La mansión

Anne Jacobs

Fragmento

Franzi

Franzi

Noviembre de 1939

La niebla matutina pendía sobre los campos cosechados como una capa lechosa, se iba extendiendo con el viento y de vez en cuando dejaba entrever una manada de corzos desprevenidos paciendo. La maleza de tonos otoñales sobresalía del terreno blanquecino como islas en un mar de niebla ondulante. Franziska era la última del trío, se detenía una y otra vez para empaparse del ambiente otoñal, notar la humedad de la niebla, inspirar el aroma de las setas que llegaba del bosque. Tras ellos sonaron cascos de caballos, el estrépito de un carruaje. Era el inspector, que llevaba a «los ancianos señores» al mirador que había en la linde del bosque.

—Espero que esta vez el abuelo Wolfert lleve las gafas encima —dijo Jobst con una sonrisa—. El año pasado disparó unas cuantas balas perdidas y le dio a un perro.

Franziska guardó silencio: todavía no se lo había podido perdonar al abuelo. Desde entonces su perra Maika cojeaba, después de sobrevivir por los pelos al disparo que le destrozó una pata trasera. Los hermanos tuvieron que apartarse para que el coche de caballos descubierto pasara con los dos abuelos. Los hermanos de la madre, tío Bodo y tío Alwin, también iban sentados en el carruaje. Todos llevaban chaquetas impermeables y sombreros que ya habían vivido unas cuantas cacerías. El tío Alexander los saludó con la mano; había engordado aún más desde el año anterior.

—La gente mayor corta de vista no debería seguir cazando —comentó Brigitte.

—Eso explícaselo al abuelo Wolfert —repuso Jobst, entre risas—. Te dirá que él ya mataba ciervos de doce puntas cuando tú aún ibas en pañales.

Jobst hizo un amago cauteloso de ponerle un brazo sobre los hombros a su prometida, pero ella se zafó de él mirando a Franziska. Una pareja joven no podía estar a solas prácticamente nunca hasta el día de la boda, por eso su madre se había ocupado de que Franziska acompañara a su hermano Jobst y a su prometida Brigitte von Kalm como dama de compañía.

Franziska acababa de cumplir diecinueve años y se sentía fatal desempeñando ese papel. En general, no le gustaban las batidas en las que los animales salvajes salían corriendo frente a los fusiles de los cazadores para ponerse a tiro. Era mucho más bonito atravesar sola el bosque con su padre a primera hora de la mañana hasta el mirador. Entonces notaba la hierba húmeda por el rocío, olía el aroma dulce y herbáceo de las plantas, aguzaba el oído para percibir los pasos de un corzo sobre el follaje del año anterior. Cuando, tras una larga espera en el silencio matutino, aparecía en el claro una manada de ciervas, con el alegre crujido de las hojas, observaba la cara de su padre y procuraba adivinar sus intenciones. Rara vez disparaban a un animal, casi siempre se quedaban sentados en el mirador a observar, para controlar la población.

—La niebla se disipa —comentó Jobst—. Gracias a Dios. De lo contrario, apaga y vámonos.

Habían llegado a la linde del bosque, así que en la encrucijada tomaron el sendero que llevaba al mirador. Faltaba poco para las nueve, seguramente pronto irrumpiría el sol entre las nubes y entonces saldrían los ojeadores que ahora esperaban con los perros en tres lugares distintos a que los cazadores llegaran a sus puestos.

Jobst fue el primero en subir la escalera; Brigitte lo siguió, agarró el brazo que le tendía y se dejó ayudar para subir el último tramo. Franzi esperó a que los dos se acomodaran en el tosco banco de madera y luego subió también al estrecho cobertizo. Jobst y Brigitte cargaron sus escopetas. Franziska iba sin arma. No tenía ganas de participar en ese ejercicio general de tiro. ¡Ojalá no les pasara nada a sus perros! O, aún peor, que ningún ojeador recibiera un disparo. De vez en cuando ocurría. Uno de sus mozos de cuadra había recibido siendo un muchacho un disparo en el muslo, e incluso un joven campesino había muerto de un tiro por error muchos años atrás. Por supuesto, en esos casos el señor de la finca se ocupaba de los heridos y de los parientes del difunto, pero aun así era horrible y muy embarazoso para los desafortunados tiradores.

—Ya empieza… —murmuró Jobst.

Brigitte asintió. A lo lejos se oía el ruido de los ojeadores y los ladridos de los perros. Se escucharon disparos, entre ellos los de la vieja escopeta de caza de su tío Alexander y el arma del abuelo Dranitz. Los ojeadores espantaron a todo lo que se había escondido en la maleza del bosque y los matorrales bajos: gamos, venados, zorros, liebres, también jabalís y perdices. Un festín para los fusiles, que llevaban todo el año esperando. Más tarde se repartirían los animales abatidos entre los cazadores para que al copioso almuerzo de caza en la mansión Dranitz se sucedieran comidas aún más opulentas en casa con buenos amigos y familiares.

Sin embargo, por lo visto los ojeadores habían olvidado el mirador de la encrucijada. Pese a la tensa espera y a la observación atenta de las matas solo percibieron en dos ocasiones un breve movimiento, seguramente un jabalí que había decidido esconderse mejor en la maleza que correr presa del pánico por el claro. Eran astutos, los jabalís. Por desgracia, con frecuencia ocasionaban daños en los campos, por eso había que disparar a una parte de la población.

—¡Lástima! —suspiró Brigitte von Kalm—. Creo que se ha acabado. Esperemos que los demás hayan tenido más suerte que nosotros.

—Al final Franzi ha ahuyentado a los animales —bromeó Jobst—. ¡A la señorita Diana no le gusta nada que se le dispare a un animal del bosque! —Agarró a su hermana por los hombros y la sacudió con suavidad, como hacía tan a menudo cuando eran niños.

Franziska le empujó entre risas.

—Ahora os lo puedo decir: ¡he lanzado un conjuro mágico en el mirador! —exclamó ella sin tener en cuenta la cara de pocos amigos de Brigitte. A Franziska no le gustaba demasiado su futura cuñada. Era una de esas mujeres que hablaban poco pero sabían perfectamente lo que querían. Jamás entendería por qué su hermano mayor, tan apuesto, el heredero de Dranitz, había escogido a una persona tan poco atractiva, pero eso era asunto suyo.

Franziska fue la primera en bajar la escalera y echó a andar con paso lento por el sendero del bosque hacia la mansión sin mirar alrededor. Quería dar a la pareja la oportunidad de estar al menos un momento a solas. Alemania estaba en guerra desde septiembre, así que el teniente Jobst von Dranitz tenía que marcharse al día siguiente al este junto con algunos de sus compañeros y reunirse con su regimiento.

—¡Guerra o paz! —rugió el abuelo Dranitz—. No permitiremos que nos arrebaten las antiguas tradiciones de Dranitz. Y, mucho menos, la batida.

Poco antes de que el sendero del bosque desembocara en los campos una manada de ciervos comunes salió del bosquecillo y cruzó corriendo el camino hasta el otro lado del bosque. Franziska se quedó fascinada. Siete ciervas y varias crías adolescentes pasaron por su lado como un fantasma, y durante unos segundos hicieron vibrar el suelo del bosque, una danza de fuerza y belleza bajo la luz matutina que caía en diagonal entre los árboles. Ni Jobst ni Brigitte se habían enterado de nada, seguían en el mirador, y Franziska prefería no pensar en lo que estaban haciendo.

