1
Lo que me recordó que ya no estaba en Inglaterra fue el bigote: un ciempiés gris, sólido, que oscurecía el labio superior del hombre dándole un aire decidido; un bigote a lo Village People, de vaquero, un cepillo en miniatura que reclamaba que le tomaran en serio. No había bigotes así en mi tierra; era incapaz de apartar mis ojos de él.
—¿Señora?
La única persona a la que había visto con un bigote como ese era el señor Naylor, nuestro profesor de matemáticas, que lo llevaba lleno de migas de galletas Digestive. Nos gustaba contarlas durante la clase de álgebra.
—¿Señora?
—¡Ah, perdón!
El hombre de uniforme me indicó que avanzara con su dedo rechoncho. No apartó la mirada de la pantalla. Esperé junto a la cabina mientras el sudor acumulado se secaba delicadamente en mi vestido. Levantó una mano, agitando cuatro dedos rollizos. Varios segundos después entendí que me estaba pidiendo el pasaporte.
—Nombre.
—Lo pone ahí —dije.
—Su nombre, señora.
—Louisa Elizabeth Clark —respondí mirando por encima del mostrador—, aunque nunca uso el segundo, Elizabeth. A mi madre le gustaba llamarme Louisita, hasta que se dio cuenta de que si lo dices muy deprisa suena como «loquita». Mi padre cree que me pega. No es que esté loca. Quiero decir, ustedes evidentemente no querrán locos en su país, ¡ja, ja! —Mi voz rebotó nerviosa en la pantalla de plexiglás.
El hombre me observó por primera vez. Tenía los hombros firmes y una mirada que te paralizaba como un táser. No sonrió. Se limitó a esperar a que se desvaneciera mi sonrisa.
—Lo siento —dije—. La gente de uniforme me pone nerviosa.
Eché un vistazo a la sala de inmigración a mi espalda. La serpenteante cola había dado tantas vueltas sobre sí misma que se había convertido en un impenetrable e inquieto mar de gente.
—Me siento rara haciendo esta cola. Creo sinceramente que es la cola más larga que he hecho en mi vida, y comenzaba a preguntarme si debía empezar mi lista de Navidad.
—Ponga su mano en el escáner.
—¿Siempre es tan enorme?
—¿El escáner? —preguntó el agente frunciendo el ceño.
—La cola.
Pero ya no me escuchaba. Contemplaba la pantalla.
Puse mis dedos sobre la pequeña almohadilla y entonces sonó mi teléfono.
Mamá: «¿Has aterrizado?». Iba a teclear una respuesta con la mano que tenía libre cuando el hombre se volvió bruscamente hacia mí.
—Señora, en esta zona no está permitido el uso de teléfonos móviles.
—Es mi madre. Quiere saber si ya he llegado.
Intenté apartar el teléfono de su campo visual y pulsar subrepticiamente el emoticono «pulgar arriba».
—¿Motivo del viaje?
«¿Qué?», fue la respuesta inmediata de mi madre. Había aprendido a enviar mensajes de texto. Ahora se encontraba como pez en el agua haciéndolo y escribía más rápido que hablaba. Es decir, básicamente a velocidad de vértigo. «Ya sabes que mi móvil no ve las figuritas. ¿Eso es un SOS? ¡Louisa, dime que estás bien!».
—¿Motivo del viaje, señora? —preguntó de nuevo con el bigote crispado por la irritación—. ¿Qué va a hacer en Estados Unidos? —añadió.
—Tengo un nuevo empleo.
—¿Cuál?
—Voy a trabajar para una familia de Nueva York, en Central Park.
Por un instante las cejas del hombre parecieron elevarse un milímetro. Comprobó la dirección en mi formulario.
—¿En qué va a trabajar?
—Es algo complicado. Voy a ser una especie de acompañante.
—Una acompañante.
—Verá, yo antes trabajaba para un hombre. Le hacía compañía, pero también le daba las medicinas, le sacaba a pasear y le alimentaba. No era tan raro como puede sonar, de hecho, su problema era que había perdido el uso de las manos. No es que fuera un pervertido… Lo cierto es que mi último trabajo acabó siendo algo más, porque es difícil no encariñarse con la gente a la que cuidas y Will, el hombre del que le hablo, era extraordinario, y nosotros…, bueno, nos enamoramos.
Sentí demasiado tarde que se me saltaban las lágrimas y me limpié los ojos con un gesto brusco.
—Así que creo que será algo parecido. Salvo por la parte del enamoramiento y la de la comida.
El agente de inmigración clavó su mirada en mí. Yo intenté sonreír.
—La verdad es que normalmente no suelo llorar cuando hablo de trabajo. No soy una loquita de verdad a pesar de mi nombre. Le amaba y él me amaba a mí. Entonces él…, bueno, decidió acabar con su vida. Así que esta es mi oportunidad de volver a empezar.
