Hilde
Wiesbaden, verano de 1961
Es un domingo de agosto. Un calor agobiante se cierne como una cúpula invisible sobre la ciudad de Wiesbaden. Por Wilhelmstrasse apenas circulan unos pocos coches. Los viandantes avanzan con parsimonia, la gente prefiere el lado de la calle que discurre junto al parque de Warmer Damm, donde encuentra sombra bajo las frondosas hileras de plátanos. Los cafés de la acera de enfrente han extendido los toldos al máximo para proteger a su clientela del sol y el polvo de la calzada. Por las tardes, pese a las altas temperaturas, todas las sillas están ocupadas por clientes que se acercan a disfrutar de un café y un trozo de pastel, a refrescarse bebiendo una Bluna, una Sinalco o una Coca-Cola bien frías, o a darse un capricho y pedir una bola de helado con nata: vainilla, chocolate y fresa son los sabores disponibles. Las damas llevan vestidos veraniegos de colores claros; los caballeros se atreven con camisas de manga corta bajo las americanas, que, por mucho calor que haga, jamás se quitan. En Wilhelmstrasse nadie va en mangas de camisa; no estaría bien visto.
El Café del Ángel resiste con valentía frente a las nuevas cafeterías y pastelerías que han surgido por toda la ciudad. Su mayor competidor sigue siendo el Café Blum, justo al lado: es tres veces más grande y en la primera planta sirve unos menús de gran calidad hasta bien entrada la noche. También organiza veladas de baile, banquetes de bodas y otras celebraciones. Sin embargo, el Café del Ángel destaca gracias a sus exquisitas tartas, un café extraordinario y el ambiente familiar. Los platos de comida que preparan, deliciosos, aunque no muy abundantes, tienen bastante éxito al mediodía entre los oficinistas, y por las tardes están muy solicitados por cantantes y actores del Teatro Estatal. Después de la función, a muchos les apetece ir a picar algo y compartir una botella de Gotas de Ángel con los compañeros. El riesling es del viñedo del señor Perrier, el marido de la jefa, y se ha convertido en uno de los sellos distintivos de la casa.
Solo los habituales saben que ese domingo en concreto es muy especial para la familia Koch. El patriarca, Heinz, está en su mesa de siempre, justo al lado del mostrador de los pasteles, tomándose un café y charlando con un gran número de clientes muy apreciados, que hoy no han dudado en pasarse por el local y sentarse con él un rato y que incluso han llevado ramos de flores y pequeños regalos. Hilde, precavida como ella sola, ha bajado todos los jarrones de la familia y los ha dejado en la sala contigua. También su cuñada Swetlana, que hoy atiende a la clientela junto con Luisa, les ha prestado varios floreros.
—Qué jarrones más feos —comenta Else cuando se queda a solas con su hija.
Hilde opina que la crítica de su madre está fuera de lugar y se encoge de hombros.
—Sobre gustos no hay nada escrito, mamá.
Else levanta las cejas en actitud despectiva y coge dos de los jarrones para ir a llenarlos de agua.
Hilde empieza a perder la paciencia.
—¿Qué haces tú ocupándote de eso, mamá? —pregunta, algo nerviosa—. Justamente hoy, que deberías estar con papá en vuestra mesa. La gente ya ha preguntado por ti.
—Por el amor de Dios —replica Else, a la defensiva—. Estarme ahí sentada mientras vienen a adularme no va conmigo. Además, ¿de verdad hay que montar semejante numerito? Si al fin y al cabo es algo la mar de normal.
—¡Escúchame bien, mamá! —salta Hilde, molesta—. Nos estamos esforzando mucho para que la celebración de este día sea lo más bonita posible. ¿Es que no estás contenta?
—Ay, Hilde, hija mía… —contesta Else, angustiada—. No quería decir eso. Pues claro que estoy contenta.
Le acaricia la mejilla un instante y luego se aleja con los dos floreros a toda prisa sin hacer caso de la regañina. Cuatro ramos y varias plantas de interior decoran ya la sala contigua, y todo parece indicar que llegarán más aún.
Hilde suelta un suspiro de exasperación. ¿Qué le pasa últimamente a su madre? Siempre está descontenta, protesta por cualquier cosa, no es capaz de quedarse sentada y tiene que meter las narices en todo. Cuando, en realidad, podría olvidarse por fin de la pesada carga del trabajo y dejarle las preocupaciones del café a la siguiente generación. Todo está organizado a la perfección, así que podría sentarse de brazos cruzados sin cargo de conciencia y disfrutar cómodamente de su merecido descanso, igual que lleva años haciendo su padre, y al que, por cierto, le sienta de perlas.
Pero no. A primera hora de la mañana ya han tenido que discutir. Su padre ha bajado al café a desayunar de muy buen humor. Se había puesto su mejor traje y la corbata de seda que Julia le regaló por su último cumpleaños. Como Else volvía a estar metida en la cocina, adonde en realidad ya no debería ni acercarse, ha tenido que esperarla un ratito y, cuando por fin se ha dignado aparecer, ha ido hacia ella con los brazos abiertos y una sonrisa cariñosa.
—¡Else de mi corazón, amor mío! —le ha dicho con entusiasmo—. Hoy es nuestro aniversario. ¡Cuarenta años de absoluta felicidad!
—Sí, bueno… —ha contestado ella, torciendo el gesto.
Heinz se ha desinflado un poco al oírla.
—¿Qué quiere decir eso de «Sí, bueno», amor mío?
—Pues lo que he dicho, Heinz. Sí, claro, ha habido años bonitos…
—Para mí todos han sido bonitos, Else, todos. Cada uno más que el anterior. ¡Por eso quería darte las gracias hoy, cariño!
La ha abrazado y le ha plantado dos besos en las mejillas. Else se lo ha permitido, pero cuando su marido ha intentado besarla en los labios para felicitarla por sus cuarenta años de casados, ha girado la cara.
—¡Por el amor de Dios, Heinz, déjame ya! —ha exclamado—. ¡Que puede vernos la gente de la calle!
Él la ha soltado y ha ido a su sitio a sentarse negando con la cabeza. Se ha quedado muy abatido, y a su hija le ha dolido en el alma.
—Pero ¿a ti qué te pasa, mamá? —le ha reprochado—. Por algo estáis casados.
—¡Tú no te metas, Hilde!
Como en ese momento Swetlana y Luisa han entrado por la puerta giratoria del café, han puesto fin a la discusión. Las dos se han acercado enseguida a la «feliz pareja» para abrazarlos y darles dos besos. Swetlana le ha regalado un perfume caro a Else y una corbata de seda nueva a Heinz; Luisa les ha llevado un cestito con fresas recién cogidas de su huerto y un ramo de flores que ha cortado ella misma. También ha anunciado que por la tarde habría una sorpresa musical en honor a la pareja. Eso ha conseguido emocionar a Else, que le ha dado las gracias de todo corazón antes de probar las fresas.
—Ay, qué maravilla tener un huerto… —ha comentado con un suspiro—. La fruta y la verdura saben mucho mejor cuando están recién cogidas, ¿a que sí? ¡Tus fresas son una delicia, Luisa!
