiero saber nada más de ti ni de esta casa que da puto miedo.
—Y tú eres un gilipollas, Greyson. Vete de mi casa ahora mismo, joder.
Al principio abre mucho los ojos porque no se lo esperaba, pero luego los entrecierra rabioso. Se gira y, con un movimiento de brazo, atraviesa la pared con el puño.
Se me escapa un grito cuando medio brazo de Grayson desaparece entre el yeso y me quedo boquiabierta, sorprendida e incrédula.
—Como me niegas el tuyo, he pensado que haría mi propio agujero para meterla. Arréglalo, puta —me espeta, y se va echando humo por las orejas todavía con un solo calcetín puesto y una montaña de ropa en un brazo.
—¡Cabronazo! —chillo, y me apresuro a examinar el agujero enorme que me ha dejado en la pared.
Un minuto más tarde oigo desde la planta inferior que la puerta principal se cierra de un portazo.
Espero que esa misteriosa persona todavía esté ahí fuera y que asesine a este gilipollas cuando solo lleva puesto un calcetín.
4 de abril de 1944
Hay un desconocido al otro lado de la ventana.
No sé quién es ni qué quiere de mí, pero creo que me conoce. Me observa por las ventanas cuando John no está en casa. Lleva puesto un sombrero de copa, así que no le veo la cara, y he intentado acercarme a él, pero se aleja cada vez que lo hago.
Todavía no se lo he contado a John. No soy capaz de decir por qué, pero hay algo que me impide abrir la boca y confesarle que un hombre me observa. John no se lo tomaría bien. Saldría con la escopeta para intentar encontrarlo.
Tengo que admitir que me asusta más lo que le pasaría a mi visitante en caso de que mi marido lo lograra.
Este hombre me da mucho miedo.
Pero, por el amor de Dios, también me tiene intrigada.
CAPÍTULO 2
La sombra
Los gritos de dolor rebotando por las paredes de hormigón empiezan a ser un poco molestos.
A veces es muy pesado ser el hacker y el sicario. Me encanta hacer daño a la gente, pero esta noche no tengo ni un puto ápice de paciencia para este cabrón que no deja de quejarse.
Y, normalmente, tengo la paciencia de un santo.
Sé esperar para obtener lo que más deseo, pero me pongo ligeramente de mal humor cuando estoy intentando conseguir alguna respuesta de verdad y el tío está demasiado ocupado cagándose encima o llorando para darme una respuesta coherente.
—Este cuchillo está a punto de atravesarte medio ojo —le advierto—. Ni siquiera tendré la piedad de clavártelo hasta el fondo del cerebro.
—Joder, tío —lloriquea—. Ya te he dicho que solo he ido al almacén unas cuantas veces. No sé nada de ningún puto ritual.
—O sea, que lo que estás diciendo es que eres inútil —resumo, acercando el filo hacia su ojo.
Él cierra los ojos con fuerza, como si una capa de piel de unos pocos milímetros de grosor fuese a evitar que el cuchillo le atravesara el ojo.
Qué puto ridículo.
—No, no, no —suplica—. Conozco a alguien de allá que quizá podrá darte más información.
Por la nariz le caen unas gotas de sudor mezcladas con la sangre de la cara. El cabello rubio y graso, falto de un corte de pelo, se le ha pegado a la frente y a la nuca. En realidad, supongo que ya no puede considerarse rubio, porque ahora está teñido de rojo.
Le he amputado una oreja, además de arrancarle diez uñas, cortarle los dos tendones de Aquiles y apuñalarlo en un par de puntos en concreto para evitar que el muy cabrón se desangre demasiado deprisa. Además, tiene tantos huesos rotos que es imposible contarlos.
Este gilipollas no podrá levantarse e irse por su propio pie, eso está claro.
—Menos llorar y más hablar —bramo rascando la punta del cuchillo contra su párpado, que todavía está cerrado.
Se encoge intentando apartarse del arma blanca y se le empiezan a escapar las lágrimas por debajo de las pestañas.