Las lágrimas se deslizaban por las comisuras de mis ojos, avergonzándome. No podía pararlas. Al parecer era incapaz de parar nada.
—Lo siento, será por el jet lag. Deben de ser las dos de la madrugada, hora local, ¿verdad? Además, ya nunca hablo de él. Quiero decir que tengo un novio nuevo fantástico. Es técnico de emergencias sanitarias y muy sexi. Es como ganar la lotería de los novios, ¿verdad? ¿Un técnico en emergencias sexi?
Hurgué en mi bolso en busca de un pañuelo de papel. Cuando levanté la mirada vi que el agente me alargaba una caja. Saqué uno.
—Gracias. De todos modos, mi amigo Nathan, de Nueva Zelanda, trabaja aquí y me ha ayudado a conseguir este empleo. En realidad, todavía no sé cuáles son mis obligaciones, aparte de cuidar a la esposa deprimida de un señor rico. Pero he decidido que esta vez voy a cumplir las expectativas que Will tenía puestas en mí, porque las cosas no me salieron bien la primera vez. Acabé trabajando en un aeropuerto.
Me quedé paralizada.
—Esto…, ¡no es que trabajar en un aeropuerto sea algo malo! Estoy segura de que el control de inmigración es un trabajo importante, realmente importante. Pero yo tengo un plan. Cada semana de las que esté aquí voy a hacer algo nuevo y voy a decir sí.
—¿Decir sí a qué?
—A cosas nuevas. Will siempre decía que yo no me permitía nuevas experiencias. Así que ¡ese es mi plan!
El agente revisaba mis papeles.
—No ha rellenado bien la dirección. Necesito un código postal.
Deslizó el formulario hacia mí. Consulté el número en la dirección que aparecía en la hoja de papel impresa que llevaba y rellené el formulario con mano temblorosa. Eché un vistazo a mi izquierda; la cola de mi sección se inquietaba. En la de al lado, dos agentes interrogaban a una familia china. Los llevaron a una sala contigua entre las protestas de la mujer. De repente me sentí muy sola.
El agente de inmigración echó un vistazo a la gente que esperaba. Y entonces, de repente, selló mi pasaporte.
—Buena suerte, Louisa Clark —dijo.
Le miré fijamente.
—¿Ya está?
—Ya está.
—¡Muchísimas gracias! —exclamé sonriendo—, ¡qué amable! Quiero decir, es un poco raro estar sola al otro lado del mundo por primera vez, y ahora siento que acabo de conocer a la primera persona agradable y…
—Señora, circule por favor.
—Claro, lo siento.
Reuní mis pertenencias y me aparté un mechón de pelo sudado de la cara.
—Y, señora…
—¿Sí? —respondí, preguntándome qué habría hecho mal ahora.
Contestó sin apartar la vista de la pantalla.
—Tenga cuidado con a qué dice sí.
Nathan estaba esperándome en «Llegadas» tal y como había prometido. Busqué entre la multitud, insegura, con la secreta convicción de que no vendría nadie, pero allí estaba, agitando su enorme mano por encima de los cuerpos en movimiento a su alrededor. Levantó el otro brazo, sonriendo de oreja a oreja, y se abrió paso para llegar hasta mí. Me dio un gran abrazo levantándome en vilo.
—¡Lou!
Cuando le vi, algo dentro de mí se encogió inesperadamente, algo relacionado con Will, la pérdida y las emociones básicas que despierta el haber estado sentada en un vuelo de siete horas demasiado movido. Me alegré de que me abrazara tan fuerte, porque así tuve un momento para tranquilizarme.
—¡Bienvenida a Nueva York, pequeñaja! Ya veo que no has perdido el buen gusto en el vestir.
Me elevó sujetándome de los hombros, sonriendo. Me alisé el vestido estampado de leopardo estilo años setenta. Pensé que debía parecer Jackie Kennedy en su época Onassis… si Jackie Kennedy se hubiera tirado encima la mitad del café durante el vuelo.
—¡Cuánto me alegro de verte!
Cogió mis pesadas maletas como si estuvieran llenas de plumas.
—Venga. Vamos a casa. El Prius está en el taller, así que el señor G me ha prestado su coche. El tráfico es espantoso, pero al menos llegarás con estilo.
El elegante automóvil del señor Gopnik era negro, tan grande como un autobús, y las puertas cerraban con ese enfático y discreto tong que delata un precio de seis cifras. Nathan metió mi equipaje en el maletero y yo me instalé en el asiento delantero dando un suspiro. Miré el teléfono y respondí los catorce mensajes de mamá con uno que decía simplemente que estaba en el coche y que llamaría al día siguiente. Después respondí al mensaje de Sam, que decía que me echaba de menos, con un «Aterrizada. Bsssss».
—¿Cómo está tu galán? —preguntó Nathan mirándome de reojo.