Los ojeadores habían llevado a la linde del bosque los animales abatidos: tres ciervos, seis ciervas, varios jabalís —todas hembras—, así como dos zorros, y habían metido en el morro de los animales inertes, ordenados en una fila, «el último bocado». Los orgullosos cazadores gesticulaban al lado, fumaban y se felicitaban los unos a los otros. Cuando por fin volvieron Jobst y Brigitte, todo el mundo lamentó que no hubiera aparecido ni un solo venado delante de su escopeta. Poco después los cuernos dieron la señal que ponía fin a la cacería.

—¡Ahora viene la parte más agradable! —se regocijó el tío Alexander von Hirschhausen; al tío Bodo y al tío Alwin ya les había costado lo suyo subirlo al mirador del bosque rojo. Una vez arriba, Alexander demostró ser un excelente tirador. Era el único que disponía de un arma de caza hecha por encargo en Austria.

El inspector Schneyder se ocupó del transporte de las presas de caza, el pago de los ojeadores y todo lo demás mientras el grupo de cazadores subía a los coches de caballos que ya habían llegado. Tras la extenuante montería tocaba disfrutar del consabido y merecido opíparo almuerzo de caza en la gran casa.

Hacía días que los preparativos estaban en marcha en la mansión Dranitz. Pese a la cautelosa planificación de la baronesa Von Dranitz, todos los años se producía el mismo caos frenético: o llegaban invitados imprevistos, o enfermaba un miembro de la familia o un empleado, o no entregaban la cerveza a tiempo, o los ratones se habían comido un saco de harina o el perro robaba una de las patas de carnero porque la criada de la cocina no había tenido cuidado. Esas catástrofes siempre eran culpa de las criadas de la cocina o de los mozos, nunca de la cocinera, y mucho menos de la señora de la mansión.

Pese a todos los contratiempos, siempre conseguían acoger a los numerosos parientes y amigos en las salas de la mansión con bastante holgura y darles fuerzas con un buen desayuno antes de que algunos, sobre todo los hombres, se dedicaran al agotador placer de la batida. Los demás invitados, en especial las mujeres, se sentaban con un café y unos dulces a charlar de todas esas cosas que se comentan y resuelven mejor entre féminas. Uno de los temas preferidos eran los posibles matrimonios, igual que los nacimientos inminentes o el destino de los familiares enfermos, pero también las vacaciones en el mar Báltico o la cuestión de si hoy en día una chica joven debe ir a un internado. Luego se sucedían las inevitables quejas sobre el servicio. Las señoras coincidían en que hoy en día las criadas mostraban una impertinencia increíble y los mozos también eran cada vez más descarados. Cuando ya se habían quejado lo suficiente, llegaban las nuevas tendencias y las costumbres que pasaban de moda en la capital, Berlín, y aquel año también hablaban de la guerra. No obstante, solo la mencionaban por encima, pues ahora Polonia estaba ocupada, habían firmado el tratado de Brest-Litovsk con los rusos y cabía esperar un inminente acuerdo de paz. De todos modos, Hitler había ofrecido a las potencias occidentales una paz estable, o al menos eso decía la prensa.

La abuela Libussa von Dranitz se lamentaba como todos los años de que ya no corrieran tiempos heroicos, sino terriblemente prosaicos. Ni ese advenedizo de Hitler ni el pequeño ruso Stalin poseían ni una pizca del aura de poder de épocas anteriores, cuando aún gobernaban Europa los descendientes de la reina inglesa Victoria y en Alemania había un káiser.

En la cocina y arriba, en el salón, reinaba una actividad frenética para poder servir el almuerzo de caza a la hora convenida. Hacía tiempo que habían retirado la vajilla del desayuno, habían puesto la mesa larga para el festín y, como mandaba la tradición, la habían decorado con hojas de tonos otoñales y ramas de abeto. También volvía a ocupar su lugar de honor el gran «ciervo bramando» de bronce, que se alzaba en medio de la larga mesa.

La baronesa Von Dranitz en persona le dio a la madera el último pulido, fue de servicio en servicio enderezando la cubertería de plata, giró los platos de porcelana, con flores verdes, de manera que el blasón plateado del borde quedara justo en el medio, de vez en cuando levantaba alguna copa de vino de pesado cristal de Bohemia para ponerla a contraluz y finalmente dejó un cartelito con el nombre en cada cubierto.

Cuando los primeros cazadores bajaron de los coches de caballos, las damas subieron presurosas a las habitaciones de la primera planta a ponerse la ropa adecuada para el banquete. Por todas partes se oían gritos y órdenes a los respectivos criados, de modo que la confusión en la casa derivó en un caos absoluto. Abajo, en la entrada, había unos veinte pares de botas sucias de lodo que alguien había quitado a los señores cazadores, arriba se oían voces femeninas y masculinas que pedían agua caliente, una plancha, un rizador o unas gotas para el corazón. Al mismo tiempo, de la cocina se desprendía un olor tan delicioso y abrumador que a todos, también a las señoras, se les hacía la boca agua. Hanne Schramm, la cocinera en la mansión Dranitz, era una artista, un día como aquel volvería a presentar algo inolvidable a la mesa, y como siempre, la tía Susanne intentaría llevarse a la cocinera de la mansión Dranitz. Sin éxito, por supuesto; Hanne era leal y jamás dejaría a sus señores en la estacada.

Franziska miró primero a sus perros. Por suerte habían regresado todos de la cacería. Bijoux se había clavado una espina en la pata y se la sacó con cuidado. A continuación desinfectó la herida y comprobó aliviada que no tenía más lesiones. Arriba, en su habitación, que un día como aquel tenía que compartir con su hermana pequeña Elfriede y su prima Gerlinde, se había desatado una intensa pelea por unas sandalias de color beis claro que por lo visto Gerlinde había prometido a Elfriede para la velada, pero que ahora quería ponerse ella. Franziska, que era seis años mayor, intentó mediar entre ellas y le prometió a Elfriede prestarle las sandalias de tacón, que como mínimo quedarían igual de bien con su vestido. Su hermana, que era una pequeña arpía, chilló y escupió a Gerlinde y, cuando cedió, le tiró a la cabeza el objeto de la discordia.

—¡Pues póntelas tú! —gritó, enfadada—. Con zapatos o sin ellos, ¡eres igual de fea!

Gerlinde rompió a llorar y amenazó con contárselo a su madre.

—Ahora vestíos de una vez —ordenó Franziska a las dos—. Mine ya ha hecho la primera llamada.

Mine, la criada, era la empleada más rápida y eficaz. Estaba en todas partes, ayudaba en la cocina y arriba en las habitaciones, planchaba la ropa delicada y sabía cómo preparar una mesa festiva. Hacía tres años que estaba prometida con el carretero Schwadke, pero dudaba si casarse porque entonces tendría que renunciar a su trabajo. Franziska se lavó la cara, los brazos y los pies con agua fría, se puso el vestido de color verde oscuro con el cuello ancho y unas sandalias a juego porque ahora Elfriede llevaba las de tacón, aunque le iban casi dos números grandes. Elfriede acababa de cumplir trece años y estaba flaca como un palo. Tenía la piel pálida, pecosa, la cabeza llena de rizos encrespados y unos ojos marrones soñadores capaces de irradiar una enorme fuerza de voluntad.