—S-se llama Fernando. Es uno de los líderes de operaciones y se encarga de enviar a las mulas para ayudar a secuestrar a las chicas. E-es un tío muy importante en el almacén, b-básicamente es quien lo controla todo.
—¿Fernando qué más? —le espeto.
Solloza antes de continuar:
—No lo sé, tío. Se presentó como Fernando a secas.
—¿Y qué aspecto tiene? —gruño entre dientes, impaciente.
Él se sorbe los mocos, que le caen por los labios resecos.
—Es mexicano, calvo, tiene una cicatriz a la altura de la línea del pelo y barba. Enseguida reconocerás la cicatriz, es bastante jodida.
Hago rodar la cabeza y gruño a medida que me petan los huesos. Joder, qué día tan largo.
—Genial, gracias, tío —digo como si nada, como si no llevara tres horas torturándolo muy despacio.
Se le tranquiliza la respiración y me mira con esos feos ojos marrones que irradian esperanza. Casi me río al verlo.
—¿V-vas a dejarme ir? —pregunta observándome como si fuese un puto cachorrillo abandonado.
—Claro —canturreo—. Si puedes levantarte e irte tú solito.
Baja la vista hacia sus talones mutilados. Sabe tan bien como yo que, si intenta levantarse, su cuerpo enseguida se abalanzará hacia delante.
—Por favor, tío —balbucea—. ¿Puedes echarme una mano?
Asiento lentamente.
—Sí, creo que sí —respondo y, con un movimiento de brazo, le clavo el cuchillo entero por la pupila.
Muere al instante. Ni siquiera le ha desaparecido toda la esperanza de los ojos. O, más bien, del ojo.
—Eres un pederasta —digo en voz alta, aunque ya no puede oírme—. Como si fuera a permitir que vivieras… —termino con una carcajada.
Al extraer el cuchillo de su ojo, el ruido de succión que produce amenaza con frustrar los planes para cenar que pudiera tener en las siguientes horas, lo cual es molesto porque siento hambre. Aunque lo paso bien con una buena sesión de tortura, sin duda no soy un gilipollas que disfrute de los sonidos que la acompañan.
Los borboteos, los sorbidos y los demás sonidos extraños que hacen los cuerpos al enfrentarse a dolores extremos y a objetos que se les clavan no es la clase de música con la que me gusta quedarme dormido.
Y ahora viene la peor parte: descuartizar el cuerpo y deshacerme de los fragmentos adecuadamente. No me fío de que lo hagan otras personas en mi lugar, así que no me queda más remedio que aguantar esta tarea pesada y sucia.
Suspiro. ¿Qué es lo que se suele decir? ¿Que, si quieres que el trabajo se haga bien, tienes que hacerlo tú mismo?
Bueno, en este caso, si no quieres que te pillen y te acusen de asesinato, deshazte del cuerpo tú mismo.
Parece que sean las diez de la noche, pero en realidad solo son las cinco de la tarde. Aunque es una mierda después de haber estado deshaciéndome de unos restos humanos, lo que me apetece es una buena hamburguesa.
Mi hamburguesería preferida está junto a la Tercera Avenida y no queda muy lejos en coche de mi casa. El aparcamiento en Seattle está muy jodido, así que me veo obligado a dejar el coche a unas cuantas manzanas y hacer a pie el resto del trayecto.
Se acerca una tormenta, y pronto una cortina de lluvia nos caerá sobre la cabeza y los hombros como si fuesen picahielos; así es el clima en Seattle.
Silbo una melodía cualquiera mientras recorro la calle y paso por delante de varias tiendas con mucha gente entrando y saliendo cual hormigas obreras. Un poco más adelante hay una librería con las luces encendidas, y el cálido resplandor del local brilla sobre el suelo frío y mojado invitando a los transeúntes a adentrarse en su interior. Al acercarme veo que está repleto de gente.
Le dedico una rápida mirada antes de continuar andando. No me interesan los libros de ficción; solo leo libros que vayan a enseñarme algo, sobre todo si se trata de informática y hackeo, pero a estas alturas ya no encuentro nada que pueda aprender de esa clase de libros. Decir que domino estos ámbitos es quedarme corto.