—Bien, gracias. —Añadí unas cuantas «sssss» más, solo para asegurarme.
—¿A que no le gustó la idea de que vinieras aquí?
Me encogí de hombros.
—Pensó que me hacía falta venir.
—Es lo que pensábamos todos. Te ha llevado un tiempo encontrar tu camino, nada más.
Dejé el teléfono, me recosté en el asiento y miré los nombres desconocidos que salpicaban la autopista. Neumáticos Milo, Gimnasio Richie, Ambulancias y camiones U-Haul, casas deterioradas, de pintura desconchada y escaleras torcidas, canchas de baloncesto y conductores bebiendo a sorbos de vasos de plástico sobredimensionados. Nathan encendió la radio, oí a alguien llamado Lorenzo hablar de un partido de baloncesto y, por un instante, perdí el sentido de la realidad.
—Así que tienes hasta mañana para ponerte manos a la obra. ¿Quieres hacer algo? He pensado que podría dejarte dormir y después arrastrarte hasta un brunch. Tienes que vivir una experiencia gastronómica neoyorquina completa en tu primer fin de semana aquí.
—Suena estupendo.
—No vuelven del club de campo hasta mañana por la tarde. La semana pasada fue un poco movida por aquí. Ya te contaré cuando hayas dormido.
Me quedé mirándole.
—Sin secretos, ¿de acuerdo? Esto no va a ser…
—No son como los Traynor. Solo la típica familia disfuncional multimillonaria.
—¿Ella es agradable?
—Mucho. Es algo difícil de llevar, pero es estupenda. Por cierto, él también.
Era la mejor descripción que se podía obtener de Nathan. Se quedó callado, nunca ha sido muy amigo de cotilleos. Yo, sentada en el suave Mercedes GLS climatizado, luchaba contra las oleadas de sueño que amenazaban con anegarme. Pensé en Sam, durmiendo profundamente a varios miles de kilómetros, en su vagón de tren. Pensé en Treena y Thom acurrucados en mi pisito de Londres. De repente la voz de Nathan interrumpió mis pensamientos.
—¡Mira!
Abrí mis ojos somnolientos y… ¡ahí estaba!, al otro lado del puente de Brooklyn, Manhattan, brillante, un millón de fragmentos dentados de luz, inspiradora, bruñida, condensada de manera imposible y hermosa. Era una vista tan familiar por la televisión y las películas que no podía creer que la estuviera viendo de verdad. Me enderecé en el asiento, estupefacta, mientras acelerábamos hacia la metrópolis más famosa del planeta.
—Esta vista nunca cansa, ¿eh? Es algo más imponente que Stortfold.
Hasta ese momento no me había dado cuenta de verdad. Mi nuevo hogar.
—Hola, Ashok, ¿qué tal te va?
Nathan atravesó el vestíbulo de mármol con mis maletas, mientras yo me quedaba mirando las baldosas blancas y negras y las barandillas de bronce, intentando no tropezar, mientras mis pasos resonaban en el gigantesco espacio. Parecía el vestíbulo de un gran hotel ligeramente desvaído: el ascensor de bronce bruñido, los suelos alfombrados con los colores del edificio, rojo y oro, la recepción un poco demasiado oscura para resultar agradable. Olía a cera de abejas, a zapatos relucientes y a dinero.
—¡Hombre! ¿A quién tenemos aquí?
—Esta es Louisa. Va a trabajar con la señora G.
El portero uniformado salió de detrás de su mesa y me tendió la mano. Tenía una gran sonrisa y una mirada que parecía haberlo visto todo.
—Encantada de conocerle, Ashok.
—¡Inglesa! Tengo un primo en Londres. En Croydon. ¿Conoce Croydon? ¿Ha estado por allí? Es un muchacho grandote, ¿sabe a lo que me refiero?
—La verdad es que no conozco Croydon —dije. Vi que torcía el gesto—. Pero mantendré los ojos bien abiertos por si le veo la próxima vez que pase por allí —añadí.
—Bienvenida al Edificio Lavery, Louisa. Si necesita algo o quiere saber lo que sea, solo tiene que decírmelo. Estoy aquí veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
—No bromea, a veces creo que duerme debajo de la mesa —dijo Nathan, y a continuación me indicó el ascensor de servicio con las puertas de color gris apagado que había al fondo del vestíbulo.
—Tengo tres niños menores de cinco años —replicó Ashok sonriendo—. Puedes creerme si te digo que estar aquí es lo único que me mantiene cuerdo. ¡Mi pobre esposa no puede decir lo mismo! Bueno, señorita Louisa. Si necesita lo que sea, yo soy su hombre.
—¿Drogas, prostitutas, casas de mala reputación? —murmuré al tiempo que se cerraban las puertas del ascensor.
