Lleva más de cinco minutos en la esquina de enfrente, mirando hacia la puerta sin saber qué hacer: si entrar ahora o volver mañana con las mismas dudas de hoy.
Respira hondo y comienza a andar. Cruza la calle sin apenas mirar a los lados y, tras unos metros de acera, empuja la puerta con miedo.
Ya está.
Le indican que se siente un momento en el sofá que hay en la sala, que enseguida le atienden.
Mientras espera, observa las obras de arte que cubren las paredes, unos dibujos que rara vez se expondrán en los museos pero que, en la mayoría de las ocasiones, serán vistos por mucha más gente.
No será su caso porque el suyo solo lo verá ella, nadie más. Al menos eso piensa ahora.
A los pocos minutos le hacen pasar a otra sala, más pequeña, más oscura, más íntima…
Y en cuanto entra, lo ve.
Acostado sobre la mesa, grande, muy grande, lo suficiente para que le cubra toda la espalda: un dragón gigante.
Le vuelven a explicar cómo será el proceso, cuánto tardarán, qué técnica van a utilizar… y, sobre todo, le advierten de que si sobre una espalda normal ya hace daño, sobre la suya va a doler mucho más.
Se lo piensa de nuevo durante unos segundos.
Decide seguir adelante.
Se quita la camiseta y el pantalón, se quita también el sujetador, y así, prácticamente desnuda, se tumba boca abajo en la camilla, dejando al descubierto una espalda que duele al verla. Una espalda repleta de cicatrices —de esas que nacen de las quemaduras— que han ido creciendo junto a la piel de una mujer que hace muchos años, cuando solo era una niña, visitó el infierno.
«Empezamos», escucha.
Y se estremece, y cierra los ojos tan fuerte que regresa al pasado, al momento en que ocurrió todo.
Fue hace mucho tiempo, pero es capaz de sentir el dolor y el miedo cada vez que piensa en ello, no hay forma de borrarlo. Con el paso de los años se ha dado cuenta de que algunos recuerdos duelen igual que si hubieran ocurrido ayer.
Y así, poco a poco, sobre una piel en relieve que huele a pasado, un dragón va cobrando vida.
Después de varias horas en las que su mente ha estado viajando del presente al pasado, como un pájaro que tiene tanto miedo de tocar el suelo como de seguir volando, la mujer se levanta para mirarse al espejo.
Allí está, el comienzo de un dragón, su dragón. Un dragón que nace justo donde se junta la espalda con las nalgas y que acabará, de aquí unos días, cuando esté completo, en la nuca.
Suspira y sonríe, por fin se ha decidido.
Lo que aún no sabe es que habrá momentos en los que ese dragón despertará y no siempre podrá controlarlo.
Lo que aún no sabe es que no es ella quien se está tatuando un dragón en la espalda, sino que es el dragón el que ha encontrado un cuerpo sobre el que poder vivir.
* * *
INVISIBLE
Ya me ha vuelto a pasar lo mismo.
Me acabo de despertar temblando, con el corazón golpeándome las costillas, como si quisiera escapar del cuerpo, y con la sensación de que un elefante está sentado en mi pecho.
Hay veces que me cuesta tanto respirar que pienso que si no abro mucho la boca me voy a quedar sin aire.
La buena noticia es que ahora ya sé qué hacer. Me lo explicaron el primer día que llegué aquí, bueno, el tercero, porque de los dos primeros días no recuerdo nada.
Tengo que empezar a contar del uno al diez mientras inspiro y espiro lentamente, intentando que, poco a poco, mi cuerpo se calme, el corazón vuelva a su sitio y ese elefante se marche.
Uno, dos, tres… inspiro y espiro.
Cuatro, cinco, seis… inspiro y espiro.
Siete, ocho, nueve y diez, inspiro y espiro…
Y vuelvo a empezar.
También es importante que, al despertar, no me asuste. Me han dicho que intente recordar que estoy en un lugar seguro, que no me ponga nervioso… para evitar que me ocurra como la primera noche que, en cuanto abrí los ojos, me asusté tanto que comencé a gritar.
Y eso hago ahora: intento no asustarme, espero a que en mis ojos vaya entrando la poca luz que hay alrededor, una luz que poco a poco me ayuda a distinguir todo lo que hay alrededor.
Uno, dos, tres, inspiro y espiro…
Cuatro, cinco… inspiro y espiro…
Seis, siete…
Parece que funciona, parece que ya no tiemblo, que mi corazón va más despacio y que ese elefante sentado en mi pecho ya se ha levantado.