—Sí, tienes mucha razón, tía Else —ha respondido ella con una sonrisa—. Estamos muy contentos de que la casa tenga jardín.
Del ingente trabajo que conlleva cuidar de un huerto no ha dicho nada. Hilde está bastante preocupada por Luisa, que casi siempre llega al café exhausta y con las manos agrietadas. Es evidente que la pobre está sobrecargada de trabajo y además tiene un montón de problemas. Pero, cuando le pregunta cómo les va por casa, ella siempre contesta: «¿Cómo quieres que vaya? Las niñas están sanas y Fritz vive entregado a su música. Eso es lo principal, ¿verdad?».
Cuando Swetlana y Luisa reaparecen transformadas en dos camareras con sus cofias y sus delantales de encaje, en la mesa de los Koch ya se han calmado los ánimos, para alivio de Hilde. Su padre se ha tomado un café y ha disfrutado de los panecillos recién salidos del horno que Richy, el pastelero, una vez más ha conseguido tener listos justo a tiempo, como por arte de magia. Su madre se ha servido una buena cantidad de rica mermelada de frambuesa, que también es del huerto de Luisa. Aunque, lo que se dice hablar, no están hablando mucho. Heinz se limita a hacer algún que otro comentario afable que Else recibe con un gesto benevolente de la cabeza.
Sobre las diez, cuando ya han atendido a los primeros clientes de las mesas de la terraza, Sofia Künzel baja de su vivienda de la buhardilla para felicitar a los dueños y disfrutar del desayuno. La Künzel vive en lo alto del edificio desde siempre. Tiene más de setenta años y antes era cantante de ópera en el Teatro Estatal, pero sigue dando clases de piano en el Conservatorio, donde es muy querida entre los alumnos. Tampoco ha renunciado a su pasión por la ropa vistosa y los colores chillones. Hoy se ha presentado con la cabeza envuelta en un pañuelo lila a modo de turbante y, como conjunto, un vestido rojo vino y unas sandalias verdes de tiras.
—¡Cuarenta años! —exclama en el salón del café, y a un volumen tal que deben de haberla oído hasta en la calle—. ¡Y siempre rodeados de amor y concordia! Cómo os admiro… ¡Yo solo conseguí estar casada tres años y luego puse a ese sinvergüenza de patitas en la calle!
La Künzel hace reír incluso a Else. Al fin y al cabo se conocen desde hace muchos años. Juntas sobrevivieron a los duros tiempos de la guerra y nunca se dieron la espalda. Hablan del querido Addi, a quien todos llevan aún en el corazón, de los guisos que preparaba Else para todos con los escasos alimentos que podían encontrar, de la época en que la Künzel tocaba el piano en el bar yanqui y siempre conseguía llevarse a casa un par de deliciosas latas de conserva. Hilde se tranquiliza al ver que la celebración va cogiendo ritmo. Se respira un aire de alegre nostalgia; su madre interviene por fin en la conversación, su padre cuenta sus anécdotas preferidas. Y entonces, cuando Frank y Andi, los gemelos de Hilde, aparecen vestidos de domingo y felicitan a sus abuelos por su aniversario como debe ser, parece que el ambiente es perfecto. Los chicos han conseguido despegarse de las sábanas más o menos a tiempo y se han puesto los trajes que ella les había preparado. Toda una hazaña para dos quinceañeros. Los abuelos se han emocionado mucho, por supuesto. Llevan a sus nietos en palmitas, así que los chavales pueden permitirse toda clase de travesuras e impertinencias, cosas por las que Hilde y sus hermanos, en su época, habrían recibido un buen bofetón como castigo. Por eso, Frank anuncia con total despreocupación que han quedado con unos amigos para dar una vuelta en bici y que tienen que irse ya.
—¡Justamente hoy, que los abuelos celebran su aniversario!
—La abuela ha dicho que a ella no le importa —contesta Frank, que casi siempre es el portavoz de los dos—. Y para la party de esta tarde ya habremos vuelto.
Otra vez esa dichosa palabra inglesa. ¡Party! Hace poco le soltó incluso un «Okey, mamá».
—Pero ¿habéis desayunado por lo menos? —les pregunta a sus hijos.
—Pues claro, mamá.
Cuando los gemelos eran pequeños, su madre les preparaba el desayuno por las mañanas mientras su abuela, abajo, ya estaba abriendo el local. Ahora los chicos son más independientes. Cogen lo que quieren de la nevera y los días de clase solo bajan al café para «pasar revista» y que Hilde se asegure de que van decentemente vestidos y han cogido el bocadillo preparado la noche anterior.
—¿Habéis vuelto a meter la leche en la nevera? —pregunta.
Frank asiente con convicción, pero Andi pone cara de pensárselo. ¡Ajá!
—¡Pues subid corriendo a comprobarlo!
—¡Jo, tío!
En cuanto sus nietos desaparecen, también la paciencia de Else se agota. Entra en la cocina para, según dice, comprobar si ayer llegó la nata. Luego se entretiene con los jarroncitos de flores de las mesas y recolocando las cucharitas de café que compraron hace poco, las que llevan grabado «Café del Ángel». Cuando el maestro repetidor Alois Gimpel llega con Sigmar Kummer, del Wiesbadener Tagblatt, a Else vuelven a entrarle todas las prisas porque, por lo visto, no se ha tomado las gotas, que están arriba, en su piso.
—¡Mamá, el señor Kummer quiere escribir algo sobre vosotros en el periódico! —le susurra Hilde deprisa.
—¿Y qué? —sisea ella en respuesta—. Tu padre le dará información de sobra, así que no hace falta que me esté sentadita a su lado. Tengo que tomarme las gotas porque, si no, con todo este jaleo es fácil que me entre un mareo.
Su madre no parece tener en cuenta que un artículo así representa también una publicidad fantástica para el café.
—Pero baja enseguida, por favor. El señor Kummer ha traído una cámara y seguro que querrá sacaros una foto a papá y a ti.
—¡Mira tú qué bien! Los dos jubilados, con todo el pelo cano y aparcados en la vía muerta —protesta Else de mal humor antes de ir a toda prisa hacia la escalera.
Hilde se queda atónita en la puerta de la cocina. Swetlana, que está sacando una botella de vino y dos copas, ha estado a punto de chocar con ella. ¿Qué acaba de decir su madre de una vía muerta? ¿Cómo se le ocurre algo así? ¡Es increíble! Con lo que se han esforzado para celebrar su día especial por todo lo alto… Les han comprado un regalo caro, han informado a la prensa y han organizado una fiesta familiar para esta noche. ¡Lo que hay que oír! ¡La vía muerta! Esa mujer no demuestra ni una pizca de gratitud al verla deslomarse trabajando para que sus padres puedan disfrutar de una vejez tranquila. Hilde nota que empieza a encenderse. ¡Cómo puede ser tan egoísta! Debe de ser la senilidad, sí, seguro. Su madre está cada vez más rara. A ver si por lo menos no les estropea la bonita celebración. Sería una lástima, sobre todo porque su padre esperaba el día con muchas ganas.
