CAPÍTULO 1

DIARIO DE JONATHAN HARKER
Bistritz, 3 de mayo. – Por fin estoy en Transilvania. El viaje ha sido agotador, sobre todo por la última etapa. Desde que salí de Múnich el 1 de mayo, a medida que me alejaba hacia el este de Europa los trenes eran cada vez menos puntuales. La huella que han dejado los turcos se nota mucho en Budapest, donde tuve la impresión de que dejaba Occidente y me adentraba en Oriente.
No he visto todavía al conde Drácula, el cliente de mi bufete al que he venido a visitar. En el Museo Británico de Londres no logré encontrar ninguna información sobre el castillo en el que vive. Los archivos del museo están llenos de mapas, pero muy pocos son de la zona de los Cárpatos. Sí pude averiguar que esta cordillera se encuentra en una de las zonas más remotas de Europa; además es una región donde abundan las supersticiones.
El hotel en el que me hospedo, recomendado por el propio Drácula, es un establecimiento muy anticuado. Me gusta que sea así, por las posibilidades que me abre para empezar a conocer las costumbres del país. La dueña del hotel, una señora mayor que viste como las clásicas campesinas de la zona, me ha entregado una carta del conde. En ella me da la bienvenida a su país y me pide que mañana tome la diligencia que va a Bucovina. A mitad de camino, tendré que cambiar de transporte y subir a un carruaje que estará esperándome para llevarme hasta su castillo.
A ver si hoy consigo descansar. Ayer por la noche tuve todo tipo de pesadillas. Quizá fuera porque un perro se pasó toda la noche aullando justo debajo de mi ventana.
4 de mayo. – Escribo en mi diario mientras espero la diligencia, que por supuesto llega con retraso. Esta mañana ha ocurrido algo que me ha dejado intranquilo. Cuando he preguntado a la mujer del hotel y a su marido si conocían al conde Drácula, ambos se han santiguado y han fingido no entenderme. No lo comprendo, porque la víspera nos habíamos comunicado sin problemas gracias a mi rudimentario alemán. Más tarde, cuando me preparaba para dejar el hotel, la mujer se ha presentado en mi habitación.
—¿Sabe qué día es hoy? —me ha preguntado nada más entrar.
—Sí, es 4 de mayo —he respondido.
—¡Exacto! ¡El día de San Jorge! A medianoche, todas las criaturas malvadas de este mundo aparecerán y entrarán en acción.
A continuación me ha suplicado que no fuera esta noche al castillo de Drácula. Le he contado que me envía mi jefe, el abogado Hawkins, con el encargo de entrevistarme con el conde. Le he remarcado que de ningún modo puedo dejar de cumplir con mi deber. Resignada, la mujer me ha entregado el crucifijo que llevaba al cuello, y también me ha regalado un rosario. ¡Ah, ahí viene la diligencia!
5 de mayo. En el castillo. –Aprovecharé que estoy desvelado para anotar algunas cosas misteriosas. Si este diario llegase a manos de Mina —mi prometida— y yo no pudiera reunirme con ella, por lo menos le servirá de despedida.
Ayer, antes de que la diligencia partiera, la posadera se puso a hablar con el cochero. Sin duda hablaban de mí, ellos dos y también otras personas que se les acercaron. Lo sé porque de vez en cuando me miraban con cara de lástima. Agucé el oído para enterarme de lo que decían. Como hablaban en su lengua, que desconozco, fui buscando algunas de las palabras raras que pronunciaron en mi diccionario multilingüe. Ninguna de ellas resultaba precisamente tranquilizadora: Satanás, infierno, bruja, hombre lobo, vampiro...
Antes de subir a la diligencia vi que algunos vecinos se santiguaban señalando en mi dirección, lo que me inquietó mucho. Entonces, el cochero fustigó a los caballos y sin más emprendimos la marcha a toda velocidad. Muy pronto divisamos a lo lejos los altísimos y nevados Cárpatos. Por suerte, la belleza del paisaje montañoso hizo que me olvidara del extraño comportamiento de esas gentes y me fui tranquilizando.
