CIENTO TREINTA Y SEIS DÍAS ANTES
Una semana antes de que dejara a mi familia, Florida y el resto de mi vida anterior para irme a un internado de Alabama, mi madre insistió en celebrar una fiesta de despedida en mi honor. Decir que yo tenía pocas expectativas sería subestimar demasiado el asunto. Aun cuando me vi más o menos forzado a invitar a todos mis «amigos de la escuela», es decir, a la muchedumbre heterogénea de teatro y los «matados» de la clase de inglés con los que me sentaba por una necesidad social en la cavernosa cafetería de mi escuela pública, estaba seguro de que no vendrían. De todas maneras, mi madre perseveró, sumergida en la ensoñación de que yo le había guardado el secreto de mi popularidad todos estos años. Preparó una gran cantidad de salsa de alcachofas; decoró la sala de nuestra casa con banderolas verdes y amarillas, que correspondían a los colores de mi nueva escuela; compró dos docenas de explosivos de confeti con forma de refresco y los colocó en el borde de la mesa de centro.
Y cuando por fin llegó ese último viernes, cuando mi equipaje estaba casi del todo hecho, se sentó con mi padre y conmigo en el sofá a las 16.56 de la tarde y esperó con mucha paciencia la llegada de la Caballería del Adiós a Miles. Esta caballería estaba formada exactamente por dos personas: Marie Lawson, una diminuta chica rubia con gafas rectangulares, y su rechoncho (por decirlo con amabilidad) novio, Will.
—Hola, Miles —saludó Marie al sentarse.
—Hola —contesté.
—¿Cómo te han ido las vacaciones de verano? —preguntó Will.
—Bien, ¿y a vosotros?
—Bien. Participamos en Jesucristo Superstar. Yo ayudando con los escenarios. Y Marie con las luces —respondió Will.
—Qué bien. —Asentí como si supiera de qué se trataba, y ahí se acabaron nuestros temas de conversación. Podría haber hecho alguna pregunta acerca de Jesucristo Superstar, excepto que: 1) no sabía lo que era, 2) no me interesaba saberlo y 3) nunca se me han dado bien las conversaciones triviales. Mamá, sin embargo, puede sostener conversaciones triviales durante horas, así que logró prolongar la incomodidad preguntándoles sobre su horario de ensayo, cómo había ido la obra y si había sido un éxito.
—Creo que lo fue —dijo Marie—. Asistieron muchas personas, creo —Marie era del tipo de personas que creen mucho.
Por último, Will dijo:
—Bueno, solo hemos pasado a decirte adiós. Tengo que llevar a Marie a su casa antes de las seis. Diviértete en el internado, Miles.
—Gracias —contesté aliviado. Peor que hacer una fiesta a la que no asiste nadie es hacer una fiesta a la que solo asisten dos personas infinita y profundamente aburridas.
Se fueron, y me senté junto a mis padres a mirar el televisor apagado, con la intención de encenderlo pero a sabiendas de que no debía hacerlo. Sentía que me miraban y esperaban que me echara a llorar o algo así, como si no hubiera sabido siempre que pasaría. Pero sí lo sabía. Sentía su lástima al recoger la salsa de alcachofas para las patatas destinadas a mis amigos imaginarios, pero mis padres eran más dignos de lástima que yo: yo no estaba desilusionado. Mis expectativas se habían cumplido.
—¿Es por esto que te quieres ir, Miles? —preguntó mamá.
Lo medité un momento sin mirarla.
—Eh, no —dije.
—Bueno, entonces, ¿por qué? —preguntó. No era la primera vez que me lo preguntaba. A mamá no le hacía mucha gracia dejarme ir al internado y no lo ocultaba.
—¿Por mí? —preguntó papá.
Él también había asistido a Culver Creek, el mismo internado al que me dirigía, igual que sus dos hermanos y todos sus hijos. Creo que le gustaba la idea de que siguiera sus pasos. Mis tíos me habían contado historias de lo famoso que había sido en la facultad, de cómo se las había arreglado para montar follones y al mismo tiempo aprobar con las mejores calificaciones todas sus clases. Esa vida sonaba mejor que la que tenía yo en Florida. Pero no, no era por papá. No exactamente.
—Esperad.