Estoy girando la cabeza para mirar hacia alguna otra chorrada cuando mis ojos se posan sobre un cartel que hay justo fuera de la librería; una cara con una sonrisa de oreja a oreja que me devuelve la mirada.
Sin permiso, mis pies se ralentizan hasta que quedan enganchados a la acera. Alguien choca conmigo por detrás; su corta estatura apenas me empuja hacia delante, pero consigue que salga de este extraño trance en el que me he sumido.
Me vuelvo para fulminar con la mirada al tío rabioso que está detrás de mí, que ya ha abierto la boca y se prepara para insultarme, pero en cuanto ve la cicatriz de mi cara empieza a alejarse medio andando, medio corriendo. Me reiría si no estuviera tan distraído.
Ante mí veo la fotografía de una autora que está haciendo una firma de libros.
Y, joder, la chica es increíble.
Tiene una melena larga y ondulada de color canela, con el pelo recogido sobre sus delicados hombros. Su piel es cremosa, de un tono marfil, con pecas claras y esporádicas en la nariz y las mejillas, sin tapar su inocente rostro.
Sus ojos son lo que me atrae. Sensuales y rasgados, la clase de ojos que siempre parecen seductores sin intentarlo. Son casi del mismo color que su cabello: de un excepcional marrón muy suave. Una mirada de esta chica y cualquier hombre se arrodillaría ante ella.
Sus labios son carnosos y rosados, y se estrechan en una sonrisa radiante que deja a la vista sus dientes blancos y rectos.
Me fijo en el nombre que hay escrito bajo la fotografía:
«Adeline Reilly».
Un nombre precioso perfecto para una diosa.
No tiene esa belleza artificial que se ve en todas las cubiertas de las revistas, aunque fácilmente podría aparecer en una de esas publicaciones sin tener que recurrir a Photoshop ni a ninguna cirugía, gracias a sus rasgos naturales.
He visto a muchas mujeres preciosas a lo largo de mi vida. Y también me he follado a muchas.
Pero hay algo de ella que me cautiva. Es como si un huracán me pisara los talones y me empujara hacia delante, sin dejarme opción a resistirme. Mis pies me llevan hasta la librería, y con las botas negras empapo el felpudo que hay en la entrada.
En el establecimiento se respira únicamente el aroma que desprenden los libros usados, aunque está contaminado por la gran multitud que abarrota el espacio. Este local tan pequeño no está pensado para acoger más de diez estanterías grandes dispuestas en el lado izquierdo de la sala, un pequeño escritorio a la derecha para cobrar a los clientes y quizá treinta personas como máximo. Ahora, en el centro, hay una gran mesa donde está sentada la autora y habrá como mínimo el doble del aforo permitido.
Aquí dentro hace demasiado calor. Hay demasiada gente.
Y el gilipollas que tengo a mi lado está hurgándose la nariz todo el rato. Su mano asquerosa no deja de toquetear el libro que sostiene, en cuya portada veo que dice «Reilly».
Pobre chica. Obligada a firmar un libro que seguramente está lleno de mocos.
Justo cuando abro la boca para decirle a este imbécil que deje de buscar un tesoro en los agujeros de la nariz, parece que se me abren las puertas al cielo.
En ese segundo, la gente que hay delante de nosotros se aparta para crear un ángulo perfecto que me ofrece unas vistas despejadas. Al principio solo la veo con el rabillo del ojo, pero basta un rápido vistazo para hacer que mi corazón caiga en picado.
Mi cabeza se gira lentamente como si fuese una de esas niñas locas escalofriantes de las películas de exorcismos, pero, en lugar de tener una sonrisa diabólica, estoy seguro de que parece que acabe de descubrir pruebas que confirman que la Tierra es plana o algo así.
Porque eso también es irrisorio de la hostia.
El oxígeno, las palabras, los pensamientos coherentes… Todo escapa de mí en cuanto veo a Adeline Reilly por primera vez en persona.