Me quedo quieto.
* * *
Ahora que ya estoy más tranquilo empiezo a distinguir varios sonidos: pasos que se oyen lejos, muy lentos… como de cuerpos que van arrastrando los pies; voces, susurros, palabras que no entiendo; sonidos extraños, como de gente llorando en voz baja, como si se quejaran con la boca tapada; y de vez en cuando el silencio, y de vez en cuando algún grito… y mil sonidos más.
Ah, y entre todos esos sonidos hay uno mío, digo mío porque está dentro de mi cabeza. Es como un pitido fuerte, tan fuerte que a veces parece como si una aguja me atravesara de lado a lado los oídos. Viene y va durante todo el día, pero cuando más me molesta es por las noches, cuando todo está en silencio.
Uno, dos, tres… inspiro y…
Y dejo de contar, creo que ya lo he conseguido.
Por eso, ahora que ya estoy más tranquilo, que ya sé dónde estoy, comienzo a moverme, y ahí es cuando llega el dolor.
Muevo los dedos, abro y cierro lentamente las manos, primero la izquierda, después la derecha, después las dos a la vez. Intento mover el cuello y eso duele, duele mucho, pero lo sigo intentando, giro poco a poco la cabeza a los dos lados.
Continúo.
Empiezo a mover también las piernas, primero la izquierda y después la derecha…
Y es ahí, al intentar doblar mi pierna derecha, cuando me doy cuenta de que una mano me está apretando el muslo.
Me asusto de nuevo.
Me pongo a temblar.
Vuelve otra vez el elefante.
Uno, dos, tres… inspiro y espiro,
Cuatro, cinco, seis… inspiro y espiro.
Siete, ocho, nueve…
* * *
Vuelvo a poner mi pierna recta, pero la mano no me suelta.
Intento recordar lo que está pasando, por qué esa mano está ahí, por qué escucho ese pitido tan fuerte, por qué estoy en esta cama, por qué a veces me da la sensación de que estoy bajo el agua, ahogándome…
Busco con la mirada el pequeño reloj que está en la pared de enfrente, de esos que tienen números que pueden verse en la oscuridad: las 02:14, más o menos como las últimas noches. Parece que, a pesar de las pastillas, no soy capaz de dormir más de tres o cuatro horas seguidas.
Pero bueno, las cosas han ido mejorando: ya no grito al despertarme, ya no lloro de dolor al moverme y cada vez tardo menos en acordarme de dónde estoy. Ah, y lo más importante de todo, la gente ya puede verme.
Creo que desde que pasó el accidente ya no puedo ser invisible, quizá el golpe me ha cambiado por dentro o es que los poderes igual que vienen se van. Llevo cinco días aquí y aún no he podido conseguirlo.
Voy a intentar dormir un poco, aunque sea una hora, porque una hora también vale.
Cierro los ojos.
Cuento del uno al diez.
Respiro lentamente.
La mano sigue ahí, agarrándome la pierna.
* * *
La mano de las cien pulseras
En el mismo instante que alguien exinvisible intenta volver a dormirse, a unos cinco kilómetros de distancia, en una pequeña habitación de un edificio de seis plantas, una mano repleta de pulseras se ha despertado. Y al instante lo ha hecho también el cuerpo al que está unida.
Hace cinco días que no puede dormir bien, justo desde que ocurrió el accidente. También está tomando pastillas y tampoco le están haciendo efecto.
Se despierta nerviosa por las noches, se pone a pasear por su habitación a cualquier hora de la madrugada y no deja de mirar por la ventana hacia un cielo tan negro como lo está ahora su conciencia.
Hace ya cinco días que ve la vida borrosa, como si se hubiera puesto unas gafas de lágrimas que no es capaz de quitarse de encima. Hace ya cinco días que escribe cartas de amor que empiezan con rabia y terminan con odio. Cartas de amor que quizá nunca llegarán a su destino, que se quedarán entre la papelera y el olvido.
Mira el móvil, mudo desde hace mucho tiempo. Abre las fotos y se tiene que remontar varios meses atrás para encontrar alguna de las que le interesan.
Ahí está la primera, sonríe, los tres en la playa.
Ahí está la segunda, él solo, guiñándole un ojo desde lejos.
Otra más reciente, la de su último cumpleaños, ese en el que sopló tan fuerte las velas que casi sale volando la tarta.
Y la cuarta, y la quinta, y otra, y otra, y otra… y conforme aumenta la velocidad de su dedo al pasar las imágenes llegan las lágrimas, y la rabia, y la impotencia, y el dolor… porque ese, al final siempre llega.
