En las nubes (Maple Hills 3)

Fragmento

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ART | TYLA 2:29
DAYDREAMIN’ | ARIANA GRANDE 3:31
HOSTAGE | BILLIE EILISH 3:49
LET ME GO | GIVĒON 2:57
WHAT MAKES YOU BEAUTIFUL | ONE DIRECTION 3:20
END OF AN ERA | DUA LIPA 3:16
MARJORIE | TAYLOR SWIFT 4:18
VALENTINE | LAUFEY 2:49
NEVER KNOCK | KEVIN GARRETT 4:36
WE CAN’T BE FRIENDS (WAIT FOR YOUR LOVE) | ARIANA GRANDE 3:49
GIRL I’VE ALWAYS BEEN | OLIVIA RODRIGO 2:01
DON’T | BRYSON TILLER 3:18
WANNABE | SPICE GIRLS 2:53
KARMA | TAYLOR SWIFT 3:25
LITTLE THOUGHTS | PRIYANA 1:12
I MISS YOU | BEYONCÉ 2:59
HOW DOES IT MAKE YOU FEEL | VICTORIA MONÉT 3:36
TEENAGE DREAM | KATY PERRY 3:48
POV | ARIANA GRANDE 3:22
DANDELIONS | RUTH B. 3:54

Carta de Hannah

Queridas lectoras:

Sé que os morís por empezar, pero me gustaría dar algo de contexto antes de que os sumerjáis en la historia de amor de Henry y Halle. Había dicho que esto sería una nota breve, pero, ahora que me he sentado a pensar lo que quiero contar, veo que no lo será, así que preparaos.

Desde que publiqué Romper el hielo, he recibido muchos mensajes preguntando si Henry recibiría un diagnóstico que explicara los rasgos que yo siempre he llamado «neurodivergencia implícita». La respuesta corta es que no.

Puede que alguna de vosotras esté pensando: «Pues… ¿vale? Podría haberme leído el libro y enterarme así», pero sé que muchas os sentís identificadas con Henry o tal vez estéis viviendo un proceso de autoconocimiento y saber esto antes de empezar os parezca importante.

Siempre he dicho que no escribiría una trama basada en un diagnóstico, así que esto no sorprenderá a quienes me llevan siguiendo un tiempo. Hay muchos motivos, pero, aparte de los obstáculos de la vida real con los que Henry podría tropezar en el sistema sanitario, la razón principal es que la gente vive vidas plenas todos los días sin tener ninguna explicación de por qué se siente diferente.

No tener un diagnóstico médico no hace que nadie —ni sus deseos y voluntades— sea menos válido.

Henry y su comportamiento siempre han estado vagamente basados en mí y yo he tardado treinta años en recibir un diagnóstico de TDAH y autismo, que no tenía cuando empecé a escribir a Henry. Cuando tenía veinte años como Henry y estaba frustrada y triste porque mi cerebro no quería funcionar bien y me estaba ahogando, nadie pensó que lo que me ocurría fuese más que la ansiedad y la depresión con las que me habían diagnosticado.

No he escondido en ningún momento que me ha costado mucho escribir este libro. Quería hacerlo bien por todas vosotras y, sobre todo, quería hacerlo bien por Henry.

Pongo una pequeña parte de mí en todos los personajes que creo: la ansiedad de Anastasia, el sacrificio de Nate, la necesidad de Aurora de que la quieran, la soledad de Halle y las heridas interiores de Russ por la ludopatía de su padre. Me he pasado mucho tiempo preocupándome por que la gente entendiera a Henry por la parte de él —la parte de mí— que se encierra o necesita soledad, la parte de mí que se agota haciendo de espejo de los que me rodean y empapándose de sus características como una esponja, la parte de mí que se esfuerza mucho y, aun así, fracasa estrepitosamente.

Paradójicamente, la presión que me he puesto a mí misma por no decepcionaros ha sido lo más Henry que podía hacer.

Creo que Henry es el personaje que más ha cambiado desde que lo creé, pero eso es porque yo he cambiado mucho desde que os presenté a Nate y Stassie.

Ojalá en esta historia os encontréis con un hombre que quiere a las personas que lo rodean y que, cuando haya conflicto, lo veáis desde el prisma de que no todo el mundo piensa de la misma forma.

Espero de corazón que haya valido la pena la espera de En las nubes.

Poneos cómodas, que esta novela es de las largas.

Con todo mi amor,

Hannah

1

Halle

—Creo que deberíamos romper, Halle.

La cara de circunstancias de Will queda ridícula sobre el telón de fondo de mi cocina, llena de volantes y estampados florales que en su día eligió Nana y que nunca he cambiado porque me parecen demasiado sentimentales y nostálgicos. Con los armarios pintados de color amarillo limón, un proyecto de bricolaje que esta acometió después de aprender a hacer martinis en casa con la señora Astor, la vecina de al lado. Con Joy, la gata ragdoll que Nana compró para celebrar que me iba a vivir con ella, dormitando sobre la barra de desayuno y rodeada de peces de ganchillo. Y con el olor de la segunda hornada de cruasanes, porque siempre me cargo la primera.

Es todo demasiado hogareño. Demasiado informal. Demasiado anodino como para acoger la seriedad de Will.

Me observa atentamente, como si esperara que fuera a montar un numerito, mientras me quito el delantal en el que pone «This is me baking»[*] y que él me regaló por mi cumpleaños. La tensión de su mandíbula acentúa los rasgos angulosos de su cara; no se parece en nada al chico despreocupado con el que llevo un año saliendo y menos todavía a mi amigo de hace diez años. No, este Will tiene pinta de ser un hombre al borde de un ataque de nervios.

Después de colgar el delantal en el gancho que hay al lado de los fogones, cojo un taburete para sentarme frente a él en la barra del desayuno y apoyo la cara sobre una mano. No sé si lo estoy imitando aposta o es que nos conocemos desde hace demasiado tiempo.

Él extiende el brazo sobre la encimera, me agarra de la mano y me la aprieta con fuerza, como para animarme.

—Di algo, Hals. Me gustaría que siguiéramos siendo amigos.

Tengo que responderle. Lo que me falta de experiencia lo compenso con sentido común, así que me imagino que una ruptura es una conversación entre dos personas. Yo también le aprieto la mano, para que al menos parezca que estoy interactuando.