Fuera, bajo los toldos, hay varias mesas ocupadas por caballeros. Después de misa se reúnen a tomar una copita mientras sus mujeres corren a casa con los niños para preparar la comida del domingo. Hilde piensa en Jean-Jacques, que le ha prometido dejar la tasca de Eltville en manos de sus empleadas hacia el mediodía para ir a celebrar el aniversario de sus suegros en el Café del Ángel. También le ha dicho que llevaría unas cuantas cajas de vino, pero de momento su destartalada furgoneta Goélette sigue sin aparecer. Dentro, en la mesa de los Koch, hay bastante animación. Heinz y Sigmar Kummer, el periodista del Tagblatt, están enfrascados en una conversación a la que se han unido la Künzel y también Jenny Adler, la antigua soubrette del teatro, que espera su turno para contar divertidas anécdotas. ¿Dónde se ha metido su madre? ¿Cuánto tiempo necesita para tomarse las gotas? Entonces llega el director de coro Firnhaber con un impresionante ramo de rosas que a toda costa quiere entregarle a su «estimada y queridísima señora Koch», porque las flores se dan siempre a la dama y no al caballero.
—Siéntese con nosotros, querido amigo —lo invita Heinz—. Else está ocupada, como siempre, pero volverá enseguida.
Luisa sirve vino. Hilde ha preparado también unos canapés con jamón, huevo y rodajitas de pepinillo que enseguida son devorados. Por fin aparece su madre, recién peinada y con un vestido de verano diferente. «¡Ajá! Conque quiere salir guapa en la foto», piensa Hilde al verla. En efecto, incluso acepta el ramo de rosas con desenvoltura y, cuando Sigmar Kummer pide a la pareja de homenajeados que se coloquen ante la puerta giratoria para hacerles un retrato, ella se alisa la blusa deprisa y se humedece los labios con la lengua antes de poner una sonrisa de revista. Hay que ver… ¡Menuda actriz está hecha!
A la hora de comer, los toldos se quedan vacíos. Los señores regresan alegres a sus casas, donde les espera la mesa puesta y el asado del domingo. Comer en restaurante es un lujo reservado a días especiales, porque con niños sale bastante caro, así que es preferible guardarse ese dinero y ahorrar para adquirir las últimas novedades del mercado. El milagro económico ha hecho posible que en muchos hogares haya televisores, radios y tocadiscos. El ama de casa sueña con una lavadora con centrifugadora incorporada y una aspiradora moderna, pero en primer lugar, por supuesto, está el coche. El tráfico de Wiesbaden ha aumentado exponencialmente. Por todas partes hay hileras de vehículos aparcados junto a las aceras. Por desgracia también en Wilhelmstrasse, delante de los cafés, donde obstruyen las vistas del Teatro Estatal y el Balneario a los clientes.
Hilde no puede más de impaciencia. ¿Dónde se ha metido Jean-Jacques? Hay que preparar la gran sorpresa para sus padres, y él quiso ocuparse de ello. Al menos ahora llega su hermano, August, el marido de Swetlana, que sin duda habrá vuelto a pasarse la mañana en el bufete zanjando algunos asuntos que han quedado pendientes durante la semana. Abrazos, felicitaciones… Sus padres se alegran, Else está incluso de buen humor. Fantástico. Hilde se asoma un momento a la cocina para ver cómo va todo, y allí está Richy, infatigable, preparando ya las bandejas de fiambres para la noche. Luisa le echa una mano mientras Swetlana calienta la sopa de gulasch que ha llevado.
—He preparado una buena sopa porque algo habrá que comer al mediodía —dice.
—¡Ay, Swetlana! —exclama Hilde, tomándola del brazo—. ¡Qué haríamos sin ti y tus artes culinarias! ¿Cuándo empiezas a trabajar para nosotros?
—¡Ayer! —responde ella riendo—. Me encantaría cocinar para los clientes del café, pero, ya lo sabes… August no quiere. Prefiere que cocine solo para Sina y para él. Tu hermano es así.
Desde luego. Desde que es abogado y notario, a August no le hace gracia que su esposa sirva en el Café del Ángel, porque cree que eso le avergüenza ante sus clientes. Y eso que fue él mismo quien le consiguió el puesto de camarera hace años. Por suerte, ella está contenta y no quiere dejar el trabajo.
«Tienes que pensar que son tu familia, August —le ha dicho alguna vez—. No lo hago por el dinero, sino por ayudar a tus padres y a tu hermana».
Sobre las dos llega Fritz Bogner, el marido de Luisa, con tres niñas tras de sí. Petra, de siete años, es una prometedora niña prodigio y lleva el estuche del violín a la espalda; su hermana de nueve, Marion, carga con la cartera de las partituras; y detrás de ambas va Sina, también de nueve años, hija de August y Swetlana, con su perrita, Laika.
—¡Encerrad ahora mismo a esa ladronzuela arriba, en nuestro piso! —exclama Hilde.
Laika es una auténtica aspiradora. Se cuela debajo de las mesas para hacerse con los restos de pastel que caen al suelo y ya ha conseguido entrar dos veces en la cocina, para horror de Richy. Las niñas suben corriendo la escalera con la perra, que ladra, mientras Fritz felicita educadamente a la feliz pareja y luego se instala en la sala contigua con los instrumentos y los atriles.
—¿Vendrá la prensa? —le pregunta a Hilde desde la puerta mientras limpia sus gruesas gafas con un pañuelo.
—Vendrá Gerda Weiler.
—¡Qué bien!
Fritz Bogner es el hombre más humilde del mundo, pero, cuando se trata de publicitar a su talentosa hija, es capaz de lo que haga falta. Poco después llega con su instrumento, en esta ocasión el violoncelo ha sustituido al contrabajo, Benno Olbricht, un compañero de la orquesta del Teatro de Wiesbaden, y entonces llaman a Petra para que baje a ensayar con él.
—Pero si es muy fácil —protesta ella, lanzándose las trenzas pelirrojas hacia atrás—. Puedo tocarlo con los ojos cerrados.
Ya van llegando los primeros clientes de la tarde en busca de un café y un trozo de pastel. Las mesas de fuera, bajo los toldos, vuelven a llenarse. Hilde envía a Luisa al mostrador de los pasteles y se pone a atender. Su padre ha subido a echarse una siestecita, pero en la mesa de Else está ahora Wilhelm, entreteniendo a los presentes con su gracia y su encanto. Mejor así; su madre está contenta y se ríe con ellos. Willi, el hermano pequeño de Hilde, es actor profesional. Hace dos años se casó con Karin, una compañera de trabajo que ya tenía una hija pequeña. Por desgracia, la madre de Karin también se fue a vivir con ellos y es una persona difícil —por decirlo de una manera suave—, que no le hace ningún bien al joven matrimonio. Hilde no querría tener cerca a esa mujer por nada del mundo, pero Willi sabrá lo que se hace.
Por fin divisa la Goélette de Jean-Jacques, que llega traqueteando tranquilamente por Wilhelmstrasse y se detiene junto a uno de los Mercedes aparcados delante del café.
—¡Sal a echar una mano, Willi! —le pide a su hermano mientras Jean-Jacques empieza a descargar cajas de vino de la furgoneta.
—De haber sabido que pensabais usarme de porteador, habría venido con un mono de trabajo —bromea él mientras se quita la americana.