—No. Más bien entradas de teatro, reservas en restaurantes, las mejores lavanderías, etcétera —dijo Nathan—. ¡Cielos, estamos en la Quinta Avenida! ¿A qué te dedicabas en Londres?
La residencia de los Gopnik ocupaba seiscientos cincuenta metros cuadrados en los pisos segundo y tercero de un edificio gótico de ladrillo rojo, un dúplex fuera de lo común en esa parte de Nueva York que daba fe de la riqueza de la familia Gopnik durante generaciones. Nathan me contó que el Lavery era una versión reducida del famoso Edificio Dakota y una de las construcciones de viviendas más antiguas del Upper East Side. Nadie podía comprar o vender uno de sus pisos sin el visto bueno de una junta de residentes impermeable al cambio. En los brillantes condominios del otro lado del parque vivían los nuevos ricos: oligarcas rusos, estrellas del pop, magnates chinos del acero y multimillonarios de la tecnología. Los edificios tenían restaurantes comunes, gimnasio, guardería y una infinidad de piscinas, pero los residentes del Lavery preferían las cosas a la antigua usanza.
Los apartamentos habían pasado de generación en generación; sus habitantes tuvieron que aprender a tolerar la fontanería de la década de 1930, libraron largas y tortuosas batallas para que les autorizaran a cambiar algo más grande que un interruptor de la luz y miraron educadamente hacia otro lado mientras Nueva York mutaba a su alrededor, igual que se ignora a un pobre con un cartel de cartón.
Apenas pude vislumbrar la grandeza del dúplex, con sus suelos de parqué, sus techos altos y cortinas damasquinadas hasta el suelo, mientras nos dirigíamos hacia el ala de servicio, escondida en el extremo del segundo piso, al final de un largo y estrecho pasillo que conducía a la cocina: una anomalía de un pasado distante. Los edificios reformados o más nuevos no tenían ala de servicio. Las criadas y niñeras llegaban desde Queens o Nueva Jersey en el primer tren de la mañana y volvían a sus casas al anochecer. La familia Gopnik había poseído estas minúsculas habitaciones desde que se construyó el edificio. No se podían reformar o vender, estaban vinculadas por escritura a la vivienda principal y eran muy codiciadas como trasteros. No era difícil entender por qué podían ser consideradas trasteros.
—Ya hemos llegado —dijo Nathan abriendo una puerta y soltando mis maletas.
Mi habitación medía aproximadamente tres metros y medio por tres metros y medio. Albergaba una cama doble, una televisión, una cómoda y un armario. Una butaca, tapizada en tela beis, descansaba en el rincón; su asiento hundido hablaba de exhaustos ocupantes previos. Tenía una ventana pequeña que daba al sur, o al norte, o al este. Era difícil de decir porque estaba a unos dos metros de la pared trasera y desnuda de un edificio tan alto que solo podía ver el cielo si pegaba la cara al cristal y estiraba el cuello.
Siguiendo por el pasillo había una cocina común que compartiría con Nathan y una criada cuya habitación estaba al otro lado del pasillo.
Sobre la cama había una ordenada pila de cinco polos verde oscuro y lo que parecían pantalones negros que despedían el brillo del teflón barato.
—¿No te dijeron que tenías que llevar uniforme?
Cogí uno de los polos.
—Polo y pantalones. Los Gopnik creen que el uniforme simplifica las cosas. Así todo el mundo sabe cuál es su lugar.
—Si quiere parecer un golfista profesional.
Miré el diminuto baño, alicatado en mármol marrón y con manchas de cal incrustada, que comunicaba con el dormitorio. Disponía de inodoro, un pequeño lavabo que parecía de la década de los cuarenta y una ducha. A un lado había una pastilla de jabón envuelta en papel y un bote de insecticida para cucarachas.
—La verdad es que es bastante grande para los estándares de Manhattan —dijo Nathan—. Ya sé que parece un poco destartalado, pero la señora G dice que podemos darle una mano de pintura. Ponemos un par de lámparas más, nos damos una vuelta por Crate and Barrel en busca de objetos de decoración y…
—Me encanta —respondí—. Estoy en Nueva York, Nathan. Estoy aquí de verdad —exclamé, volviéndome hacia él con voz repentinamente temblorosa.
Me apretó el hombro.
—Sí, ya estás aquí.
Me las apañé para permanecer despierta el tiempo suficiente como para deshacer las maletas, comprar con Nathan comida para llevar (él lo llamó comida rápida, como los americanos), echar un vistazo a algunos de los ochocientos cincuenta y nueve canales de mi pequeño televisor, la mayoría en un bucle infinito de fútbol americano, anuncios relacionados con problemas digestivos o programas, con escasa iluminación, sobre crímenes de los que nunca había oído hablar. Entonces me dormí. Me desperté sobresaltada a las cinco menos cuarto de la madrugada. Estaba confusa, y era incapaz de localizar el sonido distante de una sirena y el chirrido de un camión que avanzaba marcha atrás. Por fin encendí la luz, recordé dónde estaba y me estremecí de excitación.