—Vale.

No es así como me imaginaba mi primera ruptura. No esperaba no sentir… ¿absolutamente nada? Suponía que notaría el corazón rompiéndoseme dentro del pecho. Que los pájaros dejarían de cantar y que el cielo se volvería gris, y aunque el vacío que imaginaba sí está presente, no es exactamente igual. No sé si es normal imaginarse el primer desamor, pero yo creía que el mío sería al menos mínimamente interesante. Por desgracia, y siguiendo la tónica general de mi vida amorosa, resulta de lo más soso. Nada se hace pedazos y el cielo de Los Ángeles sigue tan azul como siempre.

—No tienes por qué contenerte, Hals. Puedes decirme cómo te sientes de verdad.

El hecho de que Will me anime a decir lo que pienso no hace más que empeorar las cosas. Aparto la mano de la suya, poso las palmas sobre los muslos y me planteo cuál es la mejor forma de abordar el tema.

—No me estoy conteniendo. Tienes razón, yo tampoco creo que debamos ser más que amigos.

Él parpadea con fuerza un par de veces.

—¿Te parece bien? ¿No estás enfadada?

De repente tengo la abrumadora sensación de que Will quiere que me enfade, y no me extraña. En cierto modo, a mí también me gustaría hacerlo, porque así al menos me demostraría a mí misma que soy capaz de enamorarme.

Y es que yo quería enamorarme de él, en serio.

No soy precisamente una persona poco comunicativa, pero ahora mismo no lo parece. Lo último que quiero es hacerle daño, por eso me cuesta tanto saber qué decir. Sinceramente, empiezo a arrepentirme de no haber montado un falso numerito.

—No es que no esté disgustada, tan solo creo que no tiene sentido alargarlo más si no funciona. Te quiero, Will. Y no quiero que pongamos en peligro nuestra amistad intentando tener una relación. —Me callo la coletilla: «Más de lo que ya lo hemos hecho».

—Pero no estás enamorada de mí, ¿no? —dice, claramente resentido.

Si pudiera darme una patada a mí misma, lo haría.

—¿Qué más da si estás rompiendo conmigo?

Es como si le hubiera dado la patada a él.

—Pues a mí sí que me importa. Decir que me quieres y estar enamorada de mí no es lo mismo. Pero no lo estás, ¿verdad? Nunca lo has estado y por eso estás tan tranquila.

No puedo creer que piense que estoy tan tranquila. ¿Es que no me conoce?

Salvo a nosotros dos, a todos les parecía inevitable que Will Ellington y yo acabáramos juntos.

Cuando mis padres se separaron y mi madre se casó con mi padrastro, Paul, nos mudamos de Nueva York a Arizona a causa de su trabajo. Los Ellington vivían en la casa de al lado y nuestros padres pronto se hicieron muy amigos. He perdido la cuenta de la cantidad de fiestas y vacaciones que hemos pasado todos en grupo en los últimos diez años, lo cual significa que a Will y a mí no nos quedaba más remedio que pasar tiempo juntos.

Sin embargo, nunca hubo ningún tipo de tensión entre nosotros. Nada de dimes y diretes, nada de caricias robadas ni de encuentros secretos. Simplemente éramos Halle y Will, vecinos y buenos amigos.

Sobrevivimos juntos al instituto y lo vi salir con todas las chicas de nuestra clase sin un solo arrebato de posesividad. Hasta que, hace un año, cuando los dos habíamos vuelto de la universidad para pasar el verano en casa, Will me invitó a acompañarlo a una boda. Estoy convencida de que yo no era su primera opción, pero sus padres presionaron para que fuera yo con él.

Eran muy conservadores y no les parecía sano que una mujer se pasara el verano leyendo y escribiendo porque, según ellos, «nunca iba a encontrar novio encorvada sobre un libro». Ni siquiera cuando mi hermana adolescente, Gigi, les dijo que no estábamos en el siglo XIX, dejaron de insistir para que aceptara la invitación.

Precisamente fue en esa boda, después de haber bebido demasiado vino de una botella que habíamos robado de una de las mesas, cuando nos dimos el beso que comenzó todo este lío.

Al principio fue emocionante y, durante aquellas dos semanas previas a la vuelta a la universidad, vi nuestra relación desde un punto de vista totalmente nuevo. Will siempre había sido muy popular y, por más que ahora me cueste admitirlo, me hacía sentir especial que quisiera salir conmigo.

Era el capitán del equipo de hockey en el instituto; una futura estrella de la NHL, según los entendidos. Siempre había sido guapo y carismático, y su maravillosa sonrisa era capaz de sacarlo de cualquier aprieto. La universidad no hizo más que aumentar su seguridad y, en las visitas que le hacía durante el primer año, pude comprobar que era tan querido allí como en casa.

En resumidas cuentas, ¿por qué no iba a querer salir con él cuando todo el mundo se moría por hacerlo? Era mi único amigo. Tenía sentido, ¿no?

Yo no era la capitana de nada, ni necesitaba salir airosa de ningún aprieto porque nunca hacía nada interesante. Y tampoco había ninguna lista de cumplidos que la gente recitara al hablar de mí. Así que sí, me sentí un poquitín halagada.

Nuestros padres estaban encantados, obviamente. Su sueño de que nos casáramos y les diéramos nietos parecía estar cada vez más cerca, daba igual que yo estudiara en Maple Hills y Will en San Diego. Solo estábamos a dos horas de distancia y tenían la certeza de que nos apañaríamos de maravilla si yo organizaba mi horario de clases en función de los partidos de hockey de Will.

Todo controlado.

Su confianza me dio seguridad, algo que necesitaba desesperadamente después de que se me pasara el subidón inicial la primera vez que Will me pidió que me acostara con él. Le dije que no estaba preparada y él me contestó que sabía que me sentía intimidada por todas las chicas con las que se había acostado, pero que no tenía por qué preocuparme. Yo lo miré medio horrorizada, medio deseando que me tragara la tierra, y le dije que me daba igual con quién hubiera estado hasta entonces y que su vida sexual no tenía nada que ver con el hecho de que diéramos o no ese paso.