—¡Cuidado con la espalda, hijo! —le advierte su madre, preocupada, y añade que Jean-Jacques bien podría haber llevado el vino ayer.
Los clientes, endomingados, se divierten al ver cómo los dos hombres entran las cajas arrastrándolas alegremente por la puerta giratoria y luego bajan su cargamento al fresco sótano.
—¡A quien madruga el domingo para trabajar, Dios no lo ayuda! —le suelta un cliente a Wilhelm con sorna.
—¡Pero le paga el doble! —exclama este en respuesta, jadeando.
Se ha metido al público en el bolsillo. Sabe cómo hacerlo. Tiene un don y gracias a eso se gana la vida. Aunque, por desgracia, ahora mismo solo actúa en el cabaret. Lo del esperado contrato con el Teatro Estatal no salió bien. En cambio, Karin, su mujer, tiene mucho éxito en la industria cinematográfica. Ya ha salido en dos telefilmes y en estos momentos está rodando otro en Hamburgo.
—Por fin has llegado —le susurra Hilde a su marido—. Papá está arriba, durmiendo la siesta. No hagas mucho ruido. Llévate a Willi, que, si hace falta, podrá distraerlo.
Jean-Jacques no deja que le meta prisa. Está moreno de tanto trabajar en el viñedo y hace tiempo que debería haberse cortado otra vez el pelo negro y rizado. Tiene un brillo vivaracho en los ojos oscuros. «Qué guapo es mi marido —piensa Hilde—. Y él lo sabe».
—Pero ¿qué clase de recibimiento es este, mon chou? —dice riendo, y le da un beso en la mejilla—. Primero voy a felicitar a maman.
Se acerca a la mesa de la familia, abraza a Else y le planta un par de besos. También August recibe un abrazo y, ya que está puesto, Jean-Jacques sigue con Sofia Künzel, el director de coro Firnhaber y Jenny Adler. No, no puede sentarse con ellos: hay otra surprise para papá y mamá, y tiene que ir a prepararla.
—Ay, madre mía —comenta Else con recelo—. Por favor, piensa que el café no está cerrado, Jean-Jacques.
Esa fue su única condición para la celebración: aunque monten una fiesta familiar, en el salón seguirán atendiendo a los clientes. Sin embargo, como muchos de los habituales tienen una estrecha relación con los Koch desde hace años, entrarán a celebrar su aniversario con ellos.
Desde la sala contigua llegan notas de violín acompañadas por el violoncelo de Olbricht. Están tocando tríos de Bach y Brahms. «Esperemos que el programa no sea demasiado largo», se dice Hilde, preocupada. Su madre, en realidad, prefiere melodías más animadas; su padre, en cambio, está encantado porque es un entusiasta de la música clásica. Willi también querrá interpretar algo, y seguramente la pequeña Sina habrá escrito otro poema. «Después nos pondremos a ver viejas fotografías, papá volverá a dar un discurso… ¡Ay, madre mía! ¿Dónde he dejado el papel con el mío? Arriba, en el dormitorio, claro. Si la Künzel toca algo al piano, incluso podríamos bailar. A mamá le gustaría».
Jean-Jacques da vueltas por la cocina porque Richy no ha dejado la caja de herramientas en su sitio. Hilde oye un breve intercambio de palabras algo subido de tono que termina con una maldición refunfuñada en francés. Su marido no soporta al magnífico pastelero de Leipzig y su relación no mejoró cuando comprendió que este no andaba en absoluto detrás de Hilde.
—Où sont les garçons? —pregunta al pasar junto a ella.
—Han salido con las bicis.
—Encore? ¿Otra vez? Esto no puede seguir así —rezonga, y desaparece en la escalera.
Allí se cruza con Heinz, que se ha despertado de la siesta y regresa a su mesa lleno de energía y buen humor. Otro abrazo cariñoso, unas palmadas en los hombros, unos besos à la française.
Hilde se tranquiliza. Ahora que su padre vuelve a estar abajo, Jean-Jacques tendrá vía libre en el piso.
Veinte trozos de pastel, dieciocho tarrinas de helado e incontables tazas de café después, su marido aparece de nuevo, sudado y satisfecho.
—C’est fait! —anuncia—. Funciona parfaitement, ma colombe.
—Ha costado lo suyo… —protesta Wilhelm, que se ha pillado un dedo.
—¡Fantástico! —se alegra Hilde—. Willi, ve con mamá y papá y diles que arriba, en su piso, les espera una sorpresa.
Su padre tarda un rato en conseguir librarse de la estimulante conversación de las señoras Alma Knauss e Ida Lenhard.
—¿En nuestro piso? —pregunta su madre, arrugando la frente—. ¡Espero que no hayáis organizado ningún estropicio ahí arriba!
«No es capaz de dejar de criticar ni un momento», piensa Hilde. Pero Jean-Jacques quita importancia a las protestas de su suegra, le ofrece una mano galante y sonríe.
—Solo hemos destrozado los muebles, hemos rajado las cortinas y estropeado las alfombras, maman. Por lo demás, todo está bien rangé.
—¡Ay, tú siempre con tus bromas, Jean-Jacques!
Suben los seis. Hilde la primera, seguida de su madre y de su padre, y detrás de ellos Willi, August y Jean-Jacques. La gran sorpresa aguarda en el salón, encima de la cómoda. El regalo caro que les han comprado entre todos: un televisor.
—¡Ay, madre mía! —exclama Else—. ¿Para qué necesitamos nosotros eso?
No se la ve ni un poquito entusiasmada. Más bien reticente. Negativa. ¡Cómo han podido gastarse tanto dinero en algo tan innecesario! Hilde está al borde de las lágrimas, la cara de Willi es pura decepción, y August mira a su hermana con unos ojos que parecen decir: «¿No os había avisado?».
Solo Jean-Jacques actúa como si nada. Acompaña a su suegra al sofá, recoloca el sillón de Heinz y anuncia que la retransmisión está a punto de empezar. Pocos minutos antes ha bajado con Willi el grandioso regalo desde el piso de Hilde hasta el salón de sus suegros y lo ha conectado a la antena que tienen en el tejado. Mandaron instalarla hace un año porque Richy y la Künzel también tienen televisor. De momento, el cable que va al piso de los Koch cuelga por fuera del edificio y entra por la ventana del salón; todavía no les han dicho que habrá que hacer una instalación como es debido y abrir un agujero en la pared exterior.
Jean-Jacques gira el interruptor que hay a la derecha del aparato. Al principio no sucede nada, pero entonces el cristal gris parpadea y aparecen unas extrañas líneas zigzagueantes y bailarinas que acaban componiendo una imagen. En blanco, negro y gris. Se ve a un caballero con traje, bien peinado y distinguido, hablando. De pronto llega también el sonido, que va aumentando. Se distinguen palabras. Jean-Jacques gira el mando de la izquierda para subir más el volumen.
—Las noticias —dice August—. ¿Ya son las ocho? ¡Madre mía, qué tarde se ha hecho!
August y Swetlana tienen televisor desde hace tres años, por eso se conoce la programación. Todas las tardes, a las ocho en punto, dan las noticias.
—¡Callaos de una vez! —protesta su madre—. No se entiende nada. ¿Qué acaba de decir?