Entré en el estudio de mi padre y encontré la biografía de François Rabelais. Me gustaba leer biografías de escritores, aunque (como en el caso de Rabelais) nunca hubiera leído nada de su obra. Pasé rápido las páginas hasta el final del libro y encontré una cita subrayada con fluorescente («¡NUNCA USES FLUORESCENTE EN MIS LIBROS!», me había advertido mi padre mil veces; pero ¿de qué otra manera se supone que puedes encontrar lo que buscas?).
—Este tipo —dije de pie en el umbral de la sala—, François Rabelais, era un poeta y sus últimas palabras fueron: «Voy en busca de un Gran Quizá». Ese es el motivo por el que me voy. No quiero esperar a morirme para empezar a buscar un Gran Quizá.
Eso los calló. Iba en busca de un Gran Quizá y sabían, igual que yo, que no lo iba a encontrar entre gente como Will y Marie. Me volví a sentar en el sofá, entre mamá y papá. Mi padre me abrazó y nos quedamos allí juntos mucho tiempo, hasta que nos pareció bien encender el televisor. Luego cenamos salsa de alcachofas y vimos un rato el Canal Historia. Y en lo que a fiestas de despedida se refiere, sin duda podría haber sido mucho peor.
CIENTO VEINTIOCHO DÍAS ANTES
El clima de Florida era bastante cálido, sin duda, y húmedo también. Tan bochornoso como para que se te pegara la ropa, como si fuera cinta adhesiva, y el sudor se escurriera como lágrimas de la frente a los ojos. Sin embargo, solo hacía calor fuera y por lo general únicamente salía para caminar de un sitio con aire acondicionado a otro.
Esto no me preparó para el singular calor con que uno se topa a veintidós kilómetros al sur de Birmingham, Alabama, en el Instituto Culver Creek. La camioneta de mis padres estaba estacionada sobre el césped a unos metros de mi dormitorio, la habitación 43. Pero cada vez que recorría el pequeño trecho hacia el coche para descargar lo que ahora parecían demasiadas cosas, el sol me quemaba la piel a través de la ropa con una ferocidad despiadada que me hacía temer seriamente el fuego del infierno.
Mamá, papá y yo tardamos tan solo unos minutos en descargar el coche; pero mi dormitorio sin aire acondicionado, aunque por suerte lejos de la luz del sol, apenas estaba un poco más fresco. La habitación me sorprendió: me había imaginado una alfombra gruesa, paredes con paneles de madera, muebles estilo victoriano. Excepto por el único detalle lujoso, un baño privado, la habitación era una caja. Con paredes de bloques de hormigón recubiertas con capas espesas de pintura blanca y un suelo de linóleo de cuadros verdes y blancos, el lugar parecía más un hospital que el dormitorio de mis fantasías. Una litera de madera sin acabados con colchones de vinilo estaba contra la ventana trasera de la habitación. Los escritorios, las cómodas y las librerías estaban todos fijos en las paredes, a fin de evitar la creatividad en la disposición de los muebles. Y no había aire acondicionado.
Me senté en la litera de debajo mientras mamá abría el baúl, tomaba una pila de las biografías que mi padre había estado de acuerdo en darme y las colocaba en las librerías.
—Puedo deshacer el equipaje yo, mamá —dije. Papá se puso de pie. Listo para partir.
—Déjame por lo menos hacer la cama —suplicó mamá.
—No, la puedo hacer yo. Está bien. —Porque no puedes prolongar estas cosas para siempre. En algún momento, te quitas la tirita y te duele, pero luego se te pasa y te sientes aliviado.
—¡Dios!, cuánto te vamos a echar de menos —exclamó de pronto mamá saltando entre la pila de maletas para llegar a la cama. Me puse de pie y la abracé. Papá también se acercó y nos dimos un abrazo los tres. Hacía demasiado calor y estábamos muy sudados como para que el abrazo durara mucho. Sabía que debía llorar, pero había vivido con mis padres durante dieciséis años, y nuestra primera intentona de separación me parecía que había tardado mucho en llegar.
—No te preocupes —dije sonriendo—. Ya aprenderé a hablar como un sureño. —Mamá rió.
—No hagas tonterías —dijo mi padre.
—Está bien.
—Nada de drogas. No bebas. No fumes. —Como ex alumno de Culver Creek, él había hecho cosas de las cuales yo solamente había oído hablar: fiestas secretas, correr entre los campos llenos de paja (cómo se quejaba de que en aquella época era solo para chicos), probar drogas, alcohol y tabaco. Le había llevado un tiempo dejar de fumar, pero sus días de chico malo quedaban bien lejos ahora.
