Es un raro placer que nos ahorma
hallar un viejo libro
con la ropa que usaba en aquel tiempo,
creo que un privilegio.
Cogerle de la mano venerable,
calentarla en la nuestra
y dar un paso o dos hacia el pasado,
al tiempo en que era joven.
Sondear sus extrañas opiniones,
averiguar cuál es su pensamiento
sobre asuntos en que los dos pensamos,
lo que se ha escrito acerca de los hombres.
Lo que a los sabios más apasionaba,
sobre qué discutían,
cuando Platón era una certidumbre
y Sófocles un hombre.
Safo era una muchacha
y Beatriz vestía
el ropaje que Dante hizo divino.
Cosas que sucedieron hace siglos
y que él cuenta con naturalidad,
como alguien de visita que nos dice
que todo lo soñado es verdadero
porque vivió donde los sueños nacen.
Su presencia es como un encantamiento.
Le suplicamos: ¡Quédate! Los libros
niegan con su cabeza de vitela
para luego escaparse de las manos.
Desde luego, rezaba.
¿Y le importaba a Dios?
Le importaba lo mismo que si un pájaro
imprimiese sus huellas en el aire.
Y yo gritaba: «Dame».
Mi razón y mi vida
las tengo porque Tú quisiste dármelas.
Hubiera sido más caritativo
dejarme allí en la tumba de los átomos,
contenta, nada, alegre, adormecida,
que darme esta amargura que me duele.
Morí por la Belleza, pero apenas
ahormada en la tumba.
otro murió por la Verdad, y estaba
en un lugar contiguo.
Me preguntó en voz baja: «¿De qué has muerto?».
Dije: «Por la Belleza».
«Pues yo por la Verdad. Y son lo mismo.»
Añadió: «Hermanos somos».
Así, como parientes que se encuentran
de noche, conversamos.
Hasta que el musgo nos llegó a los labios
y cubrió nuestros nombres.