Yo quería sentir mariposas en el estómago y la inexplicable necesidad de levantar el pie con delicadeza cuando nos besábamos, pero lo único que sentía eran avispas. Sensaciones desagradables e incómodas que me aguijoneaban cada vez que Will deslizaba su mano por debajo de mi camiseta. Mi instinto me decía que algo iba mal; mi corazón, que solo necesitaba tiempo, y mi cabeza, que ya sabía cuál era la respuesta, pero me daba demasiado miedo escucharla.

—¡Halle! ¿Podrías bajar de las nubes el tiempo justo para tener una puñetera conversación conmigo? Joder —exclama Will, levantando la voz lo suficiente como para despertar a Joy, que cruza la mesa y me roza la barbilla con la cola antes de volver a tumbarse delante de mí. El temporizador del horno suena y Will se pone a murmurar improperios en voz baja mientras lo apago y saco unos cruasanes que ya no me apetece comerme.

—A mí tampoco me hace ninguna gracia esto. Y tengo la sensación de que estás enfadado conmigo por haberte dado la razón en vez de…, no sé, ¿gritarte? ¿Echarme a llorar?

Will resopla y se lleva la taza de café a los labios, sofocando lo que sea que esté murmurando. Siempre he odiado esos murmullos.

—Estoy enfadado porque voy a tener que comerme yo toda la mierda por haber roto contigo, cuando el problema es que eres demasiado complaciente con la gente como para hacerlo tú misma. Voy a quedar como el mayor capullo del mundo por haber hecho algo que tú no has tenido las narices de hacer. No es justo. Encima de que yo sí te quiero y tú a mí no, voy a acabar siendo el malo de la película.

Estaba equivocada. Sí hay una lista de adjetivos que recita la gente cuando habla de mí. Solo que no son precisamente elogiosos, la verdad.

—No lo he hecho por complacer a nadie. Solo quería darnos la oportunidad de arreglarlo. Lo último que quería era joderte.

—Pues ojalá quisieras. A lo mejor eso solucionaría nuestros problemas —murmura lo suficientemente alto como para que lo oiga.

Es como si hubiera metido el dedo en la llaga. En una llaga metafórica que, para empezar, está ahí por su culpa. Me entran ganas de poner los ojos en blanco y decirle lo infantil y patético que está siendo, pero lo cierto es que por fin ha encontrado algo en esta horrible conversación que sí me hace daño.

No sé por qué mi deseo sexual desaparece en cuanto él entra a formar parte de la ecuación, aunque me encantaría descubrirlo, sinceramente. No quiero darle la satisfacción de demostrarle que me ha afectado, así que suspiro ladeando la cabeza.

—Te estás portando como un gilipollas.

Él cruza los brazos sobre el pecho, encorvándose en la silla. Luego se pellizca el puente de la nariz con el índice y el pulgar, emitiendo una especie de suspiro o de gemido.

—Perdona, eso ha sido un golpe bajo. Es que… —Vuelve a enderezarse y su inquietud contrasta con su habitual carácter despreocupado—. No puedo evitar pensar que las cosas irían mejor si realmente tuviéramos una relación adulta. No sé cómo puedes saber que odias el sexo si ni siquiera lo pruebas. He sido muy paciente contigo, Halle, ¿no crees? Más paciente de lo que lo sería cualquier otro chico.

De repente, su necesidad de romper conmigo precisamente ahora tiene mucho más sentido, teniendo en cuenta que justo ayer por la noche le dije que todavía no estaba preparada para acostarme con él. Si ser paciente significa parar cuando yo le pido que pare, entonces sí, Will ha sido paciente. Si ser paciente significa sacar el tema del sexo una y otra vez e interrogarme sobre mis pensamientos y sentimientos, pero ponerse de morros cuando vuelvo a decirle que no estoy preparada, definitivamente ha sido pacientísimo.

Tengo bastante claro que nada de eso puede considerarse paciencia, pero no tengo energía para profundizar en mi mayoritariamente solitaria vida sexual durante el desayuno.

—Somos dos adultos que tienen una relación, eso es lo que la convierte en una relación adulta —como le he dicho ya un millón de veces—. Y por el amor de Dios, por última vez, yo nunca he dicho que odie el sexo. Solo he dicho que no estoy preparada. Además, habíamos llegado a un acuerdo y he hecho todo el resto de co…

—Que lo llames «acuerdo» me hace sentir genial. Gracias.

Me entran ganas de darme de cabezazos contra la mesa.

—Oye, nos estamos desviando del tema. Podemos decirles a nuestros padres que hemos tomado los dos la decisión. Así nadie quedará mal, si ha sido algo mutuo.

Will me mira con incredulidad.

—Como si se lo fueran a creer. ¿Y qué hacemos en Acción de Gracias? ¿Y en Navidad? ¿Y en las vacaciones de primavera? Eres una ingenua si piensas que se lo van a tragar.

Me gustaría decir que está exagerando al preocuparse por cómo se tomarán la noticia nuestros padres, pero a mí también me preocupa. Tal vez Will tenga razón; puede que sea una cobarde, que me guste demasiado complacer a la gente y que lo haya llevado al límite para no comerme el marrón.

El verano que acabamos de pasar juntos en casa nos ha dejado muy claro que, sin aficiones ni compromisos familiares de por medio, no nos bastamos el uno al otro. Will quiere vivir aventuras con sus amigos hasta que empiece a trabajar y yo quiero publicar antes de los veinticinco años. Los dos estamos motivados, solo que vamos en direcciones diferentes. Si a eso le añadimos la tensión provocada por mi falta de voluntad para bajarme las bragas a demanda, lo único inevitable que había entre nosotros era esta ruptura.

Si tuviera amigos más allá de los que comparto con Will, seguro que se preguntarían por qué estamos juntos. Es algo en lo que he pensado mucho en el último año y la respuesta no me dejaba en muy buen lugar.

Me lo he planteado todo, desde que quiero quedar bien con todo el mundo, algo que me suelen echar en cara, hasta el hecho de estar pasando por una fase de rebelión tardía contra mi hermano mayor, Grayson. Siempre ha odiado a Will porque dice que es un engreído y que nuestra amistad es demasiado unilateral. Me daba demasiado palo rebelarme contra cualquier otro asunto de mi vida, y no hacerle ningún caso a mi hermano era lo máximo a lo que me atrevía a llegar. En cualquier caso, su razonamiento me parecía un pelín exagerado.