Saqué el portátil de la funda y escribí un mensaje de chat a Sam.
¿Estás ahí? Bss
Esperé pero no respondió. Me había dicho que estaría de servicio y estaba tan atontada que me sentía incapaz de calcular la diferencia horaria. Dejé el portátil e intenté dormirme otra vez. (Treena decía que cuando no duermo lo suficiente parezco un caballo triste). Pero los desconocidos sonidos de la ciudad eran como un canto de sirena, y a las seis me levanté y me duché, intentando ignorar el óxido en el agua que salió a presión del cabezal de la ducha. Me vestí (pichi vaquero de verano y una blusa vintage de manga corta, color turquesa, con una imagen de la Estatua de la Libertad) y fui en busca de un café.
Caminé despacio por el pasillo, intentando recordar dónde estaba la cocina de servicio que Nathan me había enseñado la tarde anterior. Abrí una puerta, una mujer se volvió y me miró fijamente. Era de mediana edad, bajita y fornida, con el pelo peinado en ordenadas ondas negras, como si fuera una estrella de cine de los años treinta. Tenía unos ojos hermosos y oscuros, pero tendía a fruncir los labios en un gesto de desaprobación permanente.
—Hum…, ¡buenos días!
Siguió mirándome fijamente.
—So… soy Louisa, la chica nueva, la… asistente de la señora Gopnik.
—No es la señora Gopnik —respondió la mujer; sus palabras quedaron flotando en el aire.
—Usted debe de ser… —Me estrujé el cerebro afectado por el desfase horario, pero no conseguí recordar ningún nombre. ¡Venga, vamos!, me decía a mí misma—. Lo siento mucho. Esta mañana estoy empanada. Jet lag.
—Soy Ilaria.
—Ilaria, claro, lo siento —dije tendiéndole la mano. Ella no la estrechó.
—Yo sí sé quién eres.
—Esto…, ¿puede decirme dónde guarda Nathan la leche? Me gustaría tomar un café.
—Nathan no bebe leche.
—¿En serio? Antes sí tomaba.
—¿Crees que te estoy mintiendo?
—No. No era eso lo que…
Dio un paso a la izquierda y señaló una alacena la mitad de grande que las demás y bastante a trasmano.
—Esa es la tuya.
Abrió la puerta del frigorífico para guardar el zumo y vi en su estante una botella de leche de dos litros. La cerró y me dirigió una mirada implacable.
—El señor Gopnik estará en casa esta tarde a las seis y media. Ponte el uniforme para recibirle —me informó mientras echaba a andar por el pasillo haciendo ruido con las zapatillas.
—¡Un placer haberla conocido! ¡Estoy segura de que nos veremos mucho! —contesté a su espalda.
Miré fijamente el frigorífico durante un instante y decidí que probablemente no era demasiado temprano para ir a comprar leche. Después de todo estaba en la ciudad que nunca duerme.
Puede que Nueva York estuviera despierta, pero el Lavery estaba envuelto en un silencio tan denso que parecía que la comunidad entera se había tomado una buena dosis de somníferos. Recorrí el pasillo y cerré suavemente la puerta principal, tras comprobar ocho veces que había cogido el bolso y las llaves. Pensé que al ser tan pronto y estar dormidos los residentes podría examinar con mayor detenimiento dónde había ido a parar.
Mientras avanzaba de puntillas, con la lujosa alfombra amortiguando mis pasos, un perro comenzó a ladrar detrás de una de las puertas, emitiendo un sonido agudo y rabioso, y una voz anciana gritó algo que no pude entender. Apresuré el paso para no despertar a los demás residentes, y en vez de bajar por la escalera principal bajé en el ascensor de servicio.
No había nadie en el vestíbulo y salí a la calle. Me envolvieron un clamor y una luz tan intensos que tuve que parar unos momentos para conservar el equilibrio. Ante mí, el verde oasis de Central Park parecía abarcar kilómetros. A la izquierda, las calles laterales ya estaban concurridas. Unos tipos grandes vestidos con monos descargaban cajas de una furgoneta, vigilados por un policía con brazos como jamones cruzados sobre el pecho. El camión de la limpieza zumbaba aplicadamente. Un taxista charlaba con un hombre a través de la ventanilla abierta. Repasé mentalmente las conocidas vistas de la Gran Manzana. ¡Coches de caballos! ¡Taxis amarillos! ¡Edificios imposiblemente altos! Mientras lo observaba todo, pasaron a mi lado dos turistas con aspecto exhausto que empujaban cochecitos de bebé. Llevaban vasos de café de poliestireno en la mano; seguramente aún vivían en otra franja horaria lejana. Manhattan se extendía en todas direcciones, enorme, bañada por el sol, abarrotada y brillante.