—Te quiero. —Los dos lo soltaron de sopetón al mismo tiempo. Era necesario decirlo, pero las palabras hacían que todo fuera terriblemente incómodo, como si vieras a tus abuelos besarse.
—Yo también os quiero. Os llamaré los domingos. —Las habitaciones no tenían teléfono, pero mis padres habían solicitado que me instalaran en una habitación cercana a uno de los cinco teléfonos de monedas de Culver Creek.
Me abrazaron de nuevo, mamá primero y luego papá, poniendo fin a la despedida. Por la ventana trasera los vi tomar el camino de curvas, alejándose de la escuela. Debí haber sentido una tristeza sentimental, empalagosa quizá, pero sobre todo deseaba refrescarme, así que tomé una de las sillas del escritorio y me senté fuera de mi cuarto a la sombra de los aleros colgantes, esperando una brisa que nunca llegó. El aire de fuera era tan opresivo e inmóvil como el de dentro. Observé mis nuevos dominios: seis edificios de una planta, cada uno con dieciséis habitaciones, formando un hexagrama alrededor de un gran círculo de césped. Parecía un viejo motel de gran tamaño. En todas partes, chicos y chicas se abrazaban, sonreían y caminaban juntos. Esperaba vagamente que alguien se me acercara y hablara conmigo. Me imaginé la conversación:
—Hola. ¿Es tu primer año?
—Sí, sí. Soy de Florida.
—Qué bien. Entonces, ya estarás acostumbrado al calor.
—No podría estar acostumbrado a este calor ni siquiera viniendo del Hades —bromearía. Daría una buena impresión para comenzar. «Ah, es chistoso. Ese tal Miles es un chico muy divertido.»
Eso no sucedió, claro está. Las cosas nunca suceden como las imagino.
Aburrido, volví a entrar, me quité la camisa y me senté sobre el colchón de vinilo de la litera de debajo, empapado de sudor, y cerré los ojos. Nunca había vuelto a nacer con el bautismo, las lágrimas y todo eso, pero no podía ser mucho mejor que renacer como un tipo sin pasado conocido. Pensé en las personas sobre las que había leído que habían estudiado en internados y en sus aventuras: John F. Kennedy, James Joyce y Humphrey Bogart. A Kennedy, por ejemplo, le encantaba hacer trastadas. Pensé en el Gran Quizá, en las cosas que podrían suceder, en las personas que podría conocer y en quién podría ser mi compañero de cuarto (había recibido una carta unas semanas antes donde solo me decían su nombre: Chip Martin). Quienquiera que fuera el tal Chip Martin, esperaba que trajera de verdad un arsenal de ventiladores superpotentes, porque yo no había metido ninguno en mi equipaje y ya sentía cómo el sudor formaba pequeños charcos en el colchón de vinilo, lo cual me pareció tan asqueroso que fui a buscar una toalla para limpiar el sudor. Luego pensé: «Bueno, antes de la aventura primero hay que deshacer el equipaje».
Me las arreglé para pegar un mapamundi en la pared y colocar la mayor parte de mi ropa en cajones, antes de notar que el aire caliente y húmedo hacía que hasta las paredes sudaran; entonces decidí que no era el momento para el esfuerzo físico. Era el momento para un delicioso baño frío.
En el pequeño cuarto de baño había un espejo de cuerpo entero detrás de la puerta, así que no podía escapar a mi reflejo desnudo al inclinarme para abrir el grifo de la ducha. Mi delgadez siempre me sorprendía: mis brazos delgados no parecían ensancharse mucho más de las muñecas hacia los hombros, mi pecho carecía del más mínimo indicio de grasa y de músculo, y yo me pregunté avergonzado si podría hacerse algo con el espejo. Abrí la lisa cortina blanca de la ducha y, agachándome, me metí.
Por desgracia, la ducha parecía haber sido diseñada para alguien de poco más de un metro de estatura, por lo que el agua fría me golpeó la caja torácica baja, con toda la fuerza de un grifo abierto. Para mojarme la cara empapada de sudor, tuve que abrir las piernas y ponerme en cuclillas. Con toda seguridad, John F. Kennedy (que medía un metro ochenta según su biografía, es decir, exactamente lo mismo que yo) no tenía que ponerse en cuclillas en su internado. No, esta escuela era algo del todo diferente, y a medida que el agua iba empapando poco a poco mi cuerpo, me pregunté si aquí encontraría un Gran Quizá o si había cometido un grave error de cálculo.