«Mierda».
Es aún más exquisita de lo que imaginé. Al verla siento debilidad en mis rodillas y se me aceleran las pulsaciones.
No sé si Dios existe de verdad. No sé si el hombre ha caminado sobre la Luna en algún momento. Tampoco sé si hay universos paralelos. Lo que sí sé es que acabo de encontrar el significado de la vida y está sentada en una mesa con una sonrisa incómoda en la cara.
Respiro profundamente y encuentro un sitio junto a la pared del fondo. No quiero acercarme demasiado todavía.
No.
Quiero observarla durante un rato.
De modo que permanezco en el fondo echándole un vistazo entre las decenas de cabezas para intentar verla bien. Gracias a Dios que soy alto, porque si fuese bajo creo que pasaría por encima de todo el mundo.
Una mujer alta y esbelta le da un micrófono a mi nueva obsesión, y por un breve instante la chica parece que esté a punto de salir corriendo. Se queda mirando el micrófono como si la mujer le estuviera ofreciendo una cabeza cortada.
Pero su expresión desaparece en cuestión de segundos, apenas se deja entrever antes de que la autora vuelva a ponerse la máscara. Entonces le coge el aparato a la mujer y se lo lleva a sus labios temblorosos.
—Antes de empezar…
Joder, su voz es pura sensualidad. La clase de voz que solo se oye en los vídeos porno. Me muerdo el labio inferior para reprimir un gemido.
Me recuesto sobre la pared y la observo absolutamente embelesado por la pequeña criatura que hay ante mí.
Algo inexplicablemente oscuro crece en mi pecho. Es negro y malvado y cruel. Incluso peligroso.
Lo único que quiero hacer es romperla. Hacerla añicos. Y entonces juntar las piezas para amoldarlas con las mías. Me da igual que no encajen; me encargaré de que así sea.
Y sé que estoy a punto de hacer algo malo. Sé que cruzaré ciertas líneas y que nunca podré retroceder, pero no hay ni un ápice de mi ser al que le importe una mierda.
Porque estoy obsesionado.
Soy adicto.
Y estaré encantado de cruzar todas y cada una de las líneas si significa que así conseguiré que esta chica sea mía. Si significa que la obligaré a ser mía.
La decisión ya está tomada y se está solidificando en mi cerebro como si fuese granito. Y, en ese momento, sus ojos se pasean por el local y se encuentran con los míos, e impactan con tanta fuerza que mis rodillas casi ceden y me hacen caer al suelo. Las comisuras de sus ojos se redondean ligeramente, como si ella estuviera tan fascinada conmigo como yo con ella.
Y entonces la lectora que tiene delante le llama la atención y sé que tengo que irme de inmediato antes de que haga algo estúpido, como secuestrarla delante de cincuenta testigos como mínimo.
Da igual. Ahora ya no podrá escapar de mí.
Acabo de encontrar a una ratoncita y no me detendré hasta que la haya capturado.
10 de abril de 1944
Mi visitante está aquí, fuera, junto a la ventana, observándome mientras escribo. Me tiembla la mano y no estoy segura de si es por el miedo. No sería capaz de definir esta sensación ni aunque quisiera. He intentado escribir mis sentimientos, explicarlos, pero no hay suficientes palabras.
Supongo que la mejor manera de describirlo es diciendo que es emocionante.
No sé qué me ocurre, pero, por supuesto, hay algún problema muy grave en mi interior.
Cuando nuestras miradas se encuentran se me entrecorta la respiración. Mi sangre prende fuego. Es como si tuviera un cable pelado descansando sobre la piel.
Siento una reacción visceral, y me da miedo que esté desarrollando una adicción a ella.
Ahora el hombre se acerca más. Nuestras miradas se encuentran con frecuencia y me distraigo mientras escribo.
Cada vez es más común. Que me distraiga. John ha empezado a darse cuenta. Me acribilla a preguntas, quiere saber en qué pienso.