Al final, no podía eludir la verdad: la soledad. Porque si lo dejábamos, ¿con quién podría contar?

Obviamente, nuestra relación no era perfecta, pero Will me llamaba todos los días y disfrutaba de mi compañía.

—Les diré que tengo muchas ganas de pasar las Navidades con mi padre y con Shannon. Creo que mi hermano también las va a pasar con ellos, así que puedo aprovechar eso para que suene más creíble. Y cuando volvamos los dos a casa en marzo para el viaje de primavera, todos habrán superado ya que hayamos roto.

—¿Tú crees? —pregunta. Apenas es capaz de disimular su alegría mientras le ofrezco la mejor coartada posible. Dios, qué asco.

—Por supuesto.

Veo que se relaja.

—Si no vas a venir a casa, tampoco deberías seguir yendo a mis partidos.

Aunque no me haya pillado precisamente por sorpresa, me gustaría que hubiera roto conmigo antes de que yo hubiera decidido renunciar al club de lectura y reorganizar mi horario de clases para que me diera tiempo a ir a verlo a los partidos.

Digo «decidido» pero, como ya no estamos juntos, supongo que ya no tengo por qué darle la vuelta a las cosas para que Will no quede tan mal. Puedo decir claramente que Will me estuvo suplicando que lo hiciera durante todo el verano, a pesar de que yo le repetí una y otra vez que no quería, hasta que finalmente di mi brazo a torcer cuando me dijo que todas sus otras novias habían hecho el esfuerzo. Fue lo primero que hice cuando volvieron a empezar las clases. Me fastidió dejar tirada a la librería sin previo aviso, pero fueron majísimos conmigo y uno de los empleados me sustituyó encantado.

—Sí, claro. No quiero que nuestros amigos crean que tienen que elegir un bando y si no voy seguramente será todo más fácil.

Si no conociera tan bien a Will como lo conozco, podría haber pasado por alto su entrecejo arrugado y sus labios fruncidos, pero me resulta imposible no fijarme en su mirada de incredulidad.

—Mmm, ya —dice, rascándose la mandíbula—. Todos llevan tiempo diciéndome que es mejor que lo dejemos, así que no sé cómo reaccionarían si te vieran allí. Seguramente se sentirían incómodos.

Por primera vez desde que ha dicho «Creo que deberíamos romper», me entran ganas de llorar. Aunque para mí era obvio que algo no iba bien entre nosotros, el hecho de que todos sus amigos de la universidad opinaran y decidieran en bloque que debería poner fin a la relación me revuelve las tripas.

Siempre me he esforzado por ir a los partidos a los que se podía ir en coche, incluso antes de que fuéramos pareja. Me ponía la camiseta de su equipo, me sentaba con el resto de sus amigas y lo animaba. Me preocupaba por las cosas que les interesaban a ellas y me esforzaba por encajar mientras hablaban de gente de su universidad que yo no conocía, porque mis amigas siempre han sido las amigas de Will. Incluso cuando éramos niños, él siempre me estaba presentando a gente nueva.

Todavía me escuecen sus palabras mientras observo cómo se bebe de un trago el resto del café. Se le ve la mar de tranquilo, mientras que yo intento no salir corriendo a buscar el campo más cercano y enterrarme en él.

—Ya no son amigos míos, lo pillo.

—Para empezar, en realidad nunca fueron tus amigos, si lo piensas bien. —Will me mira fijamente, esperando a que diga algo, como si no acabara de echarme en cara mi mayor inseguridad tan a la ligera como si me estuviera preguntando por el tiempo—. ¿Nunca te has planteado que, si no vivieras en un mundo de fantasía, a lo mejor podrías tener amigos propios?

—Por favor, hablas como tus padres. La gente puede disfrutar de la lectura y al mismo tiempo vivir en el mundo real, Will —digo lentamente—. No soy una paria porque me guste la ficción. Nadie me ha excluido del calendario social de Maple Hills por leer novelas románticas. A lo mejor, si pasara más tiempo en Maple Hills en vez de yendo detrás de ti, tendría mi propio grupo de amigos aquí.

Will resopla. Una sobrada más y le lanzo un cruasán a la cabeza.

—A lo mejor si estuvieras tan interesada en nuestra relación como lo estás en las que no son reales, no habría desperdiciado un año de mi vida.

Es increíble cómo una conversación basta para que tu imagen de alguien cambie por completo.

—Creo que es mejor que te vayas a tu casa.

—No seas tan susceptible, Hals. —Will se levanta de la silla y se acerca a mí. El brazo que deja caer sobre mi hombro me parece diez veces más pesado de lo que debería y el beso que me da en la coronilla me quema como si fuera ácido—. Simplemente quiero darme prioridad a mí mismo. Hacer lo mejor para mí y esas cosas. Comienza un curso nuevo y me merezco empezar de cero. El hockey es lo primero.

Oigo su voz de fondo, pero no logro escucharlo bien porque estoy haciendo un gran esfuerzo para controlarme y no soltarle que lo sé perfectamente, porque yo también le he dado prioridad a él desde que tengo uso de razón. De hecho, le he estado dando prioridad a todo el mundo menos a mí.

Llevo toda la vida apechugando con las tareas y responsabilidades que los demás no quieren. Hago sacrificios sin rechistar porque yo siempre he sido así y, a estas alturas, me cuesta saber si de verdad es por ayudar o simplemente por costumbre.

A medida que mi familia se mezclaba y crecía debido al divorcio de mis padres y sus posteriores matrimonios con otras personas, la lista de personas a las que ayudar también iba aumentando. Aunque Grayson es el mayor, todo ha recaído sobre mí. Desde que tengo uso de razón, lo único oigo es: «A Halle no le importará echar una mano». Ni una sola vez he escuchado: «Halle, ¿puedes?» o «Halle, ¿tienes tiempo?».

No recuerdo haberlo elegido yo y ya estoy harta.

Me encantaría decir que mis problemas de complacencia se limitan a las personas a las que quiero, pero sé que no es así. Me pasa con Will, con sus amigos, con sus padres, con los vecinos…, con los desconocidos…

Es como si todas las personas que han pasado por mi vida se hubieran colado delante de mí en mi lista de prioridades. Y mirad cómo he acabado: soltera, sin amigos, sin aficiones, con un horario perfecto para ser la novia ideal de un jugador de hockey y poco más, porque ahora no tengo nada que hacer con todo ese tiempo libre.