Cuando abrí la puerta del baño después de ducharme, con una toalla envuelta alrededor de la cintura, vi a un chico de baja estatura, fornido, con una gran mata de pelo castaño. Estaba entrando una gigantesca bolsa de lona color verde militar por la puerta de mi habitación. Medía un metro cincuenta, pero tenía un cuerpo musculoso, como un modelo a escala de Adonis, y con él penetró un olor a humo de tabaco rancio. «Genial —pensé—, estoy delante de mi compañero de cuarto desnudo.» Metió la bolsa de lona con dificultad en la habitación, cerró la puerta y se dirigió hacia mí.
—Soy Chip Martin —anunció con una voz profunda, de locutor de radio. Antes de que pudiera responder, añadió—: Te daría la mano, pero creo que es mejor que sujetes bien la toalla hasta que puedas ponerte algo de ropa.
Me reí y asentí (eso está bien, ¿verdad?, ¿asentir?) y dije:
—Yo soy Miles Halter. Encantado de conocerte.
—¿Miles, como en las miles de millas «que hay que avanzar antes de irse a dormir»? —me preguntó.
—¿Qué?
—Es un poema de Robert Frost. ¿Nunca lo has leído?
Negué con la cabeza.
—Considérate afortunado. —Sonrió.
Saqué ropa interior limpia, unos shorts azules de fútbol marca Adidas y una camiseta blanca; murmuré que regresaba dentro de un segundo y me volví a meter en el baño. ¡Vaya con las primeras impresiones!
—Oye, ¿dónde están tus padres? —pregunté desde el baño.
—¿Mis padres? En este momento mi padre está en California. Quizá sentado en su sillón reclinable. Quizá conduciendo su camión. Pero, sea como sea, seguro que está bebiendo. Mi madre probablemente esté saliendo ahora de la escuela.
—Ah —dije ya vestido, no muy seguro de cómo responder a tan personal información. No debí haber preguntado, supongo, nada sobre él.
Chip tomó unas sábanas y las lanzó a la litera de arriba.
—Soy un hombre de litera superior. Ojalá no te moleste.
—Eh, no. Por mí está bien.
—Veo que has decorado el lugar —dijo señalando el mapamundi—. Me gusta.
Luego empezó a enumerar países. Hablaba de manera monótona, como si lo hubiera hecho miles de veces antes.
Afganistán.
Albania.
Andorra.
Angola.
Argelia.
Y así sucesivamente. Terminó la letra A antes de alzar la vista y ver mi cara de incredulidad.
—Podría recitar el resto de la lista, pero tal vez te aburriría. Es algo que he aprendido durante el verano. ¡Dios!, no te puedes imaginar lo aburrido que es New Hope, Alabama, en verano. Tanto como ver crecer granos de soja. ¿Tú de dónde eres, por cierto?
—De Florida.
—Nunca he estado ahí.
—Es bastante increíble lo de los países.
—Sí, todo el mundo tiene un talento. Yo puedo memorizar cosas. ¿Y tú puedes…?
—Hummm, conozco muchas de las últimas palabras de gente famosa. —Era una indulgencia lo de aprender las últimas palabras de la gente. Otros tenían chocolates; yo tenía declaraciones en el lecho de muerte.
—¿Por ejemplo?
—Me gustan mucho las de Henrik Ibsen. Era un dramaturgo. —Sabía mucho de Ibsen, pero nunca había leído ninguna de sus obras. No me gustaba leer obras. Me gustaba leer biografías.
—Sí, sé quién era —afirmó Chip.
—Bueno, pues después de un tiempo de estar enfermo su enfermera le dijo: «Parece encontrarse mejor esta mañana». Ibsen la miró y le contestó: «Al contrario», y luego murió.
Chip rió.
—Es mordaz. Pero me gusta.
Me dijo que estaba en su tercer año en Culver Creek. Había comenzado en el noveno curso el primer año de la escuela, y ahora estaba en el decimoprimero, como yo. Chico de beca, dijo. Completa. Había oído que era la mejor escuela en Alabama, así que escribió en su carta de solicitud que él quería asistir a una escuela donde pudiera leer libros grandes. El problema, decía en la carta, era que en casa su padre siempre lo golpeaba con los libros, así que Chip, para su propia seguridad, procuraba tener libros cortos de tapa blanda. Sus padres se divorciaron cuando estaba en décimo curso. Le gustaba «el Creek», como él lo llamaba, pero «tienes que ir con cuidado aquí, con los alumnos y con los maestros. Y yo detesto tener que ir con cuidado», sonrió con presunción. Yo también odiaba tener que ir con cuidado, o al menos eso quería.