Las tres chicas bajaron juntas los escalones y cuando se encontraron con la abuela Wolfert y Libussa von Dranitz cogieron a las ancianas del brazo para facilitarles el descenso por la escalera. A derecha e izquierda pasaban camareras y criados ajetreados; el tío Alexander pidió con su rotunda voz de bajo sus calzas largas; Gabriel, el hermano gemelo de Gerlinde, se dedicaba a deslizarse por la barandilla de la escalera, pero el barón lo pilló y lo agarró de la pretina del pantalón.

—Si quieres romperte la crisma, hazlo en tu casa, ¡no en la mía! —le riñó el barón Von Dranitz, que puso cara de desesperación cuando Gabriel rompió a llorar de nuevo.

Pese a los cartelitos con el nombre, hizo falta un buen rato para que todos encontraran su sitio en la mesa y pudiera servirse el aperitivo que la abuela Libussa siempre llamaba «abreboca». Los hombres preferían el aguardiente de trigo «de verdad» de los Dranitz, mientras que las damas solían decantarse por un jerez seco.

A los jóvenes se les servía «bebida de ranas», que era agua con una pizca de zumo de limón.

El barón se compadeció de los hambrientos invitados y su discurso de bienvenida, en el que les deseó suerte en la cacería, fue breve, así que pudieron servir pronto la sopa de ostras. Mine y Liese sacaron la comida, ayudadas por dos muchachos jóvenes que había traído el tío Alwin desde Brandemburgo. Llevaban una librea de rayas negras y blancas y pantalones blancos, y hacían muy bien su trabajo.

Franziska conversó con la tía Susanne y Gerlinde, y luego charló un poco con el tío Alwin y el tío Bodo von Wolfert. El hermano de Franziska, Heinrich-Ernst, al que todos llamaban simplemente Heini, se había juntado con Elfriede, que seguía renegando; esos dos siempre habían sido uña y carne. En la cabecera de la mesa estaban sentados su madre y su padre, con los abuelos a derecha e izquierda y el viejo pastor Hansen a su lado. Junto a la abuela Libussa estaba sentada su única hija, que se había unido a las monjas cistercienses. Maria von Dranitz era baja y delgada, y el rostro, enmarcado por una cofia blanca, parecía el de una musaraña. Una vez el padre de Franziska dijo, tras unas copas de vino, que su hermana Maria estaba en buenas manos en el convento, pues de todos modos «no habría conseguido a nadie». Aquel día Maria tenía permiso para una visita familiar, aunque no para pernoctar, por lo que a las seis debía estar de regreso en el convento.

Con el pescado gratinado se sirvió un vino blanco suave que a Franziska le encantaba. ¿Había bebido demasiado deprisa? Se sentía mareada y al mismo tiempo la asaltó una sensación de felicidad muy agradable. Se reclinó en la silla con una sonrisa y se dejó llevar por los ruidos y las imágenes. Las voces, entre las cuales de vez en cuando destacaba un bajo potente o una enérgica soprano, el agradable calor en la sala, los destellos de las copas y la cubertería recién pulida, el aroma que desprendía la pata de carnero con repollo y las pechugas de ganso curadas. Las risas de más allá de los hermanos Von Wolfert, que estaban sentados con su padre, el inspector Schneyder y el tío Alexander y contaban historias de cacerías. Jobst y Brigitte, que intercambiaban miradas de enamorados, y su madre, que comentaba a voces con la tía Irene y la abuela Wolfert la reforma pendiente del salón verde.

Todas esas personas gritonas y jubilosas, animadas por el vino y los sabrosos platos, estaban sentadas a la mesa con el rostro sonrosado y llenaban hasta el último rincón de la sala con su vivacidad. Acto seguido se levantó el abuelo Dranitz y dio su charla de siempre sobre la patria y su tierra natal, Mecklemburgo, luego levantó su copa y todos brindaron por el káiser alemán, que aguardaba con añoranza en el exilio holandés. También brindaron Bodo y Alwin, fervientes seguidores del Führer, por no contradecir al anciano.

—Mañana a primera hora vendrá un amigo mío antes de que nos vayamos juntos —le dijo Jobst a su tía Susanne—. El comandante Walter Iversen es un tipo extraordinario. Sería el marido perfecto para Franzi.

Franziska se rio de él y le dio a Mine el plato de postre, que llenó con manzanas asadas y arándanos rojos.

—Mis queridos amigos y familiares que llenáis nuestra casa de ruido y alborozo, devoráis nuestras provisiones para el invierno y vaciáis nuestra bodega —empezó a decir el abuelo Dranitz en ese momento.

Era el señor de siempre, tal como lo conocíamos. Los invitados estallaron en risas y gritos de alegría, pero el abuelo los acalló con un gesto enérgico para continuar con su discurso.

Franziska lo miró con una sonrisa y sintió una increíble felicidad.

Franziska

Franziska

Mayo de 1990

A medida que se acercaba al paso fronterizo iba clavando los dedos en el volante. «Lauenburg/Horst», decía. Horst. Sonaba como un ave de rapiña que acechaba en lo alto, en su nido, observando, ávido de una presa…

«Ya me estoy dejando llevar por la imaginación —pensó, y bajó una marcha del coche—. Cornelia tiene razón: soy demasiado mayor para este viaje. Con setenta años todo se ralentiza, el cuerpo ya no es el de antes, la cabeza funciona más despacio. ¿Qué hago si no me dejan pasar? ¿O si me detienen? Los nobles hacendados y latifundistas tuvieron que abandonar la tierra. Quien se quedó pese a todo, lo hizo bajo la amenaza de cárcel y algo peor.»

Se estremeció y se quedó mirando fijamente la carretera estrecha y asfaltada, flanqueada a ambos lados por broza silvestre y arbolitos. Aquella vegetación crecería en abundancia en primavera, eran plantas salvajes que se reproducían bien en tierra de nadie, a sus anchas.

Eran casi las nueve. Muchos coches se acercaban en dirección contraria, casi todos de Trabant y Wartburg, pero también había coches occidentales. Eso la tranquilizó. Todo iba bien, las fronteras estaban abiertas, no había motivo para caer presa del pánico. Aparecieron unos edificios planos, grises, con ventanas relucientes y un armazón de acero. El águila federal le dio la bienvenida.

El puesto aduanero de la RFA tenía un aspecto aburrido: había un empleado de aduanas tras un cristal bebiendo café, otro de pie fuera, que de vez en cuando escogía un vehículo de la RDA, le hacía enseñar los papeles y charlaba con los ocupantes. Su voz sonaba alegre, displicente, de vez en cuando reía. Nadie se ocupó del Astra blanco de Franziska, así que siguió adelante despacio.

Al otro lado de la frontera la carretera estaba formada por grandes placas de color gris claro, muchas estaban dañadas, en parte hundidas, había charcos en la vía. El coche iba dando tumbos, la suspensión estaba trabajando de lo lindo. Franziska olfateó, percibió un olor penetrante y apagó la ventilación. Lignito. Cornelia le había dicho que allí todo apestaba a lignito. Incluso la ropa, la comida, los libros. Al volver a casa había que ducharse enseguida y lavarse el pelo. Bernd, uno de sus compañeros de piso, incluso había eructado lignito.

Cornelia, la hija de Franziska, había estado allí hacía cuatro años, en un encuentro de jóvenes socialistas, cuando aún estaban cerradas las fronteras. No le había contado mucho, solo unos cuantos incidentes divertidos. Seguramente se había llevado una decepción, esperaba más del socialismo real, una especie de paraíso terrenal. Tal vez por fin su hija lo había entendido y había visto que con el comunismo no se llegaba a ninguna parte. Así no conseguiría quebrantar su rebeldía, tenía motivos de peso. Por desgracia. Franziska se arrepentía de haberle hablado a su hija de ese viaje. Con tanta emoción, incluso esperaba que Cornelia la acompañara en ese periplo al pasado, pero era absurdo. Su hija se limitó a dar vueltas con el dedo en la sien.