El sol se iba ocultando detrás de las montañas mientras el camino, cuyos márgenes estaban llenos de cruces, se volvía cada vez más tenebroso. El estado del firme empeoraba a medida que avanzábamos. Siempre que pasábamos junto a una cruz, los pasajeros se santiguaban. Me explicaron que era la forma de conjurar el mal de ojo. También me dijeron que la carretera se mantenía en mal estado a propósito, para evitar el paso de los militares, puesto que la amenaza de guerra con los turcos siempre estaba presente.
A medida que oscurecía, el frío se intensificó y el cielo se llenó de nubarrones. La pendiente del camino aumentó, lo que provocó que los caballos sufrieran para arrastrar la diligencia. Estuve tentado de apearme y ascender a pie, como hacemos en mi país; así se lo comuniqué al cochero, que me lo prohibió terminante. Me advirtió que los perros que frecuentan la zona son muy peligrosos. Y, a continuación, añadió:
—Ya tendrá suficientes problemas esta noche antes de acostarse.
Los pasajeros se mostraban muy nerviosos: todo el mundo quería llegar a su destino antes de la medianoche. El cochero fustigaba a los caballos sin el menor miramiento, y solo se detuvo para encender los faroles. La diligencia parecía volar y daba tales tumbos que tuve que agarrarme donde pude para no golpearme. Entre la oscuridad, entreví poco después una especie de claridad grisácea. Fue entonces cuando los viajeros empezaron a hacerme regalos de lo más variado, todos ellos muy raros.
Después de un rato en el que los viajeros y el cochero atisbaban la oscuridad como esperando descubrir algo, las nubes de tormenta se disiparon. La visibilidad aumentó lo suficiente para ver que no había ningún otro vehículo por los alrededores. Esto calmó los ánimos, y entonces la diligencia se detuvo. Habíamos llegado al lugar de la cita con el carruaje del conde Drácula. ¡Con una hora de antelación!
—Siga con nosotros hasta Bucovina —me propuso el cochero—. No han venido a buscarle...
En ese preciso momento apareció una calesa. Tiraban de ella cuatro caballos negrísimos, conducidos por un cochero alto, barbudo, con un sombrero que le ocultaba la cara. A la luz del farol, le vi los ojos: me pareció que despedían destellos de color rojo.
—Hoy ha llegado muy pronto...
—El señor inglés tenía prisa —se apresuró a responder nuestro cochero temblando.
—Ya. ¿Por eso le ha pedido que vaya a Bucovina? ¡A mí no me puede engañar! —Su boca era dura, con los labios rojos y los dientes muy blancos y afilados.
Descendí de la diligencia. El enviado de Drácula me ayudó a subir a su coche sin dirigirme la palabra, agarrándome del brazo con una mano que sentí fuerte como unas tenazas. Poco después nos adentrábamos en la oscuridad del bosque.
Me sentía solo y bastante asustado. Apenas habían transcurrido unos minutos, cuando me di cuenta de que estábamos dando vueltas en círculo, lo que verifiqué al tomar unas referencias del camino. Pero no me atreví a preguntar nada a aquel cochero tan inquietante. ¿Por qué se entretenía de ese modo? Consulté mi reloj a la luz de una cerilla y me sobresalté al ver que faltaba poco para la medianoche. ¿Me habría contagiado de la superstición general?
De repente, se oyó aullar a un perro y luego a otro, y a otro más, hasta que acabaron por crear un coro. El cochero tuvo que bajar del coche para calmar a los caballos, que temblaban de pánico y amenazaban con desbocarse. Primero les habló con suavidad y, más tarde, cuando quedó claro que los aullidos eran emitidos por los lobos, tuvo que emplearse a fondo conteniéndolos con las riendas. Una vez que los hubo calmado, los acarició como lo haría un domador. Tan pronto como el conductor se sentó en el pescante, reemprendimos la marcha al galope en mitad de una fuerte ventisca.