¡Ajá! Hilde se calma un poco. Parece que, al final, a su madre por lo menos le interesan las noticias. Se ve una fotografía. No, es una grabación; se mueve. Hay una muchedumbre reunida, mirando cómo varias personas cavan en el suelo y sacan paladas de tierra. También se ven soldados marchando de un lado a otro con fusiles.
—«Desde esta madrugada, a la una, los taladros neumáticos resuenan en las fronteras de los diferentes sectores de Berlín. El alambre de espino cruza la ciudad. En el Berlín occidental, la Policía del Pueblo mantiene a la gente a distancia con ametralladoras»…
—¿Qué están haciendo? —pregunta Heinz, horrorizado.
—¡No me lo puedo creer! Quieren construir un muro —dice Willi, adusto—. En medio de la ciudad. Para que nadie pueda pasar del sector oriental al occidental.
—Incrédible! ¡Serán idiotas…! —se indigna Jean-Jacques.
Else mira fijamente la pantalla, donde ahora vuelve a aparecer el distinguido presentador.
—Eso son disparates —comenta, negando con la cabeza—. Lo habrían publicado en el periódico.
—¿Y cuándo, si empezaron a construirlo anoche? —señala Hilde.
—¡Qué horror! —se lamenta Willi—. Pobres berlineses. Van a destrozar familias enteras. ¡Imaginaos!
—Eso son ametralladoras. No quiero verlo. ¡¿No se había acabado la guerra?! —exclama su madre—. ¡Apaga ese trasto, Jean-Jacques!
—Pero, maman…
Else se levanta con decisión y gira el botón de la derecha del aparato. Se oye un chasquido, la imagen de la pantalla se contrae sobre sí misma, produce un destello y el televisor queda apagado. En el salón se hace un silencio incómodo.
—Pero, Else —dice entonces Heinz—, ¡si nos lo han regalado con buena intención!
Ella fulmina con la mirada la pantalla gris, luego reflexiona y se vuelve hacia sus hijos.
—Sois muy amables por hacernos un regalo en nuestro aniversario de bodas —dice—. Pero yo, personalmente, habría preferido una de esas lavadoras nuevas.
Luisa
Alguien llama a la puerta de la casa. Luisa se enjuga el sudor de la frente y se seca las manos deprisa. En el lavadero hace un calor insoportable; el caldero humea. Las camisas blancas de Fritz, la ropa de cama y las toallas están hirviendo a borbotones en el agua jabonosa.
—¡Voy!
Gracias a Dios, ha llegado el fontanero. Luisa ya lo conoce porque ha tenido que hacerles varias reparaciones más en la casa. Esta vez se trata de una urgencia. Se ha formado un charco enorme en las baldosas del suelo del baño; debe de haber una fuga en alguna cañería.
—Buenos días, señor Bäumler —saluda, y se aparta de la frente un mechón de pelo mojado—. Cómo me alegro de que haya venido tan deprisa.
—No hay tiempo que perder cuando es una urgencia —dice el hombre, sonriendo—. Arriba, en el baño, ¿verdad? Ya le dije la última vez que les daría problemas. Bueno, vamos allá.
Como se conoce el camino, el hombre sube la escalera con la caja de herramientas en la mano. Hace poco tuvo que instalarles un inodoro nuevo porque al viejo le había salido una grieta. Sí, esta casa es un pozo sin fondo. Siempre hay algo que se estropea. Y, por desgracia, Fritz es un manazas en todo lo que sean reparaciones.
—Ay, ay, ay… —oye que se lamenta el fontanero—. ¿De dónde viene eso?
Luisa ha extendido toallas por todo el suelo del baño, pero ya están empapadas y hay un reguero que sale por la puerta y sigue por el linóleo del pasillo.
—De ahí, de debajo de la bañera, señor Bäumler.
—Vaya… —comenta el hombre con tono experto—. ¿No ha cortado el agua?
No, no la ha cortado. Porque la necesitaba en el lavadero y, además, antes no era más que un pequeño charco.
Mientras ella intenta contener la inundación con toallas viejas, Bäumler le dice que, por desgracia, va a tener que levantar los azulejos de encima de la bañera para buscar la cañería defectuosa.
—Traiga un par de cubos y así podrá bajar los cascotes directamente, señora Bogner.
El trabajo se alarga. La fuga de la cañería no está donde el fontanero creía, sino más a la izquierda, en la pared de al lado de la bañera. Bäumler hace pedazos un azulejo amarillo mate tras otro hasta que por fin da con el origen del problema.
—Ahí está —comenta, imperturbable, mientras Luisa retira añicos y mortero de la bañera—. El agua siempre encuentra por dónde salir.
Cierran la toma de agua y el hombre arregla la cañería mientras le explica a Luisa que esas tuberías están muy estropeadas y le advierte que es posible que tengan pequeñas fugas más a menudo.
—¡Pero para eso estamos aquí! —dice, dándose unos golpecitos en el pecho—. Por el momento no hay ningún escape. Puede rellenarlo todo con argamasa y volver a instalar los azulejos, señora Bogner. Pero antes espere a que se seque bien, para que no salga moho.
Lo cierto es que la reparación ha sido un éxito, porque, cuando vuelven a dar el agua, no sale ni una gota por el punto parcheado. Satisfecho, el hombre recoge sus herramientas, se toma el café con leche y azúcar que Luisa le ha preparado y luego se despide.
—Le enviaré la factura por correo. Que tenga un buen día, señora Bogner.
—Que tenga un buen día, señor Bäumler. Y muchas gracias de nuevo. Adiós.
«Pero ¿por qué le doy las gracias?», piensa cuando el fontanero se sube a su pequeña camioneta de tres ruedas. Volverá a enviarles una factura bien abultada. Precisamente ese mes, como en el teatro aún están de vacaciones de verano, Fritz solo ganará algo de dinero con las clases del Conservatorio. «¿Por qué no contrataríamos un seguro del hogar? Por muy altas que sean cuotas, ya lo habríamos amortizado».
Echa un vistazo al reloj y constata que ya son las diez y media. Todavía tiene que acabar la colada del caldero, frotar con una pastilla de jabón las manchas que no hayan salido, retorcer las prendas para escurrirlas y luego meterlas en la tina, donde las aclara dos veces con agua limpia. Después pondrá la colada de color a remojo en el caldero; el fuego con el que ha calentado el agua ya se habrá consumido parcialmente, y esa temperatura basta para la ropa de color. A la una llegarán las niñas del colegio en autobús, y la comida tiene que estar lista. Luisa sale corriendo al jardín para arrancar un manojo de zanahorias del huerto, corta unas cuantas judías verdes y vuelve a entrar con la verdura. Tiene que lavarla bien y luego pelar patatas y cebollas. Todavía le queda un poco de tocino ahumado que puede sofreír con la cebolla. Volverá a preparar menestra de verduras del huerto; hasta final de mes no les llega para comprar más carne. Aun así, preparará en dos minutos un flan de vainilla y lo pondrá en un cuenco con agua fría para que se atempere y puedan comérselo de postre con una salsa de frambuesa.