—Estás loca. A tu edad. Y que sigas conduciendo a los setenta años. Además, ya no queda nada. Lo quemaron. Se desmoronó. ¡No puedes retroceder en el tiempo, Franziska!

Empezó en 1968, cuando estudiaba el bachillerato. De pronto dejó de decir «mamá» y «papá» y los llamó «Franziska» y «Ernst Wilhelm». Ahí se produjo la fractura que durante los años siguientes no hizo más que ahondarse. La grieta que separaba a madre e hija. Dos mujeres, dos mundos, dos mentalidades.

Franziska siguió avanzando, despacio. Así que ahí estaban las fronteras de la RDA. Hacía tiempo que había visto la torre. Esbelta y blanca, con un ensanchamiento en la punta, parecía un nido de cornejas en un barco. ¿Los que estaban ahí arriba disparaban a los fugitivos? Bueno, ya no. Hacía meses que las fronteras estaban abiertas. Es que aún costaba de creer.

«Control fronterizo de Lauenburg», se leía en la placa. La construcción de detrás era compleja. La carretera se dividía en varias vías. Bajo unos techos oscilantes blancos había unas construcciones de cristal no muy altas donde estaban sentados los empleados de aduanas. La deslumbrante luz de los focos permitía distinguir todos los detalles de los vehículos que pasaban; los ocupantes destacaban como en una fotografía, y seguramente los aduaneros hasta podían contar las motas de polvo en las carrocerías.

Las instalaciones estaban flanqueadas a ambos lados por unos edificios de color blanco amarillento, también provistos de unas grandes superficies de cristal, muy impresionantes. Franziska había oído que registraban el equipaje, desmontaban los coches, confiscaban objetos. Sobre todo cuando los que visitaban la RDA regresaban a la RFA. Los aduaneros creían que los occidentales escondían a un fugitivo en algún lugar del coche. Por lo visto también habían realizado cacheos hasta en los lugares más íntimos del cuerpo. Y habían detenido a gente. Sobre todo a los suyos. Pero a veces también a gente de la parte occidental…

Franziska se sintió flojear, aunque sabía que ya había pasado todo. Se podían cruzar las fronteras con libertad, a no ser que pillaran a alguien con una maleta llena de droga o un recipiente de plutonio. O que fuera una Von Dranitz, hija de un noble hacendado y brutal explotador de la población rural necesitada. Dios mío, ¡pero qué cínica era!

En el puesto de control el tráfico era denso, los Trabant y los Wartburg avanzaban en dirección a Occidente sin ni siquiera parar, pero había dos camiones a un lado, en un aparcamiento, y los estaban registrando. Un aduanero joven y fornido con una gorra de visera verde se acercó a su Opel Astra y le pidió que parara el motor y le enseñara su pasaporte. Parecía de mal humor, seguramente no estaba de acuerdo con la evolución política de los últimos meses, temía por su estatus de poder, por su trabajo. La miró un momento, comparó a la mujer que tenía enfrente con la fotografía del pasaporte que sujetaba en la mano y comentó que le urgía renovarla. A continuación cerró el documento y se lo devolvió en silencio.

Ella lo recogió y se peleó con el bolso que estaba en el asiento del copiloto hasta que consiguió meter dentro el pasaporte. ¡Se estaba comportando como una tonta! El corazón le latía tan deprisa como si acabara de correr los cien metros lisos. El aduanero de gorra verde le indicó con impaciencia que avanzara de una vez. Franziska arrancó el motor, se le caló, lo arrancó una segunda vez y entró en la tierra prohibida abochornada y enfadada consigo misma. Hacia el Este. De regreso al pasado.

Pensó que los aduaneros tenían instrucciones. Nada de hablar con los del Oeste. Era algo que tenían interiorizado. Seguía siendo así. Con todo, podría haber sido un poco más educado. La fotografía del pasaporte tenía siete años. Entonces tenía sesenta y pocos, y tampoco había cambiado tanto durante este tiempo. No era alta, llevaba el pelo canoso con rizos cortos y tenía la típica nariz de los Von Dranitz: estrecha y un poco aguileña. «De pura raza», esa fue la definición de su madre. En algún punto de la serie de ancestros había un conde polaco. Ernst-Wilhelm, el difunto marido de Franziska, la definía como «afilada», con una sonrisa. Cornelia, que había heredado la nariz de su padre. Afirmaba que para tener una nariz Von Dranitz había que contar con una licencia de armas. Así perdió las simpatías de su abuela, pero de todos modos Margarethe von Dranitz falleció poco antes de cumplir los setenta años.

Los nervios fueron remitiendo poco a poco. Franziska entró en un camino vecinal, se detuvo y buscó la botella de agua en su cesta de picnic. Se sintió mejor después de echar unos buenos tragos, los latidos del corazón se normalizaron y los temblores cesaron. Había superado la primera dificultad, no de manera brillante, pero estaba superada. En adelante no se dejaría intimidar con tanta facilidad. De hecho, a su edad, ¿qué tenía que perder? Absolutamente nada. Era libre, nadie tenía por qué darle instrucciones, era económicamente independiente y haría lo que le apeteciera. Y si se llevaba una decepción, se deprimiría, se desilusionaría, no le importaba. Por lo menos lo habría hecho. Y de eso se trataba.

El sol de mayo sentaba bien. Franziska abrió la puerta del coche y respiró hondo el aire fresco del campo. Bueno, olía un poco a ese maldito lignito. Una mezcla penetrante de madera y turba en llamas. Los prados estaban preciosos, de color verde claro, lucían exuberantes tras las últimas lluvias y brillaban bajo la luz matutina.

¿Eso de ahí detrás era un pueblo? ¿O una fábrica? Tal vez fuera también una de esas cooperativas de producción agraria, ¿cómo se llamaban? Un día Ernst-Wilhelm los llamó en broma «cooperativas de frustración monetaria». Bebió otro sorbo de agua, enroscó el tapón y guardó la botella en la cesta. Se la regaló su marido unos años atrás por Navidad, una cesta de picnic con platos de plástico, cubiertos, cuencos con cierre, un mantel y servilletas de tela a juego. Fueron unas cuantas veces con Cornelia y sus amigas a la cordillera del Taunus, y el día antes ella preparaba carne rebozada y ensalada de patata. Luego Cornelia ya no quiso ir con ellos, y Franziska iba con Ernst-Wilhelm al Rin. Sin cesta de picnic. En aquella época su tienda de bebidas iba bien y podían permitirse un capricho el domingo. Pescado del Rin, judías verdes finas y patatas nuevas, luego un helado con frambuesas calientes. Todo ello regado con un Riesling seco.

Seguramente Ernst-Wilhelm habría intentado disuadirla de que hiciera ese viaje. No le gustaba que hablara de la mansión Dranitz, como tampoco soportaba la vieja fotografía que colgaba enmarcada encima del piano. «Lo pasado, pasado está», decía siempre. «Vivimos aquí y ahora y no vivimos mal.»