Lanza el móvil contra el suelo en un intento inútil de borrar así el pasado y se derrumba en la cama.
Y es justamente en ese momento, entre el dolor y las sábanas, cuando por fin toma la decisión que ha estado retrasando durante varios días.
* * *
Es otra vez ese horrible pitido el que me ha despertado, es como si alguien me hubiera metido un silbato en el oído y no dejase de soplar en él.
Me llevo las manos a las orejas, me las tapo con fuerza, cierro los ojos y abro la boca todo lo que puedo… pero ese sonido continúa dentro.
Respiro lentamente hasta que, muy poco a poco, parece que va pasando. Parece que se ha ido, pero no es así, solo se ha escondido para, cuando esté durmiendo, volver a despertarme de nuevo.
Abro los ojos.
Miro la pared de enfrente: las 06:26.
Creo que hoy ya no podré dormirme otra vez.
Recuerdo todo lo que pasó durante las semanas antes del accidente pero nada de lo que ocurrió a partir de ese momento. Me vienen, de vez en cuando, sensaciones: la de estar ahogándome en el agua, la de volar por el cielo, la de que alguien me metía fuego a través de la boca, la de un sonido que lo llenaba todo…
Y después me desperté aquí, en esta cama, en esta habitación: me dijeron que llevaba dos días durmiendo.
Pero de lo anterior al accidente… de eso me acuerdo de todo, y me doy cuenta de cómo ha cambiado mi vida en unos meses. Ha sido como montar en una montaña rusa que no se acaba nunca. Pero el viaje acabó, acabó hace cinco días.
Desde que ocurrió todo no ha parado de venir gente a verme. Han pasado por aquí unos cuantos amigos, los de siempre y otros que no sabía ni que tenía. Han venido también muchos familiares, aunque a algunos no recuerdo haberlos visto en mi vida.
Pero sobre todo ha venido toda esa gente que hasta ahora no era capaz de verme y que al saber que soy noticia, ha querido comprobar que sí, que es cierto, que vuelvo a ser visible.
Ah, y claro, también han venido muchos periodistas, incluso presentadores de la tele, pero no les han dejado hablar conmigo. Sé que he salido en muchas noticias, en periódicos, en la radio, en programas de la tele… pero no he podido ver ni escuchar nada, no me han dejado.
Es extraño que justo ahora, cuando vuelvo a ser visible, es cuando más perdido me siento.
Las 06:46.
Ya empieza a entrar luz por la ventana, eso significa que pronto se pondrá en marcha todo. Y yo estaré aquí, otro día más. Y la mano también estará ahí, agarrándome la pierna, o el brazo, o apretando mi propia mano, pero estará ahí, de eso puedo estar seguro.
* * *
El rostro con una cicatriz en la ceja
Son también las 06:46 en la habitación de un piso situado en el centro de la ciudad. Allí, sobre la cama, hay otro cuerpo al que le cuesta dormir casi tanto como le cuesta estar despierto. Remordimientos.
Se levanta, se acerca al baño en silencio y se mira el rostro en el espejo. Mira su ceja derecha, esa que tiene una pequeña cicatriz, se la toca con los dedos y recuerda cómo se la hizo: hace ya muchos años, en un parque, dos bicis, una carrera.
Y mientras recuerda aquel momento sus ojos comienzan a humedecerse porque desde hace ya varios meses esa pequeña marca en su rostro es lo único que les une.
Sale del baño y vuelve de nuevo a la cama.
Lleva ya cinco días dudando entre si decir algo o callar como lo ha hecho hasta ahora, sin saber si ha sido un cobarde o solo un superviviente.
Él sí fue a verlo al hospital, pero apenas hablaron. Fue una situación muy incómoda, como reencontrarse con alguien del que no sabes si te has despedido, muy raro.
Después de tantos años siendo amigos, de pronto, al verse frente a frente no supieron cómo mirarse, los cuerpos eran los mismos pero las palabras ya no se encontraban.
—Hola —le dijo nada más verlo, intentando disimular el impacto que le produjo aquella cabeza sin pelo, las heridas en la cara y la sonda en su brazo.
—Hola —le contestó.
—¿Cómo estás? —le preguntó de nuevo, como quien comenta que el cielo está lejos, que la nieve es blanca o que hace frío en invierno.
—Bueno, un poco mejor…
—Toma, te he traído esto. —Y el cuerpo de la cicatriz en la ceja le dio un paquete.