¿Cómo le digo al hombre que amo que estoy pensando en otro? ¿Cómo le cuento que he empezado a visualizar a otro cuando me besa? ¿O cuando me toca?
Mi visitante se aleja, desaparece entre la oscuridad. Le tengo miedo.
Pero, aun así, estoy muy intrigada.
CAPÍTULO 3
La manipuladora
No me había imaginado que me pasaría la noche del viernes así. Rebuscando entre las paredes de una casa viejísima con vete a saber qué clase de criaturas atrapadas dentro.
De un momento a otro una ardilla con la rabia me saltará encima y se me aferrará al brazo que tengo extendido enloquecida por el hambre, dispuesta a comerse cualquier cosa después de tantos años encerrada entre estas paredes alimentándose únicamente a base de insectos.
Tengo el brazo metido hasta el hombro en el agujero de los cojones que ha hecho Greyson, con el móvil bien sujeto en la mano haciendo de linterna. Hay el espacio justo para meter el brazo y parte de la cabeza en un ángulo preciso que me permite mirar qué hay.
Todo esto es estúpido. No, yo soy estúpida.
En cuanto he oído que la puerta de casa se despedía de Greyson con una patada en el culo al salir, me he puesto a inspeccionar los daños. No es un agujero enorme, pero lo que me ha sorprendido es el gran espacio que hay entre las dos paredes. Debe de haber un metro, más o menos. ¿Y por qué lo habrían hecho así si no hubiera un buen motivo?
Me da la sensación de que un imán tira de mí hacia el agujero. Y cada vez que intento apartarme, una vibración profunda me recorre los huesos. Las puntas de los dedos me palpitan por la necesidad de extender la mano y mirar dentro de este vacío infinito para descubrir qué es lo que me llama.
Y aquí estoy, inclinada hacia delante y metiéndome por un agujero. Supongo que, si no he conseguido que me la metieran en el mío, tendré que conseguir un poco de tema así.
La linterna del móvil deja al descubierto vigas de madera, telarañas densas, polvo y bichitos muertos en el interior de la pared. Me giro hacia el otro lado y lo señalo con la luz. Nada. La densidad de las telarañas me impide ver gran cosa, así que uso el móvil como si fuera una porra para despejar el espacio.
Como se me caiga el teléfono, me enfadaré de verdad. Será imposible recuperarlo y tendré que comprarme uno nuevo.
Me estremezco al sentir que unas telarañas finas me acarician la piel, es como si unos insectos se arrastraran sobre mí. Entonces me vuelvo a girar hacia la izquierda, alumbro de nuevo el espacio y aparto con el móvil algunas telarañas más, a punto de darme por vencida e ignorar las alarmas que se me han encendido en un primer momento y me han llevado a esta situación tan tonta.
«Allá».
Un poco más adelante hay algo que brilla bajo la luz del móvil. No es más que un pequeño reflejo, pero basta para que dé un saltito de la emoción y me golpee en la cabeza contra la gruesa pared, lo cual hace que caiga en mi pelo un poco de yeso desconchado.
«Ay».
Ignoro el sordo martilleo que me noto en la parte trasera de la cabeza, saco el brazo del agujero rápidamente y corro por el pasillo calculando más o menos a qué altura he visto ese misterioso objeto.
Descuelgo un marco de fotos del clavo donde estaba y lo dejo en el suelo con suavidad. Lo repito varias veces hasta que encuentro una fotografía de mi bisabuela sentada en una bicicleta retro con un ramo de girasoles en la cesta. Esboza una gran sonrisa y, a pesar de que la imagen está en blanco y negro, sé que lleva los labios pintados de rojo. Mi abuela decía que se pintaba los labios antes de preparar el café.
Tras descolgar la fotografía de la pared, reprimo un gritito: delante de mí hay una caja fuerte de color verde militar. Es vieja y tiene una cerradura con un simple dial. Los pulmones me arden por la emoción mientras recorro el dial con los dedos.