Murió en 1980 de un insidioso cáncer de próstata detectado demasiado tarde. Franziska lo cuidó durante un año, pero Cornelia no apareció hasta el último momento. Por aquel entonces estaba atrapada en una difícil crisis en su relación, además estaba estudiando para sus exámenes oficiales y tenía que cuidar de su hija de once años. Con todo, asistió al entierro de su padre y llevó a Jenny. Fue la primera vez que Franziska vio a su nieta, esa niña de semblante serio y pálido, con la nariz Dranitz y unos rizos de color cobrizo. Era el cabello de Elfriede. Franziska tuvo cuidado de no decirle a Cornelia que Jenny se parecía a su difunta hermana. No era el momento adecuado. Además Cornelia tenía prisa por volver a irse. Se había reencontrado con una antigua compañera de piso y las dos querían «recordar sus cosas».

A Franziska le dolió perder a su nieta tan rápido. La niña sentía curiosidad, buscaba su cercanía. Seguramente a la criatura le faltaba seguridad, no era de extrañar si su madre iba de un piso compartido a otro. Pero claro, ella era una anticuada. Cornelia le explicó que los niños necesitaban personas de referencia, pero que podían ser cualquiera, no necesariamente los padres. Y lo más importante entre el niño y la persona de referencia sucedía durante las primeras seis semanas de vida. Lo que los niños no necesitaban era una vivienda que oliera a moho, cortinas de tela, tapetes de ganchillo y una madre demasiado preocupada debido a su insatisfacción sexual. Por consideración a las circunstancias, Franziska evitó contestar.

Tenía que orientarse al norte, así que tomó la carretera nacional llena de baches que pasaba por Camin hacia Wittenburg y vagó de pueblo en pueblo pasando junto al lago Dümmer. Tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido. Era bonito: el agua reluciente, el cañaveral de la orilla, los pequeños botes pesqueros que se bamboleaban en el lago y el color verde lima tan fresco de la primavera que irradiaban todas las ramas. Las flores de los prados, amarillas, moradas, blancas. ¿Dónde había algo así en el Oeste? Había corzos en las lindes del bosque que pacían a última hora de la mañana con toda tranquilidad en campos florecientes, nadie los molestaba, no había gente de paseo, ni un perro, ni un cazador. Era el paisaje de su infancia. La amplitud era increíble, había bosquecillos en el horizonte, la forma oscura de los lagos, los días de buen tiempo podían verse las torres de las iglesias que sobresalían en los pueblos de los alrededores sobre las colinas. Así era la vista desde su habitación de niña.

Los pueblos permanecían casi intactos, aunque se habían añadido algunas horribles construcciones de grandes dimensiones con la inscripción «Casa de cultura». No encajaban con las casitas bajas de ladrillo, la mayoría aún cubiertas con cañas como antes. En los jardines se veían bancales con nabos, apios, puerros y todo tipo de hierbas, además de unas cuantas impatiens en ollas sobre los alféizares. Los pueblos parecían un poco venidos a menos. Muchos tejados de las casas estaban hundidos, las paredes de los escasos edificios nuevos tenían el revoque desconchado, en todas partes la pintura de las vallas lucía apagada. Muy de vez en cuando se veían correr gallinas o cabras en la ancha carretera rural, como antaño.

Eso no significaba que Franziska lo echara de menos: de niña vivió cómo su cochero se peleaba con un campesino por una gallina que murió atropellada y al final incluso llegaron a las manos. Entonces tenía cuatro o cinco años, y aquellos hombres que maldecían y gesticulaban con los puños le dieron tanto miedo que se escondió en el coche de caballos bajo una manta de lana.

Pasó por Schwerin en dirección al este. En los letreros figuraban los topónimos de su antigua patria. Crivitz, Mestlin, Goldberg… Se entregó con una sonrisilla a sus recuerdos. Su hermana pequeña, Elfriede, creía que existía una montaña dorada en Goldberg y preguntó si se podía llevar un trocito. Todos en el coche de caballos soltaron una carcajada mientras la niña los miraba entre sorprendida y avergonzada. Más tarde, su madre reprendió a la señorita… Dios mío, ¿cómo se llamaba la niñera? ¿Stiller, Steltner, Sellner? Bueno, en todo caso su madre la reprendió por contarle tantos cuentos.

En el campo no sucedían muchas cosas. De vez en cuando Franziska avistaba un tractor con remolque que rociaba un líquido sobre la siembra reciente. A veces se acercaba en dirección contraria un vehículo occidental, un Mercedes o un Audi, casi siempre negro. A diferencia de los vehículos de la RDA, emitían un sonido agradable y suave por las verdes avenidas. Sus ocupantes, la mayoría un solo conductor, no parecían tener mucho interés en la naturaleza floreciente y los pintorescos pueblos descuidados.

En la cafetería de la tercera edad de la parroquia de Königstein se hablaba de que el Este ahora se vendería. Los habitantes del Este daban sus muebles antiguos «por una manzana y un huevo» y encargaban a cambio sofás con tapicería en Quelle. Antes se enviaban paquetitos con café, harina, azúcar y lana para tejer «ahí arriba», a «la zona del Este». Más tarde algunos empezaron a escribir que eso ya lo tenían ellos. Querían patrones modernos para coser, chaquetas tejanas, crema de cacao y galletas Príncipe. Se habían vuelto unos descarados, venían con exigencias. Tampoco querían la ropa y los zapatos de segunda mano.

De todos modos, ya se habían acabado los paquetitos, ahora los familiares podían viajar a la Alemania Occidental y satisfacer ellos mismos sus deseos. Así, algunos habitantes de la zona Oeste se vieron sorprendidos por la visita de los del Este. Llamaban a la puerta y aparecía el tío Rudi, de Chemnitz, con una sonrisa de oreja a oreja, y empujaba al otro lado del umbral a su tribu de cinco miembros. Esas visitas podían prolongarse semanas y poner a prueba los nervios y la economía de los anfitriones…

Franziska no había recibido ninguna visita, y tampoco había enviado ningún paquetito. Los Von Dranitz, Von Wolfert, los Von Hirschhausen… ya no existían en el Este. Como mucho quedaban los antiguos empleados, pero nunca había tenido contacto con ellos. Cuando su madre, Margarethe, aún vivía, celebraron un par de reuniones familiares en Hamburgo a las que se presentaron algunos primos y primas lejanas de la rama de los Von Wolfert, así como el viejo Alexander von Hirschhausen y el cochero Josef Guhl, que en 1946 los acompañó hasta Hamburgo. Su madre les tenía mucho cariño por haber mantenido unida a la familia pese a todas las dificultades.

«Sin familia no eres nadie», decía. «Hemos estado unidos durante siglos, hemos superado épocas difíciles. Quien gozaba de bienestar ayudaba a aquellos que pasaban necesidad, quien tenía contactos los utilizaba para que los jóvenes prosperaran. No hace falta querer a todos los miembros de la familia, pero juntos conforman una gran comunidad, un refugio seguro.»

Por aquel entonces Franziska se burló del comentario. Consideraba que esa filosofía ya no se adaptaba a los tiempos, ni mucho menos a la vida bulliciosa y ajetreada de la gran ciudad de Frankfurt. Además, Ernst-Wilhelm siempre había tenido problemas con esa «gentuza noble», así que, para gran disgusto de su madre, ya no asistió a más encuentros familiares en Hamburgo. De todos modos tampoco se celebraron muchos más, seguramente porque sus primos y primas pensaban lo mismo que ella.

Malchow. Waren del Müritz. El lago interior de Müritz era como un ancho mar, con olas pequeñas que lamían la hierba de la orilla. Allí apenas había cambiado nada. Volvieron las palpitaciones. Inquieta, Franziska agarró con fuerza el volante para que no le temblaran los dedos. Ya no quedaba mucho.