Mi jet lag se evaporó con los últimos instantes del amanecer. Respiré hondo y eché a andar, consciente de que estaba sonriendo e incapaz de dejar de hacerlo. Anduve ocho manzanas sin ver ningún supermercado abierto. Llegué a la avenida Madison, pasando por delante de tiendas de lujo con enormes escaparates y las puertas cerradas. Entre una y otra había algún restaurante esporádico, con las ventanas oscurecidas, como ojos cerrados, y un hotel que despedía destellos dorados cuyo portero con librea ni me miró cuando pasé.
Anduve cinco manzanas más y me fui dando cuenta de que este no era el tipo de barrio donde la gente baja un momento al supermercado. Me había imaginado Nueva York con cafeterías en cada esquina, atendidas por camareras insinuantes y hombres con sombreros de ala ancha blancos, pero todo parecía enorme y brillante y ni remotamente daba la impresión de que tras sus puertas te pudiera estar esperando una simple tortilla de queso o una taza de té. La mayoría de los viandantes eran turistas, o cuerpos duros y fuertes que pasaban corriendo embutidos en licra y ajenos a todo, con los auriculares puestos, moviéndose ágilmente entre los sin techo de cara sucia y ceño fruncido que los fulminaban con la mirada. Por fin di con una cafetería grande, de una famosa cadena, donde parecían haberse reunido la mitad de los madrugadores de Nueva York. Se inclinaban sobre sus teléfonos en los reservados o sobrealimentaban a alegres bebés mientras una música ligera de fondo se filtraba por los altavoces de la pared.
Pedí un café capuchino y un muffin. Antes de que pudiera abrir la boca, el camarero lo había partido en dos, calentado y bañado en mantequilla, sin dejar de hablar en ningún momento de un partido de béisbol con su colega.
Pagué, me senté con el muffin envuelto en papel de aluminio y di un mordisco. Incluso sin el hambre canina provocada por el desfase horario, era lo más delicioso que había comido nunca.
Me senté junto a una ventana y contemplé durante una media hora las calles de Manhattan a primera hora de la mañana. Me llenaba la boca alternativamente de suave muffin mantecoso y de café cargado y caliente, dando rienda suelta a mi omnipresente monólogo interior (¡Estoy tomando café de Nueva York en una cafetería de Nueva York! ¡Camino por una calle de Nueva York! ¡Como Meg Ryan! ¡O Diane Keaton! ¡Estoy en la auténtica Nueva York!) y, por un momento, entendí exactamente lo que Will había intentado explicarme hacía dos años. Durante aquellos pocos minutos, con la boca llena de comida extraña y los ojos colmados de paisajes desconocidos, viví el momento. Era plenamente consciente, los sentidos agudizados, todo mi ser abierto a las nuevas experiencias que me rodeaban. Estaba en el único lugar del mundo donde podía estar.
Entonces, al parecer por nada, las dos mujeres de la mesa de al lado se enzarzaron en una pelea a puñetazos. Volaron café y trozos de pastas por encima de ambas mesas mientras los camareros intentaban separarlas. Me sacudí las migas del vestido, cerré el bolso y decidí que probablemente ya era hora de regresar a la paz del Lavery.
2
Cuando volví a entrar, Ashok estaba apilando periódicos en montones numerados. Se incorporó sonriendo.
—Vaya, buenos días, señorita Louisa. ¿Qué tal ha ido su primera mañana en Nueva York?
—Ha sido fabulosa, gracias.
—¿Iba tarareando Let the River Run mientras bajaba la calle?
Me paré en seco.
—¿Cómo lo has sabido?
—Todo el mundo lo hace la primera vez que viene a Manhattan. ¡Hasta yo lo hago algunas mañanas y no me parezco nada a Melanie Griffith!
—¿Hay un supermercado por aquí? He tenido que andar kilómetros para poder tomarme un café y no tengo ni idea de dónde se compra la leche.
—Debería habérmelo dicho, señorita Louisa. Venga por aquí. —Hizo un gesto con la mano tras el mostrador de recepción y abrió una puerta que daba a una oficina oscura, abarrotada y revuelta, que no casaba bien con el bronce y el mármol del vestíbulo. Había pantallas del sistema de seguridad sobre una mesa y, entre ellas, un televisor antiguo y un gran libro de contabilidad junto a una taza, algunos libros de tapa blanda y un montón de fotografías de niños desdentados y sonrientes. Tras la puerta se escondía una nevera vieja.
—Tenga, tome esta, ya me la devolverá después.
—¿Todos los porteros son así de amables?
—No todos. Pero el Lavery es diferente.
—¿Dónde compra la gente?
Hizo un gesto con la mano.
—La gente de este edificio no hace la compra, señorita Louisa. Ni siquiera piensan en la compra. Le juro que la mitad de ellos creen que la comida llega ya cocinada como por arte de magia a sus mesas.
