Katherine Mansfield e Ida Baker: un amor sin principio ni final
Cuando tenía 15 años, a Cristina Domenech le atormentaba no saber dónde estaban las lesbianas de la historia. De sus investigaciones personales —vibrantes, siempre con el placer intrínseco de toda revelación— nació, en 2019, «Señoras que se empotraron hace mucho», un fenómeno editorial al que siguieron «Señoras ilustres» y el reciente «Más señoras que se empotraron hace mucho» (Plan B). Empujando los siglos, la autora desentierra los nombres escondidos y las vidas silenciadas de mujeres que hicieron del amor, la sexualidad libre y la creación artística, su revolución... Como Katherine Mansfield, aquella cuya pluma reconoció envidiar Virginia Woolf. Bisexual, lesbiana o simplemente «desastre», Mansfield vivió sus días desde un frenesí impulsivo que contrasta con la templanza y lucidez de su escritura. Durante 34 años de vaivenes románticos, un nombre femenino, una constante vital resistente: Ida Baker.

Katherine Mansfield. Crédito: Getty Images.
Katherine Mansfield
Si hay una cosa importante que aprender sobre la literatura en este mundo, es que los escritores como colectivo son insoportables. Es imposible hacer nada de provecho mientras están cerca, porque en cuanto intentes sentar cátedra sobre las características básicas de alguna forma de literatura, sienten la necesidad de joderte la vida, como los gatos cuando ven un vaso cerca del borde de la mesa. Basta con que murmures que una historia debe tener trama por definición para que a los tres meses aparezca una historia corta sin trama. Basta con que digas que es imposible escribir una novela sin usar la vocal más común para que aparezca un señor con una novela enteramente escrita sin la letra e. Por favor, que nadie diga que es absolutamente necesario que una novela use signos de puntuac... Demasiado tarde, ahí va el desgraciado de James Joyce con Ulises debajo del brazo, no nos podemos relajar, no podemos relajarnos ni un segundo.
Otra regla más o menos asentada de la literatura es que el bildungsroman, un género literario que consiste en acompañar al protagonista desde su niñez hasta que se convierte en un adulto funcional, tiene que ser un texto extenso para dar espacio al crecimiento y madurez del personaje. La protagonista de este capítulo dijo: «Bah..., con siete páginas tiro».
Aunque es cierto que esa historia es una tremenda vacilada, cualquier relato suyo es un espectáculo de osadía. Muchas de sus historias no pasan de las diez páginas: cada palabra está colocada con precisión exquisita. No sobra ni falta ninguna. Su economía escribiendo es legendaria, relatos pulidos hasta la perfección, pero llenos de momentos sentidos que evocan sentimientos. La mayoría de los escritores optarían por un final con efecto para un relato tan corto, algo con una sorpresa al final, con una subversión o un elemento inesperado. Katherine Mansfield no puede ponerle una sorpresa al final a sus relatos porque casi ninguno tiene final propiamente dicho. Ella te suelta en medio de una escena totalmente cotidiana, te la enseña y te saca.
Amor libre
Pero ¿no hay acaso en las escenas cotidianas momentos mágicos, terribles y con el potencial de alterar una vida entera? El momento en el que una niña empieza a portarse como una adulta tras perder a un ser querido. La revelación, y también la vergüenza, de una joven adinerada que organiza una fiesta en el jardín en un precioso día soleado solo para descubrir que a poca distancia una familia muy pobre llora en el funeral de un familiar. El instante en el que una mujer que pasea por el parque pensando lo tristes y apagados que se ven los ancianos se da cuenta de que ella es una anciana más para los jóvenes que la rodean. Con Mansfield siempre es el cambio violento bajo la superficie en calma, el segundo que cambia la vida del personaje sin que nadie más se percate, el descubrimiento de un sentimiento que se ha fraguado durante largo tiempo y sale a la luz por primera vez.
Quería empezar con su obra porque creo que es sin duda la parte más importante de su vida, y esta no es una opinión que comparta sobre todos los escritores. Mansfield tenía un talento excepcional y una lucidez inusual para saber qué mejorar y cómo en sus historias. El proceso de escribir y darle forma a uno de sus relatos la obsesionaba y llenaba su mente a todas horas, sin importar lo que sucediera a su alrededor. Y muchas cosas sucedieron a su alrededor, creedme. Y podríamos habernos ahorrado la mitad aplicando lo que se conoce científicamente como Calmarse Una Mijita.
