Una muy breve historia de la novela negra
Del original «¿Quién lo hizo?» a su inclasificable estado actual pasando por aquellos detectives duros de pelar de los atribulados años 20 (¡no estos, los otros!), la novela negra (o policíaca) hace suyo el concepto misterio para llevarnos a los rincones más oscuros del ser humano (vicio, corrupción, violencia). En el texto que sigue, unas líneas que forman parte del libro «Diccionario apasionado de la novela negra» (Salamandra), Pierre Lemaitre recorre con apenas unos plumazos un género vivo que no ha dejado de mutar en más de un siglo de existencia.
Por Pierre Lemaitre

1950. Agatha Christie ante el escritorio de su casa de Wallingford, Berkshire (Inglaterra). Crédito: Getty Images.
Lo primero fue la novela policiaca, una novela de enigma cuyo objetivo era jugar con el lector, que debía seguir una investigación a partir de los elementos propuestos (con mayor o menor honestidad) por el autor. Lo importante era averiguar quién había cometido el crimen, razón por la que el género acabó conociéndose como whodunit (del inglés Who [has] done it?: «¿Quién lo hizo?»).
De Agatha Christie a Rex Stout, el género se desarrolló desde finales del siglo xix hasta el final de la Primera Guerra Mundial y, se diga lo que se diga, produjo novelas excelentes (salvo para quien lo considere detestable), como Diez negritos (1939).
Tuvo numerosas variantes, aunque la más radical fue sin duda la del «misterio de la habitación cerrada», que llevaba la dificultad al extremo, puesto que, en teoría, se trataba de un asesinato imposible de cometer. Para decirlo brevemente: era imposible que el asesino entrara en la habitación. El misterio del cuarto amarillo (1907) de Gaston Leroux y La cámara ardiente (1937) de John Dickson Carr son buenos ejemplos.
Otra variante famosa: la inverted tale o «historia invertida». El lector sabe quién es el culpable desde el principio y la gracia está en averiguar qué hará el investigador para saber tanto como él. Este subgénero, inaugurado por Richard Austin Freeman, produjo obras maestras y también la serie televisiva Colombo.
Tras el whodunit vino el hard boiled (o sea, el «duro de pelar»). Los tiempos habían cambiado. Estamos en la década de 1920, el mundo occidental entra en una nueva era, más urbana que rural, y con ella llega la explosión demográfica y el aumento del crimen, el Crack del 29, el auge del capitalismo con los estragos que todos conocemos... La novela policiaca se transforma en novela negra. El personaje emblemático es el detective privado y se tratan asuntos relacionados con el sexo, la violencia, la corrupción o el vicio. El tema último es la realidad social y la moral recibe un guantazo en plena cara. El género, nacido con Dashiell Hammett (Cosecha roja, La llave de cristal, etcétera), se desarrolla con autores como Raymond Chandler (El sueño eterno), William Burnett (El pequeño César) o Chester Himes.
Tzvetan Todorov, en sus Nouvelles recherches sur le récit [Nuevas investigaciones sobre el relato], señaló una diferencia esencial entre el whodunit y el hard boiled: el primero excita la curiosidad yendo del efecto a la causa, mientras que el segundo crea suspense yendo de la causa al efecto.
Esta «nueva ola» de la novela policiaca arriba a las costas francesas después de la Segunda Guerra Mundial. Marcel Duhamel lanza la colección Série Noire en la editorial Gallimard y descubre al público galo a Horace McCoy (¿Acaso no matan a los caballos?) y a James M. Cain (El cartero siempre llama dos veces), entre muchos otros. El género negro francés se adaptará y verá aparecer a nuevos autores, como Léo Malet (Calle de la Estación, 120) o Jean Amila (La lune d'Omaha [La luna de Omaha]).

1946. Lauren Bacall con su por entonces marido, Humphrey Bogart, en el set de rodaje de «El sueño eterno», dirigida por Howard Hawks. Crédito: Getty Images.
La gran aportación francesa será una evolución fundamental desarrollada por un tal Jean-Patrick Manchette. Como afirma sin ambages François Guérif: «La llegada de Manchette fue como una bofetada en pleno rostro: volvió a poner la crítica social en el centro de la novela negra.» Se había acabado el folclore del «centro» a lo Jean Gabin con diálogos de Albert Simonin: la nueva novela policiaca (Nada, o Le petit bleu de la côte ouest [Balada de la Costa Oeste]) se ocupa de la ciudad, pero incluye el extrarradio, denuncia la corrupción a la francesa, pone en escena a los secretas, la lucha de clases, la marginalidad, la droga, el sexo... Este movimiento (aunque hablemos de «movimiento», sus autores conforman un grupo de lo más variopinto) auspiciará la emergencia de nuevos escritores como Didier Daeninckx (Asesinatos archivados), Frédéric H. Fajardie (Tueurs de flics [Asesinos de polis]), Thierry Jonquet (Les orpailleurs [Los buscadores de oro]), Jean-Bernard Pouy (Spinoza encule Hegel [Spinoza le da por saco a Hegel]) y otros. El detective —figura bastante artificial en Francia— cede el sitio al policía, un paso del sector privado al público bastante irónico si se tiene en cuenta el contexto, puesto que se produce en un momento en que la política francesa se dispone a avanzar decididamente en la dirección opuesta.
Después, el panorama se vuelve más confuso. ¿Es el resultado de la globalización de la literatura? ¿De un estancamiento del género? ¿Del lento alumbramiento de la posdemocracia? Sea como sea, lo cierto es que el mundo de la novela policiaca se fragmenta y resulta muy complicado encontrar un factor común indiscutible —aparte del misterio, por supuesto, una rara constante en el código genético de este organismo que no deja de mutar— entre novelas como La chica del tren de Paula Hawkins y Zulú de Caryl Férey, El código Da Vinci de Dan Brown y El Cuarteto de Los Ángeles de James Ellroy, El padrino de Mario Puzo y Tarántula de Thierry Jonquet...
En un sistema social en el que la transparencia es una virtud, la visibilidad un ideal y el secreto un motivo de sospecha, la novela policiaca es un género relativamente asincrónico: uno de los últimos sitios en los que el misterio sigue siendo una cualidad y la mentira un camino para llegar a la verdad.
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