—Gracias —le respondió mientras lo abría…
Y creció tanto el silencio que durante unos minutos solo se escuchaba el papel de regalo al arrugarse entre las manos. Un silencio incómodo, de esos que todo el mundo desea que acaben pero que nadie sabe cómo romper.
—¿Creo que esos no los tenías? —dijo por fin el cuerpo de la cicatriz en la ceja.
—No, no los tengo, muchas gracias —le mintió mientras observaba el contenido del paquete.
* * *
Miro de nuevo esa mano, una mano que no ha dejado de agarrarme durante las cinco noches que llevo aquí.
Creo que lo hace porque aún tiene miedo de que, de un momento a otro, me vuelva otra vez invisible y no sepa encontrarme. Creo que así, manteniendo su mano agarrada a mi pierna, al menos me tiene localizado.
Una mano que yo también necesito, por eso, cada noche, cuando la noto, al principio me asusto, pero después comprendo que me hace falta. Necesito saber que si vuelvo a desaparecer al menos alguien sabrá dónde estoy.
Saco mi mano y la pongo sobre la suya, y noto su piel caliente, y la aprieto, y siento los latidos de su corazón en sus dedos… Y le digo en voz baja algo que jamás me atrevería a decirle si ella estuviera despierta: «Mamá, te quiero».
* * *
La madre
Y es que en esa habitación no hay un chico que de pronto, un día, se volvió invisible. Hay también una madre que, desde que ocurrió el accidente, no ha parado de preguntarse en qué momento dejó de ver a su propio hijo.
Por eso ahora, noche tras noche, mantiene sobre su cuerpo una mano que es a la vez el ancla que le permite que ambos sigan unidos como lo estuvieron antes de nacer, con aquella seguridad de estar juntos sin ni siquiera verse, porque a veces no es necesario ver el cuerpo cuando se está en contacto con el sentimiento.
Una mano que fue incapaz de encontrarlo durante mucho tiempo y que ahora quiere compensar todas las ausencias que han construido este maldito momento.
Una madre que, en la intimidad de la noche, llora por todo lo que pudo haber ocurrido, porque a veces son unos milímetros de tiempo los que deciden entre la vida y la muerte, entre un es y un era, entre despertar a un hijo que se ha quedado dormido o hablarle para siempre a una cama vacía. Porque a veces es un pequeño impulso en el cerebro el que decide cómo se va a dibujar el futuro.
Una madre que el día que ocurrió todo salió de casa sin apenas prestarle atención, sin darse cuenta de que había un cuerpo delante de ella que iba desapareciendo entre los muebles de la casa.
Duerme, pero no es capaz de descansar porque, aunque sus ojos están cerrados, sus heridas —las internas— siguen abiertas, a la espera de que sea la cicatriz del tiempo la que las apague.
Una madre que, a pesar del miedo que sintió cuando, hace unos días, su hijo se despertó diciendo que tenía poderes, que podía ser invisible, que había volado con un dragón… ahora es capaz de dibujar una sonrisa al sentir que ese mismo niño le acaba de regalar un te quiero escondido entre el silencio.
* * *
La chica de las cien pulseras
Una chica con demasiadas pulseras en su mano se ha levantado de la cama, ha recogido el móvil del suelo y se ha limpiado las lágrimas con la manga del pijama.
Arrastrando los pies se dirige a la habitación de sus padres para decirles que ya está preparada, aunque en realidad no lo está.
Va descalza por un pasillo frío, abre lentamente la puerta y observa dos cuerpos que duermen mirando hacia lugares contrarios. Se acerca a la parte de la cama donde está su madre, la más cercana a la puerta, y se queda mirando su respiración: el bajar y subir de su pecho, el pequeño sonido que hace el aire al salir de su boca entreabierta…
Justo en ese instante suena el despertador y ella da un pequeño salto. Por un momento se pone nerviosa y no sabe qué hacer: si salir corriendo, si despertarla…
—Cariño, ¿qué haces aquí? ¿Ha pasado algo? —la sorprende su madre que se incorpora rápidamente.
—Hoy —le contesta ella.
Silencio.
—¿Estás segura? —le pregunta mientras saca los brazos fuera de las sábanas invitándola a meterse en la cama.
—Sí, ya estoy preparada.
—Pues entonces será hoy.
Su madre se echa hacia un lado y deja un hueco para que chica y pulseras se acuesten junto a ella. Sabe que su hija no está preparada, en realidad ninguna de las dos lo está, aun así, será hoy.
Hoy.
* * *
Y de pronto su mano deja de agarrarme la pierna.