Pero Katherine Mansfield solo tenía paciencia para pulir relatos. Para lo demás, cuesta abajo y sin frenos.
Kathleen Beauchamp, más tarde conocida como Katherine Mansfield, nació en Wellington, Nueva Zelanda, en 1888. Aunque creció en el seno de una familia adinerada y pudo dedicarse a sus dos pasiones desde muy joven (la literatura y el violonchelo), Katherine siempre se sintió fuera de lugar en el hogar familiar, donde las únicas personas con las que congeniaba eran su abuela y su hermano menor.
Las movidas románticas de Katherine empezaron bastante temprano. Los biógrafos y académicos todavía debaten sobre si su vida sentimental debería describirse como lesbiana o bisexual, que me parecen dos opciones flojísimas cuando existe la palabra «desastre».

Katherine Mansfield. Crédito: Getty Images.
El primer gran amor de su vida fue durante su adolescencia. Katherine estudiaba en un sitio donde las profesoras no le tenían demasiado cariño, porque en un colegio para señoritas donde las alumnas tenían que aprender a ser modestas y dulces, Katherine era una alumna inquieta que escribía cuentos incisivos y a la que no le entusiasmaban los valores tradicionales del centro. Afortunadamente para Katherine, no estaba sola. Había otra alumna que destacaba por su individualidad y su carácter fuerte: Maata Mahupuku a la que muchos llamaban princesa Maata por estar emparentada con líderes de una de las tribus maorís más grandes de Nueva Zelanda (ver notas al pie: 1).
La relación de Katherine y Maata fue bastante explosiva: aunque pasados unos años Katherine parecía estar bastante más pillada que Maata, ambas continuaron su relación incluso después de que Katherine se marchara a estudiar a Londres (donde se encontraron varias veces) y después a través de cartas. Mientras estuvieron juntas en Nueva Zelanda escribieron diarios y se los intercambiaron; ambas conservaron el diario de la otra durante el resto de sus vidas.
Aunque este primer contacto con el amor intenso y correspondido hizo muy feliz a Katherine en ciertos aspectos, también la torturaba en otros. «Deseo a Maata», dejó escrito. «La deseo como ya la he tenido... de una forma terrible. Es impuro, lo sé, pero es verdad». Katherine había sido consciente desde muy joven del juicio de Oscar Wilde, que había sido encarcelado y humillado públicamente durante años por sus relaciones con otros hombres. El caso había levantado una ola de rechazo y condena pública hacia los homosexuales y la posibilidad de ser parte de aquello la llenaba de inquietud. Por si fuera poco, Katherine se enteraría siendo aún muy joven de que un amigo de su edad se había quitado la vida, se decía, por sus inclinaciones homosexuales. Aunque su fascinación y atracción hacia otras mujeres surgió a una edad muy temprana, iría seguida durante casi toda su vida de un sentimiento de rechazo violento.
Desesperada por salir de una vida en la que se sentía incómoda y sola, Katherine rogó a sus padres que la mandaran a estudiar a Londres y les calentó tanto la oreja que al final lo consiguió. Sus padres le dejan claro que solo serían unos años y luego de vuelta al redil y Katherine se embarca por primera vez en la larguísima travesía por mar desde Wellington hasta Londres. Como le prometieron, su estancia solo duró un par de años, pero Katherine estaba extasiada con la experiencia. Londres era moderno, cosmopolita, bohemio... y, sobre todo, estaba muy, muy lejos de sus padres. Y muy, muy cerca de Ida Baker, una estudiante que conoció en la academia y con la que se mete en una relación intensa a la velocidad de la luz. Las dos hacen planes para ser escritoras y, en el tiempo que pasan juntas, Kathleen se convierte en Katherine Mansfield e Ida se convierte en Lesley Moore.
Así que en 1907 Katherine vuelve a Nueva Zelanda, pero ya está ideando la forma más rápida de que la dejen volver a Londres. Katherine lleva tiempo escribiendo y desea poder hacerse un nombre en el mundo de la literatura, y Londres ofrece las mejores oportunidades para conseguirlo. Además, en Wellington todo el mundo la conoce y es bastante difícil liarse con una ristra de muchachos y muchachas sin que sus padres se enteren.
Ojo. Difícil, pero no imposible.
