Así comienza «Mirafiori», la nueva novela de Manuel Jabois
¿Qué harías si la mujer de la que estás enamorado te confía que ve fantasmas? Valentina Barreiro y el narrador de esta historia se conocieron en la adolescencia y han compartido un secreto toda su vida. Cumplidos los cuarenta, Valentina es una actriz de éxito y él un hombre despechado y sin fortuna. Será entonces cuando lleguen a conocerse de verdad. Manuel Jabois regresa con «Mirafiori», una historia sobre la belleza de aquello que no tiene explicación. A continuación, LENGUA ofrece en exclusiva el primer capítulo de la novela.
Por Manuel Jabois
Manuel Jabois. Crédito: Jairo Vargas.
No me esperará dentro de la estación sino en la calle, apoyada en la puerta de un Fiat 131 Mirafiori con un Ducados en la boca para encenderlo con una cerilla en cuanto me vea, como si su director le hubiese dicho «¡acción!». Todo parecerá casual, pero en su cabeza habrá transcurrido una y otra vez. Se habrá despertado pronto para probarse un montón de ropa, alguna aún con la etiqueta colgada para devolverla después, y terminar eligiendo, como siempre, el vestido corto negro y las botas altas negras que tanto me gustaron cuando la acompañé al festival de Sitges. Habrá estado delante del espejo una hora —lo sé porque la cronometraba—, y al final decidirá no maquillarse apenas, solo una sombra en los ojos, pero no porque ella se vea mejor sino porque sé que su rostro lavado es el mejor de todos los que usa en la vida y en las películas, incluido el rostro que me vio al límite de la muerte en nuestro piso en Madrid, la misma mirada de Faye Dunaway a Warren Beatty cuando comprende en Bonnie & Clyde que los van a matar en segundos; esa belleza absoluta que solo aparece al fondo del terror, cuando ya todo da igual y lo que os pase os va a pasar a los dos al mismo tiempo, y nunca más se quedará ninguno solo, es decir, sin el otro.
Meteré el cargador del móvil en la bolsa cuando la megafonía del tren avise de que estamos entrando en la estación María Zambrano. Me despediré del chico al que le he pagado la cerveza en la cafetería, para entonces un viejo amigo, un adolescente amable, tímido y fuerte, con la esperanza de que no me acompañe por el andén, pues a veces basta que te despidas de alguien para no quitártelo nunca de encima. Aún en el tren beberé un sorbo de agua para dejar la botella vacía en el asiento, como siempre, cogeré la bolsa de viaje y saldré del vagón prediciendo el tiempo que hará esta noche, si seguirá el calor sofocante del mediodía o refrescará lo suficiente. No me pondré la chaqueta, que llevaré colgada del brazo, y la bolsa pequeña hará que ella piense —pero no diga— que siempre viajo con lo justo, ya sea ropa o enseres personales. No encenderé un pitillo hasta que salga de la estación, no miraré el móvil mientras dejo atrás el tren (por si ella me ha escrito un mensaje para decirme que no viene y no me queda más remedio que leerlo). Tampoco caminaré rápido por si me pongo a sudar, ni miraré a los lados como un fugitivo. Tendré ganas de verla, muchas, pero no tantas de estar con ella, y eso lo sabré porque en los cinco últimos años le he dado muchas vueltas a nuestra relación y al efecto que produce en mí.
En la vida y en la muerte
Lo dejamos hace un tiempo, pero no el suficiente para que yo no recuerde ciertas cosas. Por ejemplo, que sonreirá al verme, una sonrisa desganada que va entre un «me has hecho perderme el rodaje de hoy» y un «más te vale que merezca la pena». Nos daremos dos besos —ella en los pómulos, como cuando me castigaba; yo con retardo, apoyando los labios en su cara y haciendo el ruido del beso al separarlos, para hacerla reír, y se reirá— y me preguntará qué tal el viaje. Le diré que odio los trenes y volverá a contarme —no es pesada, solo tiene mala memoria— que en un vagón se aprendió el papel de Reyerta, la película que la hizo famosa; le diré que, más que famosa, conocida, y que para las líneas de guion que tenía lo mismo hubiera servido que viajase en avión. Volverá a reír y le diré que en el cine habrá conocido a hombres más guapos, más altos y más fuertes, pero a ninguno que la haga reír como yo, y me contestará que, a su edad, a los hombres los quiere para pasearlos, como los vestidos, porque para reírse le bastan sus amigas. Recordaré que en los últimos tiempos me aburrían sus frases ingeniosas, que se notaba muchísimo que sus guionistas desechaban por artificiales.
Nos subiremos a su coche, iremos al Pimpi a tomar manzanillas, y en algún momento de la tarde ella querrá pillar y yo le diré que lo dejé hace cinco años, el día que nos separamos, y me dirá que no quiero pillar porque nunca se me levanta cuando me meto, y le diré que ya no me hace falta pillar para que no se me levante, y se reirá porque, «de todos modos, no íbamos a acostarnos». Yo no le diré por qué prefiero no pillar; ella no preguntará porque preferirá no saberlo, y hablaremos de nuestros amigos (los despellejaremos poniendo énfasis en que los queremos mucho) y de nuestros trabajos, tratando sutilmente de quedar uno por encima del otro utilizando perversas tácticas pasivo-agresivas. No me besará, nunca me besará. No me preguntará por mis padres. Tampoco por el accidente ni por mi último trabajo, que creerá abandonado, y creerá mal. Me habrá echado de menos y yo la habré echado de menos a ella, aunque yo piense, como siempre, que no lo suficiente.
Habrá un momento, cuando salgamos del bar, en que me dé cuenta de que su coche ya no es un 131 Mirafiori, y qué pinta en este siglo un 131 en general. Pensaré, y no será cómodo, en que yo había imaginado nuestra cita con tanto detalle, y tan seguro estaba de mis aciertos, que ni siquiera me paré a pensar por qué razón iba a estar ella apoyada en un 131. Pero estoy seguro de que estará apoyada en él cuando yo salga de la estación, y de pronto comprenderé que eso ya no es una suposición, sino una certeza.
Me detendré en la calle y dudaré de si estoy soñando o no, daré un paso detrás de otro muy despacio, como si el suelo fuese a desaparecer, tal y como deseo en mis sueños para despertarme: que el suelo desaparezca y yo caiga al vacío que me devuelva a la vida. Pero no lo hace: el suelo no desaparece. Le preguntaré si no me estaba esperando apoyada en un 131 Mirafiori y me dirá que ni idea del modelo del coche, pero que el suyo desde luego no era un Mirafiori, ya no era un Mirafiori («¿me vacilas?», preguntará con una sonrisa). Y descubriré poco a poco, a cámara lenta, que lo que había imaginado que pasaría al bajarme del tren no era una recreación, sino algo real. Por tanto, no lo estaba imaginando, sino viviendo. Podía sospechar lo que iba a pasar con Valentina Barreiro, al fin y al cabo mi pareja durante veintidós años y fácilmente predecible, tanto que yo ya no era su exnovio sino su algoritmo, pero nunca, de ningún modo, detalles tan absurdos como que la encontraría apoyada en un coche concreto, ni el modelo de ese coche.
Descubriré entonces que el paso previo al terror siempre es creer que no existe, el siguiente es asumir lo y aún hay otro más, el definitivo: encontrarle la ternura. Y solo entonces sabré por qué me extrañaba que no me hubiese preguntado por el accidente, y qué accidente era el que podía preocuparme sino el mío.