La miro y observo cómo intenta disimular un bostezo; cómo abre los ojos, me mira y sonríe.
—¡Hola, cariño! —me dice mientras me da un beso en la frente que parece no acabar nunca—. ¿Cómo has dormido hoy?
—Mejor, creo que no me he despertado en toda la noche —le miento.
Y veo que esa mentira la hace sonreír, y me abraza.
—Bueno, pues nada, un día menos —me dice mientras se levanta con esfuerzo.
Se oyen ya los carritos que traerán el desayuno, se oyen risas, también alguien que llora, conversaciones en la habitación de al lado… Todo vuelve a empezar. Pronto, muy pronto, porque aquí todo se hace pronto. Se desayuna pronto, se come pronto, se cena pronto… pero la noche se hace larga, muy larga.
Mi madre, como todas las mañanas, me acompaña al baño y eso es algo que me da mucha vergüenza. Ella se espera fuera, claro, y yo dentro, pero la puerta se queda medio abierta para que la sonda que conecta mi brazo al aparato no se rompa.
Y si solo fuera mear, bueno, pero cuando me toca hacer lo otro… entonces sí que me da vergüenza que se quede la puerta medio abierta. Sobre todo cuando tengo gases, que es casi siempre por la medicación que estoy tomando.
—¡Lávate bien la cara! ¡Ponte guapo que hoy va a venir la visita! —me grita desde fuera.
La visita, es verdad, no me acordaba.
Una visita tan incómoda que mi madre ni siquiera se atreve a decir el nombre real de quien me visita.
Una visita que no necesito ni he pedido ni quiero.
La maldita visita.
* * *
El chico de la cicatriz en la ceja
—¿Creo que esos no los tenías? —dijo por fin el chico de la cicatriz en la ceja.
—No, no los tengo, muchas gracias —le mintió su amigo mientras observaba el contenido del paquete: unos seis o siete cómics.
Y esa fue toda la conversación de dos amigos que apenas unos meses antes podían pasarse horas y horas hablando.
A partir de ahí se instaló un silencio que los padres de ambos se encargaron de llenar con frases de ascensor: «Bueno, pues parece que ya está mucho mejor», «Sí, ya está mejor», «Seguro que te recuperas muy pronto», «Tú eres muy fuerte»…
Fueron más de diez minutos de conversación incómoda, de silencios que se hacían eternos y de ojos que no encontraban a quién mirar.
—Bueno, nos vamos ya… que te pongas bueno muy pronto —dijo la madre del niño con la cicatriz en la ceja, una madre que tiene muchas ganas de irse de allí temiendo que en cualquier momento pueda comenzar una conversación sobre un tema del que no quiere hablar.
—Gracias, gracias por venir —contestó la madre del niño exinvisible.
Nadie preguntó qué había ocurrido, nadie habló del accidente, como si de un día para otro aquel chico hubiera pasado de la cama de su casa a la del hospital de un simple salto, como si todo hubiera sucedido de la forma más natural.
Nadie habló de eso.
Unos padres porque, sospechándolo, pudieron haber hecho más de lo que hicieron; los otros porque no hicieron nada para saberlo.
Un niño porque hizo lo posible para no ver lo que ocurría, el otro porque sabe que cuando uno quiere ser invisible después no puede culpar a nadie por no verle.
* * *
La visita
No, no se me había olvidado, cómo se me iba a olvidar esa visita.
Ayer por la noche, después de cenar, mis padres comenzaron una de esas conversaciones incómodas, complicadas… Estaban nerviosos, sobre todo mi padre que es quien empezó a hablar.
—Verás —me decía sin mirarme directamente a los ojos—, mañana vendrá a verte un médico… especial.
—¿Otro? —contesté yo.
—Sí, otro, pero ya no será por lo de las heridas en la cara, ni por lo del golpe en la cabeza, ni por lo de la pérdida de memoria, eso parece que ya está más o menos controlado.
—¿Y entonces? —pregunté confundido.
—Bueno, es alguien que cura otro tipo de heridas.
—¿Qué heridas?
—Las heridas de la mente.
—¿Un psicólogo? —pregunté.
—Sí, un psicólogo —confesó.
—Pero, papá, mamá… —y les miré confundido—, yo no estoy loco —les dije nervioso.
—No, cariño, tú no estás loco —me contestó mi madre mientras mantenía su mano aferrada a la mía—. Los psicólogos ayudan a la gente que lo ha pasado mal. Lo más importante es que le cuentes todo lo que quieras, no tengas miedo, puedes contarle cualquier cosa.