Me dijo esto mientras hurgaba en su bolsa de lona y lanzaba ropa en los cajones con total descuido. Chip no pensaba que fuera necesario tener un cajón para calcetines o un cajón para camisetas. Creía que todos los cajones habían sido creados iguales y llenaba cada uno con lo que le cupiera. A mi madre le hubiera dado un patatús.
En cuanto hubo terminado de «deshacer la bolsa», Chip me golpeó fuerte en el hombro.
—Espero que seas más valiente de lo que pareces —dijo saliendo por la puerta, que dejó abierta. Se volvió unos segundos después y me vio, de pie, inmóvil—. Bueno, vamos Miles de millas, que hay que avanzar Halter. Tenemos mucho que hacer.
Llegamos a la sala de televisión, la cual, según Chip, tenía la única televisión con cable de la escuela. Durante el verano, servía de unidad de almacenaje. Atestada casi hasta el techo con sofás, refrigeradores y alfombras enrolladas, en la sala de televisión pululaban chicos tratando de encontrar y acarrear sus cosas. Chip saludó a algunos, pero no me las presentó. Mientras deambulaba por el laberinto apilado de sofás, yo permanecía cerca de la entrada, tratando de no bloquear a los compañeros de cuarto en sus maniobras para sacar los muebles por la estrecha puerta principal.
Le llevó diez minutos a Chip encontrar sus cosas, más una hora durante la cual fuimos y vinimos cuatro veces alrededor del círculo de dormitorios, entre la sala de televisión y la habitación 43. Para cuando terminamos, yo quería meterme en la mininevera de Chip y dormir mil años, pero Chip parecía inmune tanto a la fatiga como a la insolación. Me senté en su sofá.
—Lo encontré tirado en un bordillo de mi vecindario hace un par de años —dijo señalando el sofá mientras se afanaba en montar mi PlayStation 2 encima de su baúl de efectos personales—. Debo reconocer que la piel tiene algunas grietas, pero no manchas. Es un sofá de mala calidad. —La piel tenía más que algunas grietas, era un treinta por ciento de piel sintética de color azul cielo y un setenta por ciento de espuma, pero creo que era cómodo.
—De acuerdo, ya casi hemos terminado. —Se acercó a su escritorio y sacó un rollo de cinta de embalaje de un cajón—. Solo necesitamos tu baúl.
Me levanté, saqué el baúl de debajo de la cama y Chip lo colocó entre el sofá y la PlayStation 2, y empezó a cortar delgadas tiras de cinta de embalaje. Las pegó en el baúl de manera que se leyera MESA PARA CAFÉ.
—Lista —dijo. Se sentó y colocó los pies sobre la… eh… mesa para café—. Terminado.
Me senté junto a él, me miró y dijo de pronto:
—Escucha, yo no seré quien te abra las puertas a la vida social de Culver Creek.
—Ah, bueno —dije, pero podía notar cómo las palabras se atoraban en mi garganta. ¿Acababa de cargar su sofá bajo un sol blanco de tan ardiente y ahora no le caía bien?
—Básicamente, existen dos grupos aquí —explicó con una urgencia creciente—. Tienes los internos regulares, como yo, y tienes los Guerreros Semaneros; ellos están internados aquí, pero todos son niños pijos que viven en Birmingham y se van a las mansiones con aire acondicionado de sus padres todos los fines de semana. Son chicos populares. No me caen nada bien y me parece que yo tampoco a ellos, así que si has venido aquí pensando que, como eras la gran mierda en la escuela pública lo serás también aquí, lo mejor es que no te vean conmigo. Has ido a una escuela pública, ¿verdad?
—Eh… —balbuceé. Distraído, empecé a pellizcar las grietas en la piel del sofá, hurgando con los dedos en la espuma.
—Sí, claro que has ido, porque si hubieras ido a una escuela privada los horribles shorts que llevas te quedarían bien. —Rió.
Yo llevaba los shorts justo debajo de la cadera y pensaba que me quedaban genial. Por fin contesté:
—Sí, he ido a una escuela pública. Pero no era una gran mierda allí, Chip. Era una mierda regular.