No, no se morirán de hambre. Sus raciones son abundantes, disfrutan de buenos platos caseros y en invierno recurren a las conservas de fruta y verdura del huerto. Los domingos se dan el lujo de un pequeño asado, y de vez en cuando hay bratwurst entre semana, aunque Luisa casi siempre compra recortes de carne barata para echar en la sopa. Es cierto que no pueden permitirse grandes inversiones; una lavadora, o incluso un televisor, son cosas que les quedan muy lejos, pero al menos viven en el campo, todas las mañanas miran por la ventana de la cocina y ven las cimas del Taunus en el horizonte, y además está el huerto. Con el tiempo han conseguido tenerlo bien cuidado. El jardín delantero sigue siendo algo caótico, pero detrás de la casa han conquistado la vegetación salvaje con esfuerzo y han plantado bancales de hortalizas. El año pasado todavía creía que no lo lograrían. Tuvieron que arrancar muchas raíces y echar más estiércol. Las malas hierbas crecían apenas se daba uno la vuelta, y la cosecha, pese a todos sus empeños, fue escasa. Pero han aprendido mucho. Por desgracia, el trabajo en el huerto casi siempre le toca a ella, porque Fritz, como violinista profesional, debe cuidarse las manos. Petra se libra de arrancar malas hierbas siempre que puede y pone como excusa que tiene que practicar con el violín. Solo la buena de Marion está dispuesta a ayudar, pero Luisa no quiere exigirle más de la cuenta a su hija mayor, que solo tiene nueve años. De todas formas, es demasiado seria y ya tiene que esforzarse mucho en el colegio, porque parece que le cuesta algo más que a sus compañeros.
Cuando las niñas llegan a casa charlando con alegría por el camino del jardín, ella tiene la mesa de la cocina puesta y ha sacado una botella con zumo de manzana. Las dos se le echan encima y le cuentan cómo les ha ido el día en el colegio.
—Mamá, he vuelto a suspender el dictado.
—En el autobús, una señora mayor ha dicho que montábamos mucho escándalo. Nos ha llamado «mocosas», y eso que estábamos portándonos muy bien.
—Petra ha perdido los pasadores de las trenzas.
—¡Quiero cortarme el pelo, mamá! ¡Por favor! Dile a papá que tengo piojos, y así me dará permiso.
Dejan las carteras del colegio en la entrada y llevan las bolsas del bocadillo a la cocina. Petra ha vuelto a dejar el suyo, de fiambre de hígado, intacto.
—No me gusta el fiambre de hígado, mamá, ¡ya lo sabes! Sina siempre tiene jamón cocido. Y panecillos. Se los lleva todas las mañanas el chico de la panadería. ¿A nosotros por qué no nos traen panecillos, mamá?
—Lavaos las manos antes de sentaros a comer, por favor.
—Ah, ¿otra vez menestra?
—¡Bien! ¡Flan de vainilla!
—Mamá, esta tarde quiere venir Sina con Laika.
—Primero hay que hacer los deberes, Marion. Y tu hermana tiene que practicar con el violín.
—¿Papá no viene a comer?
—Está dando clase en el Conservatorio, Petra, ya lo sabes.
—Pues practicaré más tarde —decide la pequeña por su cuenta.
Luisa suspira. Fritz quiere que Petra toque el violín un mínimo de dos a tres horas al día, pero la niña casi nunca tiene ganas.
Marion devora la menestra con hambre, Petra va comiendo cucharada a cucharada, lenta, y deja todos los trozos de cebolla que encuentra apartados en el borde del plato. Tampoco le gusta el tocino sofrito, así que la colección del borde es cada vez mayor. Luisa la riñe, pero al final se sirve los trocitos descartados. Si Fritz comiera con ellas, seguro que ahora tendrían una larga discusión. Él opina que hay que comerse todo lo que está en el plato. Marion obedece sin rechistar, pero Petra es muy obstinada y se resiste. Ya ha tenido que quedarse dos veces castigada en la cocina durante horas delante de su tostada del desayuno porque no le gustaba la miel que su padre le había puesto. Al final consiguió tragarse el pan haciendo de tripas corazón, pero sin dejar de protestar todo el rato. Fritz no es capaz de entenderlo. Viene de una familia campesina con una disciplina muy estricta. Querer «repetir», como pide Petra cuando hay salchichas, es algo que en su casa no se hacía.
Después de comer, Luisa friega los platos y Marion los seca. Petra se escaquea, como casi siempre, y sube a su habitación a tocar el piano. Improvisa, interpreta melodías propias o alguna que ha oído por ahí, y se inventa los acompañamientos. ¿Eso que suena ahora no es esa horrible canción de Mina que tanto ponen en la radio? La radio sí que se la compraron. Fritz insistió porque retransmiten conciertos de música clásica. Con qué facilidad y qué entusiasmo toca el piano Petra, aunque ya no va a clase, porque debe dedicarse por entero al violín. A veces se atreve con una obra muy difícil, pero después vuelve a divertirse con alguna pieza popular pegadiza que interpreta a un tempo aceleradísimo, o se inventa sus propias canciones. ¿Será tal vez porque, sin obligaciones ni exigencias, puede disfrutar de la música?
Después de fregar los platos, Luisa envía a Marion arriba, a su habitación, para que haga los deberes del colegio. También tiene que recordarle a Petra que haga los suyos. En verano, en las habitaciones de las niñas hace un calor horroroso porque quedan justo debajo del tejado, pero eso aún puede aguantarse. En invierno, en cambio, tienen que hacer los deberes en la mesa de la cocina, porque las habitaciones de arriba no se pueden caldear.
Luisa tiene la sensación de haber tocado fondo. Cómo le gustaría sentarse por lo menos media horita a descansar… Pero tiene que aclarar la ropa blanca y escurrirla bien para tenderla en la cuerda. Con el buen día que hace, seguro que las camisas y las sábanas ya estarán secas por la tarde.
Lo que más trabajo le da es escurrir la ropa de cama grande; las manos se le hinchan y se le enrojecen. Si por lo menos tuviera una centrifugadora eléctrica como la que usan en el Café del Ángel desde hace unos años… Pero no disponen de dinero para algo así. Al terminar tiene que ponerse crema en las manos, porque el detergente le seca la piel y se la deja escamosa. Mañana, como tiene turno, Fritz se quedará en casa por la tarde y se ocupará de las niñas. Atender a los clientes del café le resulta un cambio agradable, casi le sirve para recuperarse del agotador trabajo de la casa y el huerto. Y, sobre todo, allí tiene trato con otras personas. Puede charlar con Hilde y con el simpático Heinz Koch, ver cómo la gente con posibles se pasea por Wilhelmstrasse y, además, ganar algo de dinero, que buena falta les hace. Ay, sí, en realidad hace tiempo que quiere pedir un pequeño aumento de sueldo, pero le da mucho apuro porque los Koch son unas personas encantadoras y, claro, entonces también tendrían que pagarle más a Swetlana. Aunque a ella no le hace ninguna falta el dinero. Solo trabaja de camarera para no aburrirse.