Estoy harta de ser un parásito de mi propia vida. Así que si el plan de Will es pasarse el penúltimo año de universidad pensando en sí mismo, yo haré lo mismo.

2

Henry

Si existieran los viajes en el tiempo, los usaría para volver al pasado y convencer a Neil Faulkner de que dejase pasar la oportunidad de ser entrenador de hockey universitario.

A pesar de intentarlo con la mejor de las intenciones y de los veinte largos años de práctica, no siempre le tengo tomado el pulso a comprender las motivaciones de las personas. Sin embargo, a lo que sí suelo tenerle tomado el pulso es a no ponerme al entrenador en contra. Por eso se me forma un nudo en el estómago en cuanto oigo mi apellido en el ladrido ronco de Faulkner.

—Uuuuuuuuu.

El intento de Bobby de sonar como un fantasma de dibujos animados provoca una oleada de risas que recorre el vestuario medio lleno. No ve la mirada asesina que le lanzo porque se está poniendo la camiseta de los Titans.

—Alguien se ha metido en un lío. ¿Qué has hecho, capi?

—Ni idea —musito mientras me subo los pantalones de chándal—. Jugar al hockey. Respirar. Existir. Las posibilidades son infinitas.

—Ha sido un placer conocerte, tío —dice Mattie dándome unas palmaditas en la espalda mientras se va hacia las duchas—. No se lo digas a los demás, pero siempre has sido el que mejor me ha caído.

—¿Y yo no existo o qué? —grita Kris lanzándole lo que parece un calcetín sudado.

El calcetín le da a Mattie en la nuca, le alborota el pelo negro azabache, rebota y termina metiéndose debajo de un banco.

Y así es como mi tolerancia hacia mis compañeros de equipo llega a su límite por hoy.

—Seguro que no es nada —intenta tranquilizarme Russ mientras se pasa la toalla por el pelo mojado—. Si no has vuelto cuando esté listo para irme, te espero en la camioneta.

Solo hace unas semanas que ha empezado el curso y ya me siento como me imagino que se siente alguien cuando lo atropellan. Este verano he pasado mucho tiempo buscando en Google cómo ser buen capitán y, aunque no creo que tenga la respuesta exacta, intento poner en práctica algunas cosas que he aprendido. Soy el primero en llegar y el último en marcharme. He estado esforzándome por animar a los jugadores nuevos y con menos confianza. Intento ser positivo, lo cual supone no decir siempre lo primero que se me pasa por la cabeza. Estoy abierto a probar cosas nuevas cuando mi naturaleza es quedarme con lo conocido. He estado cumpliendo con todo el entrenamiento en el gimnasio en lugar de distraerme con la lista de reproducción perfecta. No me paso los entrenamientos en las nubes.

En resumen, estoy haciendo muchas cosas que van en contra de mis instintos.

Ni siquiera bebí en la cena de cumpleaños compartida de Anastasia y Lola porque caí en una espiral de información sobre la relación entre el rendimiento deportivo y el consumo de alcohol.

Así que el hecho de que Faulkner esté enfadado conmigo por algo cuando me estoy esforzando tantísimo por hacerlo todo bien me provoca más que unas leves náuseas. Mi primer golpe en la puerta del despacho del entrenador parece resonar por la habitación.

—¡Pasa! —grita—. Siéntate, Turner.

Señala una de las sillas de malla desgastadas que tiene delante y yo hago lo que me ordena. Como me he esforzado tanto por prestarle atención a este hombre, puedo identificar con claridad sus tres estados de ánimo principales:

  1. Enfadado y gritón por motivos irracionales.
  2. Irritado por pasarse la vida rodeado de jugadores de hockey.
  3. Sea cual sea la palabra que se use para describir la forma en la que me está mirando ahora.

Golpetea el escritorio con un bolígrafo y el plástico emite un sonido penetrante contra la madera. Necesito toda mi fuerza de voluntad para no acercarme y quitárselo de la mano para que deje de hacer ruido.

—¿Sabes por qué te he llamado?

—No, entrenador.

Afortunadamente, suelta el boli y se acerca el teclado del ordenador.

—Acabo de recibir un correo pidiéndome una llamada para hablar sobre ti porque has suspendido el trabajo de la asignatura del profesor Thornton y, en lugar de ir a hablarlo con él para buscar una solución, has ido a tu orientadora académica para intentar que te saque de su clase. ¿Tienes alguna justificación antes de que marque el número?

Todas las palabras que he aprendido en la vida se desvanecen de mi cerebro y solo me queda «joder».

—No, entrenador.

Se pasa la mano por la cabeza como si se estuviera retirando la melena. Siempre he querido preguntar por qué, teniendo en cuenta que es calvo, y, por las grabaciones de partidos que hemos visto, ha sido calvo los últimos veinticinco años. A pesar de que algunos de los chicos me han jaleado para que se lo pregunte, Nate me dijo que no lo hiciera a no ser que quisiera una vida de miseria, cosa que no quiero. Sin embargo, la pregunta me reconcome cada vez que lo veo pasarse la mano por ese pelo inexistente.

—De acuerdo.

Casi perfora el teléfono cuando marca el número con los dedos rechonchos. Luego se lo coloca entre la oreja y el hombro. No tengo más remedio que oír cómo se presenta y luego va soltando «mmm» y «ah» durante toda la llamada. Nate siempre nos decía que Faulkner olía el miedo, así que no había que mostrarle tus debilidades. Me parece que admitir que he mandado el semestre a la mierda cuando casi ni ha empezado puede considerarse una debilidad.

Deja el teléfono y se me queda mirando con tanta intensidad que siento que me está observando el alma.

—La señora Guzman dice que te recordó tres veces que pidieras cita para hacer la matrícula…

—Es cierto.

—… y que para cuando intentaste matricularte, la asignatura que querías estaba llena, de modo que elegiste la de Thornton pensando que podrías meterte en la lista de espera de otra y dejar la suya durante la semana de cambios.

—Sí.

—Pero no te apuntaste a la lista y no intentaste dejar su clase durante la semana de cambios.