Durante su corta estancia antes de volver a Londres, le echa el ojo a una artista que vive cerca, Edith Bendall. Katherine la ronda hasta que se atreve a invitarla a pasar la noche con ella. El diario de Katherine al día siguiente, un desastre: odia a Edith pero también la adora, describe cómo sus impulsos sexuales son con ella mucho más fuertes que los que siente por los hombres, se pregunta si lo que ha sentido por hombres hasta ahora ha sido real o producto de sus ansias por tener una relación con uno. «Tumbarme con la cabeza sobre su pecho es sentir todo lo que la vida puede ofrecer», dice con la intensidad propia de una bollera de diecinueve años hasta las cejas de felicidad postorgasmo.
Todo esto se le olvida en cuanto vuelve a Londres meses después. De hecho, sus seducciones en serie de señores aleatorios están peor que nunca en esta época. Se echa un novio cuya relación se diluye rápidamente, dejándola embarazada en el proceso. Inmediatamente después decide casarse con un señor llamado George Bowden. La boda se planea y se ejecuta rapidísimo, casi sin ceremonia, con la única presencia de Ida Baker como testigo. Lo de traer a tu novia de testigo en tu boda igual os parece raro, pero perdonadme si no lo comento porque no me parece ni reseñable para la que se va a liar con Ida de aquí a unos párrafos. Aunque igual lleváis razón en que no es el mejor augurio, porque el matrimonio duró muy poco. Horas, de hecho. Esa misma noche, antes de acostarse, Katherine decidió que no quería estar casada con ese señor y lo dejó plantado, yéndose a pasar la noche con Ida.
Katherine está encadenando follones tan rápido que su madre se entera al otro lado del mundo y se planta en Londres para coger a su hija de la oreja. Después de hablar con el padre de Ida para que mande a su hija de viaje lejos de Londres y lejos de Katherine, su madre se la lleva a Baviera a desintoxicarla del lesbianismo con reposo y duchas frías. Se especula que llevarse a su hija a un balneario recóndito también era útil para esconder su embarazo, aunque se especula sobre si la señora sabía o no que su hija estaba embarazada. Cuando las duchas frías no consiguieron curarle la atracción por las mujeres, su madre volvió a Nueva Zelanda y la desheredó. Sola en Baviera, Katherine perdió el bebé y se quedó en una pequeña pensión alemana recuperándose física y emocionalmente. No hay mucha información sobre esta época, porque la propia Katherine destruyó sus cuadernos y le pidió a Ida que hiciera lo propio con sus cartas, pero obviamente fue un periodo muy oscuro de su vida.
Eso no le impidió engancharse a otro señor tan pronto estuvo algo más recuperada, pero en cuanto el señor intentó ponerse medio serio, Katherine abandonó la relación, como de costumbre. El modus operandi continúa varios años más: Katherine regresa a Londres, donde continúa su relación con Ida, a veces compartiendo casa y a veces a distancia, y donde se enzarza en un puñado de relaciones fugaces y caóticas: las relaciones con mujeres le provocan una inquietud y un malestar que inmediatamente la lanzan a buscarse un novio o dos, de los que al final siempre acaba huyendo.
En medio de todo este caos solo hay una constante en la vida de Katherine: su pasión por la literatura. Mejorar su estilo es una obsesión constante. Aunque sus diarios mencionan muchas de las relaciones tempestuosas de su vida, sus reflexiones sobre cómo progresan sus relatos siempre toman un papel protagonista. En una vida de excesos, de impulsos descontrolados y temperamento exaltado, sus observaciones sobre sus relatos son una presencia inmensa y deliberada que domina todo lo demás. ¿Cómo puedo convertir este sentimiento en un relato? ¿Cómo debo mejorar esta historia, para que los matices lleguen mejor y más rápido al lector? Debo recordar este dolor, para el futuro, para una historia.
En 1911, Katherine conoce a John Middleton Murry, uno de los editores con los que probó suerte para publicar. Ese mismo año se mudan juntos y comienzan un noviazgo bastante complejo, siendo ella la que insiste en comenzar la relación, según el propio Murry. Katherine se esfuerza por conservar esta relación, porque con él es bastante fácil llevar las riendas y sentir que tiene algo de control sobre la situación. Ambos tienen en común la pasión por la literatura y compartir hogar no es un suplicio, aunque a ratos tampoco terminan de cuajar. Pero de momento están medianamente satisfechos y eso es más que suficiente.