He encontrado un tesoro. Y supongo que debo agradecérselo a Greyson, aunque me gustaría pensar que tarde o temprano habría quitado estas fotografías con tal de no tener a mis antepasados mirándome por encima del hombro debido a mis decisiones sumamente cuestionables.
Todavía estoy observando la caja fuerte cuando una brisa fría me inunda todo el cuerpo y me hiela la sangre. Ante el repentino cambio de temperatura, me giro y escaneo el pasillo vacío con la mirada.
Me castañetean los dientes y creo que veo el vaho que escapa de mi boca al exhalar. Y, tan rápido como ha venido, desaparece. Lentamente mi cuerpo recupera una temperatura normal, pero el escalofrío que me ha recorrido toda la columna vertebral no se disipa.
Soy incapaz de apartar la vista del espacio vacío, esperando a que ocurra algo, pero los minutos van pasando y yo sigo aquí plantada.
«Addie, concéntrate».
Coloco la fotografía en el suelo con mucho cuidado, decido dejar de lado el extraño estremecimiento que he sentido y busco en Google cómo abrir una caja fuerte. Después de visitar diversos foros que detallan un proceso paso a paso, me voy corriendo hacia el garaje, donde acumula polvo la caja de herramientas de mi abuelo.
Esta estancia nunca se ha usado para los coches, ni siquiera cuando la propietaria de la casa era mi abuela. En cambio, se ha amontonado porquería de varias generaciones, mayoritariamente las herramientas de mi abuelo y algunos trastos de la casa. Cojo las herramientas que necesito, corro escaleras arriba y, a continuación, intento forzar la caja. Este armatoste viejo tiene una protección bastante pésima, pero supongo que quienquiera que lo escondiera no esperaba que nadie lo encontrara de verdad. Como mínimo, no mientras él o ella estuviera vivo.
Tras varios intentos fallidos, muchos gruñidos de frustración y de aplastarme el dedo por accidente, al final consigo abrir la maldita caja fuerte. Vuelvo a encender la linterna del móvil y veo que en el interior hay tres cuadernos con tapas de cuero. No hay dinero. Ni joyas. Nada de valor real, como mínimo valor económico.
Tampoco esperaba encontrarme esa clase de cosas, pero la verdad es que me sorprende que no haya nada así, teniendo en cuenta que la gente en general usa las cajas fuertes precisamente para eso.
Al sacar los cuadernos, me deleito con la suavidad del cuero bajo la yema de mis dedos y se me dibuja una sonrisa en la cara al acariciar la inscripción que hay en el primero:
«Genevieve Matilda Parsons».
Mi bisabuela, la madre de mi abuela. La mujer que aparece en la fotografía que escondía la caja fuerte, famosa por su pintalabios rojo y su sonrisa alegre. Mi abuela siempre me dijo que su madre se hacía llamar Gigi.
Les echo un vistazo rápido a los otros dos cuadernos y veo que hay el mismo nombre. ¿Sus diarios? Tiene que ser eso.
Aturdida, voy hasta mi habitación, cierro la puerta detrás de mí y me acomodo en la cama con las piernas cruzadas. Cada cuaderno está envuelto con una cuerda de cuero para que se mantengan cerrados. El mundo exterior desaparece cuando cojo la primera libreta, desenrollo la cuerda con cuidado y la abro.
Sí que es un diario. En cada página veo una entrada escrita en una caligrafía femenina, y al final siempre hay un beso con el famoso pintalabios de mi bisabuela.
Murió antes de que yo naciera, pero de pequeña oí un sinfín de historias sobre ella, y mi abuela decía que heredó de su madre su personalidad salvaje y su lengua afilada. Me pregunto si sabía que existían estos diarios, si llegó a leerlos en algún momento.
Si Genevieve Parsons era tan alocada como aseguraba mi abuela, entonces me imagino que estos diarios estarán repletos de todo tipo de historias que lo demostrarán. Abro los otros dos cuadernos con una sonrisa y confirmo la fecha en la primera página de cada uno para asegurarme de que empiezo desde el primero.
Y me quedo despierta toda la noche leyendo, cada vez más perturbada a medida que avanzo.