El misterio de Punta Escondida (Rexcatadores 1)

Juan Gómez-Jurado
Bárbara Montes

Fragmento

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1

¡Sé cuidarme solo!

—Va a ser el verano más aburrido de mi vida —pensó Max.

La alegre camiseta de Los Vengadores que llevaba el niño chocaba con su gesto enfadado. Max miraba cómo cambiaban los paisajes desde la ventanilla del tren. Primero los colores grises de la ciudad, después los amarillos de los campos del interior del país y por último, según se acercaban a la costa, los verdes de los bosques que rodeaban el pequeño pueblo en el que vivían sus abuelos.

Sus padres le dijeron que pasaría el verano en casa de sus abuelos, los padres de su madre, porque ellos se iban a un largo crucero alrededor del mundo. Hacía siglos que Max no iba a casa de sus abuelos y solo los veía cuando venían de visita a la ciudad, lo cual no era muy a menudo. Todavía recordaba la fuerte discusión que había tenido con sus padres a causa de esa inesperada estancia en casa de los abuelos. Estaban en la cocina de su piso en la ciudad y fue algo así:

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—No sé por qué tengo que ir con los abuelos. Ya tengo once años, sé cuidar de mí mismo. Puedo quedarme en casa solo —protestó Max.

—¿Quién va a hacerte la comida? ¿Te has convertido en un gran cocinero y no nos has dicho nada? —preguntó su madre.

—¡Comeré bocadillos! Es fácil hacer bocadillos. Solo hay que meter algo entre dos panes. Jamón de york, mortadela, gominolas o algo así —contestó el niño.

—Max, te estás comportando como un bebé, no puedes quedarte solo en casa todo el verano. ¿Quién se ocupará de ti si te pones enfermo? —añadió su padre.

—SÉ CUIDARME SOLO. ¡SOY MAYOR! —insistió Max, y salió de la cocina muy enfadado y dando un portazo.

Recordando ese momento ahora, tres días más tarde de que sucediese, solo se arrepentía de haber dado ese portazo, ya que sus padres le castigaron sin jugar a sus videojuegos hasta el momento de coger el tren. Tampoco le dejaron llevarse la consola a casa de los abuelos por si se rompía en el viaje.

Así que, sí, iba a ser el verano más aburrido de su vida.

Por lo menos había podido llevar su móvil; y gracias a él planeaba mantenerse en contacto con sus amigos. No esperaba conocer a muchos niños en un pequeño y aburrido pueblo de la playa viviendo con dos ancianos locos.

Sí, los abuelos de Max eran, por decirlo de una manera suave, un poco raros. El abuelo Godofredo era un científico que siempre llevaba unas gafas de aviador, una chaqueta de cuero marrón, una camisa blanca y unos pantalones bombachos también marrones... BOMBACHOS. MARRONES. ¿¿Quién se viste así hoy en día?? Su nariz grande, su pelo blanco y desgreñado, sus ojos alegres y su boca siempre sonriente, le daban un aire amable que se evaporaba tan pronto hablabas con él diez minutos y te dabas cuenta de que vivía por y para su ciencia. Solo hablaba de ciencia. Y de ciencia rara. Cosas que no existían como los viajes en el tiempo, la vida en otros planetas, los monstruos marinos y cosas así.

La abuela Agatha parecía eso, una dulce abuelita, recogía su largo pelo blanco en una trenza medio deshecha que caía por su hombro izquierdo, alta y delgada, vestía siempre blusas de colores y pantalones azules a juego con sus ojos risueños (sus pantalones eran también bombachos. ¿¿Qué tenían sus abuelos con los bombachos??), pero Max había aprendido bien pronto a no guiarse por las apariencias.

La abuela era otra científica. Su especialidad era la química, además de una antigua disciplina llamada alquimia. Y SOLÍA CONFUNDIR LOS INGREDIENTES DE LA COCINA CON LOS DE SU LABORATORIO. Comer sus guisos era toda una aventura... Y no de las divertidas. Y ahora iba a tener que comer lo que cocinasen sus abuelos durante todo el verano. Su verano no iba a ser solo aburrido, también iba a ser peligroso.

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2

Un sobre misterioso

Max llegó a la estación de trenes de Bahía Calamar, el pueblo donde vivían los abuelos. Esta era muy diferente de la moderna estación de la ciudad en la que había cogido el tren, toda acero, cristal, cemento y conexiones wifi. Aquí no había más que el andén y un antiguo y diminuto edificio de ladrillo rojo, que no animaba a entrar en él. Con total seguridad la abuela Agatha estaría allí esperándole. Además, quería llamar a sus padres con el móvil en un último intento por convencerles de que este viaje era una mala idea.

«Seguro que si lloro un poco se compadecen de mí. Como aquella vez que quemé la alfombra del salón ACCIDENTALMENTE», pensó Max.

Max miró a su alrededor y se dio cuenta de que no había nadie más en el andén. Solo él se había bajado en la estación de Bahía Calamar, nadie visitaba un lugar como este. Había que estar chiflado para querer pasar el verano en aquel lugar remoto y solitario. Y por lo visto, sus padres estaban más que chiflados si pensaban que terminaría disfrutando de sus vacaciones en casa de los abuelos.

Max se dirigió al edificio, que albergaba en su interior una cafetería, unos cuartos de baño públicos y las taquillas en las que los pasajeros podían comprar sus billetes de tren. Ni una máquina de dulces ni un quiosco donde comprar su revista favorita de videojuegos, ni, por supuesto, cobertura para el móvil.

No podría hablar con sus padres.

¡NO PODRÍA HABLAR CON NADIE DE LA CIUDAD EN TODO EL VERANO!

El edificio de la estación estaba tan abandonado como el andén, exceptuando a un señor bajito y rechoncho, vestido con un traje de color azul marino con botones dorados, que lucía un gracioso y anticuado bigotito bajo una nariz del tamaño, forma y color de una berenjena.

—Perdona, jovencito, ¿eres Max? —le preguntó el señor bajito y rechoncho, vestido con un traje de color azul marino con botones dorados, que lucía un gracioso y anticuado bigotito bajo una nariz del tamaño, forma y color de una berenjena.

—Sí, soy yo. Contestó Max.

—Tu abuela Agatha me ha dicho que te entregue este sobre. No va a poder venir a buscarte, calculó mal la llegada de tu tren y vino a la estación hace cuatro horas... Así que tendrás que caminar hasta Punta Escondida, que es donde viven Agatha y Godofredo. Yo puedo indicarte por donde ir si no sabes. Lamento no poder llevarte yo mismo, pero estoy trabajando y no puedo dejar la estación.

Max miró a su alrededor y se preguntó quién iba a notar que el señor bajito y rechoncho, vestido con un traje de color azul marino con botones dorados, que lucía un gracioso y anticuado bigotito bajo una nariz del tamaño, forma y color de una berenjena, abandonaba la estación.

No había nadie allí... Ni parecía que lo fuese a haber.

Aun así, no dijo nada, solo cogió el extraño sobre amarillento y dio las gracias al hombrecillo con una sonrisa.

—No, no se preocupe, creo que sabré llegar. Muchas gracias, señor.

Max salió a la calle y miró el sobre.

Parecía antiguo.

Por un lado ponía PARA MAX DE LA ABUELA en grandes letras, cada

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