Era lo que quería, de verdad, pero había estado tan ocupado preocupándome por seguir los pasos de Nate y ser buen capitán que todo lo demás pasó a un segundo plano en mi cabeza. Cada obstáculo con el que me encontraba me permitía ir posponiéndolo y estuve repitiéndome a mí mismo que ya lo arreglaría, hasta que fue demasiado tarde.

—Es cierto también.

—Entonces, ¿me estás diciendo… —comienza, y hace una pausa para dar un gran trago de su taza de café y hacerme sufrir un poco más—… que, a pesar de las innumerables oportunidades que has tenido de rectificar la situación, no lo has hecho y que ahora estás aquí fastidiándome las pocas horas del día en las que no tengo que verte la cara esperando que te ayude?

Quiero señalar que el que me ha pedido que viniera ha sido él y que yo fui a la orientadora, cuyo trabajo es precisamente ayudar a los estudiantes deportistas, pero sospecho que se lo tomaría igual de bien que se está tomando que haya suspendido un trabajo.

—Supongo.

—¿Qué problema tienes con Thornton?

Pienso en lo que Anastasia y yo estuvimos ensayando antes de mi visita a la señora Guzman. Repito sus palabras como un loro:

—Su estilo de enseñanza y mi estilo de aprendizaje son incompatibles.

—Vas a tener que concretar, Turner. —Faulkner suspira y se apoya en el respaldo de su silla. Hace clic con el ratón y se queda mirando la pantalla—. Eres excelente en todo lo demás y sé que te esfuerzas en las cosas. ¿Qué le pasa a esa clase que te hace pensar que tienes que dejarla?

Intento recordar cómo se lo expliqué a Anastasia y a Aurora el día que volví a casa de la primera clase con Thornton. Estuve quejándome cinco minutos y luego tuve que tumbarme en el suelo y mirar el techo una hora.

—Tengo que matricularme en una asignatura en la que la redacción sea muy importante para poder graduarme. La programación del profesor Thornton es conocida por incluir muchas lecturas e investigación, por eso nadie quiere estar en esa clase. Sobre todo enseña historia del mundo y casi no da nada de arte. A mí me cuesta centrarme en los materiales porque una gran parte no tiene ninguna relevancia para lo que él quiere… Creo. Y no me encanta leer cosas que no me interesan. Me cuesta centrarme. Y casi nunca entiendo lo que nos está pidiendo. Termino metido en espirales de información que me llevan al sitio equivocado y luego suspendo, claro.

Faulkner vuelve a suspirar. Me pregunto si en casa también lo hace o si es algo que se guarda para el trabajo. Me pregunto si a su familia esos suspiros les producen la misma sensación de hundimiento que a mí.

—Aquí dice que tienes una asignatura parecida con la profesora Jolly y esa no quieres dejarla.

Jolly es casi una hippy y cree que la historia del arte debería ser algo que se aprende con —y se siente en— el alma. No le gusta la idea de ponerle notas a la gente por cómo interpreta el arte o cómo disfruta de aprender sobre él, así que en su asignatura nada más cuenta el examen final y solo porque el departamento la obliga. Es imposible suspender mientras vayas a clase y no tiene un número máximo de alumnos, por lo que pude apuntarme a su asignatura a pesar de hacer la matrícula el último.

Me encanta la clase de la profesora Jolly no solo porque es interesante de verdad, sino porque comprendo lo que espera de mí. Lo que aprendo después me ayuda con la práctica y no salgo de su clase sintiéndome poco preparado y pensando que voy a la deriva como me pasa con las clases de Thornton. Habría sido la solución perfecta, pero no cumple los requisitos para graduarme.

—Trabajo mejor bajo la presión de un examen.

Faulkner vuelve a repiquetear con el boli.

—¿Has hablado con el profesor Thornton?

«Al profesor Thornton le interesa esto menos que a usted», quiero decirle.

—No estaba dispuesto a escucharme.

—Yo no puedo hacer nada —dice encogiéndose de hombros con poco interés—. Tendrías que haber venido a verme antes para que pudiera ayudarte.

«Organízate mejor. Ven a verme antes». No sé cómo explicarle a alguien que no vive dentro de mi cabeza que podrían haberme llevado a rastras hasta el despacho o haber pegado el portátil a la mesa delante de mí y yo habría encontrado la forma de evitar hacer lo que tenía que hacer.

—¿Qué pasa si suspendo?

No me preocupa la nota media porque domino las cosas que disfruto y me gustan las demás clases que tendré este curso… Eso si me matriculo en el resto de las asignaturas a tiempo. Los únicos problemas que tengo son esta asignatura y la obsesión de Faulkner con la perfección académica del capitán del equipo.

Su carrera profesional se vio interrumpida por un accidente que lo incapacitó para jugar y ahora está obsesionado con que tengamos un plan B. Sí, como estudiantes deportistas estamos obligados a llegar a cierta nota media para poder mantener nuestra posición, pero lo que Faulkner quiere es otro nivel. Sé que no vale la pena pelearse por ello porque nadie que lo haya intentado antes que yo ha ganado.

—De eso no vamos ni a hablar. Eres el líder de este equipo, Turner. No puedes suspender asignaturas y mantener ese título. Júntate con un compañero de clase, métete en un grupo de estudio, usa a tu orientadora académica para algo que no sea abandonar… Me la suda. Haz lo que tengas que hacer para aprobar. No quiero oír hablar más de malas notas.

Nate hacía que todo pareciera muy fácil y estoy algo cabreado con él por quitarle importancia a lo duro que es Faulkner en privado. Me han dicho muchas veces que ser capitán es un honor, pero, mientras salgo del despacho de Faulkner arrastrando los pies, a mí me parece más un peso que me cuelga del cuello. El liderazgo no es algo que me salga natural; siempre he sido más feliz en soledad, pero me estoy esforzando al máximo. No quiero decepcionar a mis compañeros de equipo ni a Nate y Robbie, que convencieron al entrenador de que me lo merecía.

Ser capitán se parece mucho a las clases de Thornton. Se espera que sepa muchísimas cosas que nadie me ha explicado y, aun así, tengo que fingir que estoy contento. Por eso dije que no cuando me ofrecieron el puesto la primera vez. Esperaba que se lo dieran a otro y poder seguir con mi vida, pero no fue así. Nate y Robbie siguieron insistiendo.