—¿Cualquier cosa?
—Todo lo que quieras contarle —volvió a decirme.
—¿Y si no quiero contarle nada?
—Va… no seas así, es por tu bien.
—¿Lo de mis poderes?
—Tú cuéntale lo que quieras.
Y su última respuesta no me gustó: cuéntale lo que quieras… y le faltó añadir: aunque no se crea ni una palabra de lo que le dices, aunque piense que estás loco.
* * *
Y así acabó una conversación incómoda, ya no hablamos más del tema. Y ahora, en menos de una hora, ese «médico especial» vendrá a verme.
Estoy nervioso, bastante. No sé qué querrá saber, no sé qué preguntas va a hacerme y no sé si voy a contestarle.
Porque a veces decir la verdad no es la mejor opción. Sobre todo si esa verdad es tan increíble que puede parecer mentira.
Así que voy a mentir, bueno, no voy a mentir, pero no voy a contarle nada de lo que me ha pasado. No voy a decirle que todos mis poderes comenzaron el día que me convertí en avispa. No voy a contarle que puedo respirar bajo el agua tanto tiempo como quiera, ni que soy capaz de correr tan rápido que en algunos momentos la gente solo es capaz de notar viento cuando paso por su lado; tampoco voy a contarle que tengo una especie de caparazón en la espalda —como las tortugas ninja— que me protege de los golpes, ni que puedo anticiparme a los movimientos de la gente o ver perfectamente en la oscuridad… porque seguro que no me cree, y además piensa que estoy loco.
Creo que lo mejor que puedo hacer es simular que soy alguien normal, muy normal.
Tampoco voy a hablarle de mi capacidad para detectar monstruos, de que puedo sentirlos aunque se escondan detrás de las puertas, o bajo las mesas, o dentro de los coches…
Y por supuesto, no voy a contarle mi gran poder, el que me ha traído hasta aquí, no voy a contarle que tras mucho entrenamiento un día conseguí hacerme invisible, aunque quizá eso ya lo sabe por las noticias.
Llaman a la puerta.
Seguro que es él.
No tengo ni idea de qué contarle.
* * *
Ella
Bueno, pues al final no ha sido él, sino ella.
Y eso me ha dado aún más vergüenza porque además era guapa. Y claro, que me haya visto así, con el pijama este tan cutre del hospital, sin pelo en la cabeza, con las heridas de la cara…
Ha entrado sonriendo, se ha presentado y, después de hablar con mis padres unos minutos, se ha quedado a solas conmigo en la habitación.
Se ha sentado a mi lado, en la butaca en la que duerme todas las noches mi madre.
Durante un rato me ha estado explicando qué es un psicólogo y qué es lo que hace.
Yo escuchaba sin decir nada, hasta que me ha preguntado si tenía alguna duda, y entonces, no sé muy bien por qué, le he contestado.
—Yo no estoy loco.
En cuanto han salido las palabras por mi boca me he arrepentido porque creo que decir algo así es la mejor forma de que la otra persona piense que estás loco.
Nos hemos quedado los dos en silencio, un silencio que parecía no acabar nunca.
Me ha mirado fijamente y, de pronto, ha comenzado a reírse.
—No, no, ya sé que no estás loco —me ha contestado sonriendo—, nosotros, los psicólogos, también tratamos a gente normal, muy normal, así que por eso no te preocupes.
—Pues entonces yo soy normal —le he contestado.
—Ah, sí, ¿y cómo de normal? —me ha vuelto a preguntar sonriendo.
—Muy muy normal, bueno, era normal hasta que conseguí hacerme invi…
—¿Hasta que comenzaste a qué?
Y ahí me he callado.
* * *
El niño de los nueve dedos y medio
Mientras un niño exinvisible recibe la visita de una psicóloga, en una habitación de un piso situado en las afueras de la ciudad, un niño con nueve dedos y medio se mantiene tumbado en su cama.
Piensa ahora en todo lo que no ha pensado durante los últimos meses, piensa en las consecuencias, comienza a sospechar que los actos también tienen parte trasera.
Está asustado como nunca lo ha estado en su vida, pero no lo admitirá, su fortaleza será fingir todo lo contrario: que a él no le importa nada, pero sí le importa.
Lleva horas mirando el techo, como si ahí, entre la pintura blanca pudiera encontrar la solución a todo lo que ha ocurrido.