Se preparó. Estaba segura de que se llevaría una decepción. La cuestión era hasta qué punto estaría mal. Quizá ni siquiera existiera. Ni una piedra sobre otra. Todo desmoronado, lleno de malas hierbas, invadido por la maleza…

Giró a la izquierda en dirección a Vielist y subió por la antigua carretera. Unos cuantos árboles en el margen de la carretera habían caído, los baches se sucedían unos a otros como antes, incluso peor, pues entonces se rellenaban de grava una y otra vez. Los recuerdos la asaltaron como una potente ola. Franziska vio cómo frenaba un vehículo de la Wehrmacht, con un comandante sentado en el asiento trasero. Levantó la mano para saludarla y se fue. Un fantasma del pasado.

En 1945 pasaron por allí en un coche con toldo para huir de los rusos. No lo consiguieron.

Dejó a su derecha el gran castaño y siguió por el camino vecinal entre espinos blancos floridos, sin esperar nada. No lo consiguió, pisó el freno y se quedó mirando el letrero. Colgaba torcido y medio desmoronado en el poste que el inspector Schneyder hizo renovar antes de irse. Cincuenta años atrás… «M…ión Dra..tz» se descifraba. Mansión Dranitz. Por lo menos el letrero seguía ahí.

Siguió avanzando, despacio. A la izquierda debería aparecer el parque, pero solo se distinguía una especie de zona boscosa. Todo estaba cubierto de vegetación. De vez en cuando se veían árboles caídos, con los tocones cubiertos de moho, en proceso de putrefacción. Las matas crecían a sus anchas en los claros, se espigaban lozanas, y los arbolitos competían por el sitio libre. A la derecha se veían casas bajas de ladrillo que pertenecían al pueblo de Dranitz. La iglesia con la torre puntiaguda donde antes brillaba el gallo dorado al sol había desaparecido. En la RDA habían abolido el cristianismo, no necesitaban iglesias.

A la izquierda se fue disipando el bosque; ahí debía de estar la entrada. La señorial puerta que daba a la entrada de castaños. Los pilares estaban bien construidos y cubiertos de un revoque claro, y encima descansaba una esfera de piedra que antes era dorada. Las hojas de la puerta eran de hierro forjado con un trabajo suntuoso; todas las primaveras había que quitarles la herrumbre y pintarlas de nuevo. No quedaba nada de ellas. Ni un poste, ni una piedra. También las esferas habían sido engullidas por el tiempo. La preciosa entrada de castaños se había esfumado, pero tras los pinos y los troncos de hayas avistó edificios.

Franziska giró la manivela de la ventanilla, y aun así tardó unos segundos en ver con claridad. En efecto, había unos edificios. No cabía duda, no habían arrasado con todo. A la izquierda, las paredes de la casa que se veía entre los pinos, grises, desmoronadas, podían ser de la casita del inspector, antes tan bonita. A la derecha, un camión tapaba la vista. Dos hombres estaban descargando algunos objetos. Siguió un trecho para verla mejor y luego se detuvo.

Ahí estaba. ¡Dios mío! Seguía en pie, no estaba quemada ni derruida. La mansión. Le pareció más pequeña que antes, más gris, más sencilla. Faltaba el precioso porche con las columnas, también habían cambiado la puerta de la casa, pero las ventanas y el techo estaban intactos. Las dos casitas de caballería a derecha e izquierda, que antes servían de refugio de los coches de caballos y automóviles, estaban en ruinas. Pero la mansión seguía en pie.

Franziska paró, apagó el motor, sacó la llave y bajó. Ahora el corazón le latía con calma, los temblores habían desaparecido y caminaba con paso firme. Poco a poco, disfrutando del momento de su regreso, fue siguiendo un angosto sendero que transcurría entre los árboles hasta la casa y que antes no existía. Allí, en aquella mansión, nació ella, allí jugaba con sus hermanos, allí habían vivido sus padres, en aquel cementerio estaban enterrados sus antepasados.

Llevaba más de cuarenta años sintiendo nostalgia por ese lugar. Ahora había llegado a su destino.

Aquel era su sitio. Iba a quedarse ahí costara lo que costase.

—Busca la tienda de la cooperativa, el Konsum, ¿verdad? —preguntó una voz de mujer—. Tiene que ir ahí detrás.

Jenny

Jenny

Julio de 1990

Odiaba ese calor veraniego tan pringoso. Odiaba Berlín, caliente y pegajoso. El despacho de arquitectos Strassner en Kantstrasse, con esos grandes ventanales. Odiaba a Angelika, su colega, tan emperifollada. A los dos jóvenes arquitectos, Bruno y Kacpar. ¿A quién más? A Simon, por supuesto. A ese el que más. ¡Ojalá no hubiera conocido nunca a ese cobarde mentiroso!

Ay, en realidad no se aguantaba a sí misma.

Jenny dejó otra hoja en la fotocopiadora, cerró la tapa y apretó el botón. Un destello de color verde fluorescente se paseó de un lado de la tapa al otro, después salió la copia del aparato con un leve siseo y Jenny la dejó en el montón. Notaba un olor raro; seguro que no era sano estar en la salita de la fotocopiadora sacando treinta copias de la barriga de esa caja gruesa y gris.

Por lo menos se lo había soltado. La conversación de aquella mañana había sido breve, pero concisa. Él le había anunciado que antes de separarse de Gisela, su mujer, quería ir de vacaciones familiares de nuevo a Portugal. Por los niños. Al fin y al cabo era la última vez que irían todos juntos, tenía que entenderlo. Jochen tenía trece años y Claudia nueve. Los dos tenían derecho. Todo aquello tampoco era fácil para él, siempre expuesto en el hotel a las expectativas conyugales de Gisela.

—Ahórrate las explicaciones —le dijo ella por teléfono—. Si te vas, se ha terminado definitivamente. Es mi última palabra.

Luego colgó. Ese cobarde llevaba un año diciendo que su matrimonio había terminado, pero aún no había sido capaz de abandonar a Gisela. Y ese teatro constante con los «pobres» niños, que tenían derecho a una vida familiar sana. ¡Precisamente a ella no podía venirle con esas!

A los nueve años ya había vivido en tres pisos compartidos. Y mejor no hablar de la vida amorosa de su madre. Hubo unos cuantos tipos majos, pero se largaron como los demás. Derecho a una vida familiar sana, ¡bah!

Cinco copias más. Al otro lado se oía el tecleo de la máquina de escribir de Angelika; era increíble lo rápido que tecleaba a golpes las cartas. Jenny nunca había aprendido a mecanografiar bien. Todo lo que hacía en el despacho podría hacerlo cualquiera. Hacer fotocopias, ensobrar cartas y llevarlas al correo, desviar llamadas, recibir a los clientes, llevarles café y galletas, estar guapa, pestañear… Tal vez no debería haber abandonado el puesto de aprendiza en un banco, ahora habría terminado y tendría un trabajo fijo. De todos modos no ganaría mucho. Allí, como chica para todo recibía un sueldo bastante generoso porque Simon era el dueño del despacho de arquitectos y era el que tomaba las decisiones.

¿Y si se iba de vacaciones a pesar de todo? ¿Y si elegía dejarla? Se quedó mirando fijamente el borde luminoso de color verde que se arrastraba despacio sobre la carcasa gris. ¿Soportaría el hecho de perderlo? Le costaría. Lo necesitaba. Era su amante y su padre a la vez. Era veinte años mayor que ella, experimentado, comprensivo, reflexivo. Cuando estaba cerca de él se sentía libre y a salvo al mismo tiempo, podía hablar con sinceridad de cualquier cosa, comportarse como era.