Lo intentaron todo, desde compararme con todo el mundo que yo les sugería que podía ser mejor capitán que yo hasta decirme que sería el primer capitán de hockey negro de Maple Hills. Dejaron correr lo segundo cuando les dije que eso, en realidad, daba muy mala imagen de las oportunidades que las personas racializadas tenían en el hockey y no era el logro que ellos decían que era.

Cuanta más presión ejercían mis compañeros de equipo, más empezaron a presionarme los demás. Mis madres, Anastasia…, muchísima gente me dijo que le parecía genial y que le hacía mucha ilusión ver lo que era capaz de hacer. Al final, aunque seguía teniendo dudas, acepté.

No suelo ceder a la presión social, pero esa vez lo hice y he terminado así. No solo tengo el estrés de poder decepcionar a todo el equipo, sino también a todas las personas que no forman parte de él y que, sin que yo tenga la culpa, confían en mí. Es muy difícil tener amigos y familia que te apoyan y que no piensan enseguida lo peor de ti.

—¿Ha ido bien? —pregunta Russ cuando subo a la camioneta en el aparcamiento, ahora desierto.

—Estoy jodido.

—Seguro que no es para ta…

—Me ha dicho que no puedo ni dejar ni suspender ninguna asignatura y tengo que encontrar una solución.

Russ suspira mientras saca la camioneta del aparcamiento vacío.

—Pues sí que ha sido de ayuda. Mira, puede que no sea tan horrible cuando te hayas acostumbrado. Te ayudaré en todo lo que pueda y Aurora también. Y la próxima vez podemos pedir los códigos para la matrícula juntos.

Apoyo la cabeza en la ventanilla cuando nos paramos en un semáforo y me pregunto cómo puedo expresar en palabras que no me hagan quedar como un loco que, si no se alinean los astros para que me entre ilusión por organizarme las clases, seguramente volveré a tener el mismo problema en enero.

—Gracias.

—Qué va, de nada. Rory está en nuestra casa con Robbie esperándome, pero si necesitas tranquilidad, podemos irnos a su casa —me dice con suavidad mientras giramos hacia Maple Avenue—. No me importa.

Me gusta vivir con Russ porque siempre parece interpretar el ánimo de las personas sin necesidad de muchas palabras. Creo que esa habilidad es consecuencia del estado de miedo constante en el que se encontraba de pequeño con un padre con el que no era agradable vivir, pero no creo que esté bien preguntarle sin rodeos si él también lo cree. Sobre todo porque su padre está intentando mejorar y Russ quiere darle la oportunidad de que lo demuestre.

—No hace falta que os vayáis. Aurora me cae bien.

Levanto la cabeza de la ventana justo a tiempo para ver la sonrisita en su cara.

—Y tú a ella.

Russ ha cambiado mucho este verano que ha pasado trabajando en un campamento. Ha conocido a su novia, le ha plantado cara a la ludopatía de su padre y, aunque no creo que vaya a ser nunca el tío más extrovertido del mundo, está más seguro de sí mismo que nunca.

Y Aurora no es la persona con la que yo suponía que se juntaría Russ, pero creo que eso es bueno. A Russ le gusta porque es generosa y buena y él se pasó mucho tiempo sintiéndose un segundón antes de conocerla. Para Aurora, Russ es lo primero, y no es que me lo invente: ella se lo dice a todo el mundo. En la cabeza de Russ no cabe duda de que es importante para ella porque Aurora lo dice y no es una persona silenciosa precisamente.

No me gusta comparar a mis amigos porque todos son diferentes, pero ella es la única que no me habla de hockey, lo cual la sitúa en muy buen lugar en el ranking, ya que parece que eso es lo único por lo que la gente me pregunta ahora mismo.

Intentar recordar cuál fue la última vez que alguien quiso saber algo de uno de mis otros intereses hace que el camino de vuelta a casa se me haga corto. Antes de que me dé cuenta de dónde estamos, Russ está aparcando en el camino de gravilla detrás del coche de su novia.

Aurora levanta la vista cuando abro la puerta de casa, pero su mirada pasa por encima de mí y una sonrisa enorme se le dibuja en la cara al ver a Russ. Es como si se hubiera marchado de casa un lote de novias y al momento hubieran aparecido otras.

Es guapa según los estándares de belleza —de altura y constitución mediana, piel blanca bronceada, ojos verdes y pelo rubio—, aunque no me parece que fuera a ser muy interesante dibujarla.

Es evidente que Russ se siente muy atraído por ella, pero se esfuerzan por no ser muy escandalosos, lo cual les agradezco. Me encantaba que Anastasia viviera aquí, pero tendrían que haberla detenido por perturbar la paz de la casa.

—¿Estás bien, Henry? —me pregunta Aurora cuando me dejo caer en la butaca reclinable de delante de ella—. Hoy pareces más pensativo de lo normal. Taciturno, como el artista torturado que eres.

—El entrenador se ha enterado de que suspendí el trabajo sobre la Revolución francesa —le digo mientras Russ se agacha para besarle la sien.

—Qué putada, lo siento. ¿Has intentado ganártelo con tu encanto?

—No sé cómo ser encantador aposta y, aunque supiera, él se inmunizaría solo para castigarme. Piensa que debería tener superpoderes académicos solo porque cogí un palo de hockey hace quince años.

—A mí me pareces increíblemente encantador —dice ella.

—¿Quién tiene superpoderes? —pregunta Robbie al doblar la esquina de su dormitorio. Detiene la silla de ruedas en el espacio entre el sofá y la butaca mirándome de frente—. Ha llamado Faulkner. Parece ser que es culpa mía que no te matricularas en las asignaturas que querías, porque, al parecer, leo la mente y tengo la culpa de que te hayas pasado el verano follando por toda California en lugar de priorizar tu educación a pesar de que yo estaba ocupado graduándome y, no sé, en otro estado.

Vivir con mis amigos es genial. Vivir con mi amigo el que también es ayudante del entrenador a veces no es tan genial. Y esas veces son ahora, cuando no puedo escapar de Faulkner ni en mi propia casa porque no tiene más que llamar a Robbie.

—Te has pasado de dramático —me quejo mientras se sube a la butaca que hay al lado de la mía.

Estuve aquí, no por toda California, y en ningún momento le he hablado al entrenador de lo que he hecho en verano. Tampoco fue nada buscado. Creo que es posible que me sintiera un tanto solo cuando todo el mundo había vuelto a casa de sus padres o estaba trabajando.