Miró a su espalda y bajó la voz.
—Apuesto a que el ochenta por ciento de las mujeres que viven en este edificio no han hecho un guiso desde hace cinco años. Además, la mitad de ellas no comen, punto.
Cuando le miré se encogió de hombros.
—Los ricos no viven como usted o como yo, señorita Louisa, y los neoyorquinos ricos…, bueno, ¡nadie vive como ellos!
Cogí el cartón de leche.
—Cualquier cosa que necesite la traen a domicilio. ¡Ya se acostumbrará!
Quería preguntarle por Ilaria y la señora Gopnik (que al parecer no era la señora Gopnik), así como por la familia a la que estaba a punto de conocer. Pero ya no me miraba a mí sino al pasillo.
—¡Muy buenos días, señora De Witt!
—¿Qué hacen todos esos periódicos en el suelo? Esto parece un quiosco, es lamentable.
Una anciana pequeñita chasqueaba la lengua, inquieta, ante las pilas del New York Times y el Wall Street Journal que quedaban por desembalar. A pesar de lo temprano que era iba vestida como si fuera a una boda, con un abrigo color frambuesa, un sombrerito rojo y grandes gafas de sol de carey que ocultaban su carita arrugada. Llevaba de una correa a un carlino jadeante que me dirigió una mirada hostil con sus ojillos protuberantes (o más bien me pareció que me miraba: era difícil saberlo a ciencia cierta porque sus ojos viraban en todas direcciones). Decidí ayudar a Ashok a quitar de en medio los periódicos para que la anciana pudiera pasar, pero cuando me agaché el perro saltó hacia mí gruñendo; yo di un brinco hacia atrás y estuve a punto de caerme sobre el New York Times.
—¡Por Dios bendito! —dijo una voz débil pero imperiosa—, ¡estás poniendo nervioso a mi perro!
Mi pierna había percibido el susurro de los dientes del carlino y mi piel latía por su cercanía.
—Por favor, asegúrese de que cuando volvamos haya desaparecido esta basura. Como llevo diciéndole ya algún tiempo al señor Ovitz, este edificio está de capa caída. Ashok, he dejado una bolsa delante de mi puerta. Bájela inmediatamente o todo el pasillo acabará oliendo a lirios rancios. ¡Dios sabe por qué la gente regala lirios con lo fúnebres que son! ¡Dean Martin!
Ashok rozó con la punta de los dedos el borde de su gorra.
—¡Por supuesto, señora De Witt!
Esperó a que se fuera antes de volverse hacia mí y mirar mi pierna.
—¡Ese chucho ha intentado morderme!
—Sí, se llama Dean Martin y es mejor que te apartes de su camino. Es el residente más malhumorado de todo el edificio, y eso es decir mucho.
Volvió a sus periódicos, descargó la siguiente pila sobre la mesa y luego paró haciéndome un gesto para que me apartara.
—No se preocupe por esto, señorita Louisa. Pesan mucho y usted ya tiene bastante con los de arriba. ¡Que tenga un buen día!
Se fue antes de que pudiera preguntarle a qué se refería.
El día transcurrió volando. Pasé el resto de la mañana ordenando mi pequeño cuarto, limpiando el baño, colocando las fotos de Sam, de mis padres, de Treena y de Thom para sentirme más en casa. Nathan me llevó a comer cerca de Columbus Circle, donde pedí un plato del tamaño de una rueda de carro y bebí tanto café cargado que me temblaban las manos cuando volvíamos. Nathan fue señalándome sitios que podían serme de utilidad: ese bar abre hasta tarde, esa camioneta de comida rápida tiene unos falafeles riquísimos, ese cajero automático es seguro… Mi cerebro bullía con nuevas imágenes e información novedosa. A media tarde me sentí mareada de repente y noté las piernas cargadas, de modo que Nathan me acompañó andando de vuelta a casa, con su brazo entrelazado con el mío. Agradecí el interior fresco y tranquilo del edificio y que el ascensor de servicio me evitara tener que subir por las escaleras.
—Échate la siesta —me recomendó Nathan mientras me quitaba los zapatos—, pero no duermas más de una hora o tu reloj biológico se volverá loco.
—¿Cuándo decías que volvían los Gopnik? —pregunté arrastrando las palabras.
—Normalmente en torno a las seis. Ahora son las tres, así que tienes algo de tiempo. Descansa un ratito y volverás a sentirte un ser humano.
Cerró la puerta y me tumbé, agradecida, en la cama. Estuve a punto de quedarme dormida, pero de repente me di cuenta de que si esperaba más ya no podría hablar con Sam. De manera que cogí mi portátil, intentando superar el sopor. «¿Estás ahí?», tecleé.
Pocos minutos después la imagen se expandió con un sonido efervescente y allí estaba, en el vagón de tren, su enorme cuerpo inclinado hacia la pantalla. Sam, técnico en emergencias sanitarias, hombre-montaña. Un novio demasiado reciente. Nos sonreímos como bobos.