No, el dinero y el trabajo no eran importantes. Quería tener a Simon, entero, para siempre. Vivir con él, despertarse a su lado por la mañana, prepararle la cena. Mantener su casa en orden, plancharle las camisas, comprarle corbatas nuevas. Ser la perfecta ama de casa burguesa, lo contrario que su madre fruto del 68, justo eso quería. Por supuesto, también las noches con él. Sin tener que mirar el reloj todo el tiempo. «¡Cielo santo, tengo que irme! Gisela cree que tenía una reunión…, una visita…, una comida de negocios…» Simon tenía preparadas un montón de mentiras. Por desgracia, no solo para su mujer.

Jenny sacó la última hoja de la superficie de la fotocopiadora, cerró la tapa y dejó las copias ordenadas unas encima de otras. Ya era casi mediodía. Simon empezaba ese día las vacaciones. Esperaba que ahora estuviera en plena crisis matrimonial con su Gisela y la llamara por la noche. Destrozado y necesitado de consuelo, le pediría si podía vivir una temporada con ella porque su mujer lo había echado. Seguro que lo haría, su Gisela. Ella quería la casa, así que se quedaba. Él era el que tenía que irse. A Jenny le parecía bien así, no quería esa cabaña pomposa. Una casita normal en algún lugar junto al mar, con eso le bastaba.

Angelika había dejado de teclear. Jenny la oyó conversar muy animada con Bruno, uno de los dos arquitectos jóvenes; alguien abrió el grifo, seguramente para llenar el recipiente de la cafetera. Los ruidos procedían del despacho de Simon, así que Angelika se lo había llevado allí y ahora estaban sentados en el sofá de piel negro que tenía un tacto tan agradable. Jenny había tenido en él las mejores experiencias, sobre todo una vez terminada la jornada laboral, cuando se quedaba a solas con Simon.

Kacpar Woronski entró en la sala de la fotocopiadora con un mapa abultado bajo el brazo. Era un tipo torpe, siempre olía a sudor y parecía que le había pasado un cortacésped por el pelo negro. Era de Polonia, pero hablaba un alemán perfecto.

—Vaya —dijo, cohibido—. Aún te queda, ¿verdad?

—Acabo de terminar. ¿Quieres que te copie algo?

—Gracias, ya lo hago yo.

Dejó su mapa sobre la mesa y lo abrió. Jenny atisbó planos, vistas laterales, la perspectiva delantera de un edificio ultramoderno. Utópico, como una nave espacial que flotara.

—¿Es para el concurso? —preguntó.

Kacpar levantó la cabeza, como si lo hubieran pillado en falta.

—Eh, sí…

Vaya, no eran esbozos de Simon, sino suyos. Quería copiarlos a toda prisa, ahora que el jefe no estaba.

—¡Tienen muy buena pinta!

El joven arquitecto se puso rojo de alegría, seguramente recibía muy pocos elogios. Hacía tiempo que Jenny había notado que Kacpar tenía algo. Sus ideas eran originales, a veces alocadas, pero nunca comunes y corrientes. Simon le había dicho que ese chico podría llegar a algo si consiguiera aprender modales de una vez.

—Gracias —respondió Kacpar con humildad—. Es para el salón de congresos. Pensaba que estaría bien poder volar en una ciudad como Berlín. Por si los rusos nos cortan el grifo alguna vez…

Ese miedo constante a los rusos lo había contraído en Polonia. Era uno de sus defectos.

—No empieces otra vez. ¡Ahora está Gorbachov en el poder! —rio Jenny.

Kacpar hizo un gesto con la palma de la mano, como si se moviera en aguas revueltas.

—Con los rusos nunca se sabe…

—¡Bobadas! —Jenny se sentó en la mesa, al lado de sus dibujos, y vio cómo colocaba los grandes planos en la fotocopiadora con meticuloso cuidado, con el gesto torcido por el esfuerzo. Jenny observó que tenía la camisa oscura por el sudor en la espalda y bajo las axilas. «Modales», había dicho Simon. En realidad se refería a otra cosa. La capacidad de parecer simpático. Encandilar sin esfuerzo a la gente, sin importar lo que uno hiciera o dejara de hacer. Cierta facilidad que no se podía aprender. Simon iba sobrado en ese aspecto. Brillaba en las veladas, en las grandes recepciones, en su despacho con clientes importantes. Conocía a infinidad de personas y aprovechaba esos contactos. Los grandes encargos no los recibía el mejor arquitecto, sino el que conocía a alguien que conocía a alguien. Kacpar no conocía a nadie, y si seguía así eso no iba a cambiar.

—¿Te interesa la arquitectura? —preguntó de pronto, sacándola de golpe de sus pensamientos.

—Claro. Si no, no estaría aquí, ¿no? —Soltó una risita y se sintió como una tonta. No estaba ahí porque le interesara la arquitectura, eso lo sabía hasta Kacpar.

—¿Quieres estudiar arquitectura algún día? —Él la miró con atención. Tenía los ojos de color azul marino. Rodeados de pestañas oscuras.

—No…

—¿Por qué no?

¿Eso era un interrogatorio? La estaba poniendo de los nervios. Y encima ese semblante serio, como si fuera un asunto de vida o muerte.

—Porque no tengo el bachillerato.

—Puedes hacerlo ahora.

Ella calló. ¿Qué sabía él de esos grandes intelectuales atiborrados de hachís y LSD de los distintos pisos compartidos? Se consideraban el ombligo del mundo por terminar unos estudios tras otros, cobraban el paro y echaban pestes a cada momento de los capitalistas de mierda y el proletariado esquilmado. No, ella dejó el colegio en secundaria y empezó de aprendiz en un banco.

—Pero no quiero —dijo por fin.

Él asintió con la cabeza. Aceptó su respuesta, pese a que seguramente no le convencía. Trabajó un rato en silencio con la fotocopiadora. Jenny decidió ir al despacho de Simon a ensobrar las copias.

—Lástima —musitó Kacpar cuando ella bajó de un salto de la mesa—. Siempre pensé que podrías hacer algo más con tu vida que… —Se interrumpió, consciente de que había entrado en terreno resbaladizo. Jenny ya estaba en la puerta, con la mano en el pomo, cuando terminó de hablar—, que ser solo la amante del jefe.

Lo miró furibunda, le entraron ganas de darle una bofetada.

—¡Ocúpate de tu propia mierda, Kacpar Woronski! —le soltó, y salió de la sala de la fotocopiadora.

¡Pero qué idiota era! Si se lo contaba a Simon, ya podía Kacpar recoger sus cosas. Seguro que lo despedía. Al cien por cien.

Jenny se detuvo, respiró hondo y reflexionó. No, no iba a mencionarlo delante de Simon. En el fondo, Kacpar había sido muy valiente al decirle algo así a la cara. El joven arquitecto no era idiota. Sabía a lo que se estaba arriesgando. ¿Sería que al final estaba loco por ella? Dios mío, lo que le faltaba.

En el despacho de Simon, Angelika y Bruno interrumpieron su conversación en cuanto entró ella. Estaban sentados muy juntos en el sofá de piel negro, y enseguida cogieron sus tazas de café, que yacían intactas sobre la mesa de cristal.

—La máquina de café de la sala de espera no funciona —aclaró Angelika con una sonrisa de colegiala—. Por eso hemos entrado aquí. No molestamos a nadie, ¿no?