Está colgando la última sábana en la cuerda cuando oye llegar un coche. Ahora Swetlana tiene un Opel Kadett blanco con el techo negro. Un vehículo elegante que incluso despierta la envidia de Hilde, quien sigue conduciendo su viejo Volkswagen Escarabajo. Sin embargo, como August ha abierto también una notaría y gana una fortuna, no deja que a su mujer y a la pequeña Sina les falte de nada. Luisa no está celosa del desahogo económico de su amiga. Swetlana se lo merece, después de la dura época que tuvo que vivir siendo una refugiada rusa obligada a trabajar y con un hijo ilegítimo, Mischa. Aun así, que Swetlana pueda vivir rodeada de lujos y sin ninguna preocupación mientras que Luisa y su familia tienen que estirar hasta el último penique, le parece un poco injusto. Al fin y al cabo, Fritz trabaja de la mañana a la noche, pero su sueldo y lo que se saca con las clases del Conservatorio apenas alcanza para pagar los gastos, ya que tienen que saldar el crédito de la casa.
En cuanto Sina abre la verja, la peluda Laika entra a la carrera en el jardín. Da tres vueltas al gran abeto de delante de la casa corriendo como una posesa y luego pasa por debajo de la ropa tendida a toda velocidad, con lo que está a punto de arrancar de la cuerda las sábanas húmedas.
—¡Laika! ¡No! Ven aquí. ¿Me has oído? —exclama Sina con enfado, y corre tras el animal, aunque no la impresiona en absoluto.
Ni Swetlana ni Sina son capaces de educar a la perra. Laika solo obedece cuando August está en casa.
Swetlana va cargada con bolsas y paquetes, como siempre, y Luisa tiene que ayudarla a entrarlo todo en la casa.
—Ay, cuánta colada… —comenta Swetlana—. ¿Quieres que te ayude a tender las toallas? Mira, te he comprado un cestito nuevo para las pinzas. Puedes colgarlo de la cuerda y no se estropea porque es de plástico.
Su amiga siempre le lleva regalos. A Luisa le incomoda que la trate con tanta generosidad, porque ella no puede corresponderle. Pero Swetlana es incorregible; tiene un gran corazón y está contentísima de poder darle una alegría a alguien. Se recorre los almacenes Hertie y Karstadt con entusiasmo, gasta el dinero a manos llenas, compra todo lo que le gusta y ya está pensando a quién podría regalarle esos chismes nuevos, tan prácticos y maravillosos. A Luisa suele llevarle cosas del todo innecesarias, aunque a veces aparece con algo que le hacía mucha falta. Hoy, Swetlana saca con orgullo una plancha eléctrica nueva que acaba de salir al mercado y que un joven vendedor de Hertie le ha aconsejado encarecidamente.
—Es ligera como una pluma, Luisa. Puedes ponerla así, de pie, que no se cae. Tampoco necesita una base de hierro grueso, y por aquí se regula la temperatura: al mínimo para las camisas de nailon y la ropa interior de seda buena, en la mitad para el algodón, y en el nivel tres para el hilo. ¿No es una maravilla? También le he comprado una a la señora Wegener, que me plancha la colada.
Lo cierto es que Luisa se alegra de recibir ese regalo, aunque le dé apuro, porque seguro que ha sido caro. Pero la vieja plancha eléctrica pesa un quintal, y el cable ya se ha estropeado un par de veces.
Mientras, Sina ha subido la escalera con Laika y desde ahí arriba llegan frases sueltas de las niñas, que hablan nerviosas, y algún que otro ladrido de la perra.
—Esto no lo he entendido, Sina. ¿Me ayudas?
—Jolín, todavía tengo que calcular tres casillas más.
—Dame el lápiz, que te lo hago enseguida.
Luisa deja plantada a Swetlana y sale un momento al pasillo.
—¡Aquí no se copia! —exclama hacia las habitaciones—. ¡Petra y Marion tienen que hacer los deberes solas!
A la severa advertencia le sigue el silencio. Luego se oyen unos susurros y las tres niñas se meten en la habitación de Petra.
A Sina, el colegio le resulta fácil. Si por su profesora fuera, en realidad ya habría saltado de curso y habría entrado en el instituto femenino, pero Swetlana opina que su hija debe acabar tranquilamente la primaria con sus compañeros. «Mírala bien, Luisa —le dijo un día—. Es bajita, los demás niños son mucho más altos que ella. Si se salta un curso, parecerá una enana entre las demás alumnas».
Es cierto que Sina se ha quedado un poco rezagada en cuestión de altura, y además está algo gordita, así que en educación física nunca saca más que un suficiente, porque es muy lenta. Por si fuera poco, y para espanto de Swetlana, también tiene que llevar unas gafas gruesas que le dan cierto aire de sabelotodo. «¡Eso es porque siempre está leyendo con el libro delante de las narices! —se lamenta su madre—. ¿Cómo va a encontrar marido cuando sea mayor? ¿Quién va a querer casarse con una cuatro ojos?».
Media hora después, Swetlana ha sacado de las bolsas dos macetas con flores, una cafetera nueva con sus filtros correspondientes y varios pañuelos de perlón translúcido, en azul claro, rosa y verde lima, que tienen mucho éxito entre las niñas. Luisa prepara café. Swetlana también ha pensado en los pasteles, por supuesto: una bandeja de cartón llena de trozos de tartas del Café del Ángel preside la mesa puesta del salón. Petra y Marion enseñan sus cuadernos con los deberes hechos, y Luisa les da el visto bueno a pesar de tener muy claro que Sina las ha ayudado a escondidas. Las tres devoran con placer la tarta de chocolate y los rollitos de moka, después estrenan los preciosos pañuelos de perlón. Petra, como siempre, es quien decide a qué juegan: se imaginan que son princesas orientales y tienen que cubrirse con velos. Swetlana se los sujeta hábilmente al pelo con horquillas, y entonces las princesas salen a construir un «palacio» entre la vegetación del jardín delantero con la sombrilla y dos mantas de lana. Laika se va con ellas, que se ponen a gritar cuando la perra se cuela en el palacio y arranca una manta.
Luisa y Swetlana están sentadas en el salón, junto a la mesa donde han tomado el café, porque allí la temperatura es fresca y agradable. De vez en cuando entra una de las niñas a pedir zumo de manzana, vasos, pinzas de la ropa o galletas. Entonces Luisa se levanta y va a buscar lo que sea. Swetlana comenta que esa mañana ha estado trabajando en el café y que ha vuelto a haber pelea entre Hilde y su madre, Else.
—No entiendo a Hilde —dice, negando con la cabeza—. Quiere hacerlo todo ella. La pobre Else no puede ni acercarse al mostrador de los pasteles para servir un trozo.
Luisa está al tanto de los roces que se producen en el café desde hace un tiempo. Else, en opinión de Hilde, corta porciones muy escasas: dieciséis trozos por pastel, mientras que ella cree que deberían ser doce. ¿Qué van a decir ellas? Lo mejor es no entrometerse; se trata de un asunto entre madre e hija. Ahora Swetlana se queja de August, que siempre se queda en el bufete hasta después de cerrar y a menudo llega tarde a la cena.
—Es porque ha contratado a una secretaria nueva —cuenta—. Helga Schuster… O Schneider, no recuerdo el apellido.
—A lo mejor tiene que enseñarle el trabajo —señala Luisa.