—¡Hola, preciosa! ¿Cómo estás?
—¡Bien! —dije—, me gustaría enseñarte mi habitación, pero temo dar a las paredes si giro la pantalla. —Di vueltas con el portátil para que pudiera ver mi pequeño dormitorio en toda su gloria.
—A mí me gusta, debe de ser porque tú estás dentro.
Miré la ventana gris que había a sus espaldas. Me la imaginaba perfectamente, con la lluvia chisporroteando sobre el techo del vagón de tren. El cristal empañado parecía reconfortante: madera, vapor y las gallinas fuera refugiadas bajo una carretilla empapada. Sam me miraba fijamente y me froté los ojos, lamentando, de repente, no haberme maquillado un poco.
—¿Has ido al trabajo?
—Sí. Creen que estaré a punto para retomar por completo todas mis funciones dentro de una semana. Tengo que poder levantar a alguien sin que se me salten los puntos —respondió llevándose la mano instintivamente al abdomen donde había recibido un disparo solo unas semanas atrás: la llamada rutinaria que casi acaba por matarlo y que había sentado los cimientos de nuestra relación. Me invadió una sensación desequilibrante y visceral.
—¡Ojalá estuvieras aquí! —dije sin pensar.
—Ya me gustaría. Pero es el primer día de tu aventura y va a ser estupendo. Además, dentro de un año estarás sentada aquí…
—Ahí no —le interrumpí—, en tu nueva casa cuando esté terminada.
—En mi nueva casa cuando esté terminada —repitió—. Miraremos las fotos de tu teléfono y pensaré en secreto: ¡Dios mío, otra vez no, que no me vuelva a hablar de Nueva York!
—¿Me escribirás? Una carta llena de amor y de nostalgia regada de lágrimas solitarias…
—Ay, Lou, ya sabes que no soy escritor. Pero te llamaré. Y estaré contigo dentro de cuatro semanas.
—Está bien —dije, mientras notaba cómo se me hacía un nudo en la garganta—. Bueno, debería echarme una siesta.
—Yo también —contestó—, y pensaré en ti.
—¿De forma asquerosamente porno, o a la manera romántica de Nora Ephron?
—¿Cuál de las dos me daría menos problemas? —Sonrió—. Tienes buen aspecto, Lou —afirmó tras un minuto—, pareces… llena de entusiasmo.
—Me siento llena de entusiasmo. Soy una persona realmente cansada que a la vez se siente a punto de explotar. Es un poco confuso. —Puse mi mano sobre la pantalla y un segundo después él hizo lo mismo. Imaginé el tacto de su piel.
—Te quiero. —Seguía sin salirme natural.
—Y yo a ti. Besaría la pantalla, pero sospecho que solo obtendrías una vista de los pelillos de mi nariz.
Cerré el ordenador sonriendo y unos segundos después estaba dormida.
Alguien gritaba en el pasillo. Me desperté aturdida, sudorosa, creyendo que era un sueño, y me senté en la cama. De verdad había una mujer chillando al otro lado de la puerta. Pasaron mil ideas por mi confuso cerebro: titulares sobre asesinatos, Nueva York y cómo informar de un crimen. ¿A qué número había que llamar? No era el 999 como en Inglaterra. Exploré mi cerebro, pero no encontré nada.
—¿Por qué tengo que hacerlo? ¿Por qué tengo que sentarme y sonreír mientras esas brujas me insultan? ¡No oyes ni la mitad de lo que dicen! ¡Eres un hombre! ¡Es como si llevaras tapones en los oídos!
—¡Cálmate, cariño, por favor! No es el momento ni el lugar.
—¡Nunca es momento ni lugar porque siempre hay alguien aquí! Voy a tener que comprar apartamento para poder discutir contigo…
—No entiendo por qué te molesta tanto. Tienes que darle…
—¡No!
Algo cayó sobre el suelo de parqué. Ya estaba totalmente despierta y el corazón me latía a mil por hora. Hubo un silencio denso.
—Ahora me vas a decir que era herencia de tu familia.
Pausa.
—Es que lo era.
Se oyó un sollozo ahogado.
—¡Me da igual, igual! Me ahogo en la historia de tu familia, ¿me oyes? ¡Me ahogo!
—Agnes, tesoro, en el pasillo no. Vamos. Podemos hablar de esto más tarde.
Me quedé muy quieta sentada en el borde de la cama.
Se oyeron unos cuantos sollozos más, luego se hizo el silencio. Esperé, me levanté y me acerqué a la puerta, apretando mi oreja contra ella. Nada. Miré el despertador; eran las 16:46.
Me lavé la cara y me puse rápidamente el uniforme. Me cepillé el pelo y luego me deslicé en silencio fuera de mi habita