Se sienta sobre la cama, abre sus manos y se mira todos los dedos. Es una manía que tiene desde hace muchos años, algo que solo hace en la intimidad. Jamás se le ocurriría abrir las manos de esa manera en el instituto, delante de los demás. Los nueve completos y uno al que le falta la mitad.
Sí suele presumir, en cambio, de la cicatriz que tiene en el pecho, justo sobre el corazón. Es grande pero no le importa, piensa que le da un aspecto más duro. Quizá, en unos años, la decore con un tatuaje.
* * *
—No, nada, nada. Pues eso, que soy normal —he continuado—, como los demás normales. No soy ni tan alto como el Jirafa, ni tan bajo como Raúl el Hobbit, ni tan gordo como Nacho Hormigón, ni tan flaco como Pedro el Fideo… vamos, pues normal.
Y creo que he estado por lo menos veinte minutos intentando explicarle lo normal que soy comparado con mis compañeros de instituto.
Pero es cierto, hasta hace unos meses, siempre me había considerado normal. De hecho, cualquiera que me observe durante un buen rato no será capaz de detectar ningún rasgo en mí que llame la atención.
Por ejemplo, no llevo gafas, tengo una vista casi perfecta, soy capaz de ver hasta las letras más pequeñas en la pizarra desde cualquier punto de la clase. De hecho, desde que ocurrió lo del avispero, me he dado cuenta de que tengo mejor vista que el resto de las personas, puedo ver desde lejos cosas que nadie más ve, incluso puedo ver en la oscuridad, tengo también ese poder… pero esto no se lo he dicho.
Tampoco llevo ninguno de esos aparatos de hierro en los dientes, ni de los pequeños ni de esos tan grandes como el de Willy Wonka cuando era niño. Es cierto que tengo las dos palas delanteras un poco grandes, y un poco torcidas también, la izquierda se va hacia la derecha y la derecha se va un poco hacia la izquierda, pero casi no se nota, y con la boca cerrada, menos. Bueno, con la boca cerrada solo lo noto yo cuando se me queda un trozo de comida entre palas y me paso minutos moviéndolo con la lengua hasta que consigo sacarlo.
Soy normal, muy normal, por eso nunca pensé que a mí me ocurriría lo que me ha ocurrido, que de pronto alguien tan normal como yo se convirtiera en alguien tan… especial. Soy bastante normal en casi todo, y digo en casi todo porque sí que tengo un defecto, pero eso no se lo he dicho a ella, claro.
Es un defecto extraño porque yo no sabía que lo tenía… Bueno, sí que sabía que lo tenía, pero no sabía que era un defecto. Pero parece ser que sí, que es un defecto y depende de en qué lugares, un gran defecto.
No se ve a simple vista, podrías pasar un rato conmigo y no te darías cuenta de nada, o incluso una tarde entera, bueno, ahí a lo mejor sí que lo notabas o no, no sé. Aunque me he dado cuenta de que es un defecto que afecta a muchos aspectos de mi vida: a mi forma de hablar, a mi forma de escribir, a mi forma de comunicarme con los demás… Un defecto que me ha llevado hasta la cama de este hospital.
* * *
La niña de las cien pulseras
Las pulseras no paran de moverse en su brazo.
Está sentada en el sofá, mirando —sin ver— la hora en el móvil, haciendo como que observa la tele, pero en realidad su mente está en otro sitio.
No sabe aún qué va a decirle, lo único que sabe es que hoy quiere ir a verle, aunque se muera de miedo, aunque le tiemble todo el cuerpo cuando entre en la habitación, aunque las palabras no salgan por su boca, aunque su corazón le explote…, pero tiene que verle, no puede estar más tiempo así, encerrada en su casa y menos aún, encerrada en su mente.
Ahora él ya es visible, y ha estado a punto de no serlo para siempre. Es esa la razón por la que le han entrado de nuevo las prisas, ¿y si vuelve a desaparecer y no puede decirle todo lo que lleva dentro?
Mira otra vez el móvil.
Ya quedan menos horas, será esta tarde.
Vuelve a mirar todas esas fotos en las que están juntos sin saber que lo estaban, y es ahora, cuando ha estado a punto de perderlo, cuando se da cuenta, al observar mejor las imágenes, que sus miradas —y también sus sonrisas— se cruzaban en todas las fotografías.
Se toca el bolsillo del pantalón para asegurarse de que ha cogido la carta que lleva varios días escribiendo. Lo que no sabe es si será capaz de dársela.
Está nerviosa.
Mucho.
Y no está preparada, pero claro, eso ella no lo sabe.