—¿Cómo que enseñarle? Tiene un título de secretaria, no hay que enseñarle nada. Pero ya sabes que August es muy bueno y se toma muchas molestias con la chica nueva de la oficina…
¿Son celos eso que detecta? A Luisa le hace gracia. ¡Precisamente August Koch, que es un marido irreprochable, listo y bueno como un trozo de pan! No, seguro que Swetlana se equivoca. Luisa empieza a ponerse nerviosa porque se está quedando sin tiempo. Petra todavía no ha tocado ni un compás de violín, hay que destender la colada, en el lavadero la espera la ropa de color, aún tiene que prepararle la cena a Fritz y regar el huerto a fondo, porque, si no, con el tiempo tan seco que hace no cosecharán nada. Pero Swetlana no tiene prisa. En su preciosa villa de Biebricher Landstrasse no hace falta que limpie ni que planche nada, del jardín se ocupa un jardinero, y seguro que ya tiene lista la cena para August. Después se sentará a tomarse una copa de vino con su marido en la terraza o a ver la televisión.
—Perdona, tengo que ir un momento a destender la ropa…
—Espera, te ayudo.
No, no tiene ningún motivo para enfadarse con ella. Juntas destienden la ropa de la cuerda, recogen la vajilla del café y protegen la mesa para la plancha.
—Deberías tener una tabla de planchar, Luisa —dice Swetlana—. Yo te la compro, y así no tendrás que recoger siempre la mesa.
—Ay, si no me importa…
Cuando están probando la plancha nueva —que, efectivamente, es muy ligera y se maneja de maravilla—, oyen una acalorada discusión fuera, en el jardín. ¡Oh, no! Fritz ha llegado ya.
—¿Has practicado con el violín, Petra?
—Iba a hacerlo luego.
—¿Luego? Si ya casi es de noche. ¿No te he dicho que tienes que tocar estudios durante una hora después de acabar los deberes?
—¡Pero es que hemos construido un palacio, papá! Mira. Hasta tenemos galletas y zumo de manzana.
—Todo eso está muy bien, ¡pero antes hay que practicar con el violín, Petra!
—Es que ha venido Sina y…
—Eso no tiene nada que ver. Primero la obligación y después la devoción. ¡Entra ahora mismo a lavarte las manos!
Luisa apaga la plancha antes de salir corriendo al jardín. Swetlana la sigue resollando, porque últimamente ha ganado unos kilitos. Juntas recogen el «palacio» y entran mantas y demás cacharros en casa mientras Fritz sube con Petra a su habitación.
—Ay, Dios mío —suspira Swetlana—. Yo creo que la música debería ser fuente de alegría, y no una pesada obligación para una niña.
Luisa es de la misma opinión, pero sabe que Fritz lo ve de otra manera. Quiere darle a su talentosa hija todo lo que a él le fue negado a causa de sus orígenes humildes y los duros años de la guerra. Recibir clases de nivel, actuar desde pequeña y practicar sin descanso es necesario para que en el futuro disfrute de una deslumbrante carrera como solista. No se cansa de decírselo y Petra, que ambiciona convertirse en una violinista famosa y tocar ella sola delante de una orquesta, acata la voluntad de su padre. Aun así no le hace mucha gracia tener que practicar todo el rato, pero a Fritz eso le parece normal. Ahora su labor consiste en insistir, en no aflojar, por mucho que le cueste. «Más adelante nos lo agradecerá, Luisa», dice.
De pronto Swetlana tiene prisa. Llama a su hija y a la perra y las hace subir al coche. August no tardará en llegar del bufete y ella quiere tenerlo todo a punto. Luisa escucha acongojada las furiosas notas de violín que llegan desde arriba y, como no quiere entrometerse, sale al jardín a regar con Marion.
Durante la cena, Petra se sienta a la mesa con cara de pocos amigos. Marion, cohibida, guarda silencio. Fritz se muestra sucinto y hermético. Ni siquiera se alegra al ver el trozo de pastel que Luisa le ha guardado en la nevera. Después de cenar, mientras Petra ensaya varias piezas más con su padre, Marion ayuda a su madre a fregar los platos. Cuando acaban, le deja probar la plancha nueva.
—Es increíble, mamá. ¡A partir de ahora plancharé yo siempre la ropa!
A las ocho, las niñas se acuestan y Fritz le lee un cuento a Marion. Petra prefiere que se lo lea Luisa. El que más le gusta es el de Los músicos de Bremen.
—Buenas noches, cielo —dice Luisa, y le da un beso a la pequeña.
Después acaba de planchar con el nuevo electrodoméstico mientras Fritz le habla de lo torpes que son sus alumnos de violín del Conservatorio. Apenas le da importancia a la abultada factura que les enviará el fontanero. Su marido es un soñador, nunca le preocupa el dinero. De algún modo les alcanzará. Hasta ahora, siempre lo ha hecho.
—Este otoño tendré tres alumnos nuevos, Luisa —comenta—. Así que ganaré algo más.
—¿Y si se enteran?
—Pero qué dices… Hay otros compañeros que también dan clases.
Según su contrato, en realidad no debería dar más de un número determinado de clases particulares, porque los músicos del teatro deben concentrarse en el trabajo de la orquesta. Y Fritz ya sobrepasa ese número de horas. ¡Ojalá le salga bien! Para espanto de Luisa, su marido tiene pensado organizarle varias actuaciones a su hija en otoño. Ha escrito a empresas, asociaciones e iglesias, no solo de Wiesbaden, sino también de otras localidades cercanas. Luisa se marea solo de pensarlo. Habrá que comprarle vestidos y zapatos nuevos a la niña, y también un buen abrigo de invierno, porque no puede presentarse en esas actuaciones con el que ha heredado de Marion. A eso habrá que sumarle los costes del trayecto, que por supuesto no se los paga nadie. Porque, claro, a Fritz nunca se le ha pasado por la cabeza pedir honorarios a cambio de esos recitales.
—El año que viene, la cadena ARD organizará una competición musical, Luisa —explica—. Las finales se retransmitirán por televisión. Tengo que apuntar a Petra como sea.
Lo ve tan contento que no es capaz de expresarle sus reparos. Tal vez esté en lo cierto; Petra tiene mucho talento, podría conseguirlo. Pero también podría ocurrir que su hija, de solo siete años, fracasara ante un desafío tan grande.
Jean-Jacques
Deja el cubo en el suelo y, satisfecho, vuelve a contemplar las rectísimas hileras de vides. No queda mucho más por hacer: arrancar unas cuantas hojas y cortar los racimos más rezagados. Del resto se encargará la naturaleza. Sobre todo el sol, que malcría las uvas con su prodigalidad. Septiembre acaba de empezar; este año podrá ponerse con la vendimia antes que nunca, dentro de solo catorce días, quizá. El borgoña necesitará unas semanas más, pero, si el calor aguanta, de esta cosecha sacará un tinto que podrá medirse con el de su hermano, en Francia. Y entonces, por fin, el empeño que siempre ha puesto en cuidar y mimar su viña habrá valido la pena. Los viticultores de Eltville y alrededores le decían que el pinot noir no se daba bien allí. «A ver si te enteras de una vez, comecaracoles». En Francia la cosa es diferente, porque allí tienen más sol.