Jenny disfrutaba de su poder, aunque en realidad le hacía sentir fatal. Los dos sabían que les convenía llevarse bien con ella.

—A mí no me molesta… ¿Me haces también un café, Geli?

—Claro. —Angelika se levantó y se dirigió a la máquina mientras Jenny clasificaba una vez más las copias, las metía en sobres y pegaba las direcciones correspondientes. Bruno también se puso en pie, hizo un gesto a Jenny con la cabeza y regresó a su despacho. Era un tipo flaco y callado del norte, cumplidor en el trabajo, y hacía tiempo que miraba a Angelika con buenos ojos.

—Cuando el jefe está de vacaciones no hay mucho movimiento —comentó la joven, que estiró los dedos hasta que le crujieron. Era un ruido desagradable.

Jenny se encogió de hombros y cogió su café. Angelika le había puesto leche, la desgraciada, cuando sabía perfectamente que Jenny lo tomaba solo.

—Tú pronto tendrás vacaciones, ¿verdad? —siguió hurgando Angelika.

Jenny asintió con la cabeza.

—A partir del lunes…

—Sí, exacto. Kacpar, Bruno y yo nos quedamos de guardia. ¿Vas a ir de viaje?

—Claro. A Balconia. El país donde florecen los geranios…

—Ah, yo pensaba que ibas a ir a Portugal…

Simon había encargado a Angelika que reservara su viaje familiar, a escondidas, a espaldas de Jenny.

—¿Portugal? ¿Por qué lo dices? Hace demasiado calor. Y eso de comer solo pescado tampoco es lo mío.

Alguien abrió la puerta principal, se oyeron pasos en el pasillo de entrada. Angelika agarró presurosa su taza y la de Bruno, pero en ese momento ya se estaba abriendo la puerta del despacho y entró Simon, que las miró con cara de asombro.

—Buenos días, señor Strassner —balbuceó Angelika, cohibida—. ¡El trabajo no lo deja en paz! La máquina de café de la sala de espera está averiada, por eso nos hemos preparado una tacita aquí…

Simon llevaba un traje claro de verano que Jenny no le había visto nunca. Corte caro, le quedaba perfecto, seguramente cortado a medida. Hacía tiempo que no compraba ropa de confección industrial.

—No pasa nada, señora Krammler. Ahora mismo me voy. —Sonrió a Jenny y luego se volvió de nuevo hacia su secretaria—. Seguro que tiene algo que hacer, ¿verdad?

—Por supuesto. ¡Espero que disfrute usted de unas tranquilas vacaciones! —Angelika se dirigió a paso ligero hacia la puerta acolchada y la cerró al salir. Para escuchar a escondidas había que tener el oído de un murciélago. Seguro que Simon no hizo poner esa puerta porque sí, meditó Jenny. Conocía a su secretaria.

Dejó con diligencia el maletín sobre el escritorio, echó un vistazo rápido al correo y miró los sobres en los que Jenny había escrito la dirección para luego cerrarlos.

—Voy con prisa —le informó—. Aún tengo que ir al peluquero, ya sabes…

Lo conocía demasiado bien. Esos movimientos inquietos, la sonrisa nerviosa, ese intento inútil de ocultar algo. Qué raro. Delante de un cliente mostraba en cualquier situación una actitud relajada y sonriente, pero cuando se trataba de sentimientos no lo conseguía.

—Pensaba que querías comunicarme tu decisión —dijo ella con firmeza.

Él volvió a dejar los sobres en el escritorio, expulsó el aire en un gesto audible y se aclaró la garganta.

—Me has planteado un ultimátum —respondió, y le lanzó una mirada irónica, un tanto despectiva.

—Exacto.

Soltó una breve carcajada que sonó más bien a tos cohibida.

—Por supuesto, no puedo aceptarlo, cariño. Los dos somos adultos, y si estamos juntos solo puede ser por voluntad propia.

—¿Y cuándo?

El gesto tenso se relajó; era evidente que creía haberla convencido. Se acercó a ella con una sonrisa para consolarla entre sus brazos, pero ella retrocedió.

—¿Cuándo? Pero si ya te lo he dicho. Después de las vacaciones. En Navidad estaremos en Tenerife, cariño. Solo nosotros dos. Y llevaré una maravillosa sorpresa para ti en el equipaje…

Su cercanía era tentadora. Sería muy fácil dejarse abrazar, arrimarse a él, notar su mano cálida acariciándole el pelo, la espalda. Su voz, donde se mezclaba el deseo y la madurez. Sin embargo, se mantuvo firme. Tal vez fue por el comentario de Kacpar. «Pensaba que podrías hacer algo más con tu vida que ser la amante del jefe.» Ah, no, ella no era solo la amante del jefe. No era el juguetito de nadie.

—Cuando vuelvas de Portugal ya no estaré aquí, Simon.

—Por favor, Jenny, no quiero un numerito en el despacho —le advirtió.

De pronto lo odiaba. «No quiero numeritos», «ten cuidado de que no te vea nadie cuando bajes del coche», «no me llames a casa en ningún caso». Al principio le parecía emocionante, la divertía. Ya no.

—¿Quién está montando un numerito? —gruñó ella—. Te lo digo con toda la calma: la decisión es tuya.

La miró durante un momento como si la viera por primera vez.

—Entonces nos vemos en dos semanas, Jenny. —Cerró el maletín con ímpetu y salió del despacho sin decir nada.

«Bien —pensó ella—. Eso es una respuesta. Ahora sé a qué atenerme.» Oyó cómo se cerraba la puerta principal. Empezó a sentir un dolor intenso en su interior que le llenaba el pecho como una gran herida ardiente. ¡Ahora no puedes echarte a llorar! ¡Bajo ningún concepto! Enseguida entrará Angelika, esa cotilla.

Jenny tenía práctica en disimular sus penas, lo aprendió de niña. En los pisos compartidos casi todos eran buenos y jugaban con ella, le daban de comer, incluso de vez en cuando se ocupaban de su ropa. También lo hacía su madre. Sin embargo, nadie quería estar con una llorona. Todos tenían suficiente con lo suyo. Así que se recompuso y luego hizo como si no pasara nada hasta que salió del despacho puntual, a las cinco.

Se acabó, se acabó, se acabó… La frase era como un martilleo rítmico en la cabeza mientras conducía en hora punta, esperaba en los semáforos y miraba a la gente que pasaba a toda prisa. Me lo he buscado. Me lo he jugado todo a una carta y he perdido. Perdido… Había perdido a Simon…

No sabría decir cómo había llegado exactamente a su casa. Por lo visto su Kadett rojo había encontrado el camino por sí solo. Las casitas bajas de una planta se sucedían unas a otras, un poco descuidadas, con los jardines cubiertos de maleza. La mayoría de los propietarios hacía tiempo que habían superado la sesentena y no estaban dispuestos a volver a invertir dinero en sus casas. Los inquilinos tenían que ingeniárselas. A Jenny le parecía correcto, no necesitaba lujos, y los vecinos estaban bien. Eran estudiantes, una familia turca, dos gais que aireaban a diario las sábanas en el alféizar de la ventana de la cocina.

Dentro el ambiente estaba cargado. Jenny abrió las ventanas y se metió en la cama. Hundió la cabeza en la almohada y quiso llorar, pero ya era demasiado tarde. Ya no funcionaba. Una calma paralizadora se había apoderado de ella, un estado de aturdimiento, como si alguien le hubiera dado un golpe en la cabeza con un martillo de goma.

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