Cada noche te escribo

Patricia Benito

Fragmento

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prólogo

No sabemos nada, nada del amor. Quizá algunas cosas. Que todas las historias de amor son historias de fantasmas, como decía Foster Wallace. Que es siempre más feliz quien más amó —y que ese siempre fui yo—, como decía Julio Iglesias. Que si algo no puede hacerte daño, tampoco te hará feliz, como decía Fito. Qué sé yo. Que el amor es un fenómeno de la atención, como decía Ortega y Gasset. Que hay algo mejor que ser pareja y es ser brigada, como decía León Benavente. Que «mataremos juntos si te place», que «saquearemos juntos si lo quieres, aunque mucho la sangre me repugne», que «tus rivales ya son rivales míos», que «mañana el mar inmenso nos espera», como decía Julio Martínez Mesanza.

Que cuando una se desenamora se inicia «la pequeña vida del sobreviviente de la catástrofe del amor»; que cuando una se desenamora saluda al mundo con un «ya no estoy loca», como decía Cristina Peri Rossi. Que el amor es «desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo, alentado, mortal, difunto, vivo», como decía Lope de Vega. Que el amor a veces va de que nos duele una mujer o un hombre en todo el cuerpo, como decía Borges.

No sabemos nada del amor. Quizá algunas cosas: que es muy fácil fingir que se quiere a alguien a quien no se quiere, pero que es imposible fingir que uno no ama a alguien cuando se le ama, como decía Yorgos Lanthimos. Que a veces nos gustan los hombres que protestan porque los confundimos con los valientes; y los hombres que nos ignoran porque los confundimos con los interesantes, como decía Carmen Camacho. Que, a pesar de que no lo creas, «en algún lugar, alguien está viajando furiosamente hacia ti», como decía John Ashbery. Que el amor es algo complejo que empieza cuando conoces a alguien cuyo cuerpo parece que llevase años preguntando por el tuyo, como decía Alvite.

Que la más tremenda pena negra cuando alguien nos abandona es que jamás llegará a saber quién fuimos ni por qué nos amaron otros, como decía Idea Vilariño. Que «para toda la vida no basta un solo amor, tal vez el nuestro sea para toda la muerte», como decía Luis Rosales. Que el amor también se rompe «de tanto usarlo, de tanto loco abrazo sin medida», como decía Rocío Jurado. Que al final de todo, allá a la muerte —y costará creerlo—, mi cráneo no estará a tu lado, como decía Luis Alberto de Cuenca. Que lo que eres me distrae de lo que dices, como aseguraba Cernuda.

No sabemos nada del amor: apenas unas pinceladas torpes, sólo un puñado de canciones y de películas que establecieron las bases de nuestra sentimentalidad renqueante, de una devoción abstracta en constante construcción, con agonía infinita, corriendo asfixiadas hacia ninguna parte, sin garantías jamás, sin probabilidades, sin ciencia. Todo en el amor es salto. Todo en el amor es atrevimiento, como en la escritura.

Antes pensaba que lo más sabio que uno podía hacer ante el agujero negro del enamoramiento era quedarse muy quieto, inmóvil: no llamar, no buscar, no hacer nada. Luego entendí que, si no hacemos nada, siempre son los otros los que deciden sobre nuestra vida. Creo que aparte de eso no hay consejo posible, no hay predicción, no hay experiencia que valga; no hay psiquiatría, ni biología, ni psicología. No hay estrategias, no hay horóscopos. El amor es el secreto del mundo. El amor es mito. Y símbolo. Y sueño.

Todo en el amor es retrasar la hostia previsible, esquivarla en elegante danza o recordar que golpea más fuerte quien golpea primero. Da igual lo que nos hayan contado: el amor duele, porque el amor va de pactar con la realidad cuando nuestras expectativas, nuestras ficciones y nuestros deseos lo devoran todo, lo exigen todo, lo inundan todo. En ese contraste está el daño y también está la gracia. Veamos cómo de miura viene nuestro masoquismo. Mierda: es increíble cuánta esperanza se necesita para ser un romántico —ya lo avisaban en Fleabag—. Por todo eso pienso que menos mal que Patricia escribe. Para vivir. Para elegir. Para expectorar. Para tener palabra y, a ser posible, la última.

No sabemos nada del amor, pero cuando leo a Patricia Benito casi que le distingo las costuras. Sus poemas me parecen cuadritos de Nigel Van Wieck. La mujer que espera. La mujer que se desabrocha ella sola la cremallera de la espalda. La mujer que se hunde en el metro. La mujer que se desploma sobre la mesa o abre las piernas deshecha en la silla. La mujer que folla en la puerta de un pub en la noche con euforia silenciosa, como en los sueños lúbricos. La mujer que lee con los pechos desnudos. La mujer que piensa. La mujer que sabe más de lo que dice.

La mujer que regresa a su cuerpo después del amor —«estoy a punto de llegar / y poco importa si lo sabes»–. La mujer que ve cosas de nosotros mismos que nosotros aún no. La mujer que se autoboicotea. La mujer intuitiva. La mujer melancólica. La mujer que es todos los animales contemplativos, como los gatos hechiceros en las calles del verano. La mujer que es todos los animales depredadores. La mujer que es también todos los animales heridos. La mujer que quiere ser otras mujeres —«una batalla agotadora e innecesaria»—.

Los hombres de sus cuadros nunca me importan demasiado. Son hombres distantes, hombres abstraídos, hombres estúpidos incapaces de asir la belleza, la profundidad, la ansiedad de las hembras poéticas. Igual me pasa con los destinatarios —¿o el?— de las palabras de la Benito: que me la pelan. Sólo me interesa ella, lo que tiene que decir, por qué a veces suplica, en qué ocasión dice «basta», por qué huye la mitad del tiempo —«todos los sitios en los que me escondía / están llenos de gente»— y la otra mitad se estanca, qué está escondiendo, a dónde va, a qué huele su pintalabios, por qué a veces es tan dócil —«fui tan pequeña a tu lado, amor, tan diminuta»— y a veces tan orgullosa —«por si te lo preguntas alguna vez: ya no me acuerdo»—, por qué me escama su dulzura y por qué se pone tan guapa cuando afila el colmillo y lo clava.

Mi poesía favorita siempre es la poesía de revancha. «Ya nunca es por ti. / La pena, la alegría, las ganas, los nervios, el miedo, la huida, el deseo, la duda, la fe. / Ya nada de eso es por ti», escribe. O: «Ya nadie me dijo que sólo podía sobrevivir uno: el más cruel de los dos».

No sabemos nada, nada del amor. Quizá algunas cosas. Y Patricia Benito las conoce todas.

LORENA G. MALDONADO

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«No hagan esto en sus casas».

LUIS BREA, El verano del incendio

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amagos

Ya nunca escribo solo para mí. Acabo de descubrir que nunca lo hice. Nunca escribí solamente por el placer o la necesidad de contarme. Siempre me dirigía a alguien con la estúpida esperanza de que eso le acercara a mÃ

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