En uno de sus frecuentes cambios de casa se mudan a Bloomsbury, donde conocen a Virginia Woolf. Hasta ahora os habéis fiado ciegamente de mis declaraciones de amor barrocas hacia Katherine Mansfield y su talento gordísimo y su cerebro galaxia, pero a partir de ahora podéis fiaros de la palabra de Virginia Woolf, que tiene mucho más caché que yo. La consideraba, sencillamente, la mejor escritora de su tiempo. Lo que empezó entre las dos como una rivalidad y una antipatía mutua instantánea, se convirtió con el tiempo en una amistad muy especial y enriquecedora para ambas. Se admiraban enormemente y se comprendían a niveles inesperados, teniendo en cuenta que eran mujeres muy distintas. En una frase largamente repetida en estudios y biografías, Virginia Woolf confesó que el único estilo literario que había envidiado en su vida era el de Katherine Mansfield (2).

Katherine Mansfield. Crédito: Getty Images.
¿Y qué tal va ese matrimonio que hemos intentado conservar desesperadamente? Regular, porque Katherine ha hecho el petate (otra vez) y se ha ido a vivir con Ida Baker (otra vez). La ansiedad sobre sus relaciones con otras mujeres no ha disminuido, pero sus ganas de compañía bolleril tampoco. Katherine piensa en su vida amorosa como en una esfera con dos mitades: una luminosa y benévola, la de su relación con Murry; y otra oscura y destructiva, la que Ida creaba en ella a pesar de sus intentos por resistir la tentación. «El antiguo sentimiento ha vuelto», le escribió a Ida. «Un dolor, un deseo... el sentimiento de que no puedo estar satisfecha a menos que sepa que estás cerca. No por mí; no porque te necesite... sino por la forma horrible, odiosa e intolerable en la que te amo y soy tuya siempre». Para que luego digan que el romance ha muerto.
A punto de cumplir los treinta y con una salud que lleva deteriorándose durante años debido a ataques frecuentes de artritis, Katherine pasa más y más tiempo absorta en su trabajo, deseando poder escribir una gran obra de la que sentirse plenamente orgullosa. Desgraciadamente, Katherine descubre que no le queda mucho tiempo cuando le diagnostican tuberculosis y su vida se convierte en una lucha contrarreloj para escribir tanto como le es posible mientras viaja por toda Europa en busca del clima más amable para su enfermedad.
A estas alturas del partido, tanto John como Katherine han tenido amantes fuera del matrimonio, han cortado y han vuelto a juntarse varias veces y se han mosqueado por todo lo mosqueable, así que es absolutamente comprensible que Katherine dejara la casa que compartían y absolutamente incomprensible que un año más tarde decidieran casarse (de nuevo, según Murry, por insistencia de Katherine). Esta vez, cuando Katherine vuelve a mudarse con Murry, se lleva a Ida con ella para vivir los tres en la misma casa. Sorprendiendo a cero personas, esto sale horriblemente mal. Katherine intenta equilibrar la situación proponiendo pasar seis meses con Murry y seis meses con Ida, que todavía suena bastante mal pero mejor que la primera opción (3).
¿Y esta gente por qué se deja hacer esto?, os estaréis preguntando. Los libros y los artículos tienen mucho que decir sobre esto. Murry es caracterizado a menudo como un tremendo calzonazos que se dejaba vapulear por su mujer y pasaba por el aro sin decir ni mu; Ida, como una mujer triste y solitaria que se dejaba manipular por su devoción grotesca hacia Katherine. Pero aunque Murry dejaba que su mujer fuera libre con sus relaciones, tenía carácter cuando era necesario. Y si bien Ida siempre estaba dispuesta a dejarlo todo cuando Katherine la necesitaba, no era inmune a sus desplantes ni ignoraba las complicaciones de su relación. La respuesta, creo, es bastante sencilla: los dos querían a Katherine. La quisieron de formas diferentes a lo largo de sus vidas (cabe preguntarse si Murry seguía teniendo sentimientos románticos hacia ella, llegados a cierto punto), pero estaban dispuestos a tolerar la presencia del otro para hacer la vida de Katherine un poco más fácil, incluso cuando los dolores continuos de sus enfermedades la convertían en una persona muy poco amable.
Durante los siguientes tres años, Katherine e Ida se instalan en Italia una época, con visitas ocasionales de Murry; luego se instalan en París, en Suiza, y de nuevo en París. Katherine escribe y escribe y escribe, mientras sueña con volver a Nueva Zelanda una vez más, ahora imposible debido a su enfermedad. Sus relatos se llenan de recuerdos de infancia y lugares de su juventud, mientras Ida es su enfermera y su compañera de trabajo. Katherine se había negado años atrás a ingresar en un sanatorio alegando que le sería imposible escribir, pero finalmente accedió a quedarse en un centro de reposo en Fontainebleau donde poder descansar y recuperarse. Katherine pasó su tiempo allí haciendo tareas domésticas y actividades con el resto de los pacientes, recibiendo visitas de Murry e Ida y anhelando una recuperación milagrosa.