No lo había visto así hasta que Anastasia me preguntó por las vacaciones y me di cuenta de que había estado manteniéndome ocupado hasta que volvieron mis amigos. Me gusta mi propia compañía, diría que incluso prefiero estar solo, pero este verano he descubierto que todo tiene un límite.

Además, les gusto mucho a las mujeres y a mí me gusta pasármelo bien sin compromiso.

Robbie niega con la cabeza y se aprieta el puente de la nariz.

—Hazme un favor, casanova. En lugar de en mojar, este año concéntrate en que no me caiga ningún marrón a mí. Al fin y al cabo, eres el líder supremo y tienes que dar ejemplo en cuestiones de moralidad y dignidad y todas esas mierdas.

Creo que no va en serio. Robbie siempre se ríe justo antes de decir algo sarcástico que en realidad no piensa, pero, aun así, me provoca un cosquilleo incómodo en la nuca.

—Lo único que sé es que no sé ser un líder.

Russ se inclina hacia delante en su asiento mirándome fijamente.

—Lo estás haciendo de puta madre para ser alguien que asegura que no sabe lo que hace. Se te da todo bien, Hen.

—Menos las revoluciones —interrumpe Aurora.

—Da mucha puta rabia, la verdad. Si a mí se me diera bien todo la primera vez que lo pruebo, me pondría insoportable —añade Robbie—. Tú sigue centrado y todo te irá genial.

—¿Quién te ha dicho que no seas insoportable? —dice Russ, y se da prisa por bloquear el cojín que vuela en dirección a él y a Aurora.

—¿Por qué no te compras algún libro sobre liderazgo? —dice Aurora colocándose en el borde del sofá igual que Russ. Me entran ganas de echar mi butaca hacia atrás solo para que vuelva a haber espacio entre nosotros—. Esta semana me salto el club de lectura porque solo es un primer encuentro para romper el hielo y porque Halle está con Austen que no caga y yo no pienso subirme a ese carro, pero todavía no he visto qué tal está Encantada y estaría bien pasar a saludar… ¿Por qué me miras así?

Russ suelta una risita a su lado, pero yo continúo mirándola con cara de póquer.

—No he entendido nada de lo que acabas de decir.

—Encantada —repite como si eso fuera a aclarármelo todo—. La librería que acaba de abrir cerca del Kenny’s. Al lado del bar en el que trabajaba Russ que ahora es una vinoteca.

Si me estuviera hablando en francés entendería lo mismo.

—Ni idea.

Aurora se pone nerviosa enseguida y la voz se le vuelve más aguda.

—¡Pero si pasamos por allí en coche hace dos días y te dije: «Mira, Encantada está a tope»!

—Dices muchas cosas, Aurora. No siempre te escucho —confieso—. Me cuesta concentrarme cuando conduces. Temer por mi vida me ocupa mucho espacio mental.

Ella resopla y los chicos se ríen, pero no estoy de broma.

—Halle, la chica que llevaba el club de lectura en la librería Capítulos. Está empezando un club de lectura nuevo, solo de romántica, en Encantada, la librería que acaba de abrir, por la que pasamos en coche. No voy a ir porque no me gusta lo que están leyendo y es una sesión introductoria para personas que nunca han ido a un club de lectura. Pero quiero pasar a saludarla y ver qué tal está la librería.

—¿Qué tiene que ver todo eso con que yo haya suspendido y tenga que cambiar de identidad para esconderme de Neil Faulkner?

—Esta conversación está provocando una caía en picado de mi calidad de vida —refunfuña Robbie—. ¿Podéis terminar, por favor? Es como ver a dos alienígenas de planetas diferentes intentar comunicarse.

Aurora mira al techo murmurando algo por lo bajo antes de volverse hacia Robbie y hacerle un corte de mangas. Vuelve a centrar la atención en mí y se aparta los pelos rebeldes de la cara.

—Henry, ¿quieres venir conmigo a la librería y comprarte libros que te ayuden a aprender sobre el liderazgo y así puedas ser un mejor capitán?

—No.

Robbie y Russ estallan en carcajadas y yo no entiendo muy bien qué es lo que les hace gracia.

—Pero ¿por qué? Emilia está en baile y Poppy está ocupada y no quiero ir yo sola.

—¿No me has prestado atención? Tengo que descubrir cómo obrar un milagro. Llévate a Russ.

Ella le da un ligero codazo a Russ en las costillas y él, que se está riendo, para enseguida.

—Russ cena con sus padres esta noche. ¡Puede que esto te ayude! Si vienes conmigo y lo pruebas, te compro un batido.

—No, gracias.

—Y patatas fritas con chili.

—Vale —digo, pero solo porque quiero ser buen amigo, no porque me apetezca ir—, pero esta vez no pienso pedir las de carne vegana. Y voy a contar los segundos que tienes que estar parada en las señales de stop. De hecho, no, olvídalo, conduzco yo. Acabemos con esto pronto.

3

Halle

Es muy posible que esté alucinando, porque hay un tío alarmantemente atractivo comiéndose mis galletas de bienvenida.

Después de colocar la mitad de las sillas en círculo, he entrado en el almacén como diez segundos para coger el resto y, cuando he vuelto a salir, ahí estaba.

Está. ¿Probablemente? Quién sabe, depende de lo de la alucinación.

Empezar con un club de lectura totalmente nuevo me ha tenido todo el día con los nervios de punta, aunque la cantidad ingente de cafeína que me he tomado tampoco ha ayudado mucho. Al principio, cuando la propietaria de Encantada me pidió que dirigiera el club de lectura el curso pasado le dije que no, porque me parecía que hacerme cargo de dos iba a ser demasiado trabajo. Pero luego la vi el día de la inauguración de la librería y, en un arrebato de locura en plan «¡vas a ver lo que es bueno, Will Ellington!», le comenté que se me había liberado la agenda. Así que llevo las dos últimas dos semanas, desde que Will y yo rompimos, como pollo sin cabeza para asegurarme de que esta aventura no acabe en fracaso.

La primera reunión «de verdad» es la semana que viene, pero al empezar a hacer publicaciones sobre el club, muchos de los interesados pidieron una sesión previa para hacerse una idea de cómo sería. He elegido un libro que la mayoría de la g

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