Avanzando a través de un túnel formado por árboles, rodeados de altos y amenazadores peñascos, la nieve cubrió de blanco todo a nuestro alrededor. Los aullidos de los lobos se oían cada vez cerca y, aunque yo estaba muy asustado, logré ver en medio de la oscuridad el parpadeo de una llama azulada. El cochero se bajó de un salto, se adentró en la oscuridad y al rato reapareció dispuesto a reanudar la marcha. Más tarde, como en sueños, me pareció que repetía la operación y se dirigía de nuevo hacia la llama para dibujar con piedras un círculo en torno a nosotros. ¡A pesar de interponerse entre la llama y yo, extrañamente su cuerpo no tapaba la luz! ¿Acaso era transparente? Debía de ser un efecto óptico, pensé, atribuyéndolo al cansancio.
La luz de la luna me permitió comprobar que estábamos rodeados de lobos, que nos vigilaban con sus blancos colmillos y las lenguas rojas colgantes. Su silencio me paralizó de terror. De pronto empezaron a aullar, los caballos se encabritaron, y yo, con el ingenuo propósito de ahuyentar a los lobos, me puse a gritar y a golpear la calesa. De esta forma pretendía que el cochero pudiera escapar de los lobos y refugiarse en el coche. Pero el hombre, que permanecía inmóvil en medio del camino, logró que los lobos retrocedieran con solo hablarles autoritariamente y agitar los brazos. Parecía un milagro.
Después de un ascenso interminable, la calesa se detuvo en un gran patio, ante un enorme castillo en ruinas cuya silueta se recortaba iluminado por la luna. Pero no vi luz en ninguna de sus ventanas.

CAPÍTULO 2

DIARIO DE JONATHAN HARKER
5 de mayo. – El cochero saltó al suelo del patio para ayudarme a bajar de la calesa. De nuevo sentí la extraordinaria fuerza de sus manos cuando me cogió del brazo. Era tan fuerte que pensé que podría haberme roto los huesos de habérselo propuesto. Me entregó el equipaje y acto seguido desapareció conduciendo el coche a través de unos arcos. Me quedé solo delante de la puerta, sin saber qué hacer.
¿Qué hacía allí un aspirante a abogado como yo en un lugar tan siniestro?, me pregunté. Sí, por supuesto, me había enviado el señor Hawkins porque su cliente quería comprar una casa en Londres. Bueno, lo de «aspirante» le habría molestado a Mina, puesto que ya he obtenido el título de abogado. No me quedaba otra opción que esperar.
De pronto, oí unos pasos y entreví a través de la rendija de la enorme puerta una luz que se acercaba. Como ocurre con las puertas que hace tiempo que no se usan, esta chirrió al abrirse. Ante mí apareció un viejo alto, con un bigote blanco y que vestía todo de negro.
En perfecto inglés pero con un acento raro, me invitó a pasar. Una vez que estuve dentro, me alargó una mano fría como la de un muerto. Sin embargo, apretó la mía con tanta fuerza que me hizo daño. Su fuerza me recordó a la del cochero, pero enseguida aparté la idea de que pudiera tratarse de la misma persona.
—¿Es usted el conde Drácula? —le pregunté.
—Sí, bienvenido a mi casa —contestó cogiéndome la maleta antes de que yo pudiera impedirlo.
Me comentó que, al haberse hecho tarde, los criados se habían ido a dormir, y que él mismo me había preparado la cena. Me tranquilizó ver la estancia iluminada y caldeada en la que estaba puesta la mesa. Y más me tranquilizó todavía entrar en el dormitorio, que estaba justo al lado y en cuya chimenea crepitaba u