Katherine murió semanas después, en enero de 1923, con tan solo treinta y cuatro años. Murry recopiló todas sus historias no publicadas, sus cartas y sus diarios, y dedicó los siguientes años de su vida a publicarlos para que el nombre de Katherine Mansfield llegara lo más lejos posible. Ida, años más tarde, escribió unas memorias sobre su tiempo con Katherine, a la que siguió recordando y honrando hasta su muerte, con noventa años.
Creo que es evidente por qué los libros de texto nunca se ponen de acuerdo sobre si Katherine Mansfield era lesbiana o bisexual. Si al lector así le apetece, es fácil leer su historia como la de una mujer lesbiana desesperada por ahogar su deseo sexual buscando un marido perfecto que nunca encuentra. También es fácil negarse a descartar a todos los hombres que pasaron por su vida como excusas para esconder un supuesto lesbianismo, por muy fugaces e irregulares que fueran las relaciones. Pero, debates que no estoy interesada por saldar aparte, es innegable que Katherine amaba a las mujeres tanto como temía entregarse a ellas. Solo la paciente y devota Ida Baker estuvo a su lado desde que eran niñas, la que fue su testigo de boda y la mujer con la que pasó las nupcias, la que dejó su lado innumerables ocasiones y regresó siempre que Katherine la necesitó, que fue su compañera y su enfermera, y soportó sus palabras ácidas y sus desplantes cada vez que el rechazo y la culpa la invadían.
Poco antes de su muerte y avergonzada por la facilidad de Ida para poner toda su vida en pausa cada vez que Katherine la llamaba a su lado, le confesó que nunca sería mejor, que seguiría siendo impaciente, insegura e irascible. Pero en ese momento de debilidad añadió: «Cree y sigue creyendo sin gestos por mi parte que te amo y te quiero como esposa».
La vida de Katherine Mansfield fue una profusión de éxitos y fracasos, de relaciones complejas, amistades tormentosas, malas decisiones, furor creativo y ganas hambrientas de verlo todo, hacerlo todo, experimentarlo todo. De toda la vorágine, Katherine escogía el sufrimiento más exquisito y el placer más dulce, y pintaba a su alrededor un universo perfecto en diez páginas, lo pulía hasta que brillaba como una estrella y lo devolvía al mundo. Murió con tan solo treinta y cuatro años, y toda su obra literaria cabe en un solo libro. Pero si le bastaban siete páginas para escribir un bildungsroman, en un libro entero le sobra espacio para dejarnos sin aliento decenas de veces. Mi relato favorito, Leves amores, tiene solo dos páginas y encapsula uno de los momentos más hermosos que Mansfield escogió para ser el corazón de sus relatos.
El instante en el que, en un día gris y apagado de rutinas y desencantos, un beso a escondidas hace que el mundo florezca de nuevo.
(1) Maata nunca abandonó los pensamientos de Katherine. Tras su muerte se recuperaron los dos primeros capítulos y los resúmenes del resto de una novela titulada Maata que había estado años planeando. La propia Maata afirmó en varias ocasiones que, además de su diario de adolescencia y sus cartas, tenía una copia completa de la novela, pero jamás publicó un solo documento de Katherine, atesorándolos durante toda su vida.
(2) Aparte de entablar una inesperada amistad, Virginia y Katherine se influyeron mutuamente en una época de formación en la que apenas estaban empezando a publicar de forma profesional. Su opinión y su rivalidad amistosa eran tan valoradas que Virginia perdió las ganas de escribir tras el fallecimiento de Katherine. «Qué sentido tiene escribir», dejó escrito, «si Katherine no va a leerlo».
(3) Una amante de Murry, Elizabeth Bibesco, intentó convencerlo de que abandonara a su mujer. Katherine aceptaba amantes, pero no conspiraciones en su contra. Escogió la pluma, su arma más mortífera, para escribirle a Bibesco y pedirle que no enviara más cartas a su marido. «Es usted muy joven. ¿Podría pedirle a su marido que le explique la imposibilidad de la situación? Por favor, no me haga escribirle de nuevo. No me gusta regañarle a la gente y simplemente detesto tener que enseñarles modales. Sinceramente suya, Katherine Mansfield».