* * *
Tampoco le he hablado de mi capacidad para ser invisible. Aunque eso igual ya lo sabe porque como he salido en las noticias ya todo el mundo me conoce, bueno, conocen la historia ya que por el tema ese de la protección de menores no pueden ver mi cara.
Y ya está, no hemos hablado nada más, me ha dicho que hoy solo era para conocernos, que mañana seguiremos, que tenemos muchos días para hablar y que incluso después, cuando deje el hospital tendremos que seguir hablando.
No sé si me apetece hablar tanto y menos con alguien que no conozco, y menos con una chica, y menos con una chica que es tan guapa. Sobre todo porque es una psicóloga, y yo no estoy loco.
Se ha levantado, me ha dicho hasta mañana y me ha dado un beso en la mejilla.
Y en cuanto ha salido por la puerta me han entrado muchas ganas de llorar.
* * *
He oído a mis padres hablando con la psicóloga fuera, aunque no he entendido muy bien lo que decían. Creo que hablaban en voz baja para que no me enterase de nada. Aun así sé que han dicho muchas veces la palabra tiempo. Tiempo, tiempo, tiempo…
Se han despedido y se ha abierto la puerta.
Mi madre se ha acercado a mí y, al ver mis ojos, me ha abrazado. No me ha preguntado nada, solo me ha abrazado.
Ellos no entienden muy bien lo que ha pasado. Desde el primer momento lo han tratado todo como un accidente y yo les he seguido el juego. He aprovechado las pérdidas de memoria que tuve al principio para simular que no me acuerdo de muchas cosas. Pero sí que me acuerdo, me acuerdo perfectamente de todo lo que pasó antes del accidente.
Ellos no se atreven a preguntar y por eso han llamado a la psicóloga. Soy pequeño pero no soy tonto.
El problema es que tengo dentro de mí una sensación que no me gusta, como si me hubiese tragado un erizo que cada vez crece más y más, que me recorre el cuerpo entero, desde los pies a la cabeza. Un erizo que me hace daño en el estómago cada vez que me digo una mentira o cada vez que escondo alguna verdad.
Y ya no puedo más, ya no puedo seguir así.
Pienso tanto en aquel día… y aún no entiendo muy bien por qué justamente en ese momento dejé de ser invisible. ¿La lluvia?, podría ser, pero…
* * *
Hace ya varios días que un padre y una madre se hacen la misma pregunta: ¿Qué ocurrió en realidad? Saben una versión, la oficial, la que dicen a todo aquel que pregunta, la que han contado a los familiares, a los amigos, a los periodistas… una versión de la que ellos mismos dudan pero que se obligan a creer: fue un accidente, pero afortunadamente todo ha salido bien.
Pero ¿y esas marcas en la espalda? No tienen sentido, no coinciden con el accidente, son demasiadas y, lo más importante, no son recientes.
No se atreven a preguntarle nada aún, no saben muy bien cómo sacar el tema, quizá porque no están preparados para la respuesta. Por eso les han aconsejado que lo dejen en manos de la psicóloga para que sea ella la que intente averiguar la verdad.
* * *
Hoy he comido lo de siempre, comida que no sabe a nada, comida de hospital.
Y después de comer ha llegado ese momento en el que todo se queda en silencio. Es el momento del descanso, sobre todo para mi madre, que apenas duerme por las noches. Ella dice que es porque la butaca es muy incómoda, pero yo creo que es por otras cosas, pues no para de hablar en sueños, de moverse, incluso el otro día vi cómo lloraba durmiendo. Creo que también se le han metido monstruos en el pecho, como a mí, y tampoco sabe cómo sacarlos.
Mientras ella ha estado durmiendo yo he cogido los cómics que me regaló mi amigo el otro día y, aunque ya los tengo casi todos, he vuelto a leerlos. Me encantan las historias de superhéroes, siempre he soñado con ser uno de ellos, siempre he querido tener algún superpoder… y mira por dónde al final he conseguido tener unos cuantos.
Y así, mi madre durmiendo a mi lado y yo leyendo, ha ido pasando la tarde hasta que, de pronto, alguien ha llamado a la puerta. Nos ha despertado a los dos, a ella de su sueño y a mí de mis aventuras en el cielo.
Se ha abierto la puerta, lentamente, y ha entrado ella: la persona que me ha salvado la vida.
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Luna
Luna ha entrado de la única forma que sabe hacerlo: corriendo.
Ha frenado justo antes de chocar con la cama. Ha estado a punto de tirar el gotero y de arrancarme la aguja que tengo clavada en el brazo.
Mi madre la ha cogido en bra