—¡Ah! Eso está bien. Y no me llames Chip. Llámame Coronel.
Reprimí las ganas de reír.
—¿Coronel?
—Sí, Coronel. Y a ti te llamaremos… hummm… Gordo.
—¿Qué?
—Gordo —dijo el Coronel—. Porque estás delgado. Es una ironía, Gordo. ¿Sabes lo que es? Ahora, vamos a por tabaco y empecemos bien el año.
Salió de la habitación, suponiendo de nuevo que lo seguiría, y esta vez lo hice. Gracias a Dios, el sol se iba poniendo en el horizonte. Avanzamos cinco puertas hasta la habitación 48. Una pizarra estaba pegada en la puerta con cinta adhesiva. En tinta azul se leía: «¡Alaska tiene habitación individual!».
El Coronel me explicó que: 1) esa era la habitación de Alaska, 2) ella tenía una habitación individual porque a la chica que debía ser su compañera de cuarto la habían expulsado al final del año anterior, y 3) Alaska tenía cigarrillos, aunque el Coronel olvidó preguntar si 4) yo fumaba, lo cual 5) no hacía.
Tocó una vez fuerte. A través de la puerta una voz gritó:
—Entra, hombre pequeñito, tengo la mejor historia de todas.
Entramos. Me volví para cerrar la puerta detrás de mí, pero el Coronel negó con la cabeza:
—Después de las siete, tienes que dejar la puerta abierta si estás en la habitación de una chica.
Apenas lo oí: delante de mí estaba la chica más sexy de toda la historia de la humanidad, en vaqueros recortados, con una blusa de tirantes color naranja. Estaba hablando con el Coronel en voz muy alta y rápido.
—Así que el primer día de verano estoy en el viejo Vine Station con un chico llamado Justin y estamos en su casa viendo la televisión en el sofá. Para entonces, quiero que lo sepas, yo ya salía con Jake (de hecho, sigo saliendo con él, lo cual en sí mismo es un milagro), pero Justin es amigo mío de cuando era niña y tan solo estábamos viendo la televisión y hablando de los resultados de los exámenes de admisión a la universidad o algo así. Entonces Justin coloca su brazo alrededor de mis hombros y pienso: «Ah, qué mono, hemos sido amigos tanto tiempo que se siente totalmente cómodo», y seguimos hablando. Luego, estoy a la mitad de una frase sobre analogías o algo así y como un halcón baja la mano y me toca la teta como si fuera un claxon. Piii. Como un sonido de claxon demasiado firme, de dos o tres segundos. Piii. Y lo primero que pienso es: «Está bien, ¿y ahora cómo aparto esta garra de mi teta antes de que deje marcas permanentes?». Y lo segundo que pienso es: «No puedo esperar a contar lo que ha pasado a Takumi y al Coronel».
El Coronel se rió. Yo seguía mirando, azorado en parte por la fuerza de la voz que emanaba de esa chica pequeña (pero llena de curvas) y en parte por la gigantesca hilera de libros que se formaba en sus paredes. Su biblioteca llenaba los entrepaños y luego se desbordaba hacia un sinfín de pilas de libros que nos llegaban a la cintura, amontonados sin orden ni concierto contra las paredes. Si uno solo se moviera, pensaba, el efecto dominó nos podría devorar a los tres en una masa asfixiante de literatura.
—¿Quién es este chico que no se ríe de mi muy chistosa historia? —preguntó.
—Ah, sí, Alaska, este es Gordo. El Gordo memoriza las últimas palabras de la gente famosa. Gordo, ella es Alaska. Le han tocado una teta cual si fuera un claxon durante este verano. —Ella se acercó a mí con la mano extendida; luego la hizo virar rápido hacia abajo en el último momento y me bajó los shorts.
—¡Estos son los shorts más grandes del estado de Alabama!
—Me gusta ir holgado —dije avergonzado, y me los subí. Me parecía genial usar shorts en casa, en Florida.
—Hasta ahora, en el tiempo que llevamos siendo amigos, Gordo, ya he visto tus piernas de pollo demasiadas veces —dijo el Coronel impasible—. Oye, Alaska, véndenos unos cigarrillos.
Entonces, de algún modo, el Coronel me convenció para que pagara cinco dólares por un paquete de Marlboro Light que no tenía intención de fumar. Invitó a Alaska a que se uniera a nosotros, pero ella contestó:
—Tengo que